Fragmento

cap-1

Introducción

«¿Habrá una secuela de La lección de August?», pregunta alguien entre el público.

«No, lo siento —contesto, un poco cortada—. Creo que no es el tipo de libro que se presta a una secuela. Me gusta pensar que los admiradores de La lección de August se imaginarán ellos solos qué será de Auggie Pullman y del resto de los personajes de su mundo».

Esta misma conversación, o muy parecida, ha tenido lugar en casi todas las sesiones de firma de libros, charlas o lecturas en las que he participado desde que La lección de August se publicó el 14 de febrero de 2012. Seguramente es la pregunta que más me hacen, aparte de «¿Habrá película de La lección de August?» y «¿Qué fue lo que te hizo escribir La lección de August?».

Y, sin embargo, aquí estoy, escribiendo la introducción a un libro que es, a efectos prácticos, un complemento de La lección de August. ¿Cómo ha podido suceder?

Para contestar a esa pregunta tengo que hablar un poco de La lección de August. Si has comprado este libro o te lo han regalado, es muy probable que ya hayas leído La lección de August, así que no será necesario que te hable mucho de él. Basta con decir que La lección de August es la historia de un niño de diez años llamado Auggie Pullman, nacido con una anomalía craneofacial, enfrentado a los altibajos que supone ser el nuevo en el colegio de secundaria Beecher. Somos testigos de su viaje a través de su mirada y de la mirada de varios personajes cuyas vidas se cruzan con la suya a lo largo de ese curso crucial: su percepción ayuda a que el lector entienda mejor la llegada de Auggie al autoconocimiento. No hay un solo personaje cuya historia no amplíe directamente la historia de Auggie dentro del marco temporal de quinto curso, ni cuyo conocimiento de Auggie sea demasiado limitado para arrojar luz sobre su personaje. Al fin y al cabo, La lección de August es la historia de Auggie de principio a fin. Fui muy estricta a la hora de contar su historia de un modo sencillo y lineal. Si un personaje no hacía avanzar el relato —o contaba una historia que discurría en paralelo, o antes o después de lo que sucedía en La lección de August—, ese personaje no tenía voz en el libro.

Sin embargo, eso no quiere decir que algunos de esos otros personajes no tuvieran historias interesantes que contar, historias que podrían haber explicado un poco sus motivos, aunque dichas revelaciones no afectasen directamente a Auggie.

Esa es precisamente la razón de ser de este libro.

A ver si nos aclaramos: Auggie y yo no es una secuela. No retoma la historia donde acababa La lección de August. No sigue contando la historia de Auggie Pullman en secundaria. De hecho, en estas historias Auggie es tan solo un personaje menor.

Lo que sí es este libro es una expansión del mundo de Auggie. Las tres historias incluidas en Auggie y yoLa historia de Julian, El juego de Christopher y Charlotte tiene la palabra, todas publicadas anteriormente por separado— están contadas desde el punto de vista de Julian, Christoper y Charlotte, respectivamente. Son tres relatos totalmente diferentes que cuentan las historias de unos personajes que solo aparecen en las historias de los demás ocasionalmente, en el mejor de los casos. Todas tienen una cosa en común, que es Auggie Pullman. La presencia de Auggie en sus vidas sirve de catalizador para la transformación, más o menos sutil, de cada uno.

Auggie y yo tampoco es una secuela en el sentido tradicional, ya que no continúa la historia de Auggie, aparte de un breve adelanto de lo que sucede durante el verano después de quinto curso en la historia de Julian, un apunte que sirve de agradable colofón a la línea argumental de Julian y Auggie. Aparte de eso, los lectores no sabrán qué le sucede a Auggie Pullman en sexto, ni en el instituto, ni más allá. Puedo garantizar que ese libro, la secuela propiamente dicha, no lo escribiré nunca. Y eso es algo positivo. Una de las consecuencias más hermosas de haber escrito La lección de August es que ha generado una cantidad increíble de ficción escrita por fans. Los profesores utilizan el libro en clase y les piden a los alumnos que se pongan en la piel de un personaje y escriban sus propios capítulos sobre Auggie, o Summer, o Jack. He leído historias dedicadas a Via, Justin y Miranda. Capítulos escritos desde el punto de vista de Amos, Miles y Henry. ¡Si hasta he leído un breve capítulo muy conmovedor desde el punto de vista de Daisy!

Pero quizá las historias más enternecedoras que he leído han sido sobre Auggie, con quien los lectores parecen haber conectado increíblemente bien. Algunos niños me han dicho que saben a ciencia cierta que de mayor Auggie será astronauta. O maestro. O veterinario. Por cierto, todo eso me lo dicen con una gran autoridad, casi empírica. Nada de titubeos. Nada de suposiciones. ¿Quién soy yo para llevarles la contraria? ¿Y por qué habría de escribir una secuela que limitase todas esas opciones? Que yo sepa, Auggie tiene un futuro brillante e increíble por delante, lleno de infinitas posibilidades, a cuál más deslumbrante.

Me siento muy afortunada por que los lectores de La lección de August sientan tanta cercanía con él, hasta el punto de imaginarse cómo será su vida. Sé que entienden que el hecho de que decidiese poner punto final a La lección de August en un día feliz de la vida de Auggie no le garantiza ser feliz para siempre. Seguramente se enfrentará a bastantes desafíos al hacerse mayor, a nuevos altibajos, a nuevos amigos, a otros Julian, Jack y, por supuesto, Summer. Espero que los lectores intuirán, por cómo se ha manejado Auggie durante este primer curso en el colegio de secundaria Beecher, con todas sus tribulaciones, que en el fondo necesita triunfar en todo aquello que la vida le pone por delante, hacer frente a los desafíos según se le presentan, mirar fijamente a quienes se quedan mirándolo hasta lograr que aparten la vista (o reírse de ellos). A su lado, siempre, a las duras y a las maduras, estará su maravillosa familia: Isabel, Nate y Via. «Lo único que sé que de verdad cura a la gente es el amor incondicional», escribió Elisabeth Kübler-Ross, y tal vez por eso Auggie nunca sucumbirá a las heridas infligidas por las palabras descuidadas de la gente con la que se cruza ni a las decisiones de sus amigos. De esos también tiene —amigos conocidos e insospechados—, y lo defenderán en los momentos que más lo necesite.

