PRÓLOGO
La Andalucía lorquiana
Miguel García-Posada
García Lorca ha sido el máximo intérprete poético de Andalucía, como su admirado Falla lo sería en la música. Esa interpretación de Andalucía descansa en buena medida, complementada por las tragedias, sobre el Poema del cante jondo y el Primer romancero gitano, los dos libros lorquianos de poesía de materia exclusivamente andaluza.
La superioridad de la Andalucía lorquiana sobre las otras (la de Manuel Machado, por ejemplo) reside en su condición mítica, arquetípica, «lucha y drama del veneno de Oriente del andaluz con la geometría y el equilibrio que impone lo romano, lo bético», según reza la conferencia del cante jondo. Como todo mito, este espacio es transhistórico; por eso afirmaba el poeta que en el Romancero gitano, «las figuras sirven a fondos milenarios y [...] no hay más que un solo personaje grande y oscuro como un cielo de estío, un solo personaje que es la Pena...». Es esta Andalucía espacio además invisible; de ahí la afirmación que hace en la conferencia-recital sobre el Romancero, al señalar que «es un libro donde apenas si está expresada la Andalucía que se ve, pero donde está temblando la que no se ve». A partir de estos supuestos se explican las referencias de Juego y teoría del duende, en el que aparecen desde los viejos cantaores hasta Argantonio, la romanidad, los linajes superiores, Gerión, Creta, «el dionisíaco grito degollado de la siguiriya de Silverio», la «Andalucía mundial» que vio en la Cuba de 1930.
Este espacio mítico es romano —así la Córdoba del Romancero, la dignidad estoica del Amargo, la «Roma andaluza» que vería en la Sevilla de Ignacio —, sin que falten la nota mora (el «arcángel aljamiado», «San Rafael»), ni judía (la Andalucía del romance de Thamar y Amnón, Judea andaluza como levantina es la Judea de Gabriel Miró). En esta conformación, lo gitano cumple un papel esencial, por ser «lo más elevado, lo más profundo, más aristocrático de mi país, lo más representativo de su modo y el que guarda el ascua, la sangre y el alfabeto de la verdad andaluza y universal».
Las tres grandes ciudades andaluzas son otros tantos microespacios míticos. Sevilla es lo dionisíaco, la encarnación del amor, el amor que hiere y, a veces, mata. La Sevilla del «Poema de la saeta»:
Sevilla es una torre
llena de arqueros finos.
[...]
Sevilla para herir.
¡Siempre Sevilla para herir!
La Giralda poblada de saeteros que con sus saetas «matan» en nombre del amor. Córdoba es la ciudad de la muerte: «Lejana y sola» para el jinete que se dirige a ella en la canción, «¡Córdoba para morir!» en el mismo «Poema de la saeta». Granada, en cambio, «es como la narración de lo que ya pasó en Sevilla. Hay un vacío de cosa definitivamente acabada», como diría en su conferencia sobre el barroco granadino Pedro Soto de Rojas. Por eso son cuatro los jinetes cordobeses de la canción «Arbolé arbolé», como el jinete y los tres hermanos del «Diálogo del Amargo», y llevan «largas capas oscuras». Gradación y sentido son idénticos en el texto introductorio del Poema del cante jondo, «Baladilla de los tres ríos». Ciudad del amor Sevilla, de la muerte Córdoba, de lo que acabó Granada, pero siempre la Andalucía del ser humano condenado a la extinción, a afluir sus ríos en el mar del morir:
Lleva azahar, lleva olivas,
Andalucía, a tus mares.
