NOTA A LA SÉPTIMA EDICIÓN
Si de algo puede estar más o menos seguro un autor acerca de un libro suyo recién escrito, es de la distancia que media entre el ideal que se propuso y los resultados obtenidos, pese al rigor formal con que intentó amarrar el deseo y la realidad. Pero si se trata de un libro no reciente, escrito por ejemplo diez años atrás, como es el caso de éste, aquella dudosa certeza ha dejado de importunar y en su lugar alumbra un cálido estupor. Mis relaciones actuales con Teresa, después de estos años de convivencia, no sólo son buenas sino incluso más estimulantes de lo que yo había supuesto.
La novela ha pasado a ocupar el rincón menos sobresaltado de mi conciencia y allí fulgura suavemente, igual que un paisaje entrañable de la infancia. De vez en cuando he buscado, tanteando entre la espesura del texto, como si evocara un cuerpo joven emborronado por el tiempo, aquella supuesta gracia de ciertos miembros, los músculos y tendones que un día constituyeron el vigor del relato, la expresión más personal de una sensibilidad dócil y atenta. Pero el carácter nostálgico de esa clase de relectura no excluye algunas sorpresas. Por ejemplo, aquellas amarras profesionales destinadas a acortar la famosa distancia insalvable, aquellas, tal vez triviales, soldaduras del relato, puentes de diseño o suturas de sentido, a las que concedí una desdeñosa y convencional funcionalidad, por una parte han adquirido con el tiempo una vida independiente y autónoma y por otra han enraizado secretamente con la materia temática que nutrió la historia, hasta el punto que podrían quizá llegar a constituir, para un lector de hoy, los auténticos nervios secretos de la novela, las coordenadas subconscientes mediante las cuales se urdió la trama.
Eso explicaría en parte el que jamás los críticos, ni los profesores de literatura, ni los eruditos, o como quiera que se llamen los que se dicen expertos en estas cuestiones, suelan ponerse de acuerdo sobre los propósitos del autor. Y precisamente con esta novela, el desacuerdo fue notable desde el primer momento. Pero no deseo (no sabría) aclarar aquí esta cuestión.
No había releído Últimas tardes con Teresa desde que corregí las pruebas en el invierno de 1965. A lo largo de estos nueve años, siempre que, en medio del monótono oleaje de diversos y aburridos quehaceres, he pensado en la novela, ha sido preferentemente para evocar tal o cual imagen predilecta, es decir, revivir algo que no sabría llamar de otra manera que simple placer estético. Solía escoger, con deleitosa reincidencia, imágenes como la de Teresa en su jardín de San Gervasio, avanzando hacia Manolo con el pañuelo rojo asomando por el bolsillo de su gabardina blanca y con una temblorosa disposición musical en las piernas. Y al Cardenal sentado en su sillón de mimbres color naranja, con su raído batín y su bastón, decoroso y pulcro, espiando la vida efímera de un músculo dorsal del murciano. Y a Manolo-niño pasmado en el bosque ante la hija de los Moreau, intentando asir en el pijama de seda de la niña la engañosa luz de la luna, la falsa cita con el futuro. A Maruja remontando el Carmelo con su abriguito a cuadros y su pobre paraguas, deliciosamente emputecida. El despertar de Manolo ante las cofias y los delantales de criada en el cuarto de Maruja. Teresa extraviada en el salón de baile dominguero, entre tufos de sobaco, pellizcos en las nalgas y zancadillas a su frágil mito de solidaridad. Y al murciano tendiendo la mano a Teresa por encima del charco enfangado que les separa en el cementerio, bajo la lluvia que amenaza inundar su isla estival y mítica, intangible. Y la tenaz mirada glauca de la Jeringa, acurrucada en la ceniza del último capítulo del libro como un insecto maligno y vengativo.
Sé que estas imágenes componen una especie de colección particular cuyo dudoso encanto el lector puede perfectamente pasar por alto. Pero de algún modo forman la espina dorsal que sostiene toda la estructura, y que se articula desde el murciano-niño caminando hacia la roulotte de los Moreau, para advertirles de la peligrosa proximidad de quincalleros y vagabundos, hasta el propio Pijoaparte cayendo en la cuneta con la rutilante Ducati entre las piernas, flanqueado por dos policías motorizados que cortan su enloquecida carrera hacia Teresa.
