Fragmento

ROJO

ROJO

Ocurrió cuando el diablo abandonó sus fuegos por una vendedora de manzanas.

En ese tiempo, muy lejano de este día, los mercados callejeros eran el corazón del mundo.

Cada ciudad tenía un mercado lleno de colores, olores y ruidos donde la gente se reunía a vender y comprar, a discutir sobre los reyes, los eclipses y las cosechas... Y a enterarse de las últimas noticias.

Pero, entre tantos mercados, hubo uno que se hizo cuento porque allí llegó el diablo enamorado.

Su nombre era Mercado de las Rosas; el más colorido, oloroso y ruidoso de cuantos se conocieron.

El Mercado de las Rosas fue famoso por sus pregones, esas cancioncillas que nos invitan a gastar nuestra última moneda para comprar algo que no necesitamos.

Y los vendedores del Mercado de las Rosas eran realmente buenos para eso.

—Frutillas tengo y más,

tengo frutillas

para pintar la boca, y dulces

tengo frutillas.

—Nunca hemos escuchado pregones más convencedores que estos —decían las buenas personas. Y no se equivocaban.

—¡Hay langostas, langostas!

¡Las de ojos tristes...,

las más sabrosas!

Cuando el color del amanecer separaba la Tierra del cielo, los toscos vendedores se transformaban en poetas. Camarones, granadas, tomates, sandías...; todo se ofrecía con tanta gracia que resultaba difícil resistir la tentación.

Pero tentación, si de verdadera tentación queremos hablar, fue la que sintió el diablo cuando vio a Rubilda, la vendedora de manzanas.

El puesto de la muchacha era uno de los más concurridos del mercado:

—¡Manzanitas crujientes, compre vecina!

¡Del manzanar del rey, venga y elija!

La bella Rubilda cantaba su pregón girando hacia un lado y hacia otro. Y era tan grato verla con su trenza pelirroja puesta a un costado que no había hombre, mujer, niño, perro o pájaro que no se detuviera a mirarla. Ni hombre, ni mujer, ni niño, ni perro, ni pájaro. ¡Ni el mismísimo y temible diablo!

Desde una ventana de su infierno, el diablo estuvo mirando a Rubilda durante un año entero, de mayo a mayo. Y cada día se enamoraba más.

A causa de tanto amor, el diablo dejó de lado sus obligaciones.

Sin nadie que los atizara y los soplara, los montes de fuego, los mismos que espantaron al hombre de punta a punta del tiempo, comenzaron a perder tamaño y poderío.

Mientras eso ocurría, el pobre diablo no hacía otra cosa que estar sentado a orillas de un río de lava, arrojando pedacitos de brasas y suspirando por Rubilda.

—Esto no puede continuar así —le dijo su madrina.

Y es que el diablo tenía madrina. ¡Las madrinas tienen mucho que ver con los cuentos!

El diablo se puso a temblar de miedo. Su madrina era persona de muy mal carácter. Y a juzgar por el gesto curvo de su boca y el color subido de sus mejillas estaba de verdad enojada.

—¡Exijo que me expliques de inmediato qué está sucediendo contigo! —El chillido de aquella enfurecida madrina del diablo resonó hasta en los rincones más lejanos del infierno.

El diablo agachó la cabeza, se agarró la larga cola y empezó a retorcerla.

—Y bien... —dijo la madrina—. ¿Vas a decirme de una buena vez por qué este lugar ha perdido su calor de desierto eterno y su olor a estómago de tigre?

—Ru... —balbuceó su ahijado—. Rubil... —respiró profundo para darse ánimo—: Rubilda.

—¿Rubilda? —La madrina perdió la poca paciencia que le quedaba, y dio tal terrible grito que despertó a los volcanes dormidos—. ¿Y puedo yo saber quién es Rubilda?

Como respuesta, el diablo dibujó un corazón justo en el centro de un enorme brasero. Después, utilizando la uña que tenía mejor afilada, trazó la letra “R”.

—“R” de Rubilda —explicó el diablo.

Enseguida trazó una “D”.

—“D” de mí —murmuró.

