Prólogo
Poetisa en su juventud, articulista de prensa, crítica literaria, novelista, traductora, conferenciante, dramaturga…, y también autora de relatos, Emilia Pardo Bazán (La Coruña, 1851-Madrid, 1921) es una auténtica mujer de letras, una de las figuras más importantes de la segunda mitad del siglo XIX español. Y, asimismo, una de las menos conocidas. No tanto porque no esté presente en los manuales de Historia de la Literatura, sino más bien porque el lector de hoy asocia su nombre a una rareza dentro de una época, en teoría, gris y mortecina de nuestro país —la Restauración y la Regencia—, y tan ilustre como anquilosada en lo artístico: el Realismo. Por lo general, quien se enfrenta con el panorama de aquella narrativa, destaca dos cumbres: Benito Pérez Galdós y Leopoldo Alas, Clarín, siempre más admirados que leídos. En retaguardia observa una serie de autores —Alarcón, Pereda, Valera, Palacio Valdés— que apenas despiertan el eco de algún título aislado. Y en anaquel aparte, distinta y resistente a la clasificación (a pesar de que los menos piadosos suelen caracterizarla con muy pocas palabras), una mujer: la condesa de Pardo Bazán.
Casi un siglo después de su muerte, y tras el consabido vaivén pendular del olvido, el tiempo va rescatando poco a poco el perfil literario de «Doña Emilia». Si hasta hace unas décadas sólo se la conocía por Los Pazos de Ulloa, en la actualidad se la valora cada vez más por otras novelas antes consideradas «menores», como Insolación o el «Ciclo de Adán y Eva» —Doña Milagros y Memorias de un solterón—, y, sobre todo, por sus cuentos. Mera cuestión de justicia. Y es que sus relatos han resistido bien el paso del tiempo; mejor que algunas de sus novelas y tanto como sus críticas literarias o sus crónicas de opinión y de viajes. No en vano alguien tan poco dado al halago gratuito como Clarín —y mucho menos con ella—, la declaró uno de los pocos autores de cuentos verdaderamente literarios de España. Se calcula que publicó cerca de seiscientos, aunque muchos no se recogieron en libro, y bastantes siguen desperdigados por periódicos y revistas de España e Hispanoamérica, aún sin localizar. Pasados los años, acaso estemos en disposición de acercarnos a ellos con objetividad lectora, una vez acallado el fragor que Pardo Bazán levantó en su tiempo y cuando muchos de los principios que planteó como ideales deseables, en las costumbres y en las mentalidades, forman parte al fin de nuestra realidad cotidiana.
Habría que comenzar diciendo que ya en su época los cuentos de Pardo Bazán eran obras modernas, porque se apoyaban en tres pilares muy sólidos y novedosos. Primero, la narrativa corta francesa, que ella conocía muy bien, cultivada por maestros como Voltaire, Flaubert, Mérimée, Gautier, Villiers de l’Isle Adam, Daudet, Goncourt, Zola, Bourget y, sobre todo, Guy de Maupassant; pero también por «divinidades menores» —Charles Nodier, Eugène Mouton, Charles Barbara, Léon de Tinseau, Armand Silvestre…—, cuyo esprit servía de desengrasante a la tradición hispánica, por lo común enemiga de dinamismos. En segundo lugar, las novelas y relatos rusos —Dostoievski, Gorki, Tolstoi, Turgueniev…—, que Doña Emilia descubrió en sus estancias en París a mediados de la década de 1880 y se encargó de introducir y divulgar en España; obras evocadoras y cargadas de trascendencia espiritual, que dan hondura (y no pocas veces pesimismo) a sus cuentos. Y, por último, su afición a inspirarse en anécdotas reales, muchas veces sacadas de la prensa, que con frecuencia recreaba en sus escenarios de ficción. Con estos mimbres, unidos a un estilo eficaz, conocedor y depurador de los clásicos españoles, durante más de treinta años la coruñesa construyó un corpus cuentístico sin igual en su tiempo y en nuestro país.