Pero hay otros pasajes, aquellos que fueron concebidos con una recelosa convencionalidad, subtemas de transición o relleno, cosidos de tiempo y disgresiones o repliegues de la trama, y que ahora, revisando el texto con vistas a una nueva edición, no me han parecido tan desvalidos como temía ni dejan de registrar, también ellos, el primer latido del libro, su impulso temático inicial. Podría citar como ejemplo la transcripción de la calentura ideológica estudiantil que abre la tercera parte de la historia, y que está entroncada con el tema central más firmemente de lo que creía; o la distraída descripción del jardín del Cardenal, con sus florecillas silvestres y borrados senderos que no llevan a ninguna parte; o el desorden de flores y besos que Teresa y Manolo dejan tras ellos en su última noche juntos, sobre el confeti de la calle en fiestas; o el inicio del capítulo que encabeza una cita de Virginia Woolf; o las pesadas cometas en el violento cielo azul del Monte Carmelo, alineadas al viento como estandartes guerreros; o la nupcial alborada de ilusiones flotando sobre la ciudad aún dormida y que Manolo divisa desde lo alto del barrio. Pienso también en los mortíferos pechos de la Rosa, y en los hombros encogidos de Mari Carmen Bori sugiriendo elegantes aburrimientos, dinero y negligencia, y en la pierna recia, confortable, sosegadamente familiar y catalana de la señora Serrat…
Pero tal vez todo eso no son más que espejismos que la novela irradia exclusivamente para mí, espectros de aquel claro ideal que rondarán siempre la dudosa realidad obtenida.
Por lo demás, sólo me resta añadir que esta edición presenta, con respecto a las anteriores, algunas supresiones y correcciones que, por supuesto, no alteran nada fundamental ni afectan a cuestiones de tono y estilo.
J. M.
Barcelona, febrero 1975
Souvent, pour s’amuser, les hommes d’équipage
Prennent des albatros, vastes oiseaux des mers,
Qui suivent, indolents compagnons de voyage,
Le navire glissant sur les gouffres amers.
À peine les ont-ils déposés sur les planches,
Que ces rois de l’azur, maladroits et honteux,
Laissent piteusement leurs grandes ailes blanches
Comme des avirons traîner à côté d’eux.
Ce voyageur ailé, comme il est gauche et veule!
Lui, naguère si beau, qu’il est comique et laid!
L’un agace son bec avec un brûle-gueule,
L’autre mime, en boitant, l’infirme qui volait!
BAUDELAIRE
Caminan lentamente sobre un lecho de confeti y serpentinas, una noche estrellada de septiembre, a lo largo de la desierta calle adornada con un techo de guirnaldas, papeles de colores y farolillos rotos: última noche de Fiesta Mayor (el confeti del adiós, el vals de las velas) en un barrio popular y suburbano, las cuatro de la madrugada, todo ha terminado. Está vacío el tablado donde poco antes la orquesta interpretaba melodías solicitadas, el piano cubierto con la funda amarilla, las luces apagadas y las sillas plegables apiladas sobre la acera. En la calle queda la desolación que sucede a las verbenas celebradas en garajes o en terrados: otro quehacer, otros tráfagos cotidianos y puntales, el miserable trato de las manos con el hierro y la madera y el ladrillo reaparece y acecha en portales y ventanas, agazapado en espera del amanecer. El melancólico embustero, el tenebroso hijo del barrio que en verano ronda la aventura tentadora, el perdidamente enamorado acompañante de la bella desconocida todavía no lo sabe, todavía el verano es un verde archipiélago. Cuelgan las brillantes espirales de las serpentinas desde balcones y faroles cuya luz amarillenta, más indiferente aún que las estrellas, cae en polvo extenuado sobre la gruesa alfombra de confeti que ha puesto la calle como un paisaje nevado. Una ligera brisa estremece el techo de papelitos y le arranca un rumor fresco de cañaveral.
