Prólogo
Una escena emblemática y fundacional de la narrativa norteamericana: el capitán Ahab enfrenta a Moby Dick, la bestia blanca que le había devorado una pierna. La espumosa saga de Herman Melville es un momento superior de una literatura cautivada por la insensata lucha contra los elementos, donde la tormenta aplasta al indigno y bautiza al sobreviviente para permitirle contar la historia.
Durante muchos años Ernest Hemingway buscó una variante a la lucha de Ahab con la ballena. La pesca fue su más sostenida pasión (sería ligero hablar de «pasatiempo»; el autor de Fiesta practicaba actividades en las que se consideraba experto: sólo en literatura pretendía ser un amateur). Hemingway repudiaba la figura del erudito y esquivó toda discusión intelectual; sin embargo, se volvía puntilloso ante un texto que tratara de pesca (Fitzgerald no pudo librarse de sus críticas cuando se refirió en un cuento a salmones en un lago de Illinois donde no los había).
Resulta significativo que en 1921, en su primer reportaje como corresponsal en Europa del Toronto Star, Hemingway se ocupara de la pesca de atún en Vigo: «Cuando atrapas un atún después de una pelea de seis horas, cuando luchas hombre contra pez hasta que tus músculos sienten náusea por el terrible estiramiento, cuando por fin lo subes a bordo, azul verde y plateado en el perezoso océano, entonces puedes sentirte purificado y comparecer sin rubor ante los dioses antiguos». Treinta años después, el mismo impulso épico lo llevaría a escribir El viejo y el mar. Ésta fue la última escala de una larga travesía en pos de peces.
Ya consagrado, Hemingway escribió artículos sobre los trabajos del mar con la tronante certeza de un Zeus en funciones. Sus personajes literarios fueron más sabios y estuvieron más atribulados. En 1924, a los veinticinco años, Hemingway concibió un cuento impecable, «El río del corazón doble», donde todo depende de la pesca; en esa trama, la sola enumeración de los enseres que se usarán en la orilla conforma una íntima visión del mundo.
Cuando vivía en París en los años veinte, Hemingway asistió a las tertulias de Gertrude Stein como a un seminario sobre los matices del lenguaje. Sin embargo, si su tutora escribió «una rosa es una rosa es una rosa», él procuró que un anzuelo nunca fuera sólo un anzuelo. Y no es que buscara transformar las cosas simples en símbolos; su operación fue más sutil: los pescadores de Hemingway requieren de instrumentos que deben funcionar como tales, y al hacerlo, construyen un lenguaje propio, de sorpresivas conjugaciones, los muchos modos de un anzuelo.
En el ensayo «Hemingway y nosotros», Italo Calvino se refiere a la destreza práctica que apuntala las narraciones del autor: «El héroe de Hemingway quiere identificarse con las acciones que realiza, estar él mismo en la suma de sus gestos, en la adhesión a una técnica manual o de algún modo práctica, trata de no tener otro problema, otro compromiso que el de saber hacer algo bien». Entendemos un destino a través de un oficio desarrollado hasta sus últimas consecuencias. En «El río del corazón doble», como en El viejo y el mar, la zona de dominio es la pesca; la gramática del mundo se resume en esos gestos, fuera de ellos no hay nada.
En 1951 Hemingway vivía en la Finca Vigía que rentaba en Cuba desde 1939. Aunque la pesca era buena y la vida agradable, su carrera pasaba por un momento tenso; sus días más prolíficos habían quedado atrás y el desgaste físico empezaba a hacerle mella. Su cuota de guerras, accidentes, matrimonios, borracheras, intensas amistades breves, pistas de esquí, gimnasios de boxeo y cacerías parecía haberse agotado.
El mar Caribe representaba para él un santuario protector, pero lo recorría con los ojos entrecerrados de quien busca algo distinto. Como Santiago, protagonista de El viejo y el mar, deseaba capturar una última gran presa. Toda su vida estuvo determinada por un sentido, a veces épico, a veces trágico, a veces infantil, de la contienda. Hemingway compitió contra todos pero sobre todo contra sí mismo. Su pasión por los deportes deriva, en buena medida, de su tendencia a medir la intensidad de la vida en un reto verificable. Esa novela de madurez, largamente pensada y pospuesta, tendría que ver, desde el tema, con la necesidad de romper un récord.