Pardo Bazán dejó varias reflexiones sobre el género, bien al hilo de su experiencia personal como escritora de relatos o refiriéndose a otros autores. Subrayaba que, al contrario que la novela, el cuento es hijo, por un lado, de la objetividad y, por otro, de la concentración de recursos. «Ha de ceñirse el cuentista al asunto, encerrar en breve espacio una acción, drama o comedia. Todo elemento extraño le perjudica», escribía en su estudio La literatura francesa moderna. El naturalismo. Y también: «El primor de la factura está en la rapidez con que se narra, en lo exacto y sucinto de la descripción, en lo bien graduado del interés, que desde las primeras líneas ha de despertarse». Para ella el cuento no es un derivado menor de la novela sino algo distinto, que se rige por sus propias reglas; por eso, asegura, existen buenos novelistas —como Zola o Balzac— que no alcanzan excelencia en sus relatos, y escritores como Maupassant, que gracias a su narrativa breve ocupan un lugar de privilegio. En su opinión, el estilo de un cuento no ha de estar lleno de adornos, más bien al contrario; lo importante es: «… su concisión enérgica, su propiedad y valentía, el dar a cada palabra valor propio, y, en un rasgo, evocar los aspectos de la realidad, o herir la sensibilidad en lo vivo».
Guy de Maupassant, con mucha razón, es tal vez el autor contemporáneo de relatos que más admira Doña Emilia. A él, decía, le sienta bien la definición de que: «En Francia el hombre genial es el que dice lo que sabe todo el mundo. Lo que sabe todo el mundo es el dato realista, los aspectos de las distintas capas sociales». Maupassant conoce la realidad no de un modo impostado, libresco, sino por experiencia, y ese saber interiorizado y natural se refleja en su prosa de forma inigualable: «… no aspira a ser pintor, escultor ni músico, sino sólo escritor, que es lo bastante. A veces me recuerda a nuestros novelistas picarescos, tan expertos en vivir y en reflejar lo vivido». Como buena autora realista, la cercanía de la vida es una constante de la obra de la Condesa, a pesar de que también defenderá siempre la validez de lo «novelesco», la imaginación pura, como fuente de inspiración. Así, en el prefacio a sus Cuentos de amor afirmará:
Ambos procedimientos, a mi entender, son igualmente lícitos, como lo es el refundir asuntos ya tratados, o el buscarlos en la tradición y la sabiduría popular o folklore. No hay género más amplio y libre que el cuento; no hay, entre los más insignes, cuentista algo fecundo que no explote todas las canteras y filones, empezando por el de su propia fantasía y siguiendo por los variadísimos que le ofrecen las literaturas antiguas y modernas, escritas y orales.
Ésta es otra de sus características cardinales: su reivindicación de la libertad artística, de la independencia creativa, en suma, que sólo ha de rendir cuentas ante la propia obra. De este modo, y distanciándose tanto de toda una corriente ejemplar y moralizante muy propia de la literatura de aquellos años —máxime si el autor era de sexo femenino—, como del respeto milimétrico a los cánones naturalistas, se permite abordar una gran variedad de temas, y valerse de técnicas en apariencia contradictorias. Eso no impide que a veces, y a pesar de sus afirmaciones, en sus cuentos aparezca una carga ideológica muy clara; raramente, eso sí, en dosis indigestas.
Para Pardo Bazán el relato se parece al poema en un aspecto: ambos brotan de un momento de inspiración, un intenso «chispazo» en el que «… saltan ideas de cuentos con sus líneas y colores, como las estrofas en la mente del poeta lírico, que suele concebir de una vez el pensamiento y su forma métrica». Claro está que para ello —como en el célebre dicho de Edison de que el genio es un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de transpiración— es preciso que ese chispazo se produzca en una sensibilidad no sólo receptiva, sino habituada a convertir esa electricidad en palabras, frases y párrafos… Y, aun así, a veces la fórmula no funciona. Según Doña Emilia: «Cuento original que no se concibe de súbito, no cuaja nunca. Días hay… (…) que no se me ocurre ni un mal asunto de cuento, y horas en que a docenas se presentan a mi imaginación asuntos posibles, y al par siento impaciencia de trasladarlos al papel». La confesión de esta aparente facilidad despertó en su momento maliciosos comentarios de sus colegas; alguno —Ramón Gómez de la Serna— aseguraba que la Condesa tenía un fichero de cuentos, un bargueño donde iba archivándolos con criterio temático, y del que tiraba según le pedían original en revistas y diarios.