La solitaria pareja es extraña al paisaje como su manera de vestir lo es entre sí: el joven (pantalón tejano, zapatillas de básquet, niki negro con una arrogante rosa de los vientos estampada en el pecho) rodea con el brazo la cintura de la elegante muchacha (vestido rosa de falda acampanada, finos zapatos de tacón alto, los hombros desnudos y la melena rubia y lacia) que apoya la cabeza en su hombro mientras se alejan despacio, pisando con indolencia la blanca espuma que cubre la calle, en dirección a un pálido fulgor que asoma en la próxima esquina: un coche sport. Hay en el caminar de la pareja el ritual solemne de las ceremonias nupciales, esa lentitud ideal que nos es dado gozar en sueños. Se miran a los ojos. Están llegando al automóvil, un Floride blanco. Súbitamente, un viento húmedo dobla la esquina y va a su encuentro levantando nubes de confeti; es el primer viento del otoño, la bofetada lluviosa que anuncia el fin del verano. Sorprendida, la joven pareja se suelta riendo y se cubre los ojos con las manos. El remolino de confeti zumba bajo sus pies con renovado ímpetu, despliega sus alas níveas y les envuelve por completo, ocultándoles durante unos segundos: entonces ellos se buscan tanteando el vacío como en el juego de la gallina ciega, ríen, se llaman, se abrazan, se sueltan y finalmente se quedan esperando que esta confusión acabe, en una actitud hierática, dándose mutuamente la espalda, perdidos por un instante, extraviados en medio de la nube de copos blancos que gira en torno a ellos como un torbellino.
PRIMERA PARTE
¿Y en qué parte del mundo, entre qué gente
No alcanza estimación, manda y domina
Un joven de alma enérgica y valiente,
Clara razón y fuerza diamantina?
ESPRONCEDA
Hay apodos que ilustran no solamente una manera de vivir, sino también la naturaleza social del mundo en que uno vive.
La noche del 23 de junio de 1956, verbena de San Juan, el llamado Pijoaparte surgió de las sombras de su barrio vestido con un flamante traje de verano color canela; bajó caminando por la carretera del Carmelo hasta la plaza Sanllehy, saltó sobre la primera motocicleta que vio estacionada y que ofrecía ciertas garantías de impunidad (no para robarla, esta vez, sino simplemente para servirse de ella y abandonarla cuando ya no la necesitara) y se lanzó a toda velocidad por las calles hacia Montjuich. Su intención, esa noche, era ir al Pueblo Español, a cuya verbena acudían extranjeras, pero a mitad de camino cambió repentinamente de idea y se dirigió hacia la barriada de San Gervasio. Con el motor en ralentí, respirando la fragante noche de junio cargada de vagas promesas, recorrió calles desiertas, flanqueadas de verjas y jardines, hasta que decidió abandonar la motocicleta y fumar un cigarrillo recostado en el guardabarros de un formidable coche sport parado frente a una torre. En el metal rutilante de la carrocería, sobre un espejismo de luces deslizantes, se reflejó su rostro melancólico y adusto, de mirada grave y piel cetrina, mientras la suave música de un fox acariciaba su imaginación; enfrente, en un jardín particular adornado con farolillos y guirnaldas de papel, se celebraba una verbena.
La festividad de la noche, su afán y su trajín alegres eran poco propicios al sobresalto, y menos en aquel barrio; pero un grupo de elegantes parejas que acertó a pasar junto al joven no pudo reprimir ese ligero malestar que a veces provoca un elemento cualquiera de desorden, difícil de discernir: lo que llamaba la atención en el muchacho era la belleza grave de sus facciones meridionales y cierta inquietante inmovilidad que guardaba una extraña relación —un sospechoso desequilibrio, por mejor decir— con el maravilloso automóvil. Pero apenas pudieron captar más. Dotados de finísimo olfato, sensibles al más sutil desacuerdo material, no supieron ver en aquella hermosa frente la mórbida impasibilidad que precede a las decisiones extremas, ni en los ojos como estrellas furiosas esa vaga veladura indicadora de atormentadoras reflexiones, que podrían incluso llegar a la justificación moral del crimen. El color oliváceo de sus manos, que al encender el segundo cigarrillo temblaron imperceptiblemente, era como un estigma. Y en los negros cabellos peinados hacia atrás había algo, además del natural atractivo, que fijaba las miradas femeninas con un leve escalofrío: había un esfuerzo secreto e inútil, una esperanza mil veces frustrada pero todavía intacta: era uno de esos peinados laboriosos donde uno encuentra los elementos inconfundibles de la cotidiana lucha contra la miseria y el olvido, esa feroz coquetería de los grandes solitarios y de los ambiciosos superiores.