Esta somera descripción ilustra bien cuánto han falsificado a nuestro poeta quienes lo han tachado de costumbrista. El pseudolorquismo ha sido la venganza más siniestra que ha debido padecer una obra situada en los antípodas de cualquier localismo. En el espacio mítico andaluz se plantean todos los grandes temas, los grandes interrogantes de la condición humana. Su alcance transhistórico en modo alguno significa que no incorpore materiales históricos. No cabe dudar de que Lorca ha expresado como nadie la frustración histórica de Andalucía, tierra de culturas superpuestas y obligada a caminar en una sola dirección, sobre una estructura social latifundista, injusta, heredada de la Reconquista. El cante jondo ha sido vehículo capital de esa frustración:
¡Oh, pueblo perdido,
en la Andalucía del llanto!,
dice el «Poema de la soleá». La lección de Falla, expresada en sus composiciones de tema andaluz y en especial en El amor brujo, fue definitiva al respecto. El músico enseñó al poeta el patetismo del cante jondo, su anclaje en los fondos últimos del misterio humano, aquella sacralidad que el músico veía en la siguiriya gitana, que había que escuchar, decía, de rodillas. Y como la Andalucía musical de Falla, la Andalucía de Lorca es superior, no por sus propósitos sino por sus resultados, no por sus gestos intencionales, sino por la corporidad resultante. Cierto no hay una sola Andalucía, cada una de las tres grandes ciudades es una de ellas, pero en lo fundamental son dos, la Bética y la Penibética, la Andalucía del Guadalquivir y la Andalucía de las serranías de Córdoba y Granada, e incluso Almería:
Tierra seca,
tierra quieta,
de noches
inmensas.
[...]
Tierra
vieja
del candil
y la pena,
según dice el mismo «Poema de la soleá». He ahí ya dibujado el escenario de las grandes tragedias rurales, en donde el cultivo de la tierra pesa como una maldición y la pasión estalla devoradora. Esa Andalucía es o ha sido una realidad, pero Lorca la interpreta y eleva a un rango superior: espacio arquetípico tan significativo como el griego de los trágicos o el inglés (El rey Lear, Macbeth) de Shakespeare.
POEMA DEL CANTE JONDO
Fue la primera gran obra poética lorquiana, escrita en lo esencial en 1921, en medio de las Suites, pero sólo publicada diez años más tarde. El autor fue consciente de su novedad sustancial: se objetivaban los materiales líricos y, por primera vez, se aplicaban técnicas de vanguardia a un tema tradicional, que él conocía desde niño. Valga su misma confesión entusiasmada, de enero del veintidós, al musicólogo Adolfo Salazar, cuando le decía que era «la primera cosa de otra orientación mía y no sé todavía qué decirte [...], ¡pero novedad sí tiene! El único que lo conoce es Falla, y está entusiasmado... [...] Los poetas españoles no han tocado nunca este tema...». No lo habían «tocado», en efecto; existían aproximaciones externas, como las de Rueda y Manuel Machado, pero adentrarse en la materia, abordando su interpretación, eso no lo había hecho nadie.
El Poema es la gran obra literaria dedicada por Lorca al flamenco; fue una de sus aportaciones, porque el cante le debe mucho. Le debió, en primer lugar, la celebración del certamen de junio de 1922, en Granada, que significó el punto de partida del flamenco en el siglo XX, porque supuso su reorientación hacia su pureza originaria, enturbiada por el comercialismo, así como su consideración de insólito y excepcional discurso musical, cuyos fundamentos comenzaron a estudiarse con rigor desde entonces. La idea germinal no fue de Falla, sino del propio Lorca, que se volcó en el proyecto al que se sumó el solitario músico. En este cuadro cobra sentido la conferencia Importancia histórica y artística del primitivo canto andaluz llamado cante jondo, completo acercamiento antropológico, musical (bajo el influjo de Falla) y poético al cante. Años más tarde Lorca reharía el texto para darlo por primera vez en Cuba, en 1930, con el título de Arquitectura del cante jondo, que es la versión que el lector encontrará en este volumen como pórtico al libro de poesía. El prestigio mundial del autor daría al certamen y a los textos literarios una importancia máxima hasta el punto de que se los considera hoy fundacionales de la edad contemporánea del cante. Arquitectura mantiene el esquema conceptual básico de 1922, pero aporta, además de las audiciones, un análisis más detallado del perfil de los grandes cantaores y valora más la dimensión social del cante.