La madrina extendió un dedo acusador. Pero como era muy anciana y no tenía ganas de caminar, hizo que su dedo creciera hasta apoyarse con fuerza en el pecho de su ahijado, que estaba parado a un metro de distancia. Recién entonces le habló:

—Supongo que sabes esto: la palabra “mí” no comienza con “d” sino con “m”.

—Sí, madrinita.

—Entonces, ¿puedo saber, mi ahijado, qué fue lo que quisiste decir? —La madrina trataba de controlar los escorpiones que avanzaban por su sangre.

—Claro que puede, madrinita.

—¡Pues, dímelo enseguida! —gritó la anciana. Y los volcanes del mundo, que estaban retomando el sueño, volvieron a despertarse.

—“D” de “diablo” —dijo el diablo—. Eso quise decir, mi madrinita... “R” de “Rubilda”. “D” de “diablo”.

El dedo acusador de la madrina regresó a su tamaño habitual, y su gesto se dulcificó un poco. Llamó a su ahijado, y le pidió que se sentara a su lado, sobre un tronco encendido.

—Así que de amores se trata...

El diablo dijo que sí con la cabeza.

—¡Escuche usted, muy bien lo que voy a decirle!

El diablo sabía que cuando su madrina lo trataba de usted, era porque estaba a punto de decir algo importante, pero muy pero tan importante. Así que decidió prestarle atención.

Es bueno aclarar que, según asegura la leyenda, la madrina del diablo era una bruja tan vieja que había nacido antes que las lechuzas. Y antes también que la lluvia.

Y fue ella, esta gran bruja madrina del diablo, quien le explicó a su ahijado que existía un modo de lograr que una mujer, por pelirroja y bonita que fuese, se casara con él para toda la eternidad.

—Te enseñaré el truco de los tres sí. Pero debo advertirte que solamente podrás intentarlo tres veces. Es decir —repitió la madrina—, únicamente puedes probar tres veces el truco de los tres sí.

Nadie va a asombrarse por esta acumulación de tres... Cualquiera que conozca de cuentos sabe que cuando de sortilegios, encantamientos y pócimas se trata, todo sucede tres veces.

A partir de ese momento, la anciana madrina comenzó una lenta y cuidadosa explicación. Lo hizo, en gran parte, porque sabía que su ahijado tenía muy poco talento. Pero también porque disfrutaba recordando una buena receta.

El secreto para tener boda con una mujer, por pelirroja y bonita que fuese, era lograr que ella le respondiera tres veces seguidas con una sola y sencilla palabra: Sí.

—¿Sí? —preguntó el diablo.

—Sí —respondió la madrina.

—¿Solamente sí? —volvió a preguntar el diablo.

—Sí, solamente sí.

Como la madrina seguía desconfiando del talento de su ahijado, repitió todo nuevamente.

Y, para ser sinceros, reconozcamos que esa desconfianza tenía sentido. Porque muy poco talento ha de tener quien, pudiendo ser luz y risa, eligió ser una pesadilla.

Regresando al asunto, la madrina repasó con detalles la receta del encantamiento.

El diablo debía hacer tres preguntas a Rubilda, una detrás de otra. La muchacha debía responder las tres veces con una sola y sencilla palabra: Sí.

—Solamente sí —repitió el diablo.

La madrina también le recordó que podía intentarlo tres veces. Si fallaba en los tres intentos, era mejor que olvidase para siempre a su pelirroja.

—Pero... —la anciana se frotó las manos—, ¡consigue que esa mujer responda como te lo he indicado, y serás un feliz esposo!

—Sí, sí y sí —volvió a decir el diablo. Y se llenó de aire para silbar un largo rato, como hacía siempre que se sentía optimista.

Al amanecer siguiente, el enamorado estaba listo para partir hacia el Mercado de las Rosas.

Claro que no eligió esa hora por casualidad...

Sucede que el amanecer es la única puerta por la que el diablo tiene acceso a nuestro mundo. Por la grieta que rompe el cielo en la primera mañana, el diablo puede colarse como quien traspasa una verja. Primero pasa una pierna, después el torso, que cabe apenas entre el día que llega y la noche