Cuando, finalmente, se decidió a empujar la verja del jardín, su mano, como la de ciertos alcohólicos al empuñar el segundo vaso, dejó de temblar, su cuerpo se irguió, sus ojos sonrieron. Avanzó por el sendero cubierto de grava y, de pronto, le pareció ver una sombra que se movía entre los setos, a su derecha: en medio de una oscuridad casi completa, entre las ramas, dos ojos brillantes le miraban fijamente. Se detuvo, tiró el cigarrillo. Eran dos puntos amarillentos, inmóviles, descaradamente clavados en su rostro. El intruso sabía que en casos semejantes lo mejor es sonreír y dar la cara. Pero al acercarse, los puntos luminosos desaparecieron y distinguió una vaga silueta femenina alejándose precipitadamente hacia la torre; la sombra llevaba en las manos algo parecido a una bandeja. «Mal empezamos, chaval», se dijo mientras avanzaba por el sendero bordeado de setos hacia la pista de baile, que era en realidad una pista de patines. Las manos en los bolsillos, aparentando una total indiferencia, se dirigió primero al buffet improvisado bajo un gran sauce y se sirvió un coñac con sifón forcejeando entre una masa compacta de espaldas. Nadie pareció hacerle el menor caso. Al volverse hacia una chica que pasaba en dirección a la pista de baile, golpeó con el brazo la espalda de un muchacho y derramó un poco de coñac.
—Perdón —dijo.
—No es nada, hombre —respondió el otro sonriendo, y se alejó.
La serena indiferencia, casi desdeñosa, y la seguridad en sí mismo que vio reflejada en el rostro del muchacho le devolvió la suya. Bajo el sauce en penumbra y con el vaso en la mano se sintió momentáneamente a salvo, y moviéndose con sigilo, sin hacerse notar demasiado, buscó una pareja de baile que pudiera convenirle —ni muy llamativa ni muy modosita—. Advirtió que se trataba de una verbena de gente muy joven. Unas setenta personas. Muchas jovencitas llevaban pantalones y los chicos camisolas de colores. Por un momento llegó a sentirse ridículo y desconcertado al darse cuenta de que él era uno de los pocos que llevaban traje y corbata. «Son más ricos de lo que pensaba», se dijo, y le entró de repente ese complejo de elegante a destiempo que caracteriza a los endomingados. Había parejas sentadas al borde de la piscina, en cuyas aguas transparentes, de un verde muy pálido, flotaba un barco de juguete. Vio también algunos grupos que parecían aburrirse sentados en torno a las mesas; bajo los frondosos árboles donde colgaban bombillas de colores y altavoces, sostenían conversaciones lánguidas, intercambiaban miradas soñolientas. En una de las ventanas bajas e iluminadas estaba sentada una niña, en pijama, y dentro, en torno a una mesita, un grupo de mayores tomaban copas.
Sonaba un disco interminable con una serie clásica de rumbas. Los ojos del Pijoaparte, como dos estiletes, se detuvieron en una muchacha sentada al borde de la piscina. Era morena, vestía una sencilla falda rosa y una blusa blanca. Con la cabeza gacha, aparentemente desinteresada del baile, se entretenía trazando con el dedo líneas imaginarias sobre las grandes losas rojizas; la envolvía un curioso aire de timidez y de abandono, como si ella también acabara de llegar y no conociera a nadie. El intruso dudaba: «Si antes de contar a diez no me he plantado delante de esa chica, me la corto y la tiro a los perros.» Con el largo vaso en la mano, ya más seguro de sí —¿por qué le daba seguridad sostener aquel largo vaso color violeta?— se dirigió hacia la muchacha cruzando la pista, entre las parejas. Una luz violenta, con zumbidos de abeja, se derramó de pronto sobre su cabeza y sus hombros. Su perfil encastillado, deliberadamente proyectado sobre un sueño, levantaba a su paso un inquietante y azulado polvillo de miradas furtivas (como la suya, en regiones más tórridas, al paso de un raudo descapotable con la hermosa rubia dentro, los cabellos flotantes) y durante unos segundos se establecía una trama ideal de secretos desvaríos. Pero también había zonas tenebrosas: él no ignoraba que su físico delataba su origen andaluz —un xarnego, un murciano (murciano como denominación gremial, no geográfica: otra rareza de los catalanes), un hijo de la remota y misteriosa Murcia… Al tiempo que avanzaba hacia la piscina, vio a otra muchacha sentarse junto a la que él había escogido y hablar con ella afectuosamente, pasándole el brazo por los hombros. Observó a las dos con atención, calculando las posibilidades de éxito que cada una podía ofrecer: había que decidirse antes de abordarlas. La que acababa de sentarse, una rubia con pantalones, apenas dejaba ver su cara; parecía que estuviera confesándose a su amiga, que la escuchaba en silencio y con los ojos bajos. Cuando los alzó y miró al joven, próximo a ellas, en sus labios se dibujó una sonrisa. Y él, sin dudarlo un segundo, escogió a la rubia: no porque fuese más atractiva —en realidad apenas le había visto el rostro—, sino porque la insólita sonrisa de la otra le inquietaba. Pero en el instante de llegar a ellas e inclinarse—quizá un tanto desmesuradamente, cateto, se dijo a sí mismo— la rubia, que no había reparado en él, se levantó bruscamente y fue a sentarse más lejos, junto a un joven que removía el agua con la mano. Durante una fracción de segundo, por entre los dorados y lacios cabellos que cubrían parcialmente el rostro de la muchacha, el murciano pudo ver unos ojos azules que le golpearon el corazón. Pensó en seguirla, pero invitó a la amiga. «En el fondo es lo mismo», se dijo.