En última instancia, los lectores de La lección de August saben que el libro no trata de cómo le afectan las cosas a Auggie Pullman, sino de cómo Auggie Pullman afecta a todo el mundo.

Eso me hace volver a este libro: en concreto, a las tres historias que contiene Auggie y yo.

Cuando me propusieron que escribiese estos libritos, estas historias de La lección de August, no dejé pasar la oportunidad: sobre todo por Julian, que se había convertido en un personaje muy odiado entre los fans de La lección de August. «Keep calm and don’t be a Julian» («Mantén la calma y no te comportes como Julian») es una máxima que puede encontrarse en Google, ya que la gente se ha encargado de hacer sus propios carteles aleccionadores.

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Entiendo perfectamente que Julian caiga tan mal. Hasta ahora, solo lo hemos visto a través de los ojos de Auggie, Jack, Summer y Justin. Es maleducado. Es desagradable. Sus miradas, los apodos que le pone a Auggie, sus intentos de manipular a sus compañeros de clase para que le den la espalda a Jack, pueden calificarse de acoso. Pero ¿qué hay en la raíz de tanta rabia hacia Auggie? ¿Qué pasa con Julian? ¿Por qué es tan imbécil?

Mientras escribía La lección de August, sabía que Julian tenía una historia que contar. También sabía que esa historia de acoso, o de por qué acosa, no tenía importancia para Auggie y no afectaba al argumento, y por tanto no encajaba en La lección de August. Después de todo, no les corresponde a las víctimas del acoso compadecer a sus torturadores. Pero me encantaba la idea de explorar el personaje de Julian en un librito independiente: no para exonerarlo de la responsabilidad de sus actos, ya que sus actos en La lección de August son censurables e indefendibles, sino para intentar entenderlo mejor. Creo importante recordar que Julian sigue siendo un niño. Se ha comportado mal, es verdad, pero eso no significa necesariamente que sea un «mal chico». Nuestros errores no nos definen; lo más difícil es llegar a aceptarlos. ¿Reparará Julian su error? ¿Puede hacerlo? ¿Quiere hacerlo? Estas son las preguntas que me hago y que contesto en La historia de Julian mientras arrojo luz sobre los motivos que tiene Julian para comportarse como lo hace con Auggie.

La segunda historia de Auggie y yo es El juego de Christopher. Contada desde el punto de vista de Christopher, el primer amigo de Auggie, que se mudó a otra ciudad varios años antes de la época en la que se desarrolla La lección de August, El juego de Christopher es una mirada única a la vida de Auggie antes de su llegada a Beecher. Christopher estaba junto a Auggie en sus primeras dificultades y desengaños: las horribles operaciones a las que tuvo que someterse, el día que Nate Pullman llevó a Daisy a casa, los antiguos amigos del barrio que desaparecen de la vida de Auggie. Ahora que ha crecido, Christopher se enfrenta al desafío de seguir siendo amigo de Auggie: las miradas, las reacciones de extrañeza de los nuevos amigos… Resulta tentador dar la espalda a una amistad cuando las cosas se ponen difíciles, incluso en las mejores circunstancias… y Auggie no es el único que pone a prueba la lealtad de Christopher. ¿Aguantará o renunciará a intentarlo?

La tercera historia es Charlotte tiene la palabra, contada desde el punto de vista de Charlotte, la única chica seleccionada por el señor Traseronian para darle la bienvenida a Auggie. A lo largo de La lección de August, Charlotte mantiene una cordial, aunque distante, relación con Auggie. Lo saluda cuando lo ve, nunca toma partido por los chicos que se portan mal con él e intenta ayudar a Jack, aunque sea en secreto para que nadie se entere. Es amable, de eso no cabe duda. Pero nunca va más allá de ser amable. Charlotte tiene la palabra ahonda en la vida de Charlotte Cody durante quinto curso en Beecher, y los lectores descubren que durante el curso estaban pasando otras muchas cosas de las que Auggie Pullman no tenía ni idea: espectáculos de baile, chicas antipáticas, antiguas lealtades y nuevos grupitos. Maya, Ximena, Savanna y, sobre todo, Summer, ocupan un lugar destacado en Charlotte tiene la palabra. Este relato, al igual que El juego de Christopher y La historia de Julian, explora la vida de una niña normal afectada por circunstancias extraordinarias.

Tanto si hablan de Auggie y Julian, o de Auggie y Christopher, o de Auggie y Charlotte, las tres historias de Auggie y yo examinan la complejidad de la amistad, la lealtad y la compasión y, sobre todo, exploran los efectos duraderos de la amabilidad. Mucho se ha escrito sobre la educación secundaria y los años de la preadolescencia, y se ha dicho que es una época en las vidas de los chicos en que casi se espera de ellos que se traten mal los unos a los otros mientras intentan abrirse paso en una nueva situación social por su cuenta, a menudo sin la supervisión de los padres. Pero yo he visto una faceta diferente de los niños: una tendencia a la nobleza, un deseo de hacer las cosas bien. Creo en los niños y en su capacidad ilimitada para preocuparse, amar y desear salvar el mundo. No me cabe duda de que nos llevarán a un lugar de mayor tolerancia y aceptación donde tendrán cabida todos los pájaros del universo. Y todos los desamparados e inadaptados. Y Auggie y yo.

