Fragmento

Poca gente quiere venir por acá

Ellos dicen: En estos pueblos de paz, llegó la guerra, y bromean con el chiste Tres bogotanos, una tertulia; tres paisas, un negocio; tres costeros, una rumba; tres santanderianos, dos muertos y un herido. Fui varias veces a Colombia, una a Cartagena y otras varias a Medellín, Pereyra, Neiva y Bogotá; me gusta su gente. Hace unos años me invitaron a una feria del libro en San José de Cúcuta, al nordeste, en Santander; zona caliente, en el límite con Venezuela. Cúcuta es una ciudad de frontera, la frontera más activa de Colombia, dicen. Mucho tráfico, muy de tránsito y algo desangelada; recuerdo sin embargo una plaza muy linda, la casa museo donde se hace la feria y paseos junto al río Pamplonita, entre árboles que intentan mitigar el intenso calor. Los promotores de lectura que me reciben (Juan David, Luis Bernardo, Tatiana Inés), bibliotecarios formados bajo el lema Agentes de paz, se quejan de que lo cultural es difícil, poca gente quiere venir por acá.

A media hora de camión está Villa del Rosario, un pueblo muy antiguo donde tendremos un encuentro con estudiantes. Las acciones del Plan Colombiano de Lectura llegan hasta la vieja ciudad, desde donde los promotores salen hacia el campo y las veredas, como llaman a los pueblos que, en ese territorio del nororiente santanderiano, pertenecen a la guerrilla. Poblada por etnias de origen caribeño pertenecientes a la familia lingüística chibcha, la región de Cúcuta fue, hacia 1813, sitio de una batalla clave en la que Bolívar venció a los realistas, y el sitio a donde vamos es aquel donde doscientos años atrás el Libertador se reunió con Francisco de Paula Santander, Nariño y otros para imaginar por primera vez una nación.

Pasando el puente donde Juanes cantó para la televisión, está Venezuela, el pueblo de San Antonio de Táchira hacia un lado, y otro cuyo nombre olvidé hacia el otro. Todos vamos a Táchira a comprar combustible, es más barato, dice Luis Bernardo. La zona caliente está a dos horas de camión, dos horas porque la ruta es mala, pero los promotores se animan y a veces se animan también los escritores; todos los meses va el camión. Juan David me dice que no hay que tener miedo, no nos pasará nada porque ya se ha pagado la vacuna a quien corresponde (una especie de peaje a quien tenga el territorio: la guerrilla, los paras o las organizaciones de la droga). La guerrilla hace tiempo que no tiene ideología, dice Luis Bernardo; es lo mismo que los paras, la misma vaina. Juan David dice que no, que no es igual, que hay diferencias; que ambos matan, sí, pero a distinta gente y por razones distintas, aunque últimamente todo está tan descontrolado que cada grupo funciona a su modo. La guerrilla capta jovencitos, les da para vivir, tienen cosas que de otro modo no tendrían, pero no los corrompen, aclara Juan David. Los paras les aumentan a los chicos de esta guerra el grado militar según la cantidad de muertos, y les dan dinero también, dinero que destinan una mitad para la madre (la madre y la Virgen en las zonas calientes están a la orden del día) y otra mitad para ellos. Es tanguera esa devoción por la madre. Todos hablan con eufemismos, se trata de desplazados (despojados de sus tierras por la fuerza), de positivos (bajas de la guerrilla) y falsos positivos (bajas no relacionadas con la guerrilla), y también de asesinato de indigentes cuyos cadáveres compran los estudiantes de medicina. Es tanto que no sabe uno si se trata de fabulaciones o realidades, porque la vida cotidiana parece transcurrir como si nada; parafraseando a Kundera, aunque se trate de la zona más activa, la guerra está (o parece estar) en otra parte. Esta guerra enquistada en la vida y el pueblo colombiano comenzó hace ya casi setenta años, de modo que todos los que están conmigo esa mañana en Villa del Rosario nacieron entre sus pliegues, y sin embargo son alegres, amables, llenos de vitalidad.