Ella ya se había levantado y permanecía quieta frente a él, indecisa, dirigiendo tímidas miradas a su rubia amiga, pero ésta, de espaldas, a un par de metros de distancia, no se daba cuenta de nada. Renunciando a llamar su atención, la joven morena tendió la mano al desconocido con una repentina viveza, exhibiendo de nuevo aquella misteriosa sonrisa, y, en vez de dejarse conducir hacia la pista de baile, tiró de él hacia lo más oscuro y apartado del jardín, entre los árboles, donde dos parejas bailaban abrazándose. El Pijoaparte soñaba. Notó que la mano de la muchacha, cuyo tacto resultaba extrañamente familiar, blando y húmedo, le transmitía una frialdad indecible, como si la hubiese tenido dentro del agua. Al abrazarla compuso su mejor sonrisa y la miró a los ojos. Era bastante más alto que ella, y la muchacha se veía obligada a echar la cabeza completamente hacia atrás si quería verle la cara. El Pijoaparte empezó a hablar. Su fuerte era la voz, una voz ronca, meridional y persuasiva. Sus bellos ojos hacían el resto.
—Dime una cosa. ¿Necesitas el permiso de tu hermana para bailar?
—No es mi hermana.
—Parece que le tengas miedo. ¿Quién es?
—Teresa.
Bailaba con desgana y se diría que sin tener conciencia de su cuerpo. Iba a cumplir diecinueve años y se llamaba Maruja. No, no era andaluza, aunque lo pareciera, sino catalana, como sus padres. «Mala suerte, hemos dado con una noia», pensó él.
—Pues no se te nota, no tienes acento catalán.
Ciertamente pronunciaba bien, con una voz susurrante y monótona. Era muy tímida. Su cuerpo, delgado pero sorprendentemente vigoroso, temblaba ahora en los brazos de él. El disco era un bolero.
—¿Vas a la universidad? —preguntó el Pijoaparte—. Me extraña no haberte visto.
La muchacha no contestó, y acentuó aquella sonrisa enigmática. «Despacio, pedazo de animal, despacio», se dijo él. Bajando la cabeza, ella preguntó:
—Y tú ¿cómo te llamas?
—Ricardo. Pero los amigos me llaman Richard… Los tontos, claro.
—Al verte he pensado que serías algún amigo de Teresa.
—¿Por qué?
—No sé… Como Teresa siempre nos viene con chicos extraños, que nadie sabe de dónde saca…
—De modo que te parezco raro.
—Quiero decir… desconocido.
—Pues yo, es como si te conociera de toda la vida.
La atrajo más, rozó su frente y sus mejillas con los labios, tanteando el beso.
—¿Vives aquí, Maruja?
—Cerca. En Vía Augusta.
—Estás muy morena.
—No tanto como tú…
—Realmente, es que yo soy así. Tú estás bronceada de ir a la playa. Yo no he ido más que tres veces este año, realmente —repitió, encaprichado con un adverbio y con una manera de pronunciarlo que le parecía apropiado al ambiente pijo—. Es que no he podido, estoy preparándome para los exámenes… ¿Dónde vas tú, a S’Agaró?
—No. A Blanes.
—Ah.
El Pijoaparte esperaba que fuese S’Agaró. Pero en fin, Blanes no estaba mal.
—¿Hotel, realmente…?
—No.
—La torre de tus padres.
—Sí.
—Bailas muy bien. Con tantas preguntas como te he hecho, se me olvidaba la más importante. ¿Tienes novio?