El libro se abre con la «Baladilla de los tres ríos», que traza la geografía simbólica de Andalucía, sobre la que se apoya una impresionante meditación sobre el fugaz destino de los hombres. Si el Guadalquivir corre entre naranjos y olivos y los ríos de Granada son «uno llanto y otro sangre» —Darro embovedado, rumoroso, Genil de fango rojo—, si Sevilla y su Andalucía representan la vitalidad frente al amor huido («se fue y no vino», «se fue por el aire»), el hecho es que los dos antecitados versos finales representan un cierre sombrío sobre el destino humano, que se halla condenado a la disolución y la inanidad. La «Baladilla», que se publicó el año de su composición, es la primera gran muestra del neopopularismo de los años veinte. Exquisita de ritmo, traza una geografía pero también una elegía, un mapa pero también una fatalidad. Siguen, organizados como suites, los poemas sobre los tres grandes cantes flamencos según las teorías de Falla: «Poema de la siguiriya gitana» —grito y llanto —, «Poema de la soleá» —la tortura del amor —, «Poema de la saeta» —el amor que hiere —; detrás viene el «Gráfico de la Petenera», que domina la muerte. Comparecen después dos inquietantes retratos («Dos muchachas»), y la exposición de motivos del cante («Viñetas flamencas»), con el elogio de los cantaores —Silverio, Juan Breva —, nuevos sacerdotes de esta alucinante liturgia. Se despliega luego la serie dedicada a las «Tres ciudades» andaluzas y, de nuevo, intervienen otros motivos relacionados con el cante («Seis caprichos»). El Poema se cierra aquí, en sentido estricto. Por necesidades editoriales —el libro quedaba pequeño —, el autor añadió a la hora de la publicación dos diálogos vinculados a la perfección con el Poema, tanto en su contenido como en su estructura, pues ambos concluyen con una canción: «Escena del teniente coronel de la Guardia Civil» y «Diálogo del Amargo»: irrisión crítica del poder represor el primero y exaltación del gitano libérrimo el segundo, donde comparece el misterioso y sombrío personaje.
Un tema que era familiar al poeta desde niño es tratado con la óptica de un artista de vanguardia. El verso entrecortado y las grandes intuiciones metafóricas, simbólicas y míticas, cifradas en un lenguaje de extraordinaria pureza, plasman este primer gran «retablo» de Andalucía —así lo llamó él en la carta ya citada a Adolfo Salazar.
«ROMANCERO GITANO»
El Primer romancero gitano (1928) —abreviado en la cubierta de la primera edición, sin el ordinal, que indica la voluntad de originalidad del poeta — es uno de los grandes libros de la poesía occidental del siglo XX y el más perfecto de los poemarios del autor. Fue su consagración, conoció siete ediciones en vida de Lorca, los recitadores lo difundieron por todo el mundo de lengua española, e hizo del escritor de Granada la figura más conocida de la «nueva poesía» y lo convirtió en celebridad nacional.
Publicamos aquí el libro precedido de la conferencia-recital que el poeta escribió hacia 1935 para reivindicar su singularidad como obra de creación pura, sin las hipotecas costumbristas y pseudopopulares que habían caído sobre ella, a causa sobre todo de «La casada infiel», cuya recitación llegó a prohibir. Para esto y, también, para hacer valer su condición de obra de vanguardia, imaginativa y moderna, exenta del lastre costumbrista y tradicionalista, que algunos, encabezados por el dúo Dalí-Buñuel, habían esgrimido contra el libro (aunque la acusación de «gitanismo» venía de atrás), lo que le dolió mucho. Este dolor se sumó al suscitado por la ruptura de su relación con el joven escultor Emilio Aladrén. Todo ello lo sumió en una honda depresión, que contrastaba con el éxito literario.
Dieciocho romances integran el libro, que «en conjunto —dijo él —, aunque se llama gitano, es el poema de Andalucía», «un retablo» y gitano, asimismo, por la condición de paradigma andaluz que él veía en la raza oriental, marginada, perseguida y privilegiada intérprete del cante. El libro de una Andalucía «invisible»:
Un libro anti-pintoresco, anti-folclórico, anti-flamenco [en el sentido peyorativo], donde no hay ni una chaquetilla corta, ni un traje de torero, ni un sombrero plano ni una pandereta...
El Romancero es un caso ejemplar de transfiguración poética. La realidad es elevada a planos cósmicos, sin que los planos más inmediatos lleguen a borrarse del todo. Ello es fruto del lenguaje elusivo, metafórico pero también simbólico, y de la técnica que, como él mismo señaló, consiste en la fusión del romance narrativo y del lírico, produciéndose un compuesto que no es ni lo uno ni lo otro. Lorca supo dar un paso adelante sobre el lirismo objetivo de Góngora, sobre el narrativo y romántico del duque de Rivas y sobre el legendario de Zorrilla, tres nombres claves que él no olvidaba citar. Cabe añadir el romance lírico de Juan Ramón Jiménez.