RJP

cap-2

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Sé amable, pues toda persona con quien te encuentras está librando una dura batalla.

IAN MACLAREN

cap-3

ANTES

Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

JORGE LUIS BORGES,

La casa de Asterión

El miedo no puede lastimarte más que un sueño.

WILLIAM GOLDING,

El señor de las moscas

cap-4

Normal

Vale, vale, vale.

Lo sé, lo sé, lo sé.

¡No he sido agradable con August Pullman!

No hay para tanto. ¡Que no es el fin del mundo! Ya está bien de tanto exagerar, ¿vale? Este planeta es muy grande, y no todos son amables con los demás. Así son las cosas y punto. ¿Me hacéis el favor de olvidarlo ya? Creo que ha llegado la hora de que sigáis con vuestras vidas, ¿vale?

¡Dios!

Es que no lo entiendo. De verdad que no. Resulta que yo era el chaval más popular de quinto. Y, de pronto, o sea, no sé… ¡Da igual! Esto es un asco. ¡El año entero ha sido un asco! ¡Ojalá Auggie Pullman no hubiera venido nunca al colegio de secundaria Beecher! ¡Ojalá hubiera llevado el careto tapado como el tío ese de El fantasma de la ópera o como se llame! ¡Ponte una máscara, Auggie! Aparta tu jeta de mi cara, por favor.

Todo sería mucho más fácil si te esfumases.

Al menos para mí. No estoy diciendo que para él sea todo coser y cantar, que conste. Sé que para él no debe de ser fácil mirarse en el espejo todos los días ni salir a la calle. Pero ese no es mi problema. Mi problema es que todo ha cambiado desde que él llegó a mi colegio. Los niños han cambiado. Yo he cambiado. Y eso es un ascazo.

Ojalá todo fuera como antes, como era en cuarto. Entonces nos lo pasábamos bomba. Jugábamos a pillar en el patio y, no es por presumir, pero todos querían pillarme, ¿sabéis? Ahí lo dejo. Todos querían ser mi pareja en los proyectos para sociales. Y todos me reían las gracias.

A la hora de comer, siempre me sentaba con mis colegas y éramos, o sea, los más guais. Los que más molaban. Henry. Miles. Amos. Jack. ¡Éramos los más molones! Era muy guay. Teníamos un montón de bromas que solo entendíamos nosotros. Y teníamos un código de señas con las manos para comunicarnos.

No sé por qué tuvo que cambiar. No sé por qué todo el mundo se volvió tan idiota.

Bueno, la verdad es que sí sé por qué: fue por Auggie Pullman. En cuanto apareció, las cosas dejaron de ser como antes. Todo era de lo más normal. Y ahora todo es un desastre. Y ha sido culpa suya.

Y del señor Traseronian. La verdad es que es todo culpa del señor Traseronian.

cap-5

La llamada

Recuerdo que mi madre se puso como loca con la llamada que recibimos del señor Traseronian. Esa noche, durante la cena, no paraba de repetir el gran honor que era. El director del colegio de secundaria nos había llamado a casa para pedirnos si yo podía ser el amigo de bienvenida de un niño nuevo en el colegio. ¡Guau! ¡Qué notición! Mi madre se comportaba como si me hubieran dado un Oscar o algo así. Dijo que eso demostraba que el colegio sabía reconocer a los niños realmente «especiales», y que creía que era maravilloso. Mi madre todavía no conocía al señor Traseronian, porque él era el director de secundaria y yo todavía estaba en primaria, pero no paraba de poner por las nubes al director por lo amable que había sido por teléfono.

Mi madre siempre ha sido una especie de pez gordo en el colegio. Está metida en eso del consejo escolar, que no tengo ni idea de lo que es, pero, por lo visto, es algo importante. Además, siempre se presenta voluntaria para todo. Por ejemplo, ha sido la madre portavoz de la clase en todos los cursos desde que estoy en Beecher. Siempre. Hace un montón de cosas por el colegio.

A lo que iba, el día que se suponía que debía ser el amigo de bienvenida del niño nuevo, ella me dejó en la puerta del cole. Quería entrar conmigo, pero yo le solté: «Mamá, ¡que ya estoy en secundaria!». Menos mal que lo pilló y se fue con el coche antes de que yo entrara.

Charlotte Cody y Jack Will ya estaban en la recepción, y nos saludamos. Jack y yo nos dimos nuestro apretón de manos de colegas y saludamos al conserje. Luego subimos al despacho del señor Traseronian. ¡Era muy raro estar en el colegio y que no hubiera nadie más!

—Tío, ¡podríamos ir con el monopatín por aquí y nadie se enteraría! —le dije a Jack mientras corría y patinaba por el suelo pulido de la recepción cuando el conserje ya no nos veía.

—¡Ja, sí! —dijo Jack, pero me di cuenta de que, cuanto más nos acercábamos al despacho del señor Traseronian, más callado estaba Jack. De hecho, tenía cara de estar a punto de echar la pota.

Cuando llegamos al final de la escalera, se detuvo.

—¡No quiero hacer esto! —dijo.

Me paré a su lado. Charlotte ya había llegado al descansillo.

—¡Venga, vamos! —exclamó ella.

—¡Tú no nos mandas! —contesté.

Ella negó con la cabeza y me miró con cara de circunstancias. Me reí y le di un codazo a Jack para que no se lo perdiera. Nos encantaba chinchar a Charlotte Cody. ¡Era una santurrona!

—Esto es un desastre —soltó Jack, y se frotó la cara con la palma de la mano.

—¿Qué pasa? —dije.

—¿Sabes quién es el nuevo? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—Tú sí que sabes quién es, ¿verdad? —le preguntó Jack a Charlotte mirándola.