Entonces la muchacha, repentinamente, inclinó la cabeza y se apretó con fuerza a su cuerpo, temblando. Él notó sorprendido el roce insistente de sus muslos y su vientre. Maruja volvía a comunicarle aquella sensación de abandono y desamparo de cuando la vio sentada junto a su amiga. No hizo caso —se está poniendo cachonda, se dijo—. Ensayó unos besos suaves en torno al labio superior, y finalmente la besó en la boca. No supo si era veleidad de niña rica y mimada o natural instinto de conservación, pero lo cierto es que se desconcertó al oírla decir:
—Tengo sed…
—¿Te traigo champaña? Supongo que toca a botella por pareja.
La muchacha se rió tímidamente.
—No, aquí se puede beber lo que quieras.
—Lo decía por ti. Las chicas os mareáis con nada. Bueno, ¿quieres que te traiga una copa?
—Prefiero un cuba-libre.
—Yo también, es una buena idea. Espérame aquí.
Los cohetes silbaban en lo alto. Los petardos lejanos y cada vez más espaciados, la música y el vasto zumbido de la ciudad desvelada le prestaban a la noche una profundidad mágica que no tienen las otras noches del verano. El jardín exhalaba aromas untuosos, húmedos y ligeramente pútridos mientras él caminaba hacia el buffet: se abría paso entre hombros dorados, vaharadas dulzonas de jóvenes cuerpos sudorosos y nucas bronceadas, axilas al descubierto y pechos agitados. Le oprimían, mientras preparaba las bebidas. Jamás había notado tan próximo el efluvio de unos brazos tersos y fragantes, el confiado chispeo de unos ojos azul celeste. Se sentía seguro, agradablemente arropado, y ni siquiera le inquietaban ya algunos muchachos con aire de responsables (sin duda los organizadores de la fiesta) que se movían en torno a él y le observaban. Puso bastante ginebra en el vaso de Maruja y regresó junto a ella para brindar…
—Por el mañana —dijo alegremente.
Y la muchacha bebió despacio, mirándole a los ojos. Luego la llevó a un sofá-balancín instalado en medio del césped. Sentados, se besaron largo rato, dulcemente. Pero la oscuridad ya no les protegía como antes. Consultó su reloj: iban a dar las cuatro. Tras ellos, la historiada silueta de la torre empezaba a perfilarse sobre la claridad rojiza del cielo, donde las estrellas se fundían apaciblemente como trozos de hielo en un vaso de campari olvidado en la hierba. Algunos invitados ya se despedían. Tenía que darse prisa. Desde el espacio iluminado, tres jóvenes le miraban con una expresión que no dejaba lugar a dudas: se estaban preguntando quién diablos era y qué hacía en su verbena.
«Ahora es cuando empieza el baile», se dijo mientras se inclinaba para recoger su vaso. Luego susurró al oído de Maruja:
—¿Quieres otro cuba-libre? No te muevas, vuelvo enseguida.
Ella sonrió con aire soñoliento:
—No tardes.
Mientras preparaba las bebidas concienzudamente, sin prisas —esperaba la llegada de los tres señoritos—, calculó lo que le quedaba por hacer. Se trataba de bien poco, en realidad: deshacerse de ellos, concertar una cita con Maruja para mañana y despedirse. Entonces oyó sus pasos.
—Oiga —dijo una voz nasal, con un leve temblor irónico—. ¿Hace el favor de decirnos quién es usted?
El intruso se volvió despacio, sosteniendo un vaso lleno hasta los bordes en cada mano. Sonreía francamente, arrojándoles al rostro, como una insolencia, la descarada evidencia de su calma. Y como dispuesto a dejar que resbalara sobre él una broma inocente, una expansión de camaradería que en el fondo deseaba, cabeceó benévolamente y dijo:
—Me llamo Ricardo de Salvarrosa. ¿Qué tal, chicos?
El más joven de los tres, que llevaba un jersey blanco sobre los hombros y las mangas anudadas alrededor del cuello, soltó una risita. El Pijoaparte se puso repentinamente serio.
—¿Encuentras algo gracioso en mi apellido, chaval?
Cerró los ojos con una fugaz e inesperada expresión de azoro. Al abrirlos de nuevo no pudo evitar una mirada a los vasos que sostenía en las manos con el aire de quien mira la causa por la cual renuncia a estrangular al que tiene enfrente. Quizá por eso, aun sin saber muy bien lo que quería dar a entender, nadie dudó de sus palabras cuando añadió con la voz suave:
—Tú tienes mejor suerte.