En la extensa nómina de relatos de Emilia Pardo Bazán, el lector encontrará una amplia tipología; tan amplia que hay estudiosos a quienes parece molestarles tener que contar siempre con ella para ilustrar algún subgénero. Como hemos visto, Doña Emilia no ponía límites a la hora de elegir temas, pero sí se empeñaba en aclarar que el producto final, la ficción narrativa, no era sino eso, ficción. Nada más y nada menos. A pesar de las apariencias de verosimilitud de sus cuentos, de su crudo realismo, siempre son producto de una elaboración artística, tanto más lograda cuanto más se acerque a la realidad. Porque siempre defendió que la literatura es reflejo de una época y también que, en el fondo: «Por fuerte y viva que supongamos la fantasía de un escritor, jamás llega al límite de la realidad posible. Cuanto pudiésemos fingir, queda muy por bajo de lo verdadero. Llamamos inverosímil a lo inusitado; pero no hay acaecimiento extraño, monstruoso, espeluznante y peregrino que no conozcamos por la realidad». Y es que: «… nunca se puede incorporar a la literatura toda la verdad observada, so pena de ser tildado de extravagante, de escritor descabellado y de bárbaro sin gusto ni delicadeza; y, sin embargo, las mayores osadías y crudezas de la pluma, aunque sea de hierro y la mojemos en ácido sulfúrico, son blandenguerías para lo que escribe en caracteres de fuego la realidad tremenda». La Naturaleza siempre es más despiadada que el Arte.
Conviene tenerlo presente al leer sus relatos, y también que aún hay un paso previo a la tarea artística: la disposición particular de cada escritor para encontrar asuntos o enfoques. Esa sintonía con la vida, según Pardo Bazán, no debe ser nada erudita ni pretenciosa, nada —valga la paradoja en quien era la reina de las paradojas—, nada, digo, literaria, en el sentido más acartonado de la palabra. En sus cuentos es donde se demuestra quizá con mayor claridad otra de sus premisas como escritora: «Siempre doy por cierto que el mundo debe mirarse, no al través de la literatura ni de la plástica, sino en sí, de un modo directo, cual lo ven nuestros humildes y curiosos ojos, y, sin embargo, he de reconocer que nada tan difícil como este modo de ponerse ante el mundo». Al mirarlo, raro es el que no se cala las gafas de sus lecturas previas, de sus lugares comunes… Ciertamente, la mirada abierta, casi infantil, pero sabia y agudísima a la vez, de quien descubre las cosas, curioso y humilde, es algo muy difícil de lograr. Emilia Pardo Bazán escribió esas palabras en un artículo publicado en el verano de 1920. Para entonces estaba próxima a culminar una carrera literaria y vital en la que, sin duda, muchas veces había mirado a su alrededor de esa manera.
La visión del mundo que tiene la Condesa no es optimista. No comparte en absoluto la teoría de que el hombre sea bueno por naturaleza —una de sus bestias negras es Jean-Jacques Rousseau, y uno de sus grandes favoritos, Voltaire— y, en literatura, no cree en paraísos perdidos ni en edades de inocencia. Católica, apostólica y romana confesa, parte de la premisa de que el pecado original y las debilidades humanas desempeñan un papel decisivo en el teatro de la vida, y también, como estudiosa de la escuela naturalista, reconoce la importancia del entorno y la fisiología a la hora de modelar la conducta de los personajes. Pero, asimismo, gracias a una veta lírica y romántica que asoma a veces en ella, está convencida de que la voluntad individual puede llegar a ser más fuerte que todos los condicionamientos. En la trama de sus relatos esa fuerza, en ocasiones, consigue abrir una vía de escape hacia delante —aunque no se dirija a ningún sitio sino hacia la muerte—; otras veces, el peso de lo impuesto —los prejuicios, el deber moral, la injusticia, el machismo, la pura maldad— gana la partida. En cualquier caso, en sus cuentos nunca se traiciona. No se emplean malas artes de literato. En ellos está la realidad vista por una mujer de su tiempo; una mujer que, ante todo, es un buen escritor. Y, como todos los grandes escritores, casi siempre acaba acercándonos a su mundo o, más bien, logrando que el nuestro nos parezca sorprendentemente cercano a él.