Charlotte bajó unos escalones hasta donde estábamos nosotros.

—Creo que sí —respondió. Hizo una mueca, como si acabara de probar algo asqueroso.

Jack negó en silencio y luego se dio tres palmetazos en la cabeza.

—¡Cómo he sido tan idiota de aceptar! —exclamó apretando los dientes.

—Un momento, ¿quién es? —pregunté. Le di un empujón a Jack en el hombro para que me mirase.

—Es ese niño que se llama August —contestó—. Ya sabes, el niño que tiene la cara esa tan rara.

No tenía ni idea de quién estaba hablando.

—¡Estás quedándote conmigo! —dijo Jack—. ¿Nunca has visto a ese niño? ¡Si vive en el barrio! A veces está en el parque. Tienes que haberlo visto. ¡Todo el mundo lo ha visto!

—No vive en el barrio —respondió Charlotte.

—¡Sí que vive en el barrio! —replicó Jack con impaciencia.

—Que no, que Julian no vive en este barrio —respondió ella, igual de impaciente.

—Pero ¿qué tiene que ver dónde vivo yo con todo esto? —pregunté.

—¡Da igual! —me interrumpió Jack—. Da lo mismo. Hazme caso, tío, nunca has visto nada igual.

—Por favor, no seas malo, Jack —dijo Charlotte—. No está bien.

—¡No estoy siendo malo! —respondió Jack—. Solo digo la verdad.

—Pero ¿qué aspecto tiene exactamente? —pregunté.

Jack no contestó. Se quedó ahí plantado, sacudiendo la cabeza. Miré a Charlotte, y ella fruncía el entrecejo.

—Escuchad —dijo—. Vamos de una vez, ¿vale? —Se volvió, empezó a subir los escalones y desapareció por el pasillo hacia el despacho del señor Traseronian.

—Vamos de una vez, ¿vale? —le dije a Jack y clavé la imitación de Charlotte. Creí que con eso se moriría de risa, pero no fue así—. ¡Jack, tío, venga ya! —le dije.

Fingí darle un buen bofetón en toda la cara. Eso sí que le hizo reír un poco, y me respondió con un puñetazo a cámara lenta. Y con eso empezamos enseguida a jugar una partida rápida de «darle al bazo», que es cuando intentamos pegarle al contrario por debajo de las costillas.

—¡Chicos, vamos! —nos ordenó Charlotte desde el final de la escalera. Había regresado a buscarnos.

—¡Chicos, vamos! —le susurré a Jack, y esa vez sí que soltó una especie de risita.

Pero en cuanto doblamos la esquina del pasillo y llegamos al despacho del señor Traseronian, todos nos pusimos bastante serios.

Cuando entramos, la señora García nos dijo que esperásemos en el despacho de la enfermera Molly, que era un cuartito junto al despacho del señor Traseronian. Mientras esperábamos no hablamos entre nosotros. Reprimí la tentación de hacer un globo con los guantes de látex que había en una caja junto a la camilla, aunque sabía que eso habría hecho reír a todos.

cap-6

El señor Traseronian

El señor Traseronian entró en el despacho. Era un hombre alto y más bien delgado; tenía el pelo canoso y lo llevaba despeinado.

—¡Qué pasa, chicos! —dijo sonriendo—. Soy el señor Traseronian. Tú debes de ser Charlotte. —Le estrechó la mano a Charlotte—. ¿Y tú eres…? —Se quedó mirándome.

—Julian —dije.

—Julian —repitió sonriendo. Me estrechó la mano.

—Y tú eres Jack Will —le dijo a Jack, y también le estrechó la mano.

Se sentó en la silla que había junto a la mesa de la enfermera Molly.

—En primer lugar, chicos, quiero agradeceros que hayáis venido. Sé que hoy hace calor y que seguramente os gustaría estar haciendo otras cosas. ¿Cómo os está yendo el verano? ¿Bien?

Todos asentimos con la cabeza, algo inseguros, mientras nos mirábamos.

—¿Cómo está yéndole el verano? —le pregunté.

—¡Oh, qué amable eres al preguntar, Julian! —respondió—. Ha sido un verano genial, gracias. Aunque tengo muchísimas ganas de que llegue el otoño. Odio este tiempo tan caluroso. —Se tiró de la camisa—. Por mí ya puede llegar el invierno.

A esas alturas los tres estábamos mirando hacia el techo y hacia el suelo como idiotas. No entiendo por qué los mayores se empeñan en dar conversación a los niños. Nos hacen sentir raros. O sea, yo me siento bastante cómodo hablando con los mayores —a lo mejor es porque viajo mucho y he hablado con muchos adultos—, pero a la mayoría de los niños no les gusta hablar con los mayores. Así son las cosas, y punto. Por ejemplo, si me encuentro con los padres de algún amigo y no estamos en el colegio, intento evitar el contacto visual para no tener que hablarles. Es demasiado raro. También es muy raro cuando te topas por casualidad con algún profesor fuera del colegio. Por ejemplo, una vez vi a mi profesora de tercero con su novio en un restaurante, y fue… O sea, ¡qué asco! No me da la gana ver a mi profesora enrollándose con su novio, ¿sabéis?

En resumen, ahí estábamos nosotros, Charlotte, Jack y yo, asintiendo con la cabeza como esos muñecos de los coches con cuello de resorte, mientras el señor Traseronian seguía con su rollo sobre el verano. Pero por fin, ¡por fin!, fue al grano.

—Bueno, chicos —dijo, dándose palmetazos en los muslos—. Es realmente bonito que hayáis decidido dedicar la tarde a hacer esto. Dentro de unos minutos voy a presentaros a un niño que vendrá a mi despacho, y solo quería hablaros un poco de él antes de que llegue. Bueno, a vuestras madres les he contado algunas cosas sobre él, ¿ellas os han dicho algo?

