Fragmento

En la estrecha cocina de una casa rodante Broch-Pinchon modelo ’82, la Gran Rita espumaba una olla de puchero.

Con movimientos de sacerdotisa en trance aventaba los terribles vapores para observar la superficie del caldo, donde flotaban islotes de una sustancia barrosa. Rita los colaba meticulosamente y los depositaba sobre las hojas de un diario viejo. De paso, interrogaba las entrañas de la olla para que le fuera revelado el estado de cocción de los ingredientes.

El perfume combinado del osobuco y las verduras, más sólido que el humo, la alteraba y estimulaba sus sentidos. Entornados los ojos, anhelante, trémula, echaba la cabeza hacia atrás y se secaba la frente cubierta de sudor con el dorso de la mano. Sus gestos evocaban rituales antiguos celebrados en cavernas sulfurosas. Tendrá varios estremecimientos proféticos.

Rita era inmensa. No gorda, grande. Armoniosa en la forma, solo que ante ella el espacio retrocedía, se replegaba para dejarla ser.

Más allá de la teatralidad de sus ademanes, en la minúscula cocina creaba el efecto de una niña gigante atareada con su regalo de Reyes, evolucionando entre hornallas y cucharines de lata. La misma olla del puchero parecía un juguete amenazado bajo su enorme pechuga. Llevaba un vestido con motivos selváticos donde proliferaban lianas, orquídeas multicolores, plantas parásitas y toda clase de vegetación bravía, y un delantalito blanco, breve, que estiraba los brazos para ceñirse a su cintura pero se perdía, intimidado, entre el ramaje del vestido.

Fuera de la casa rodante se desarrollaba una tormenta descomunal. La clase de tormentas que solo se producen al final del invierno, a medianoche, en un baldío del conurbano bonaerense.

La ferocidad del agua aporreando la carrocería de aluminio desaconsejaba cualquier intento de ventilar la Pinchon; de ahí que, a causa del humo, la visibilidad era casi nula. Truenos y rayos proporcionaban el fondo adecuado para la ceremonia de Rita, y también para las graves circunstancias en que se encontraban ella y los otros tres que estaban allí.

Los otros tres eran Mimí la Elástica, contorsionista; el Mago Jesús, diestro en trucos de prestidigitación; y el Oso, ciclista.

Mimí y el Mago, al igual que Rita, pertenecían a la especie humana circense tradicional. Del Oso no se podía decir lo mismo. Era un ser ambiguo, sospechoso de dualidad. Quien lo viera trotar sobre las cuatro patas, rascarse y triturar con las mandíbulas pedazos de merluza cruda diría, sin error posible, que estaba ante un animal. Pero el Oso no terminaba ahí. Una parte de su naturaleza lo emparentaba, inexplicablemente, con los bípedos hombres. Bastaba verlo compartir la mesa con los otros, escuchar música en su walkman o jugar a los naipes para caer en confusión. El pelaje tampoco aclaraba nada. El Oso era un equívoco permanente, un fantástico embajador entre dos mundos. Esa doble condición, congénita o adquirida, nunca fue resuelta. Sus compañeros de ruta no intentaron resolverla porque estaban lejos de reparar en detalles insignificantes. Para ellos los seres eran como eran y punto. Las demás personas deberían decidir, en cada circunstancia, cómo considerar al Oso.

—¿Falta mucho para comer? —preguntó el Mago, abatido.

Su desaliento no provenía tanto del hambre sino de dos hechos que lo alteraban de manera insoportable: saberse separados del circo y haber tenido que suspender –porque la humareda impedía ver los naipes– un partido de canasta con el Oso la única vez en su vida en que había tenido alguna posibilidad de ganarle.

Estar separados del circo era una catástrofe repentina, del todo inesperada. Perder a la canasta con el Oso, en cambio, era parte de las humillaciones cotidianas del Mago. Lo tenía muy claro: de no mediar su condenada honestidad, bien podría ganarle siempre al animal utilizando las destrezas de su profesión. Acto de estricta justicia, ya que –estaba seguro– el otro aprovechaba hasta la neblina para esconder comodines entre los pelos. Es más, ganarle hubiera sido un triunfo de la racionalidad sobre la fuerza bruta, del sentido común sobre el contrasentido.

Pero eso nunca ocurría. Muchas veces deseó haber nacido ajedrecista, juego de ciencia tan alta que –suponía– las neuronas del Oso jamás lo habrían alcanzado. Pero, por desgracia, no sabía jugar al ajedrez.

Esta vez el Mago se conformó con obligar al Oso a guardar el mazo de cartas y arrebatarle la cabecera de la mesa.

A su lado, Mimí la Elástica acarició la vértebra prehistórica que le colgaba del cuello y tendió, pensativa, el mantel.