Frente a la plaza principal, rumbo a la escuela, un puesto de frutas: mangos de diversos tipos, papayas, toronjas, chirimoyas, guayabas, tomates de árbol, granadillas… Nunca había comido granadilla. Tatiana Inés insiste, tengo que probarla, es la fruta más rica de Colombia. Compra dos. Mientras las comemos, pregunto si ella vive en Cúcuta misma. Dice que no, yo tengo mi vereda, dice; está lleno de albatros y la montaña me pasa por ahí, y entonces tenemos que agradecer al cielo que, en estos pueblos de paz, nos haya tocado estar donde estamos y no en otra parte...

Acerca de la ceguera

La Biblioteca Nacional fue creada por el Cabildo en 1810, bajo la protección de Mariano Moreno y por eso lleva su nombre. Ahora funciona en la calle Agüero, en el barrio de Recoleta, en terrenos que fueron del palacio Unzué, bombardeado en el 55 porque ahí estaba la residencia presidencial y ahí habían vivido Perón y Evita. En ese terreno de Recoleta se hizo el actual edificio ideado por Clorindo Testa, en las líneas arquitectónicas del brutalismo. Antes de 1992, cuando se inauguró el actual edificio, la biblioteca estaba en una casa de la calle México; en ese templo de la lectura, como suele llamarse pomposamente a las grandes bibliotecas, tres de sus directores fueron hombres ciegos: José Mármol, Paul Groussac y, entre 1955 y 1973, Borges, que en el “Poema de los dones” supo agradecer con ironía a Dios haber recibido a un tiempo los libros y la noche. El “Poema de los dones” fue escrito entre 1957 y 1958; en 1959 apareció en una revista, y en 1960 fue incluido en El hacedor.

Otro ya recibió en otras borrosas

tardes los muchos libros y la sombra.

Al errar por las lentas galerías

suelo sentir con vago horror sagrado

que soy el otro, el muerto, que habrá dado

los mismos pasos en los mismos días.

El poema descansa en una idea que ya estaba en los griegos, la del eterno retorno de lo mismo, porque la vida de los hombres se repite cada cierto periodo. Quizás asiente también en el secreto orgullo de nuestro principal escritor en ser o tener algo de Tiresias, el adivino ciego más sabio de la mitología griega, que, como era andrógino y había comprobado —porque fue en un momento varón y en otro, mujer— cuánto sienten, piensan, sufren y gozan los varones y las mujeres, fue castigado con la ceguera por Atenea. O tal vez en ese orgullo borgeano esté Homero, el poeta por antonomasia, que no sabemos si fue hombre o comunidad porque algunos sostienen que, en realidad, la Ilíada y la Odisea son una creación de los homéridas, hijos de rehenes descendientes de prisioneros de guerra que, como no eran enviados al campo de batalla porque no se confiaba en su lealtad, tenían la tarea de memorizar la poesía recibida de los antiguos para pasarla a las nuevas generaciones. Homero, Tiresias o Borges nos ofrecen una ceguera convertida en sabiduría y nos incitan a ver un poco más allá de lo que tenemos delante de los ojos.

Madadayo*

Pocas horas después del accidente nuclear de Fukushima del 11 de marzo de 2011 —el más grave de la historia después de Chernóbil—, comencé a leer en la prensa acerca del ejemplar comportamiento de su pueblo: solidarios, silenciosos, obedientes, educados, respetan la ley, acatan el orden, ante el horror se desplazan con rapidez, pero sin desesperación. Leí esas notas como espejo invertido de nuestro comportamiento ante catástrofes naturales y tragedias provocadas por los hombres, ya que, a excepción de la solidaridad (que es algo que sí nos concedemos a nosotros mismos), carecemos al parecer de sentido del orden, serenidad, capacidad de silencio, disciplina, obediencia, sobre todo.