Ahí se encuentra la clave de estos relatos, y también la razón de su supervivencia. Así pues, ¿por qué debe leer los cuentos de Pardo Bazán el lector de hoy? En resumen, porque siguen vivos. Porque, más allá de los cambios que hayan traído los tiempos, y de lo lejos que nos parezca que está la España de finales del XIX, en ellos la Condesa consiguió conectar con lo hondo de la experiencia humana, y eso no ha perdido validez. Gracias a ello, y a su excelencia como escritora, los personajes, situaciones, sentimientos y vivencias que laten en estas páginas permanecen vigentes. Siguen hablándonos en nuestro idioma.
* * *
En la selección de cuentos que conforman este volumen, confieso que el criterio dominante ha sido uno, inevitablemente subjetivo: mi propio gusto, guiado por el deseo de escoger lo más significativo y lo que mejor pueda representar el espíritu de su autora. Todo un lujo en estos tiempos, y también una enorme responsabilidad, pues los buenos conocedores de la obra de Doña Emilia acaso habrían realizado otro índice; para gustos se hicieron colores. Pese a ello, y aun reconociendo que no están todos los que son —el grosor del tomo lo habría vuelto más un baúl que un libro—, creo que son todos los que están. Al menos, para dar una idea somera del talento narrativo de Emilia Pardo Bazán aplicado al formato breve.
En estos relatos, si bien hay alguna muestra del género fantástico, como «Corro de sombras», predomina el carácter realista. Ya sea en cuentos de circunstancias, ceñidos a fechas señaladas del calendario, «La Navidad del pavo»,* como policiacos, «La cana»; en los de tema noventayochista, «El caballo blanco», o psicológico, «El clavo»; en los nacidos de la observación de un instante, «Cuesta abajo», como en los que construyen toda una historia, «Por el arte»; en los de misterio, «La turquesa», o en los de objeto, «La cómoda»; en los trágicos, «El alambre», o en los humorísticos, «El salón»; en los de ambiente gallego, «El xeste», madrileño, «Solución», americano anterior a la Conquista, «Dioses», o francés, «Sud-Exprés»; en los históricos, «El cabalgador», o en los intimistas, «Gloriosa viudez»; en los que apenas trascienden el cuadro de costumbres, «Milagro natural», o en los que ejemplifican un principio teórico, «El abanico», en todos ellos vemos a la Emilia Pardo Bazán que prefiere acercarse a la realidad para reconstruirla luego en una dimensión literaria.
La lectura de estos cuentos, además, nos brinda algo no menos interesante: una galería de personajes femeninos muy atractivos. Desde la intrépida mayorazga de Bouzas hasta la orgullosa Leocadia («La argolla») o la ladina Saletita, pasando, entre otras, por las emprendedoras Dolores («Casi artista») y Germana («El mundo»), la desgraciada Águeda, la resignada Domicia («Santi boniti»), la triste Lorenza («Comedia») o la voluntariosa Carmela («La cornada»), Doña Emilia abre un abanico de temperamentos femeninos muy distintos pero con algo en común: la voluntad de pintar a la mujer como un ser humano pleno, liberándola del corsé literario decimonónico que la obligaba a oscilar entre los polos arquetípicos del ángel o el diablo, de santa o de perdida. Sobre todo, la redime del pesadísimo lastre de ente ideal y etéreo al que estaba condenada desde el Romanticismo. Como ella misma dijo en un prólogo en 1917, refiriéndose a otro autor, demuestra en la práctica que: «… la mujer es tan compleja, matizada y facetada como el hombre». Una afirmación que, para la mayoría, hoy resulta obvia, pero que en su época sonaba de lo más subversiva.
Mucho más —y mejor, sin duda— cabría decir sobre los cuentos de la Condesa; pero, siguiendo un consejo suyo como prologuista, prefiero concluir para «… no cansar a la gente, que detesta en general las antesalas y desea pasar cuanto antes al salón». Ella se quejó alguna vez de que escribir un prólogo resultaba con frecuencia una tarea tediosa, que la obligaba a emplear «mil eufemismos y fórmulas retóricas», en su caso para adornar la obra de un escritor casi siempre desconocido. Aunque no nos encontramos en la misma situación, sino todo lo contrario, quizá se me permita acabar precisamente con una sola fórmula retórica: un tópico que popularizó cierto oscarizado director de cine español en su programa televisivo, en el que una tertulia de sesudos cinéfilos revisitaba los clásicos del celuloide. Como él, y sin pizca de ironía, les aseguro que envidio a quienes hoy, por primera vez, se dispongan a leer un cuento de Emilia Pardo Bazán.