Era hermosa sin ruido, un poco más alta que el Mago, flexible como una hoja, el cuerpo educado en las antiguas, esquivas y misteriosas artes de la torsión. Se vestía como quien no se viste. Diáfana, inasible Mimí, nada frágil sin embargo. A ella le cabían las cualidades de la luz y los tres nombres de los gatos. Tenía los mismos sueños que los felinos y ninguna de sus pesadillas. Puso la mesa y, apenas terminó, un trueno pavoroso sacudió la Pinchon.

El Oso reguló el volumen de su walkman.

—Henos aquí como cuatro reverendos imbéciles —empezó el Mago—, bien fregados en lo que hace a los días futuros de nuestra perra vida.

—¡No maldigas, Jesús! El osobuco perdió lo de adentro... —Rita pescaba a ciegas los ingredientes en la olla y los distribuía sobre una fuente—. Nadie más que nosotros tiene la culpa de lo que pasó.

El Mago sacó un pañuelo de la manga y se puso a llorar.

—Mimí, ¿vos qué decís?

Mimí se llevó a la boca una miga de pan y miró al Mago, seria.

—Que salimos del cine cinco horas después de lo que pensábamos, Jesús.

—¿Sí? ¿Y quién se olvidó de que hoy nos íbamos de este lugar?

—Todos juntos nos olvidamos.

—¿Sí? ¿Y de no habernos olvidado ahora estaríamos viajando con los demás?

—Y…, sí. Ahora estaríamos camino a... bueno, a ahí, yo qué sé.

—También de eso nos olvidamos.

El Mago abandonó la autocompasión ni bien Rita puso la fuente sobre la mesa.

Sus estados de ánimo nunca eran constantes, saltaba de uno a otro con la vivacidad de un mirlo en la jaula. Él asistía a los vaivenes de su humor como un espectador resignado. Llegó a pensar que estaba habitado por un enano demente que jugaba con sus emociones a la pelota vasca. No había sido siempre así, sino después de cierto episodio de su vida. Mimí tenía la virtud de tranquilizarlo y hacerle ver las cosas. El Mago admiraba el estilo de ella, para nada neurótico, de encarar la vida.

—¡Qué tiempo de mierda! —dijo Rita—. ¿Hoy qué fecha es? Santa Rosa ya pasó...

La tormenta se hizo tan gruesa que pareció amenazar la estabilidad de la casa rodante. Las ventanillas se iluminaban a intervalos con la descarga frenética de los relámpagos; por el burlete de una de ellas empezó a colarse un considerable hilo de agua; en algún momento –no ese, otro mejor– deberían tapar la junta con poxi.

Se concentraron en la comida. El aire enrarecido los eximió de mirarse.

Esta vez ninguno reparó en los modales del Oso. Tampoco se festejó el puchero, y la Gran Rita no reclamó los aplausos. La incertidumbre por el día de mañana los tenía tan rebajados que, de a ratos, les bastaba con saberse al amparo de la tormenta, secos y abrigados, como si nada más importara. Pero ese sentimiento duraba poco y enseguida volvía la preocupación por el futuro.

Eran conscientes de que su ausencia iba a provocar un agujero importante en el espectáculo –de por sí bastante despojado– del circo Augustus.

Volvieron a discutir cuál era el próximo destino del Augustus. ¿Alberdi o Alberti? No se acordaban. Mientras un pueblo estaba hacia el sudoeste por la línea del Ferrocarril Sarmiento, el otro estaba hacia el noroeste por la línea del San Martín.

Aunque también podía haber sido Aliberti, Albarelli, Aldereti, Albertarelli… Entre los próceres de la patria y los tanos fundadores de pueblos había pocas sílabas de diferencia.

Rita tuvo un arrebato fatalista.

—Esto estaba escrito. Por algo nos pasó.

—Yo te voy a decir por qué nos pasó: por nabos nos pasó. ¿Escuchaste bien? ¡Por-na-bos!

—¡Más respeto, che! Somos artistas. Y los artistas somos más confundidos que las personas comunes.

Rita tenía razón, al menos en cuanto a ellos. Para confirmarlo bastaba el episodio de esa tarde:

Era lunes. Aprovechando que los lunes no tenían función, los cuatro se habían metido en un cine del barrio a ver una copia roída de Blade Runner. Comieron garrapiñadas y no se levantaron de la butaca hasta que pasaron la película tres veces y el acomodador los echó.

Se fueron impresionados con la historia, seguros de que el planeta avanzaba hacia su completa descomposición y pronto acabaría convertido en un revoltijo humoso en manos de humanos artificiales en rebeldía. Un planeta patrullado por naves que surcaban como fósforos un cielo ácido sobre edificios lóbregos, basurales, charcos y calles enmarañadas repletas de gente impasible que comía perros hervidos.

Suficiente como para alarmarlos. Y eso ocurría en el año 2019, no faltaba tanto. Para colmo, cuando salieron a la calle, llovía.

La demora en el cine fue la causa de la fatalidad.