Charlotte y Jack asintieron en silencio, pero yo negué con la cabeza.

—Mi madre solo me ha dicho que lo habían operado un montón de veces —dije.

—Bueno, sí —respondió el señor Traseronian—. Pero ¿te ha explicado lo de su cara?

Confieso que ese fue el momento en que empecé a pensar: «Vale, ¿qué narices estoy haciendo aquí?».

—Bueno, no lo sé —le contesté mientras me rascaba la cabeza. Intenté recordar lo que mi madre me había contado. La verdad es que no le había prestado mucha atención. Creo que me pasé el rato pensando en que estaba muy pesada con lo de que era un honor que me hubieran elegido; en realidad no insistió mucho en que le pasaba algo malo a ese niño—. Me dijo que usted había dicho que ese niño tiene un montón de cicatrices y cosas así. Como si se hubiera quemado en un incendio.

—En realidad no fue eso lo que dije —respondió el señor Traseronian enarcando las cejas—. Lo que le dije a tu madre es que ese chico sufre una grave anomalía craneofacial…

—Ah, sí, eso, ¡era eso! —lo interrumpí, porque entonces lo recordé—. Sí que usó esa palabra. Dijo que era una especie de labio leporino o algo así.

El señor Traseronian arrugó la cara.

—Bueno —dijo, se encogió de hombros y ladeó la cabeza a izquierda y derecha—, es algo un poco más grave que eso. —Se levantó y me dio un golpecito en el hombro—. Siento no habérselo explicado bien a tu madre. En cualquier caso, no quería que esto te resultara violento. De hecho, estoy hablando con vosotros precisamente porque no quiero que os sintáis incómodos. Solo quería aclararos que ese chico tiene un aspecto distinto a los demás niños. Y eso no es ningún secreto. Él sabe que parece diferente. Nació así. Lo entiende. Es un chico genial. Muy listo. Muy simpático. Nunca ha ido al colegio porque estaban educándolo en casa, ya sabéis, por todas esas operaciones que le han hecho. Por eso quería que vosotros le enseñaseis un poco esto, que lo conozcáis, que seáis sus amigos de bienvenida. Podéis hacerle las preguntas que queráis, si os apetece. Hablad con él con normalidad. De verdad que es un niño normal y corriente, con una cara no tan… Bueno, ya me entendéis, una cara no tan normal. —Nos miró e inspiró con fuerza—. ¡Mecachis! Creo que acabo de poneros más nerviosos, ¿a que sí?

Todos negamos en silencio. Él se rascó la frente.

—Veréis —continuó—, una de las cosas que uno aprende cuando se hace mayor, como yo, es que a veces se presenta una situación nueva y no tienes ni idea de qué hacer. No hay ningún manual que te indique cómo actuar en cada situación concreta de esta vida, ¿sabéis? Yo siempre digo que es mejor pecar de amabilidad. Ese es el secreto. Si no sabes qué hacer, pues sé amable. Eso nunca falla. Que es la razón por la que os he pedido a los tres que me ayudéis con esto, porque me han dicho vuestros profesores de primaria que sois tres chicos realmente amables.

No supimos qué responder a eso, así que sonreímos como tres tontorrones.

—Vosotros tratadlo como a cualquier niño que acabarais de conocer —dijo—. Es lo único que intento decir. ¿Está claro, chicos?

En ese momento también asentimos al mismo tiempo. Como los muñecos con cuello de resorte.

—Moláis mucho, chicos —dijo—. Bueno, relajaos, esperad un poco, y la señora García vendrá a buscaros dentro de un par de minutos. —Abrió la puerta—. Y, chicos, de verdad, gracias de nuevo por acceder a esto. Hacer el bien genera buen karma. Es un mitzvá, ¿sabéis?

Después de decir eso, sonrió, nos guiñó un ojo y salió del despacho.

Los tres resoplamos al mismo tiempo. Nos miramos con los ojos abiertos como platos.

—Vale —dijo Jack—, ¡no sé qué porras es el karma y tampoco sé qué porras es un mitzvá!

Eso nos hizo reír un poco a los tres, aunque fue una especie de risilla nerviosa.

cap-7

Primer vistazo

No voy a entrar en detalles sobre lo que ocurrió durante el resto del día, solo diré que, por primera vez en su vida, Jack no había exagerado. La verdad es que se había quedado corto. ¿Hay alguna palabra que signifique lo contrario de exagerado? ¿«Desexagerado»? No lo sé. Pero Jack no había exagerado para nada sobre la cara de ese niño.

O sea, la primera vez que vi a August me entraron ganas de taparme los ojos y salir corriendo y gritando. Ya sé que os pareceré horrible, y lo siento mucho. Pero es la pura verdad. Y cualquiera que diga que esa no ha sido su primera reacción al ver a Auggie Pullman no está siendo sincero.

De verdad, me habría largado por donde entré en cuanto lo vi, pero sabía que me metería en un buen lío si lo hacía. Así que seguí mirando al señor Traseronian e intenté escuchar lo que estaba diciendo, pero lo único que oía era: «Bla, bla, bla, bla, bla», porque me ardían las orejas. Y solo podía pensar: «¡Tío! ¡Tío! ¡Tío! ¡Tío! ¡Tío! ¡Tío! ¡Tío! ¡Tío! ¡Tío! ¡Tío!».

«¡Tío! ¡Tío! ¡Tío! ¡Tío! ¡Tío!»

Creo que repetí esa palabra mentalmente unas mil veces. No sé por qué.

En algún momento, el señor Traseronian nos presentó a Auggie. ¡Puaj! Creo que llegué a darle la mano. ¡Triple puaj! Tenía ganas de salir pitando de allí para ir a lavarme. Pero antes de darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, alguien nos acompañó a la salida, nos llevó por el pasillo y nos hizo subir la escalera.