El libro obedece a un plan preciso; se abre con dos romances en los que irrumpen las fuerzas cósmicas: la luna y el viento («Romance de la luna, luna», «Preciosa y el aire»). Siguen otros dos, dominados por la muerte violenta, «Reyerta» y el «Romance sonámbulo», caso sumo este último de desrealización y ambigüedad, y coloreado por el verde absoluto; «Verde que te quiero verde...», además de pautado por un ritmo cambiante y modulado por imágenes tan densas como cenitales. Vienen a continuación la ensoñación erótica de «La monja gitana», la aventura, frustrada por el machismo, de «La casada infiel», y el sufrimiento terrible de la enamorada Soledad Montoya, en el «Romance de la pena negra».
Estos siete romances forman un primer bloque rico de figuras femeninas y dramas. Le sigue una especie de paréntesis de sosiego con los romances dedicados a Granada («San Miguel»), Córdoba («San Rafael») y Sevilla («San Gabriel»): la romería de una Granada equívoca, la belleza apolínea de Córdoba reflejada en el Guadalquivir, al que llegan los dionisíacos homosexuales ocultos, y la apoteosis del amor y la maternidad en Sevilla.
En el segundo bloque dominan los personajes masculinos: el Camborio, lúdico y mágico, arrestado por la Guardia Civil en el camino de Sevilla («Prendimiento de Antoñito el Camborio...»), y después asesinado por la envidia («Muerte de Antoñito el Camborio»); el amante enfermo y traicionado («Muerto de amor»); el Amargo, el convocado para morir («Romance del emplazado»), y los guardias civiles que destruyen la ciudad gitana («Romance de la Guardia Civil española»). El Romancero, en puridad, concluye aquí. Con los «Tres romances históricos» siguientes, la Andalucía «gitana» retrocede en el tiempo: primero, hacia la Andalucía romana de la persecución de los cristianos («Martirio de Santa Olalla»); después, hacia la Andalucía medieval en el más enigmático poema del libro, que es, en cualquier caso, el romance de otra víctima del amor («Burla de Don Pedro a caballo»); y, por último, el retroceso se produce hacia la Andalucía judaica, donde irrumpe la brutal pasión incestuosa («Thamar y Amnón»).
ODAS
Lorca terminó su libro de Odas tras la conclusión del Romancero gitano. Lo anunció repetidas veces, pero no llegó a publicarlo. Todo parece indicar que eran al menos tres las piezas que lo iban a integrar: «Oda a Salvador Dalí», escrita en 1926 y publicada ese mismo año; «Soledad», compuesta en 1927 en homenaje a fray Luis de León, cuyo IV Centenario se conmemoró en el veintiocho, cuando se publicó, y «Oda al Santísimo Sacramento del Altar», terminada en Nueva York en 1929, pero cuya primera parte se imprimió el año antes.
La «Oda a Salvador Dalí» celebra, en su centenar largo de alejandrinos, el clasicista paisaje de Cadaqués y el congruente y clasicista cubismo por entonces de Salvador Dalí. Se exaltan en ella el cubismo, la pintura de Dalí y la amistad profunda que unió a Lorca y al pintor en esos años, pues «No es el Arte la luz que nos ciega los ojos. / Es primero el amor, la amistad o la esgrima». «Soledad» encierra, en sus perfectas liras frailuisianas, un críptico mensaje de amor. La «Oda al Santísimo» constituye la única muestra de poesía religiosa, en su sentido más estricto, que el autor escribió en su madurez. Sus tres secciones, roturadas también en solemnes alejandrinos, cantan con intensidad moderna, pero también teológica, el misterio de la Eucaristía, al que Lorca se adhirió en momentos de profunda crisis personal. Se necesitaba tener mucha seguridad en el propio arte para ejecutar un poema así, en plena eclosión surrealista; Luis Buñuel calificaría de «fétida» la oda. No conocemos el texto en su versión definitiva.
Nota
Los textos proceden de mi edición de Obras Completas, 4 vols., Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 1996-1997.