La transformación (La metamorfosis)

Franz Kafka

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Una suma de razones, todas ellas argumentadas en la nota que abre la documentación anexa a esta edición de La transformación, ha determinado al editor de la presente Biblioteca Kafka a denominar así este relato famosísimo de Franz Kafka (1883-1924), y no, como se hizo hasta la fecha, La metamorfosis. Entre ellas, no carece de importancia la que tiene que ver con el carácter enormemente contemporáneo –es decir, todavía de nuestro tiempo, de nuestros días– de esta narración kafkiana.

La transformación (escrita en 1912, publicada como libro en 1915) no es, en efecto, una historia de corte mitológico como lo eran las leyendas de la Antigüedad perfiladas de acuerdo con el patrón literario que les correspondía, es decir, de acuerdo con la ley de un destino inevitable, anclada en una dimensión anacrónica y con un alcance propiamente metahistórico. Todo lo contrario: La transformación es la historia muy cotidiana y en cierto modo muy real –situada en el extremo opuesto de toda literatura con énfasis en la materia épica– de un individuo, Gregor Samsa, que se levanta, un día cualquiera de su vida rutinaria y sin grandes sobresaltos, transformado en un escarabajo. Gregor Samsa era un viajante del ramo de la confección que vivía, hasta las primerísimas líneas del relato, de un trabajo más bien anodino y banal, y que, además, por lo que se leerá en la narración, corría, en buena parte, con los gastos que generaba una familia compuesta por él mismo, su hermana Grete y los padres de ambos. La crítica no ha subrayado bastante, en términos generales, este «decorado» pequeñoburgués que gravita, como telón de fondo, sobre la inesperada aventura de un protagonista que, de golpe y porrazo, dejará de ocupar el lugar «productivo» que poseía en el seno de una familia común de la ciudad de Praga a comienzos del siglo XX, para ocupar un lugar mucho más complejo y enigmático. La crítica no lo ha subrayado, pero no hay duda de que el autor sí lo subrayó al terminar la narración con una extraña coda, en la cual los padres de Samsa, liberados por fin de las incomodidades y la vejación que supuso ver a su hijo convertido en un bicho, realizan una excursión por las afueras de la ciudad, en compañía de su hija ya casamentera, como un acto de sosiego y de acción de gracias.

En La transformación, un viajante para quien el dinero (para él mismo y para la familia a la que protegía) significaba la primera ley de su actividad y de su comportamiento en el marco de una sociedad convencional, pasa a convertirse, de sopetón, en un ser extraño, un «bicho raro», que ni podrá seguir significando un sostén para sus padres y su hermana, ni podrá siquiera seguir realizando las ocupaciones que, de un modo habitual, asumía hasta el momento de su brutal transformación. A partir de las primeras líneas de la narración, como se ha dicho, y hasta el final de la misma, Gregor Samsa poseerá el destino de un proscrito, la incómoda suerte de alguien que queda, sin previo aviso, desarraigado inexorablemente del marco de una actividad y unas relaciones sociales marcadas, hasta entonces, por el signo de lo burgués, por el emblema de una productividad más o menos lucrativa y, sobre todo, de una existencia acomodada a los parámetros de la cotidianeidad más abrumadoramente regular. Esto es lo que le sucede a Gregor Samsa: el carácter común de su existencia –en el momento en que se encuentra transformado, encima de su cama, en un escarabajo– se transforma también, por los meros efectos de este cambio súbito –que es una extraordinaria argucia literaria–, en una existencia singular, radicalmente distinta de lo que había sido, pero también del todo ajena a los modos de vida del orden burgués que habían presidido su vida hasta ese momento.

Pero esta cuestión posee un trasfondo alegórico todavía más complejo, como sucede casi siempre en la obra de nuestro autor. Para empezar, Franz Kafka fue siempre plenamente consciente de que la historia que había narrado en La transformación era su propia historia. Así lo manifestó en más de una ocasión y en contextos diversos, entre ellos en una de las conversaciones que mantuvo con el joven praguense Gustav Janouch, hijo de un colega suyo en el Instituto de Seguros en el que Kafka trabajó hasta su jubilación prematura a causa de la tuberculosis que le fue diagnosticada en 1917. Cuando Janouch le preguntó a Kafka si La transformación había nacido de una experiencia real, por difícil que pudiera resultar concebir algo así, Kafka respondió: «La transformación no es una confesión, aunque sea, en cierto modo, una indiscreción». Y cuando el joven le preguntó si la narración tenía algo que ver con los sueños del autor, Kafka –que siempre afirmó, por otra parte, que la génesis del relato se encontraba, ciertamente, en una pesadilla– respondió: «El sueño deja al descubierto la realidad, tras la cual permanece la imaginación. Esto es lo terrible de la vida, lo conmovedor del arte».

En esto estriba la «indiscreción» kafkiana contenida en el presente relato: Kafka tuvo un sueño –pues habla, en una carta a su prometida Felice Bauer, de «un pequeño cuento que se me ocurrió en la cama»–, pero este sueño no se convirtió propiamente en una «fantasía», sino en un alarde de imaginación literaria, en una alegoría de las condiciones de su equívoca (quizá equivocada) existencia en la ciudad de Praga y en el seno de una familia de lo más convencional, cuyo padre –el de verdad, no menos que el de su fabulación– tenía como ocupación el comercio. Es cierto que en el caso de Kafka, como en la leyenda de Goya, «el sueño de la razón produce monstruos», pero siempre en el bienentendido de que estos monstruos, como se decía al inicio de estas líneas, no se decantan del lado de una fantasía ajena a toda realidad, sino más bien todo lo contrario. En esta narración, quizá más que en ninguna otra de las que Kafka escribió, la pesadilla del sueño se convierte en figuración de otra pesadilla, algo más compleja, como apuntábamos; en esta narración se habla de la zozobra y el desasosiego de alguien que, llevando en apariencia una existencia ordenada y cabal, vive –prácticamente en secreto– en el ámbito mucho más extravagante de quien ha decidido entregar su vida a la escritura. Esta es, en el fondo, la más importante lección «metafórica» de la presente narración kafkiana, considerada por Vladimir Nabokov –otro de los grandes del siglo pasado– como el mejor relato que produjo todo el episodio de las letras contemporáneas. Es decir, el hecho de que alguien cuya existencia se adecuaba, en apariencia, a los modos de vida propios de un funcionario empleado en una institución imperial, también vivía, en lo más íntimo de su ser, una experiencia que se encuentra en las antípodas de toda actividad funcionarial y remunerada: la actividad del escritor.

