Fragmento

I

La historia empezó en colores, por eso el auto era rojo. Primero se veían los faros de frente y a la distancia. Después una ruta desolada, el auto de costado y la velocidad como una hilera de erres.

El conductor del auto era el perfil de un hombre.

El hombre de perfil se llamaba Santiago.

Santiago volvía al pueblo después de una ausencia que había durado muchas páginas. Traía consigo la misma estatura que se había llevado. Más la esperanza de encontrar un final feliz.

Santiago regresó a San Jerónimo buscando el parque de diversiones de los húngaros. Aquel “Budapest” que dividió a los vecinos de toda la vida y los condujo a un enfrentamiento del cual ninguno salió ileso. Fueron tiempos en que las amas de casa abandonaron sus cocinas para ocupar un sitio en la guerra. Tiempos en que un pequeño pueblo de provincia vio nacer a un héroe de historieta. Un tiempo de títeres muertos y besos mal dibujados.

Santiago estuvo en un bando. Doña Lupe, en el otro. Ellos y el mundo se enfrentaron en nombre del “Budapest”. Un parque de diversiones desvencijado que aseguraba haber cruzado el mar desde las lejanas tierras de Hungría para que damas, niños y caballeros pudieran disfrutar de sus atracciones. El “Budapest” se instaló en el pueblo como un cuarto menguante al final de la lluvia. Y ya nada pudo ser igual.

Pero todo eso ocurrió después; porque hasta el momento solo había cuatro viñetas dibujadas. Una viñeta donde se veían los faros de frente y a la distancia. Luego otras dos unidas para dar idea de movimiento y velocidad: la primera de ellas ocupada de lado a lado por el auto rojo, y la segunda por una hilera de erres. En la última viñeta aparecía en plano medio la cara de Santiago, el hombre que regresaba.

—¿Usted está seguro de lo que hace? —preguntó el dibujante.

—Absolutamente. —El guionista era seco por fuera—. Es mi historieta, y la termino como mejor me parezca.

El dibujante pensó que la verdad era un poco distinta. La historieta terminaba porque así lo exigían los nuevos editores, resueltos a cambiar la personalidad de la revista. Sin embargo, se cuidó muy bien de decirlo en voz alta.

Los dos hombres llevaban casi un año trabajando juntos. Y aunque jamás lograron tratarse amablemente, el dibujante estaba descubriendo que sentía por el guionista un borroso cariño. Lo descubría justo en ese instante, mientras trabajaba en el episodio que se iba a publicar en el Súper Álbum de diciembre. El último episodio de una serie llamada “El Viajante”.

Santiago manejó más de tres días, llevado solamente por noticias inciertas. ¿Y qué importaba?, si eso era todo lo que hacía desde largo tiempo atrás. Consiguió trabajo como viajante para ganarse la vida sin abandonar la búsqueda del parque de diversiones que llevaba en el alma. Solo por encontrarlo, Santiago cruzó fronteras llanas y montañosas, le preguntó a gente de ojos oscuros que no quiso o no pudo responderle, conoció caseríos de barro y otros de piedra y otros de sombras, entró con su viejo auto rojo por huellas polvorientas que terminaban en pueblitos sin nombre y sin lluvia; siempre rogando que el “Budapest” no se hubiese hecho al mar de regreso a Hungría. Pero cada vez sus esperanzas se desmoronaban más: ni este, ni el otro, ni aquel, ninguno era el “Budapest” de los Vojvodina.

Ahora, un camionero, de los que solía encontrar de tanto en tanto en los urgentes comedores del camino, se lo había contado. Allá, en San Jerónimo, estaban instalando un parque de diversiones. Lo dijo con indolencia y como al pasar; sin imaginar la reacción que iba a provocar su comentario.

—Vi un parque de diversiones allá en su pueblo. Si tengo que ser sincero..., era lo único que respiraba.

El camionero lo vio ponerse pálido y creyó que había hablado de más. Pero no. Enseguida entendió que había hablado de menos. De pronto, el viajante le estaba pidiendo precisiones sobre el tal parque que había mencionado solamente por no quedarse callado mientras terminaba su café: si venía de Hungría, si el centro del tiro al blanco era el corazón de un pirata, si había una anciana de nombre Viorica tirando los naipes de la fortuna.