«¡Tío! ¡Tío! ¡Tío! ¡Tío! ¡Tío! ¡Tío! ¡Tío! ¡Tío!»

Crucé una mirada con Jack mientras subíamos hacia el aula de tutoría. Abrí los ojos como platos y le dije moviendo los labios: «¡Ni loco!».

Jack me contestó también con los labios: «¡Te lo dije!».

cap-8

Asustado

Me acuerdo de que una noche, cuando tenía cinco años más o menos, estaba viendo un capítulo de Bob Esponja y dieron un anuncio que me puso los pelos de punta. Fue un par de días antes de Halloween. En esa época del año había un montón de anuncios que daban un poco de miedo, pero ese era el de una nueva película de terror para adolescentes de la que yo no sabía nada de nada. De pronto, mientras estaba viendo el anuncio, apareció en la pantalla la cara de un zombi en primer plano. Bueno, pues casi me mata del susto. O sea, me dio tanto miedo que me sentí como esas veces en que uno sale corriendo de la habitación entre gritos y moviendo los brazos. ¡Menudo sustooo!

Después de eso, tenía tanto miedo de que se me volviera a aparecer la cara del zombi que dejé de ver la tele hasta que terminó Halloween y quitaron esa película del cine. Lo digo en serio, dejé de ver por completo la tele, ¡así de asustado estaba!

Poco tiempo después quedé para jugar con un niño que ni siquiera recuerdo cómo se llamaba. Y a ese niño le molaba muchísimo Harry Potter, así que empezamos a ver una de sus pelis (yo no había visto ninguna). Bueno, cuando vi el careto de Voldemort por primera vez, me pasó lo mismo que me había ocurrido al ver el anuncio de Halloween. Me puse a chillar como un loco y a lloriquear como un bebé. Me asusté tanto que la madre del niño no conseguía tranquilizarme y tuvo que llamar a mi madre para que fuera a recogerme. Mi madre se enfadó muchísimo con la madre del niño por dejarme ver la peli, así que acabaron discutiendo. En resumen: nunca más volví a jugar en casa de ese niño. O sea, entre lo del anuncio del zombi de Halloween y la cara sin nariz de Voldemort, estaba hecho polvo.

Luego, por desgracia, mi padre me llevó al cine más o menos por la misma época. Insisto, yo solo tenía cinco años. A lo mejor ya había cumplido los seis. No tendría que haber sido un problema; la peli que íbamos a ver era para todos los públicos, estaba bien, no daba nada de miedo. Pero uno de los tráileres era de Scary Fairy, una peli de hadas diabólicas. Ya lo sé, ¡las hadas son de nenazas!, y cuando lo recuerdo no puedo creer que me asustara tanto con eso, pero ese tráiler me puso los pelos de punta. Mi padre tuvo que sacarme del cine porque, ¡otra vez!, no podía parar de llorar. ¡Fue tan vergonzoso…! O sea, quiero decir, ¿asustarse por unas hadas? ¿Qué sería lo siguiente? ¿Ponis voladores? ¿Muñequitas repollo? ¿Copos de nieve? ¡Era una locura! Pero ahí estaba yo, temblando y chillando mientras salía del cine, con la cabeza metida debajo del abrigo de mi padre. Estoy seguro de que había niños de tres años entre el público que estaban mirándome como si fuera ¡un pringado total!

Pero eso es lo que tiene estar asustado. No puedes controlarlo. Cuando estás asustado, estás asustado y punto. Y cuando estás asustado, todo da más miedo de lo que da normalmente, incluso las cosas que normalmente no dan miedo. Todo lo que te asusta se junta como en una especie de masa y te provoca una sensación de terror enorme. Es como si estuvieras cubierto con una manta de miedo, y esa manta estuviera hecha de cristales rotos y caca de perro y pus supurante y granos de zombi llenos de sangre.

Empecé a tener unas pesadillas horribles. Todas las noches me despertaba chillando. Llegó un punto en que me daba miedo ir a dormir porque no quería volver a tener una pesadilla, así que empecé a dormir en la cama de mis padres. Ojalá pudiera decir que fueron solo un par de noches, pero seguí igual durante seis semanas. No los dejaba apagar las luces. Tenía un ataque de pánico cada vez que empezaba a quedarme dormido. O sea, que comenzaban a sudarme las palmas de las manos y el corazón me latía muy deprisa, y empezaba a llorar y a chillar antes de irme a la cama.

Mis padres me llevaron al «médico de las emociones», que luego supe que era una psicóloga infantil. La doctora Patel me ayudó un poco. Dijo que lo que estaba experimentando eran «terrores nocturnos», y pude hablarlo con ella. Aunque creo que lo que en realidad me ayudó a superar lo de las pesadillas fueron los documentales de naturaleza del Discovery Channel que mi madre me trajo un día a casa. ¡Un aplauso para esos documentales sobre naturaleza! Todas las noches poníamos uno en el DVD y yo me quedaba dormido escuchando a un tío con acento británico hablando de suricatos, koalas o medusas.

Bueno, al final sí que superé lo de las pesadillas. Todo volvió a la normalidad. Pero, cada cierto tiempo, tenía lo que mi madre llamaba una «leve recaída». O sea, por ejemplo, aunque ahora me encanta La guerra de las galaxias, la primera vez que vi La guerra de las galaxias. Episodio II, que fue una noche que me quedé a dormir en casa de un amigo por su cumpleaños, a los ocho años, tuve que enviarle a mi madre un mensaje de texto para pedirle que viniera a buscarme a las dos de la madrugada porque no podía quedarme dormido: cada vez que cerraba los ojos, la cara de Darth Sidious se me aparecía de pronto. Me costó casi tres semanas de documentales de naturaleza recuperarme de esa recaída (y, además, después de eso no volví a quedarme a dormir fuera durante al menos un año). Luego, cuando tenía nueve años, vi El señor de los anillos: Las dos torres y me ocurrió lo mismo, aunque esa vez solo me costó una semana superar mi miedo a Gollum.