Cuando volvieron al baldío donde se alzaba el Augustus era de noche.

Encontraron el pequeño territorio devastado y una nota pringosa ensartada en la antena de la Pinchon, donde los otros, cordialmente y con algunos insultos, les avisaban que los esperaban en el próximo pueblo del itinerario. La lluvia había borroneado el mensaje con tan mala intención que el nombre del pueblo era lo único que no se leía. Por supuesto, ellos tampoco lo recordaban. La nota, pasada y repasada con angustia de mano en mano bajo la luz de la linterna, acabó deshecha en migas mojadas sin revelar su secreto.

El esfuerzo por recordar fue inútil. Habían descansado uno en la memoria del otro, olvidando que ninguno de ellos tenía memoria.

Después vinieron las lamentaciones y el puchero.

Y ahí estaban.

Al final de la atormentada cena el Mago chupó un puerro y organizó una pregunta retórica sobre cuáles serían sus próximos pasos.

Hasta el Oso parecía de acuerdo en que de ahora en más el destino de ellos sería un errante peregrinar por los caminos de Dios –comerían raíces amargas, vaticinó Rita– buscando el circo perdido con la misma fe de San Brandán en pos del Paraíso, la tenacidad de Ahab tras la ballena blanca y el coraje de Stanley olfateando el rastro de Livingstone en las marañas de Tanganica. Y, ¿por qué no?, viviendo –o mejor, saboreando– minuto a minuto peripecias tan extraordinarias como las que habían vivido ellos, si bien, de momento no eran más que náufragos del espacio terrestre, judíos errantes, simples hojas al viento.

Tenían su arte, eso sí, aunque un poco estropeado ahora por la falta de elementos que habían quedado en el convoy principal. Mientras no encontraran el circo, pensaban ejercitarlo cada vez que la subsistencia lo exigiera: el Mago la prestidigitación, Rita sus poderes proféticos, Mimí su deslumbrante capacidad de torsión. El Oso era el más perjudicado porque había perdido la bicicleta. Rita se ofreció como su domadora y el Mago, a hacerlo desaparecer, pero el Oso se negó. Al menos cubriría la cuota de fiera conveniente en este tipo de espectáculos.

Rita pensaba en el Augustus con melancolía.

—Ojalá lo encontremos antes de que las lluvias borren nuestros nombres de los carteles —murmuró.

El humo del puchero había formado una nube densa alrededor de sus cabezas.

El Mago se levantó de la silla. Le bastó sacar la cabeza por encima de la nube para virar de la melancolía al optimismo. Dijo:

—¡Qué suerte! ¡Miren si hubiéramos sido trapecistas? ¿De dónde sacábamos los trapecios? Mimí, imaginate que vos fueras écuyère, ¿dónde conseguías ahora un caballo amaestrado? ¿No les parece una suerte?

Nadie le contestó.

El Oso separó el walkman de las orejas. Su finísimo oído había percibido dos golpes en la puerta de la Pinchon. Con menos oído, los otros también los percibieron.

Atribuyeron los golpes a algo relacionado con la tormenta y sus consecuencias –el Mago pensó que un cable electrizado estaba azotando la carrocería metálica–, pero sonaron otra vez y no les quedó duda de que alguien estaba llamando.

En noches como esa –improbable para los que ofrecían bonos contribución, evangelios, escobas y bolsas de plástico– el instinto de conservación, naturalmente desconfiado, aconseja no abrir. Pero no era ese instinto el que gobernaba la conducta de esos cuatro, sino más bien una invencible curiosidad y la certeza de que la vida es como una bandeja de masas: pasa frente a uno y hay que manotear rápido para no perderse la mejor, aunque siempre existe el riesgo de equivocarse.

—No esperábamos a nadie —dijo Mimí.

—¿Habrán vuelto a buscarnos? —dijo el Mago, esperanzado.

—Ellos no saben que nos olvidamos del nombre del pueblo, Jesús... Nos esperan allá, estaba escrito en la nota.

—Abro —dijo Rita, resuelta—. A ver si todavía es un huérfano abandonado.

—Abrí. ¡Qué otra cosa peor nos puede pasar! —declamó el Mago, ya muerto de intriga.

Rita destrabó la puerta y la abrió de par en par.

La tormenta se coló como un animal rabioso provocando un momento de cataclismo. Mimí, el Mago y el Oso sujetaron vasos que se volcaban y trapos que volaban.

Contra toda lógica, Rita se zambulló en la noche y desapareció de la vista de los otros, que quedaron suspendidos en estado de alarma grave. La humareda se disipó de golpe.

Rita volvió de la intemperie empapada.

Entró acarreando un enorme paraguas de golf y una canasta con un chico adentro.

—Les dije que era un huérfano.

Dejó la canasta en el suelo, trabó la puerta de una patada y manoteó un repasador con que secarse el pelo.