Una embestida de preguntas que el camionero fue incapaz de responder. Y no porque hubiera mentido. En realidad, ese parque estaba donde él aseguraba, pero jamás podría recordar tantos detalles. Además, lo había visto durante una siesta calurosa. Lo que, según su entender, era lo mismo que ver las cosas a través de un tul.

—¿Se llamaba “Gran Budapest”?

—Si tengo que ser sincero...

—¿Había un pirata que ofrecía el corazón para que le acertaran dardos?

—La verdad..., no recuerdo.

—¿Los peces chorreaban lluvia?

—No quiero mentirle...

Confundido por ese insólito interrogatorio, el camionero empezó a dudar sobre lo que había visto. Ya no sabía con exactitud si el parque estaba en ese pueblo o en algún otro. Tampoco podía recordar si se había detenido a mirarlo. Y finalmente, no fue capaz ni de asegurar que se trataba de un parque de diversiones.

A lo mejor, era el dibujo de un cuarto menguante.

Esta vez, el dibujante abandonó su habitual indiferencia.

Cierto que había tomado ese trabajo en reemplazo del dibujante original. Llegó a una historieta que no era suya y hablaba otro idioma. Llegó a una historieta que se moría. Y no pudo hacer más que continuar con los dibujos sinceros y diáfanos que exigía el estilo. “El Viajante” era un paso obligado en el camino hacia una historieta de líneas exaltadas y trazos como espinas para quitarle al lector el aire y la vergüenza.

Pero aun así, el dibujante no pudo encogerse de hombros, cerrar la boca y olvidarse. No pudo porque, aquella vez, el guionista estaba yendo demasiado lejos.

—Esto va demasiado lejos —se atrevió el dibujante.

—¿Lejos de qué? —El guionista encendía un cigarrillo.

—¡Lejos del sentido común!

Como el guionista no le respondió, el dibujante tuvo que ingeniárselas para seguir hablando del asunto:

—Usted se estará preguntado por qué le digo esto...

El guionista permaneció en silencio.

—Se lo digo porque es totalmente absurdo imaginar que un camionero pueda expresarse de manera tan... —demoró en encontrar el adjetivo—. ¡Tan poética!

El guionista sintió alguna curiosidad.

—¿A qué se refiere usted?

—Me refiero al texto que dice “A lo mejor era el dibujo de un cuarto menguante”. —El dibujante subrayaba con su dedo índice lo que estaba leyendo.

—Entiendo que usted sugiere que no es razonable que un camionero hable de la luna.

—¡De ninguna manera! Lo que yo sugiero es que...

—Escúcheme —interrumpió el guionista—, en mi último episodio voy a escribir lo que siempre he soñado. Usted va a seguir dibujando mujeres hermosas, vampiros en zapatillas y mafiosos armados hasta los dientes. Para mí, en cambio, ya no habrá otra historieta.

El dibujante entendió la tristeza. Y con dos trazos compuso el cuarto menguante más bello de toda su carrera. Lo hizo en el ángulo superior izquierdo de la viñeta, porque allí se representan los ensueños.

Apenas el camionero terminó de hablar, Santiago se puso en marcha en dirección al pueblo donde había nacido. Y manejó durante tres días pensando que era posible que se reencontrara con el “Budapest” en el mismo sitio donde lo había visto veinte años atrás.

A medida que se acercaba a San Jerónimo, comenzó a sentir que su auto era demasiado rojo para el lugar al cual se dirigía. Y demasiado diferente del silencio. Santiago supo que el motor iba a ser como un taladro atravesando la siesta.

Cuando abandonó la ruta para tomar el desvío de tierra a su izquierda, encendió un cigarrillo. Les explicó a sus manos, apretadas en el volante, que disminuía la velocidad porque el camino era muy malo. Pero sus manos sabían que estaba mintiendo. La verdad era que Santiago tenía miedo de llegar. Por eso encendió un cigarrillo, disminuyó la velocidad. Y se empecinó en pensar que tenía hambre. Y que en el pueblo, a la hora de la siesta, no iba a encontrar nada abierto.