Me estuve preguntando qué habría dicho o estaría a punto de decir sobre lo sucedido Kenzaburo Oé, hasta que encontré sus opiniones postsunami en la prensa escrita y en la web. Premio Nobel de Literatura 1994, Kenzaburo Oé es una de las conciencias de Japón por su fidelidad a los valores de la Constitución redactada en 1945, después de la rendición del emperador Hirohito, en la que se estipula que el país no puede tener fuerzas armadas, que —por un imperativo ético— renuncia para siempre a la guerra. El viejo escritor no se cansa de señalar la necesidad de respetar la memoria de los muertos así como la dignidad de los sobrevivientes del hongo atómico; desde hace ya mucho tiempo sus reflexiones giran en torno a los desaparecidos en los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, los expuestos a las pruebas de la bomba de hidrógeno que Estados Unidos hizo en el atolón de Bikini y las víctimas de accidentes en centrales nucleares. La evolución del movimiento antinuclear en su país y la condición de su hijo Hikari —quien padece una malformación neurológica, probablemente por secuelas de radiación, y gracias a su asombrosa capacidad para imitar el canto de los pájaros compuso música cuyas piezas han sido ejecutadas por Mstislav Rostropovich y Martha Argerich— son los motivos centrales de su obra.

“¿Qué aprendió Japón de la tragedia de Hiroshima?”, se pregunta Oé. “La construcción de reactores nucleares y su falta de respeto por la vida es la peor de las traiciones a los muertos. Una vez más debemos mirar las cosas a través de los ojos de las víctimas del poder nuclear, de los hombres y mujeres que han probado su coraje con sufrimiento. La lección aprendida del actual desastre dependerá de que quienes lo sobrevivan decidan no repetir sus errores. La importante lección que debemos extraer del drama de Hiroshima es la dignidad del hombre, tanto de aquellos y aquellas que murieron al instante como de los supervivientes, afectados en carne propia. Los muertos nos miran, nos obligan a respetar esos ideales”.

He leído estas declaraciones también en espejo, esta vez con las políticas de memoria y derechos humanos en nuestro país. No hay posibilidad de mejorar nuestra sociedad, de transformarla en una sociedad más justa, si no intentamos, a través de la memoria, reparar en parte el horror causado por la dictadura. “No hay futuro si no somos capaces de interpelar críticamente el pasado y de recordarlo”, dice Ricardo Forster. “Lo sagrado no es solo el recuerdo de aquello que es del orden de lo divino. Lo sagrado para un pueblo es el recuerdo y la memoria de aquellos que dieron su vida para que nosotros aprendiéramos a vivir mejor”.

“La ceremonia por los muertos que cada año se lleva a cabo en Hiroshima tiene el más alto valor sagrado de Japón”, considera el autor de Una cuestión personal y Notas sobre Hiroshima. Cotejando uno y otro párrafo, que, aunque pronunciados en lugares y circunstancias tan lejanos, resultan a la vez tan próximos, se me ocurre pensar que a un hombre de la estatura ética de Kenzaburo Oé quizás no le hubiera desagradado el modo desobediente, desprolijo, imperfecto pero persistente, que va encontrando nuestra sociedad (aquellos a los que se nos ha concedido el derecho a vivir) para restaurar los puentes con generaciones cuyo dolor o cuya muerte constituyen un reclamo y un legado.

* Madadayo (Todavía no), película testamento de Akira Kurosawa en la que un viejo maestro, que se resiste a morir, en cada aniversario responde a sus discípulos: Todavía no la muerte, aquí está todavía el deseo de vivir con dignidad.

No hay café como el suyo, Paulina

Cuando viajo a Buenos Aires me alojo en un hotel pequeño, antiguo, que está sobre Callao. Hace años que voy ahí, y conozco por sus nombres y algunos relatos a casi todos los empleados. El hotel tiene una ubicación perfecta, habitaciones cómodas y una sala de desayuno que atiende Paulina. Solo ella en la diminuta cocina, con sus medialunas recién compradas y su café excelente. Yo misma lo hago moler. Una vez paré en un hotel y quisieron darme café berreta, pero cuando una está acostumbrada al bueno se da cuenta enseguida, pidiendo que tengamos paciencia, que a su tiempo se va a ocupar de atendernos a todos. Su hacer tiene cierta teatralidad, reina sin duda en ese espacio como una madre que reprende cariñosamente a sus hijos. Dice que la gente está cada vez más impaciente, que antes esperaba sin problemas; es porque venían a pasear en la época en que el dólar estaba barato, ahora en cambio los pasajeros vienen a trabajar, como seguro ha de venir usted.