EVA ACOSTA
Nota a esta edición
Para los cuentos recopilados en libro por su autora, he seguido las Obras completas de Emilia Pardo Bazán (volúmenes VII, VIII, IX y X) editadas por Darío Villanueva y José Manuel González Herrán en la Biblioteca Castro de la Fundación José Antonio de Castro (Madrid). Para los no recogidos en libro anteriormente, acudo a la edición de los Cuentos completos de Emilia Pardo Bazán (cuatro tomos) realizada por Juan Paredes Núñez y publicada por la Fundación Pedro Barrié de la Maza, conde de Fenosa, A Coruña, excepto en dos casos: «La cola del pan», que aparece en Nuevos cuentos recopilados de Emilia Pardo Bazán, con edición de Juliana Sinovas Maté (Librería Berceo, Burgos), y «El toro negro», que se encuentra en Emilia Pardo Bazán. Periodista de hoy, en edición de Carlos Dorado (Asociación de la Prensa de Madrid).
He realizado algunas modificaciones en la puntuación en aras de la simplicidad, así como la eliminación de laísmos, la corrección de alguna errata y, en algún caso, de desajuste en la composición.
Cuentos
El indulto
De cuantas mujeres enjabonaban ropa en el lavadero público de Marineda, ateridas por el frío cruel de una mañana de marzo, Antonia la asistenta era la más encorvada, la más abatida, la que torcía con menos brío, la que refregaba con mayor desaliento; a veces, interrumpiendo su labor, pasábase el dorso de la mano por los enrojecidos párpados, y las gotas de agua y las burbujas de jabón parecían lágrimas sobre su tez marchita.
Las compañeras de trabajo de Antonia la miraban compasivamente, y de tiempo en tiempo, entre la algarabía de las conversaciones y disputas, se cruzaba un breve diálogo a media voz, entretejido con exclamaciones de asombro, indignación y lástima. Todo el lavadero sabía al dedillo los males de la asistenta, y hallaba en ellos asunto para interminables comentarios; nadie ignoraba que la infeliz, casada con un mozo carnicero, residía, años antes, en compañía de su madre y de su marido, en un barrio extramuros, y que la familia vivía con desahogo gracias al asiduo trabajo de Antonia y a los cuartejos ahorrados por la vieja en su antiguo oficio de revendedora, baratillera y prestamista. Nadie había olvidado tampoco la lúgubre tarde en que la vieja fue asesinada, encontrándose hecha astillas la tapa del arcón donde guardaba sus caudales y ciertos pendientes y brincos de oro; nadie, tampoco, el horror que infundió en el público la nueva de que el ladrón y asesino no era sino el marido de Antonia, según esta misma declaraba, añadiendo que desde tiempo atrás roía al criminal la codicia del dinero de su suegra, con el cual deseaba establecer una tablajería suya propia. Sin embargo el acusado hizo por probar la coartada, valiéndose del testimonio de dos o tres amigotes de taberna, y de tal modo envolvió el asunto que, en vez de ir al palo, salió con veinte años de cadena. No fue tan indulgente la opinión como la ley: además de la declaración de la esposa, había un indicio vehementísimo: la cuchillada que mató a la vieja, cuchillada certera y limpia, asestada de arriba abajo, como la que los matachines dan a los cerdos, con un cuchillo ancho y afiladísimo de cortar carne. Para el pueblo no cabía duda en que el culpable debió subir al cadalso. Y el destino de Antonia comenzó a infundir sagrado terror, cuando fue esparciéndose el rumor de que su marido «se la había jurado» para el día en que saliese del presidio, por acusarle. La desdichada quedaba encinta, y el asesino la dejó avisada de que, a su vuelta, se contase entre los difuntos.
Cuando nació el hijo de Antonia, ésta no pudo criarlo; tal era su debilidad y demacración y la frecuencia de las congojas que desde el crimen la aquejaban; y como no le permitía el estado de su bolsillo pagar ama, las mujeres del barrio que tenían niños de pecho, dieron de mamar por turno a la criatura, que creció enclenque, resintiéndose de todas las angustias de su madre. Un tanto repuesta ya, Antonia se aplicó con ardor al trabajo, y aunque siempre tenían sus mejillas esa azulada palidez que se observa en los enfermos del corazón, recobró su silenciosa actividad, su aire apacible.