Sin embargo, cuando cumplí los diez, todas esas pesadillas se habían esfumado casi por completo. Incluso se me había pasado el miedo a tener pesadillas. Por ejemplo, si estaba en casa de Henry y él decía: «Oye, vamos a ver una peli de terror», mi primera reacción no era pensar: «¡No, que puedo tener una pesadilla!» (que habría sido mi reacción de antes). Mi primera reacción era: «¡Sí, guay! ¿Dónde están las palomitas?». Al final volví a ver todo tipo de películas otra vez. Incluso empezó a gustarme el rollo ese del apocalipsis zombi, y no me daba ni pizca de miedo. Por fin tenía superado el tema de las pesadillas.

O al menos eso creía.

Pero entonces, la noche después de conocer a Auggie Pullman, volví a tener sueños horribles. No podía creerlo. No eran solo sueños desagradables, sino esas pesadillas que te dejan hecho polvo, con el corazón en la boca, de las que te hacen despertar gritando, como las que tenía cuando era pequeño. Solo que ya no era un enano.

¡Ya estaba en quinto! ¡Tenía once años! ¡Se suponía que eso ya no debía pasarme!

Pero ya estaba otra vez; viendo documentales de naturaleza para conseguir quedarme dormido.

cap-9

La foto de clase

Intenté describirle a mi madre cómo era Auggie, pero no lo entendió hasta que llegaron las fotos de clase por correo. Hasta ese momento, ella no lo había visto en persona. Había estado fuera por un viaje de trabajo cuando celebramos la fiesta de las donaciones en Acción de Gracias, por eso no lo conocía. El día del Museo Egipcio, Auggie llevaba toda la cara vendada como una momia. Y todavía no se había celebrado ningún concierto de fin de curso. Así que la primera vez que mi madre vio a Auggie y de verdad empezó a entender mi problema con las pesadillas fue cuando abrió el sobre grande con la foto de mi clase dentro.

En realidad fue algo bastante divertido. Puedo contar exactamente cómo reaccionó porque estaba mirándola cuando lo abrió. Primero desgarró emocionada la parte de arriba del sobre con un abrecartas. Luego sacó el retrato individual. Se llevó una mano al pecho.

—¡Oooh, Julian, qué guapo estás! —exclamó—. ¡Me alegro tanto de que te pusieras la corbata que te envió Grandmère!

Estaba comiéndome un helado sentado a la mesa de la cocina y me limité a sonreír y asentir con la cabeza.

Luego la miré mientras sacaba la foto de clase del sobre. En la escuela primaria, todas las clases tenían su propia foto con su tutor, pero, en secundaria, solo hacían una foto de grupo con todas las clases de quinto. Éramos sesenta niños delante de la entrada del colegio. Quince niños por fila. Cuatro filas. Yo estaba en la última, entre Amos y Henry.

Mi madre estaba mirando la foto con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Oh, aquí estás! —dijo cuando me localizó.

Siguió mirando la foto sin dejar de sonreír.

—¡Caray, pero mira qué mayor está Miles! —exclamó mi madre—. ¿Y este es Henry? Pero ¡si le está saliendo bigote! ¿Y quién es…?

Y entonces se quedó callada. Se le congeló la sonrisa durante uno o dos segundos, y fue poniéndosele, poco a poco, cara de susto.

Soltó la foto y se quedó mirando al frente, como desorientada. Luego volvió a mirar la foto.

Luego me miró a mí. Ya no sonreía.

—¿Este es el niño del que me hablabas? —me preguntó. Lo dijo con una voz totalmente diferente a la de antes.

—Ya te lo dije —repuse.

Volvió a mirar la foto.

—Esto no es un simple labio leporino.

—Nadie ha dicho nunca que solo fuera un labio leporino —le dije—. El señor Traseronian nunca lo ha dicho.

—Sí que lo dijo. Esa vez que llamó por teléfono.

—No, mamá —le respondí—. Lo que dijo es que tenía una «anomalía facial», y tú supusiste que se refería al labio leporino. Pero en realidad nunca llegó a decir «labio leporino».

—Podría jurar que dijo que ese chico tenía labio leporino —repuso—, pero esto es mucho peor. —Parecía muy impresionada. No podía dejar de mirar la foto—. ¿Qué tiene exactamente? ¿Tiene un retraso en el desarrollo? Tiene toda la pinta de que sí.

—No lo creo —respondí encogiéndome de hombros.

—¿Habla bien?

—Farfulla un poco —contesté—. A veces cuesta entenderlo.

Mi madre dejó la foto sobre la mesa y se sentó. Empezó a tamborilear con los dedos.

—Estoy intentando recordar quién es su madre —dijo negando con la cabeza—. Hay tantos padres nuevos en el colegio… Es que no se me ocurre quién puede ser. ¿Es rubia?

—No, es morena —dije—. A veces la veo cuando va al cole a llevar a su hijo.

—¿Se parece … al niño?

—¡Oh, no, para nada! —respondí. Me senté a su lado, cogí la foto y la miré con los ojos entrecerrados, para verla borrosa. Auggie estaba en la primera fila, el último de la izquierda—. Te lo dije, mamá. No me creíste, pero te lo dije.

—No es que no te creyera —se defendió—. Lo que pasa es que estoy algo… algo sorprendida. No sabía que fuera tan grave. ¡Ah, creo que ya sé quién es su madre! Es muy guapa, algo exótica, ¿tiene el pelo negro y rizado?