Cuando empecé a alojarme en el hotel no daban desayuno y yo iba hasta La Academia a tomar mi café con leche. Quizás Paulina no sepa mucho de mí ni le interese, pero yo he ido con los años construyendo su historia. Su marido era sereno en el hotel, hasta que tuvo un ACV que lo obligó a dejar de trabajar. ¿Qué vamos a hacer?, dijo ella, sabiendo que la jubilación no alcanzaría. A él se le ocurrió que fuera a verlo al dueño y le ofreciera hacer los desayunos. El hombre contestó que no tenían sala. Decile que usen la habitación de la esquina, dijo el marido. Ella volvió a hablar con el dueño —me daba un poco de vergüenza, porque yo nunca había salido a trabajar— y esta vez tuvo suerte, porque desde entonces se encarga de prepararlos: sencillos pero excelentes, naranja exprimida, café del bueno, leche, tostadas, manteca y dulce.

En cada viaje que hago la historia de su vida avanza, a tal punto que muchas veces la he imaginado metida en un cuento. Las conversaciones comienzan donde las dejamos en el encuentro anterior, la charla dura lo que se pueda estirar el desayuno y gira en torno a la salud del marido, las hijas (casadas las dos, en uno de mis viajes acaba de ser abuela, en el siguiente está preocupada porque esa hija ha quedado otra vez embarazada), la calidad del café (yo misma lo elijo y lo hago moler, ¿vio qué aroma tiene?, todos los que vienen aquí —y mire que viene gente de todas partes— me dicen: no hay café como el suyo, Paulina) y algunas cuestiones sobre los pasajeros. La sala es pequeña y algo oscura, está iluminada con luz artificial y tiene solo una ventana que permite ver el estudio de danzas María Fux al otro lado de la calle. Una única mesa cabe junto a esa ventana y es, ni qué decirlo, mi preferida. Desde ahí se puede mirar hacia Callao y hacia el lustrín que tiene su parada en la esquina de Sarmiento, con su lustrador tachonado de cobre, digno de un museo. Ver la calle mientras se desayuna es un regalo y una de las cosas más lindas sentarse en un bar y ver a Buenos Aires pasar y pasar, según nos cantó María Elena Walsh.

¿Otra vez por aquí?, pregunta Paulina, mientras un hombre y yo avanzamos, al mismo tiempo, en busca de la mesa que está junto a la ventana. Quedo algo rezagada y gana el pasajero, pero todo el asunto —la pequeña brevísima turbación de los dos— provoca risa a Paulina, quien habla ahora para todos los comensales, acerca de las bondades de la mesa, que son casi tantas como las de su café. ¡Si yo le contara las anécdotas que tengo sobre esa mesa!, dice. En un tiempo, cuando el turismo extranjero explotaba, un irlandés venía y se quedaba horas ahí. Traía su café de Irlanda, solo me pedía agua, ¡a mí a veces me ponía incómoda! ¿Y los brasileños? Los brasileños repetían tres, cuatro, cinco veces el café, todo para no salirse de la ventana. Una vez, vino un chico con el abuelo. Era muy obeso el abuelo, pero el chico quiso que se sentaran los dos ahí, insistió y después resulta que el abuelo no podía salir… No, si acá, donde usted me ve, pasa de todo, dice ahora solo para mí mientras me sirve otro café. ¡Tengo tantas anécdotas sobre esa mesa que, cuando me jubile, como ahora vio que cualquiera escribe libros y todo el mundo publica algo sobre cualquier cosa, yo también voy a escribir un libro sobre la mesa de la ventana!