«¡Veinte años de cadena! En veinte años —pensaba ella para sus adentros—, él se puede morir o me puedo morir yo, y de aquí allá, falta mucho todavía.» La hipótesis de la muerte natural no la asustaba; pero la espantaba imaginar solamente que volvía su marido. En vano las cariñosas vecinas la consolaban, indicándole la esperanza remota de que el inicuo parricida se arrepintiese, se enmendase, o, como decían ellas, se volviese de mejor idea: meneaba Antonia la cabeza entonces, murmurando sombríamente:
—¿Eso él? ¿De mejor idea? Como no baje Dios del cielo en persona y le saque aquel corazón perro y le ponga otro…
Y, al hablar del criminal, un escalofrío corría por el cuerpo de Antonia.
En fin, veinte años tienen muchos días, y el tiempo aplaca la pena más cruel. Algunas veces figurábasele a Antonia que todo lo ocurrido era un sueño, o que la ancha boca del presidio, que se había tragado al culpable, no lo devolvería jamás; o que aquella ley, que al cabo supo castigar el primer crimen, sabría prevenir el segundo. ¡La ley! Esa entidad moral, de la cual se formaba Antonia un concepto misterioso y confuso, era sin duda fuerza terrible, pero protectora, mano de hierro que la sostendría al borde del abismo. Así es que a sus ilimitados temores se unía una confianza indefinible, fundada sobre todo en el tiempo transcurrido y en el que aún faltaba para cumplirse la condena.
¡Singular enlace el de los acontecimientos! No creería de seguro el rey, cuando, vestido de capitán general y con el pecho cargado de condecoraciones, daba la mano ante el ara a una princesa, que aquel acto solemne costaba amarguras sin cuento a una pobre asistenta, en lejana capital de provincia. Así que Antonia supo que había recaído indulto en su esposo, no pronunció palabra, y la vieron las vecinas sentada en el umbral de la puerta, con las manos cruzadas, la cabeza caída sobre el pecho, mientras el niño, alzando su cara triste de criatura enfermiza, gimoteaba:
—Mi madre… ¡Caliénteme la sopa, por Dios, que tengo hambre!
El coro benévolo y cacareador de las vecinas rodeó a Antonia; algunas se dedicaron a arreglar la comida del niño, otras animaban a la madre del mejor modo que sabían. Era bien tonta en afligirse así. ¡Ave María Purísima! ¡No parece sino que aquel hombrón no tenía más que llegar y matarla! Había gobierno, gracias a Dios, y audiencia, y serenos; se podía acudir a los celadores, al alcalde…
—¡Qué alcalde! —decía ella con hosca mirada y apagado acento. —O al gobernador, o al regente, o al jefe de municipales; había que ir a un abogado, saber lo que dispone la ley…
Una buena moza, casada con un guardia civil, ofreció enviar a su marido para que le metiese un miedo al picarón; otra, resuelta y morena, se brindó a quedarse todas las noches a dormir en casa de la asistenta; en suma, tales y tantas fueron las muestras de interés de la vecindad, que Antonia se resolvió a intentar algo, y sin levantar la sesión, acordose consultar a un jurisperito, a ver qué recetaba.
Cuando Antonia volvió de la consulta, más pálida que de costumbre, de cada tenducho y de cada cuarto bajo salían mujeres en pelo a preguntarle noticias, y se oían exclamaciones de horror. ¡La ley, en vez de protegerla, obligaba a la hija de la víctima a vivir bajo el mismo techo, maritalmente, con el asesino!
—¡Qué leyes, divino Señor de los cielos! ¡Así los bribones que las hacen las aguantaran! —clamaba indignado el coro—. ¿Y no habrá algún remedio, mujer, no habrá algún remedio?
—Dice que nos podemos separar…, después de una cosa que le llaman divorcio.
—¿Y qué es divorcio, mujer?
—Un pleito muy largo.
Todas dejaron caer los brazos con desaliento: los pleitos no se acababan nunca, y peor aún si se acababan, porque los perdía siempre el inocente y el pobre.
—Y para eso —añadió la asistenta— tenía yo que probar antes que mi marido me daba mal trato.