Como Ring Lardner, Hemingway se apropió de numerosos recursos de la crónica deportiva: la narración fáctica de sucesos que determinan un marcador incontrovertible, el lenguaje especializado de quien está «en el secreto del asunto», las posibilidades épicas de un entorno perfectamente común. En El viejo y el mar, Santiago se compara con Joe Di Maggio, el gran bateador de los Yankees de Nueva York que por aquel tiempo pasaba por un bache en su carrera. El béisbol («la pelota») es el deporte más popular en Cuba; Santiago sigue los resultados de las Grandes Ligas en los periódicos que Manolín, un muchacho que fue su mejor alumno en alta mar, le lleva con un día de retraso. Manolín pesca ahora con su padre, un hombre acomodaticio, que no cree en los métodos artesanales de Santiago y entra al mar como a un almacén en oferta. El joven extraña las arriesgadas jornadas con el viejo pero no se atreve a desobedecer el mandato de su familia. La sección deportiva del periódico se mantiene como el vínculo más estrecho entre ellos; de manera oblicua, hablar de béisbol es hablar de pesca.
Bickford Sylvester, de la Universidad de British Columbia, se ha tomado el trabajo de contrastar los resultados de béisbol de 1950 y 1951 con la trama de la novela. En 1950, luego de una mala temporada, Di Maggio se recuperó contra los Tigres de Detroit y bateó tres home-runs para que su equipo ganara su partido 85. Ésta es la noticia que Santiago lee en el periódico y que, de acuerdo con Sylvester, corresponde a un ejemplar del lunes 11 de septiembre de 1950. Santiago lleva 84 expediciones infructuosas en el mar, y por eso le resulta tan importante pescar algo en el día 85. Es su momento Di Maggio. Según la célebre teoría del iceberg de Hemingway, un relato sólo muestra una mínima parte de la historia y depende de una sólida realidad que se mantiene oculta. Esto alude a la forma en que se construye una trama y a cómo debe ser leída. Bajo la diáfana superficie de la prosa, hay una intrincada red de correspondencias. En forma congruente, Hemingway se negó a descifrar el soporte oculto de sus relatos y sobrellevó con estoicismo las falsas interpretaciones acerca de sus obras.
En El viejo y el mar puso especial cuidado en retratar una pequeña comunidad de pescadores cubanos. Santiago representa una forma arcaica de pescar, donde el valor individual se mide en la resistencia de las presas. Leyes naturales —precisas, inflexibles, que parecen impuestas por el mismo océano— rigen las condiciones de este oficio e integran una sabiduría atávica que la modernidad confunde fácilmente con supersticiones.
Después de 84 días de fracaso Santiago decide transgredir el código que ha respetado su vida entera, y conduce su barca hasta un sitio remoto que garantiza buena pesca pero de donde es muy difícil regresar. El anciano deja atrás el confuso resplandor de los sargazos y se aventura en soledad a las aguas infestadas de tiburones. La desesperación y el orgullo lo impulsan a un lance contra todos los pronósticos.
Santiago no cree en la pesca inmerecida. Sólo el dolor y el coraje y el inaudito tesón pueden llevarlo a esa presa que se le parece tanto. En el mar hondo, combate con su reflejo; resiste contra sí mismo en el cordel que tensan sus manos destrozadas. Pero el atrevimiento rompe el equilibrio que ha mantenido con esa ecología de la rivalidad. El pescador entra a una zona donde puede probar el verdadero alcance de su fuerza, pero donde eso resulta inútil. Santiago atrapa un pez inmenso que no puede subir a bordo y debe remolcar a la costa entre el mar de los tiburones. Es el momento de resignarse y abandonar la lucha, pero el protagonista ya está lejos de las aguas de la calma; sin ninguna opción de éxito, combate hasta el final con los tiburones que transforman su trofeo en sangrienta carnada. Este gesto dramático y altivo está nimbado de religiosidad; es una prueba de entereza gratuita, sin recompensa posible, una plegaria devastada y fervorosa, que no será oída.