—Aquí no queremos escándalo, ¿comprendes? —dijo el otro.
—¿Y quién lo quiere, amigo? —respondió él sin perder la calma.
—Bueno, a ver, ¿quién te ha invitado a esta verbena, con quién has venido?
Repentinamente, el joven del Sur compuso una expresión digna y levantó la cabeza con altivez. Acababa de descubrir, más allá de los muchachos, a una señora que le estaba mirando, de pie, con los brazos cruzados y una expresión fríamente solícita que disimulaba mal su inquietud. Debía de ser la dueña de la casa. Dispuesto a terminar cuanto antes, se adelantó muy decidido y pasó entre ellos. La cara volvió a iluminársele con una deslumbradora sonrisa de murciano, hizo una breve inclinación a la dama, y, con una calma y seguridad que subrayaba el juvenil encanto de sus rasgos, dijo:
—Señora, a sus pies. Soy Ricardo de Salvarrosa, seguramente conoce a mis padres. —La señora se quedó parada, evidentemente a pesar suyo, pero ello le valió gustar un poco más de aquella sorprendente galantería pijoapartesca—. Lamento no haber tenido el placer de serle presentado…
Habló de la verbena y de lo adecuado que resultaba el jardín para esta clase de fiestas, extendiéndose en consideraciones amables y divertidas acerca de la gran familia que todos formaban esta noche, pese a las caras nuevas, y acerca de la tranquilidad de un barrio residencial, la utilidad de las piscinas en verano, sus ventajas sobre la playa, etc. Con sonrisa meliflua, la señora asentía y convino con él en que la megafonía atronaba en exceso, pero apenas le interrumpió, dejándole ponerse en evidencia. En la voz del murciano había una secreta arrogancia que a veces traicionaba su evidente esfuerzo por conseguir un tono respetuoso. Su acento era otra de las cosas que llamaba la atención; era un acento que a ratos podía pasar por sudamericano, pero que, bien mirado, no consistía más que en una simple deformación del andaluz pasado por el tamiz de un catalán de suburbio —con una dulce caída de las vocales, una abundancia de eses y una ternura en los giros muy especial—, deformación puesta al servicio de un léxico con pretensiones frívolas a la moda, un abuso de adverbios que a él le sonaban bien aunque no supiera exactamente dónde colocar, y que confundía y utilizaba de manera imprevista y caprichosa pero siempre con respeto, con verdadera vocación dialogal, con esa fe inquebrantable y conmovedora que algunos analfabetos ponen en las virtudes redentoras de la cultura.
El rostro de la mujer no reflejó nada. Por supuesto, se empeñó en sostener la mirada del intruso, de aquel guapo impertinente cuyas ridículas palabras revelaban su origen, y la sostuvo largamente con la intención de fulminarle; pero no tuvo la precaución de medir las fuerzas en pugna ni la intensidad del recelo recíproco: el resultado fue desastroso para la buena señora (la única satisfacción que obtuvo —suponiendo que supiera apreciarla— fue advertir en alguna parte de su ser, que ella creía dormida, un leve estremecimiento que no experimentaba desde hacía años). Prefirió, con cierta precipitación, desviar los ojos hacia uno de los jóvenes:
—¿Qué ocurre, hijo?
—Nada, mamá. Yo lo arreglo.
El Pijoaparte tuvo una idea.
—Señora —dijo con voz uncida de dignidad—, como se me está insultando, y con el fin de evitarle tan desagradable espectáculo, quisiera hablar con usted en su despacho.
Esta vez la mujer se quedó atónita. Iba a decirle al chico que, naturalmente, no tenían nada que hablar en su despacho, y que además ella no tenía ningún despacho, pero ya él rumiaba una segunda idea:
—Está bien —dijo en un tono grave—. Me han pedido que guarde el secreto, no sé por qué, pero ha llegado el momento de hablar. —Hizo una pausa y añadió—: He venido con Teresa.
¿Qué le inducía a escudarse tras el nombre de aquella hermosa rubia, la amiga de Maruja? Ni él mismo lo sabía con exactitud; quizá porque tenía la esperanza de que la chica ya se hubiese ido, lo cual impediría o por lo menos retrasaría hasta mañana el conocimiento de la verdad. También porque acababa de recordar unas palabras que Maruja había pronunciado respecto a su amiga: «Teresa siempre nos viene con desconocidos.» De cualquier forma, era indudable que al invocar el nombre de Teresa había dado en el clavo: se hizo un silencio. La señora sonrió, luego suspiró y levantó los ojos al cielo, como si quisiera ponerle por testigo. Enseguida uno de los muchachos se echó a reír, cosa que él no esperaba. La madre que parió a esa gente, pensó.