¡Aquí de Dios! ¿Pues aquel tigre no le había matado a la madre? ¿Eso no era mal trato, eh? ¿Y no sabían hasta los gatos que la tenía amenazada con matarla también?
—Pero como nadie lo oyó… Dice el abogado que se quieren pruebas claras…
Se armó una especie de motín; había mujeres determinadas a hacer, decían ellas, una exposición al mismísimo rey, pidiendo contraindulto; y, por turno, dormían en casa de la asistenta, para que la pobre mujer pudiese conciliar el sueño. Afortunadamente, al tercer día llegó la noticia de que el indulto era temporal, y al presidiario aún le quedaban algunos años de arrastrar el grillete. La noche que lo supo Antonia fue la primera en que no se enderezó en la cama, con los ojos desmesuradamente abiertos, pidiendo socorro.
Después de este susto pasó más de un año, y la tranquilidad renació para la asistenta, consagrada a sus humildes quehaceres. Un día el criado de la casa donde estaba asistiendo creyó hacer un favor a aquella mujer pálida, que tenía su marido en presidio, participándole cómo la reina iba a parir, y habría indulto, de fijo.
Fregaba la asistenta los pisos, y al oír tales anuncios soltó el estropajo y, descogiendo las sayas que traía arrolladas a la cintura, salió con paso de autómata, muda y fría como una estatua. A los recados que le enviaban de las casas, respondía que estaba enferma, aunque en realidad sólo experimentaba un anonadamiento general, un no levantársele los brazos a labor alguna. El día del regio parto contó los cañonazos de la salva, cuyo estampido le resonaba dentro del cerebro, y como hubo quien le advirtió que el vástago real era hembra, comenzó a esperar que un varón habría ocasionado más indultos. Además, ¿por qué le había de coger el indulto a su marido? Ya le habían indultado una vez, y su crimen era horrendo; ¡matar a la indefensa vieja que no le hacía daño alguno, todo por unas cuantas tristes monedas de oro! La terrible escena volvía a presentarse ante sus ojos: ¿merecía indulto la fiera que asestó aquella tremenda cuchillada? Antonia recordaba que la herida tenía los labios blancos, y parecíale ver la sangre cuajada al pie del catre.
Se encerró en su casa, y pasaba las horas sentada en una silleta junto al fogón. ¡Bah!, si habían de matarla, mejor era dejarse morir.
Sólo la voz plañidera del niño la sacaba de su ensimismamiento.
—Mi madre, tengo hambre. Mi madre, ¿qué hay en la puerta? ¿Quién viene?
Por último, una hermosa mañana de sol se encogió de hombros y, tomando un lío de ropa sucia, echó a andar camino del lavadero. A las preguntas afectuosas respondía con lentos monosílabos, y sus ojos se posaban con vago extravío en la espuma del jabón que le saltaba al rostro.
¿Quién trajo al lavadero la inesperada nueva, cuando ya Antonia recogía su ropa lavada y torcida e iba a retirarse? ¿Inventola alguien con fin caritativo, o fue uno de esos rumores misteriosos, de ignoto origen, que en vísperas de acontecimientos grandes para los pueblos o los individuos, palpitan y susurran en el aire? Lo cierto es que la pobre Antonia, al oírlo, se llevó instintivamente la mano al corazón y se dejó caer hacia atrás sobre las húmedas piedras del lavadero.
—¿Pero de veras murió? —preguntaban las madrugadoras a las recién llegadas.
—Sí, mujer…
—Yo lo oí en el mercado…
—Yo, en la tienda…
—¿A ti quién te lo dijo?
—A mí, mi marido.
—¿Y a tu marido?
—El asistente del capitán.
—¿Y al asistente?
—Su amo…
Aquí ya la autoridad pareció suficiente, y nadie quiso averiguar más, sino dar por firme y valedera la noticia. ¡Muerto el criminal, en vísperas de indulto, antes de cumplir el plazo de su castigo! Antonia la asistenta alzó la cabeza, y por vez primera se tiñeron sus mejillas de un sano color, y se abrió la fuente de sus lágrimas. Lloraba de gozo, y nadie de los que la miraban se escandalizó. Ella era la indultada; su alegría, justa. Las lágrimas se agolpaban a sus lagrimales, dilatándole el corazón, porque desde el crimen se había quedado cortada, es decir, sin llanto. Ahora respiraba anchamente, libre de su pesadilla. Andaba tanto la mano de la Providencia en lo ocurrido, que a la asistenta no le cruzó por la imaginación que podía ser falsa la nueva.