Santiago es devoto de la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba, y tiene una imagen de ella en su choza (posible alusión a que su difunta esposa peregrinó al santuario de la Caridad). La estatua de la Virgen fue encontrada en 1628 cuando flotaba en el mar, muy cerca de la costa de Cuba. El nombre de Santiago también vincula la religión con el mar. Cuando el apóstol Santiago murió en Tierra Santa, sus discípulos se hicieron con el cuerpo y lo trasladaron a Galicia en una embarcación. Siglos más tarde, el señor de Pimentel pidió la protección del santo para huir de los árabes a nado y salió del mar cubierto de conchas, las vieiras que se convertirían en talismán de los peregrinos que hacen el camino de Santiago.
La gesta del pescador cubano tiene mucho de martirio y peregrinación, pero sus resultados son seculares. Desde el título de su primer libro de cuentos, En nuestro tiempo, tomado de un libro de oraciones, Hemingway sugiere que las acciones más comunes tienen un trasfondo religioso, un horizonte que trasciende a los personajes pero que no se puede alcanzar y ni siquiera discutir: «No pienses en el pecado… hay gente a la que se paga por hacerlo», Santiago se dice a sí mismo. Enemigo de la introspección, Hemingway se abstiene de juzgar la conducta de sus personajes. En El viejo y el mar está a punto de romper este pacto y de transformar el mar de Santiago en una agitada iglesia. Las alusiones a la hagiografía cristiana son suficientes para crear un marco alegórico y para leer el relato como un fracaso de la moral ante la devastadora naturaleza: Santiago es un hombre de fe cuyas fatigas no tienen recompensa. Sin embargo, cada vez que el monólogo del pescador está a punto de volverse explicativo en exceso, Hemingway desordena la devoción de su protagonista y la complica con los vibrantes datos que arroja el mar. Cuando el pez salta entre la espuma y Santiago le arroja el arpón mortal, la descripción mantiene la dramática objetividad de la pesca —la destreza técnica como máxima aventura—, pero al mismo tiempo admite una idea popular de la ofrenda: «Se había vuelto plateado (originalmente era violáceo y plateado) y las franjas eran del mismo color violáceo pálido de su cola. Eran más anchas que la mano de un hombre con los dedos abiertos y los ojos del pez parecían tan indiferentes como los espejos de un periscopio o un santo en una procesión».
La frase más célebre de la novela es engañosa: «Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado». Santiago arde en su propia energía; sin embargo, no busca, como el mártir, que su suplicio sea ejemplar. Sólo él y Manolín, el muchacho que fue su escudero, conocen el alcance de su hazaña. Extenuado, sin otro saldo de su lance que un magnífico esqueleto atado al barco, Santiago regresa a casa. Ya sin el apuro de la travesía, se permite descansar y sueña con la poderosa estampa que vio cuando trabajó como marino en las costas de África: una playa recorrida por los leones.
La victoria de Santiago consiste en esa tenue ensoñación después de la derrota. Una crónica de 1924 revela el sostenido interés de Hemingway por los combates donde las nociones de triunfo y de derrota cambian de signo. En una pelea de boxeo en el Cirque de París, el veterano Ledoux, de treinta y un años, desafió a Mascart, campeón de peso pluma de Europa, y le arrebató el título por decisión unánime. Al respecto, escribió Hemingway a los veinticinco años: «Luchando en un ring resbaloso por su propia sangre, superado en el boxeo, degradado, golpeado sin misericordia pero nunca dominado, Édouard Mascart perdió su título ante Charles Ledoux. Después de veinte rounds las facciones de su rostro se habían disuelto en una masa hinchada y sanguinolenta, sus ojos estaban casi cerrados, y a cada pocos segundos se veía obligado a escupir sangre de la boca. También Ledoux estaba bañado en sangre, pero no era la suya». El pasaje lleva el sello del periodista que percutía en el teclado hasta que la máquina de escribir echara humo; de manera significativa, también refrenda la convicción de Hemingway de que la resistencia a ultranza otorga una dignidad que refuta la derrota. «Golpeado sin misericordia pero nunca dominado», Édouard Mascart pertenece a la estirpe de Santiago; pierde el título pero se engrandece en su calvario.