Así, podría decirse que en esta narración de Kafka asistimos, de hecho, a una transformación enormemente matizada: la que significa pasar, de tener una apariencia humana muy corriente, a convertirse en uno de los modelos más irrebatibles de «singularidad» que ha dado la sociedad mercantil y burocrática de los tiempos modernos, o sea, el hombre entregado en cuerpo y alma a la actividad sospechosa de escribir –actividad detestable al fin, en la narración de Kafka, abominable a pesar de los cuidados iniciales que los padres y la hermana le dispensarán a Gregor a lo largo de los dos primeros capítulos de la narración. Esto es algo que tiene que ver con las circunstancias biográficas del propio autor, quien, también en conversación amigable con Gustav Janouch, manifestó: «El protagonista de la narración se llama Samsa. Suena como un criptograma de Kafka. En ambos casos hay cinco letras. La S en la palabra Samsa ocupa los mismos lugares que la K en la palabra Kafka».

Pero lo que hemos afirmado hasta aquí tiene también que ver con las determinaciones históricas de la Praga de su tiempo y con el rarísimo lugar que esta historia política y cultural podía permitirse el lujo de conceder a un ciudadano. He aquí, pues, un relato en el que Kafka se afirma como escritor –incluso ciertos pasajes de la narración deben entenderse como alegoría de lo que estamos comentando, como ese momento en el que su madre y su hermana deciden desposeer a Gregor del escritorio que él desea conservar, con mucho celo, en su habitación; o las huellas lineales que Gregor Samsa deja en las paredes y en el techo de su habitación–, pero también un relato en el que un escritor judío de la Praga de comienzos del siglo XX afirma un estatuto, para su oficio, que ya difícilmente concedía tanto una familia de comerciantes, como una sociedad sumida en los mecanismos del mercantilismo, como un Estado fenomenal preocupado de un modo apocalíptico en su difícil supervivencia. Todos ellos son registros reconocibles en esta narración: detrás de la historia trivial, sencillamente familiar, de un empleado a quien el destino ha golpeado, se levanta la historia extraordinaria de un escritor luchando, bajo el caparazón endeble y las menguadas alas de su profesión, por afirmar la génesis de un sentido en el seno de una sociedad y unas costumbres que vivían por entonces poco más que el inicio de una disfunción brutal: la que existe entre un narrador cargado de talento y que lucha por imponer su visión singular del mundo y la existencia, y un Estado y una sociedad presididos por la extenuación simbólica, por el agotamiento moral y el empobrecimiento, o la iteración ad absurdum, de sus señas de identidad. Así hay que diagnosticar también, por cierto, el gesto creativo de la generación de los poetas expresionistas alemanes, con los que, no sin razón aunque con cierta precipitación, la crítica acabó homologando a Kafka durante sus años de vida.

Solo después de la lectura de este texto realmente insólito el lector entenderá cabalmente hasta qué punto Franz Kafka se había limitado, en él, a trasponer en un formato imaginativo esta serie de circunstancias, empezando por las más autobiográficas. En 1923, un año antes de su muerte, cuando la narración ya le había convertido en un autor respetado cuando menos en los cenáculos de Praga y de Berlín, Kafka pudo escribir, en una carta a su amigo Oskar Baum, y refiriéndose a una narración de este que presenta ciertas similitudes con la suya, un pasaje como el que sigue: «Todavía esta misma noche la leí con terror, con terror bajo la acerada mirada del animal cuando se va acercando por el sofá. Probablemente esas cosas nos resultan familiares a todos nosotros, ¿pero quién es capaz de actuar así? Yo también lo intenté, impotente, hace algunos años, pero en lugar de acercarme al escritorio preferí esconderme bajo el sofá, donde todavía se me puede encontrar hoy». Esto es lo que afirma Kafka; pero lo cierto es que los más de diez años que median entre esta carta y la redacción de La transformación, fueron años en los que Kafka, lejos de amilanarse, en una pugna diabólica entre su actividad como abogado y su quehacer como escritor, redactó esas obras cumbre de la literatura de los tiempos modernos –aún hoy de vigencia indiscutida– que son El proceso, El castillo, o la ingente cantidad de narraciones –de las que solo llegó a publicar una pequeña parte en vida– entre las que siempre se encontrará, en lugar muy señalado a causa de su riqueza de sentido, esta que el lector tiene en las manos y se dispone a leer.

No lo haga, como ya se ha aconsejado, como quien lee una metamorfosis de los tiempos antiguos; no desee encontrar en ella una fábula zoomórfica al estilo de Ovidio o de Apuleyo; pues entra en una narración que es profundamente humana, angustiosamente vivida, posiblemente la clave más perfecta para entender la radical extrañeza con la que Kafka abordó su existencia y se midió con las rarezas de su tiempo.

JORDI LLOVET

La transformación

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