Santiago recordaba perfectamente el cartel que iba a aparecer después de la curva. Del lado de los que llegaban decía: “Bienvenidos a San Jerónimo”. Del lado de los que se marchaban decía: “Pronto regreso”. Entonces decidió que dejaría el auto junto al cartel de bienvenida para caminar hasta el pueblo.

Su recuerdo tenía razón. A pocos metros de la curva estaba el cartel. Pero alguien lo había girado; de modo que ahora, “Pronto regreso” estaba del lado de los que llegaban.

Santiago pasó muy cerca del cartel que marcaba la frontera entre San Jerónimo y el universo, y detuvo el auto. Aunque comprendió que en aquel lugar no hacía falta poner tanto esmero, se demoró comprobando que todas las puertas estuvieran bien cerradas. Antes de empezar a caminar se dio vuelta para leer de memoria: “Bienvenidos a San Jerónimo”.

El sol empezaba a pinzarle la nuca. A Santiago le pareció muy extraño que los respetables vecinos de San Jerónimo hubiesen girado un cartel de propiedad pública. Más probable era que el dibujante se hubiese equivocado.

Santiago respiró profundo y empezó a caminar.

El verano en San Jerónimo no tenía aire. El único remedio para soportar el camino que había emprendido a pie eran los árboles del padre Tadeo, que acompañaban la calle de tierra que unía la ruta con el pueblo.

Santiago miró las primeras casas. Estaban durmiendo... Imaginó los interiores oscuros, el ramito de albahaca muriéndose en un vaso con poca agua, el zumbido de los ventiladores. Y las cortinas pesadas, oscuras, corridas para evitar el resplandor.

“Los gatos”, pensó. Santiago acababa de recordar que los gatos de San Jerónimo no dormían las siestas del verano. Si se movía con velocidad, conseguiría verlos. Disimuló lo mejor que pudo la intención de descubrirlos. Y, de golpe, giró la cabeza a un lado y al otro. A su izquierda vio solamente uno que, contra la tradición de los gatos jerónimos, no se escapó. Tal vez porque era un animal viejo. Tal vez porque le habían hablado de un tal Santiago que un día iba a regresar, y quiso verlo. A su derecha, descubrió un gato gris que se metió por el resquicio de una ventana abierta. También alcanzó a percibir una sombra equívoca, que tanto pudo ser un gato como un niño. Como alguien que acabara de morir. Como un niño o un gato que acabaran de morir.

En el siguiente cuadro, estaba la cara de un gato en primer plano con la boca abierta hasta el fondo. Y un maullido escrito con letras deformadas.

—Me parece que la garganta de un gato es un buen símbolo de lo que se avecina —dijo el dibujante.

—Tiene razón —admitió el guionista.

Santiago caminó casi una hora. Le faltaba muy poco para llegar al lugar desde el que iba a poder distinguir el parque, si es que estaba.

No importaban los años transcurridos. Él confiaba en que podría reconocer el “Gran Budapest” de cualquier forma. Claro que entendía las cosas del tiempo. Viorica y Estefan, que ya eran ancianos entonces, posiblemente no estuvieran. Natalia, que ya era hermosa entonces, seguramente se habría casado con el hombre que atendía el puesto del tiro al blanco. Pero las lamparitas azules, dos quemadas y una no, que decoraban la entrada como guirnaldas, debían de ser las mismas. Y las paredes de lona de la Casa del Terror debían de tener los mismos agujeros.

—A lo mejor, esta vez es cierto —pensó.

Si seguía caminando a ese paso, llegaba en menos de cinco minutos. De nuevo disminuyó la velocidad. Y les dijo a sus manos que era a causa del calor. Pero las manos sabían que estaba mintiendo.

—¡Santiago!

Alguien estaba gritando su nombre.

—¡Santiago!

Una mujer decía su nombre.

Cuando se dio vuelta a mirar, tenía diecisiete años.

Y la historia siguió en blanco y negro.