—¿Quieres decir —preguntó uno de los señoritos— que ella te ha invitado?
—Eso.
—Lo habría jurado —exclamó el otro, mirando a sus amigos—. Su último descubrimiento político.
—¿Y dónde se ha metido esa tonta? —preguntó el hijo de la casa—. ¿Dónde está Teresa?
—Con Luis. Han ido a acompañar a Nené. No puede tardar.
—Tere está cada día más loca —añadió el de la risa—. Completamente loca.
—Lo que es una mema y una cursi —terció el hijo de la casa.
—Carlos… —amonestó su madre.
—Se pasa de rosca. Que invite a quien le dé la gana, pero que avise, caray. Me va a oír.
—En fin, criaturas —concluyó la señora, notando aún sobre ella la devota mirada del murciano, que ahora no comprendía ni una palabra de lo que allí se hablaba.
Aclarada momentáneamente la cuestión (conocía a la hija de los Serrat, aquella liosa y descarada, y sabía que era muy capaz de presentarse con un gitano), la señora se despidió con una sonrisa aburrida y se encaminó hacia la casa. La fiesta terminaba. Ellos, indecisos, se alejaron lentamente hacia la pista de baile. Se oyó al hijo de la dueña decir a sus amigos, en un triste tono de represalia:
—Cuando llegue esa estúpida, avisadme.
Maruja esperaba en el mismo sitio, inmóvil, pensativa, un tanto desconcertada: parecía una de esas infelices criaturas que en un momento determinado de sus vidas decidieron ser chicas formales, pero que ya en el presente, por razones que ellas no llegan a comprender del todo, el ser chicas formales empieza a no compensarlas en absoluto. Había en su rostro, en su sonrisa obstinada, esa tristeza conmovedora y perfectamente inútil de los que aconsejan a ricos y pobres que se amen. Abandonándose temblorosa a los brazos del murciano, transpiraba una especie de fatiga moral largo tiempo soportada, y que ahora la enardecía y la traicionaba: de aquella pretendida formalidad ya no quedaba más que la natural timidez y un dichoso aire de desamparo que el murciano no habría sabido determinar, pero que le resultaba decididamente familiar y le inquietaba, como si en él presintiera un peligro conocido.
Bailaron y se besaron en lo más húmedo y sombrío del jardín, inquietando a los pájaros, bajo un cielo rojizo que parecía palpitar entre las ramas de las acacias. El joven del Sur dejó de fingir, de repente las palabras de amor brotaban ardientes de sus labios, traspasadas, devoradas por la fiebre de la sinceridad: aun en las circunstancias en que por su temperamento intrigante y farolero se colocaba en el más alto grado de imprudencia, y por muy lejos que le llevaran su capacidad de mentira y su listeza, algo había en su corazón que le confería cierta curiosa concepción de sí mismo, su propio rango y su estatura espiritual, algo que le obligaba, en determinados momentos, a jugar limpio. Y aun sin quererlo, su boca había de acabar uniéndose a la de la muchacha con verdadera conciencia de realizar parte de un rito amoroso que requiere fe y cierta voluntad de entrega, cierto candor que aún se nutría de los sueños heroicos de la mocedad, y cuya pervivencia está más allá del pasatiempo y exige más dedicación, más fantasía y más valor del que desde luego hacían gala los más arrogantes pipiolos en esta verbena.
La música había cesado. Quedó con la muchacha para el día siguiente, a las seis de la tarde, en un bar de la calle Mandri. Luego se ofreció gentilmente a acompañarla, pero ella dijo que tenía que esperar a su amiga Teresa, que había prometido llevarla a casa en coche. No insistió, prefiriendo dejar las cosas como estaban.
Allí, bajo las acacias suavemente teñidas de rosa, con la brisa de la madrugada despertando nuevas fragancias en el jardín, el joven del Sur abrazó y besó a la muchacha por última vez, furiosamente, como si se fuera a la guerra. «Hasta mañana, amor…» «Hasta siempre, Ricardo…»
Al cruzar frente a la señora de la casa, Ricardo de Salvarrosa se despidió con una discreta y gentil inclinación de cabeza.