Magos y caballos

Lo que sigue sucedió en una escuela de una pequeña ciudad turística de Córdoba. Una maestra tiene un proyecto de lectura; el proyecto incluye un diario de lector que los alumnos de quinto y sexto llevan durante los dos años que transitan con ella. La escena que nos compete: más de sesenta alumnos sentados en el suelo y yo frente a ellos. Me sorprenden los chicos, especialmente uno que pregunta cuestiones muy precisas. Es menudo y tiene una trencita roja colgándole del pelo. Repite curso. Me pide que le cuente un cuento con caballos; cuando indago, dice que trabaja para un señor que alquila caballos a los turistas. Le digo que yo tengo dos en mi casa; él conoce de pelajes y enumera alazán, colorado, azulejo, pintado, bayo, moro, cabos negros y otros nombres hermosos. Yo pienso en aquel cuento de Borges en el que un hombre ambiciona un colorado cabos negros con apero chapeado y una mujer de pelo rojo. Más tarde le regalo al chico de la trenza un libro sobre un caballo; lo hago aparte, en secreto, porque no tengo libros para todos. A poco de eso, se acerca un compañero, mira el libro y le pregunta si lo compró. Él dice que sí. ¿Cuánto cuesta?, pregunta el otro. Veintiséis pesos, dice el de la trenza, con lo que resuelve la situación; comprende rápidamente que no debe decir la verdad.

Cuando el encuentro termina y los chicos y la maestra van a una sesión de cine, quedo hablando con la vicedirectora. Ella lamenta que ese niño, que viene de una familia con muchos problemas, no aprenda. ¿No aprende?, pregunto; ella dice que el problema es la escritura; leer sí, le gusta, y también que le lean y cuenten historias, pero tiene problemas para escribir. Sin embargo, al despedirnos, la maestra dice: Tiene tanto entusiasmo que cuando no viene lo extraño. Faltaba mucho, pero cuando le dije que lo extrañaba empezó a venir; fue como mágico.

Mágico es también lo que sucede con Anita en “Marvin”, un cuento de Gustavo Nielsen. Una maestra devenida inspectora narra la escena de un mago de labio leporino que por encargo del gobierno hace funciones de magia en escuelas rurales y que, en una escuela perdida, por azar o perspicacia, elige como protagonista de su número a la chica menos avispada de la clase. “Un buen mago debe tener dos bocas: una para anunciar el truco y otra para callar la trampa. Yo las llevo separadas por esto —se señaló la herida—, así me aseguro de que funcionen correctamente. Con las cabezas a veces no pasa. En ocasiones, uno tiene varias cabezas pero no están muy conectadas con el cuerpo”. Como decíamos, la elegida es Anita. “Bien —dijo Marvin—. Anita tiene, si no me equivoco, una gran capacidad para el pensamiento y una imaginación prodigiosa, solo que no las ha desarrollado aún, porque es chiquitita”. Después de hacer su truco, el mago dice: “Esto no es magia, es lo que había dentro de Anita. ¿Notan alguna diferencia? Nadie lo notó, pero ya lo van a notar. Anita tiene las cabezas conectadas de nuevo. Eso es tan importante que, si no lo advierten, es porque las de ustedes están mezcladas”. El cuento sigue en su derrotero hasta que la narradora va cerrando la cuestión: “Yo no pude explicarme cómo, pero aquella nena un tanto deficiente […] comenzó a leer de corrido y a escribir sin faltas. Le presté los libros que tenía…”.

El brasileño António Cândido, en su conmovedor ensayo El derecho a la literatura, cuenta que cuando tenía doce años, en la ciudad de Poços de Caldas, un jardinero portugués y su esposa brasileña, ambos analfabetos, le pidieron que les leyese Amor de Perdição, de Camilo Castelo Branco, que ya habían oído a una profesora en la hacienda en la que trabajaban antes y que les había encantado. “La literatura ni corrompe ni edifica”, dice, “sino que, al traer libremente en sí misma lo que llamamos el bien y lo que llamamos el mal, humaniza en sentido profundo, pues hace vivir”. Daré el nombre de literatura, en un sentido lo más amplio posible, a las creaciones de todos los niveles de una sociedad, de todos los tipos de cultura, desde lo que llamamos folclore, leyenda, chiste, hasta las formas más complejas y difíciles de la producción escrita de las grandes civilizaciones. Ahora bien, si nadie puede pasar veinticuatro horas sin sumergirse en el universo de la ficción y de la poesía, la literatura concebida en el sentido amplio al que me referí parece corresponder a una necesidad universal que es necesario satisfacer y cuya satisfacción constituye un derecho.