En el combate del Cirque conviene resaltar, además, la atracción del cronista por un veterano que regresa a imponer su ley. «No hay segundos actos en la historia americana», escribió Fitzgerald ante una sociedad enamorada del éxito que exigía a sus ídolos no sólo encumbrarse sino volver a hacerlo cuando ya parecía imposible. El más duro reto que impone la cultura popular norteamericana es el comeback, el regreso contra los pronósticos. Hemingway trabajó con denuedo para alterar la noción convencional del triunfo y no podía ignorar la gesta del retorno desafiante: El viejo y el mar es un comeback colosal y vacío, una portentosa acción sin resultados.
La novela también significaba el regreso del autor después de años poco productivos. No es casual que el relato de Santiago y la tardía y algo inesperada muestra de resistencia de Hemingway conectaran de inmediato con un público ávido de «segundos actos». En 1953 la novela apareció íntegra en la revista Life, con un tiraje de cinco millones de ejemplares; esta difusión no impidió que el libro se vendiera muy bien: El viejo y el mar se mantuvo 26 semanas en la lista de best sellers del New York Times. Ese año recibió el Premio Pulitzer. En 1954, después de sufrir dos accidentes de aviación en Uganda que provocaron anticipados obituarios y sugirieron que sus días de retorno no serían muchos, el sobreviviente Ernest Hemingway obtuvo el Premio Nobel.
El viejo y el mar encandiló al gran público como una fábula ejemplar y despertó el interés de lectores como el historiador de arte Bernard Berenson, incapaz de vestirse o de contemplar algo sin absoluta sofisticación. De acuerdo con Berenson, el estilo marino de Hemingway resulta superior a la «inflada grandilocuencia» de Melville. El novelista de Oak Park, por lo general ajeno a la respuesta crítica, atesoró este comentario y lo mostraba con candorosa felicidad de boxeador: Santiago había vencido a Ahab.
Lección de objetividad, la prosa de Hemingway rara vez admite los devaneos de la conciencia. Hasta 1951, ningún personaje del autor había estado tanto tiempo solo como Santiago. La novela transmite lo que pasa en una mente atribulada; sin embargo, más allá de ciertas declaraciones de hermandad con el pez o del recordatorio de que el padre de Joe Di Maggio fue pescador como san Pablo, son los datos los que otorgan trascendencia al relato. Santiago ve el entorno con pragmática inmediatez; el bien y el mal son para él formas de tensar cordeles.
El viejo y el mar es un apabullante seminario sobre el arte de pescar con precariedad. Numerosos eruditos han recorrido en lancha las aguas del Caribe, han contado los metros de cordel, las horas de lucha y las técnicas de acoso, confirmando la veracidad del relato, asunto de interés marginal y más bien estadístico; lo decisivo es la sensación de realidad que transmite Hemingway. Los días y las noches de Santiago dependen de la forma en que trabaja con unos cuantos enseres en un espacio mínimo. «El hombre acorralado se vuelve elocuente», ha escrito George Steiner. Inculto, exhausto, casi mudo, Santiago adquiere poderosa elocuencia en sus intrincadas maniobras con el sedal. En una carta de 1958, Italo Calvino le escribe a Carlo Cassola: «Contra Gide y la escritura del intelectualismo, escogí a Hemingway y la literatura de los hechos». Deslumbrado por Fiesta, Calvino aprendió en Hemingway, no a renunciar a la interioridad en favor de una fría descripción de lo real, sino a expresar las emociones y las ideas a partir de lo que hacen los personajes.
En El viejo y el mar Hemingway lleva hasta sus últimas consecuencias el procedimiento de mostrar una conciencia a partir de su trato con las cosas. Seguramente, se trata de una obra más programática que los cuentos de Hemingway, donde la conclusión moral depende por entero del lector. Construida casi al modo de una parábola sobre el coraje y el combate contra la invencible naturaleza, El viejo y el mar permite, sin embargo, diversas lecturas.
Un interesante tema de controversia es la edad de Manolín, el muchacho que aprendió a pescar con Sant