—¿Cómo? —pregunté encogiéndome de hombros—. No lo sé. Es una madre.

—Creo que ya sé quién es —respondió mi madre asintiendo para sí misma—. La vi en la noche de los padres. Su marido también es guapo.

—No tengo ni idea —dije negando con la cabeza.

—¡Oh, pobrecillos! —Se llevó la mano al pecho.

—¿Ahora entiendes por qué vuelvo a tener pesadillas? —le pregunté.

Me pasó las manos por el pelo.

—Pero ¿todavía tienes pesadillas? —me preguntó.

—Sí. No todas las noches como el primer mes de colegio, pero ¡sí! —le dije, y tiré la foto sobre el mantel—. ¿Por qué porras ha tenido que venir al colegio de secundaria Beecher?

Me quedé mirando a mi madre, que no sabía qué decir. Empezó a meter otra vez la foto en el sobre.

—¡Ni se te ocurra poner eso en mi álbum del colegio! —le grité—. Quémala o haz lo que sea con ella.

—Julian… —me dijo.

Entonces, sin saber por qué, empecé a llorar.

—¡Oh, cielo! —exclamó mi madre, algo sorprendida. Me abrazó.

—Es superior a mí, mamá —le dije entre lágrimas—. ¡Odio tener que verlo cada día!

Esa noche tuve la misma pesadilla que había tenido desde que empezó el colegio. Iba caminando por el pasillo principal, y todos los niños estaban delante de sus taquillas, me miraban y susurraban cosas sobre mí cuando pasaba. Yo seguía andando y empezaba a subir la escalera hasta que llegaba al baño y me miraba al espejo. Pero, cuando me veía, no era yo. Era Auggie. Y empezaba a gritar.

cap-10

Photoshop

A la mañana siguiente oí a mi madre y a mi padre hablar mientras se preparaban para ir al trabajo. Yo estaba vistiéndome para ir al cole.

—Tendrían que haber hecho algo más para preparar a los chicos —le decía mi madre a mi padre—. El colegio tendría que haber mandado una carta o un comunicado, no sé…

—¡Por favor! —replicó mi padre—. ¿Diciendo qué? ¿Qué podían decir? ¿Que hay un niño feo en clase? ¡Por favor!

—Es mucho más que eso.

—No saquemos las cosas de quicio, Melissa.

—Tú no lo has visto, Jules —repuso mi madre—. Es bastante grave. Deberían haber advertido a los padres. ¡Deberían habérmelo dicho! Sobre todo teniendo en cuenta los problemas de ansiedad de Julian.

—¡¿Problemas de ansiedad?! —grité desde mi cuarto. Entré corriendo en su habitación—. ¿Creéis que tengo problemas de ansiedad?

—No, Julian —dijo mi padre—. Nadie ha dicho eso.

—¡Mamá acaba de decirlo! —respondí señalando a mi madre—. Acabo de oír que decía «problemas de ansiedad». ¿Qué pasa, que creéis que tengo problemas mentales?

—¡No! —exclamaron ambos a la vez.

—¿Solo porque tengo pesadillas?

—¡No! —volvieron a gritar.

—¡No es culpa mía que él vaya al colegio! —les chillé—. ¡No es culpa mía que su cara me ponga los pelos de punta!

—Pues claro que no es culpa tuya, cariño —contestó mi madre—. Nadie está diciendo eso. Me refería solo a tu historial de pesadillas; el colegio debería habérmelo advertido. Al menos así habría entendido mejor las pesadillas que tienes. Habría sabido qué está provocándolas.

Me senté en el borde de la cama de mis padres. Mi padre tenía la foto de clase en las manos y se notaba que acababa de verla.

—Espero que estéis pensando en quemarla —dije. Y no estaba de broma.

—No, cielo —respondió mi madre sentándose a mi lado—. No hace falta quemar nada. Mira lo que he hecho.

Cogió otra foto de la mesilla de noche y me la pasó para que la mirase. Al principio creí que era otra copia de la foto de clase, porque tenía exactamente el mismo tamaño que la foto que mi padre tenía en las manos, y todo estaba exactamente igual. Empecé a apartar la vista con asco, pero mi madre señaló un lugar de la imagen, ¡el sitio donde antes estaba Auggie! Había desaparecido.

¡No me lo podía creer! ¡No quedaba ni rastro de él!

Miré a mi madre, que sonreía de oreja a oreja.

—¡La magia del Photoshop! —dijo, muy contenta y dando palmadas—. Ahora puedes mirar la foto, y tu recuerdo de quinto no quedará manchado —añadió.

—¡Es muy guay! —exclamé—. ¿Cómo lo has hecho?

—Me he vuelto muy buena con el Photoshop —me respondió—. ¿Te acuerdas del año pasado, de cómo hice que el cielo se viera de color azul en las fotos de Hawái?

—Nadie habría dicho que llovió todos los días —repuso mi padre sacudiendo la cabeza.

—Tú ríete si quieres —dijo mi madre—. Pero ahora, cuando miro esas fotos, nada me recuerda el mal tiempo que estuvo a punto de estropearnos el viaje. ¡Puedo recordar las vacaciones tan estupendas que fueron! Y así es como quiero que recuerdes tu año de quinto curso en el colegio de secundaria Beecher. ¿Te parece bien, Julian? Recuerdos bonitos. No recuerdos feos.

—¡Gracias, mamá! —le dije mientras la abrazaba con fuerza.

Lo que no le dije, claro, fue que, aunque hubiera cambiado el cielo a color celeste en las fotos, lo único que recuerdo de aquel viaje a Hawái es el frío que pasamos y lo mucho que nos mojamos mientras estábamos allí, a pesar de la magia del Photoshop.