Aquella noche Antonia se retiró a su casa más tarde que de costumbre, porque fue a buscar a su hijo a la escuela de párvulos y le compró rosquillas de jinete, con otras golosinas que el chico deseaba hacía tiempo, y ambos recorrieron las calles, parándose ante los escaparates, sin ganas de comer, sin pensar más que en beber el aire, en sentir la vida y en volver a tomar posesión de ella.
Tal era el enajenamiento de Antonia que ni reparó en que la puerta de su cuarto bajo no estaba sino entornada. Sin soltar de la mano al niño, entró en la reducida estancia que le servía de sala, cocina y comedor, y retrocedió atónita viendo encendido el candil. Un bulto negro se levantó de la mesa, y el grito que subía a los labios de la asistenta se ahogó en la garganta.
Era él; Antonia, inmóvil, clavada al suelo, no le veía ya, aunque la siniestra imagen se reflejaba en sus dilatadas pupilas. Su cuerpo yerto sufría una parálisis momentánea; sus manos frías soltaron al niño, que aterrado se le cogió a las faldas. El marido habló.
—¡Mal contabas conmigo ahora! —murmuró con acento ronco, pero tranquilo; y al sonido de aquella voz, donde Antonia creía oír vibrar aún las maldiciones y las amenazas de muerte, la pobre mujer, como desencantada, despertó, exhaló un ¡ay! agudísimo, y cogiendo a su hijo en brazos, echó a correr hacia la puerta. El hombre se interpuso.
—¡Eh… chst! ¿Adónde vamos, patrona? —silabeó con su ironía de presidiario—. ¿A alborotar el barrio a estas horas? ¡Quieto aquí todo el mundo!
Las últimas palabras fueron dichas sin que las acompañase ningún ademán agresivo, pero con un tono que heló la sangre de Antonia. Sin embargo, su primer estupor se convertía en fiebre, la fiebre lúcida del instinto de conservación. Una idea rápida cruzó por su mente; ampararse del niño. ¡Su padre no le conocía, pero al fin era su padre! Levantole en alto y le acercó a la luz.
—¿Ése es el chiquillo? —murmuró el presidiario. Y descolgando el candil, llegolo al rostro del chico. Éste guiñaba los ojos, deslumbrado, y ponía las manos delante de la cara como para defenderse de aquel padre desconocido, cuyo nombre oía pronunciar con terror y reprobación universal. Apretábase a su madre, y ésta, nerviosamente, le apretaba también, con el rostro más blanco que la cera.
—¡Qué chiquillo tan feo! —gruñó el padre, colgando de nuevo el candil—. Parece que lo chuparon las brujas.
Antonia, sin soltar al niño, se arrimó a la pared, pues desfallecía. La habitación le daba vueltas alrededor, y veía unas lucecicas azules en el aire.
—A ver, ¿no hay nada de comer aquí? —pronunció el marido.
Antonia sentó al niño en un rincón, en el suelo, y mientras la criatura lloraba de miedo, conteniendo los sollozos, la madre comenzó a dar vueltas por el cuarto y cubrió la mesa con manos temblorosas; sacó pan, una botella de vino, retiró del hogar una cazuela de bacalao, y se esmeraba, sirviendo diligentemente, para aplacar al enemigo con su celo. Sentose el presidiario y empezó a comer con voracidad, menudeando los tragos de vino. Ella permanecía de pie, mirando, fascinada, aquel rostro curtido, afeitado y seco que relucía con ese barniz especial del presidio. Él llenó el vaso una vez más y la convidó.
—No tengo voluntad… —balbució Antonia; y el vino, al reflejo del candil, se le figuraba un coágulo de sangre.
Él lo despachó encogiéndose de hombros, y se puso en el plato más bacalao, que engulló ávidamente, ayudándose con los dedos y mascando grandes cortezas de pan. Su mujer le miraba hartarse, y una esperanza sutil se introducía en su espíritu. Así que comiese, se marcharía sin matarla; ella, después, cerraría a cal y canto la puerta, y si quería matarla entonces, el vecindario estaba despierto y oiría sus gritos. ¡Sólo que, probablemente, le sería imposible a ella gritar! Y carraspeó para afianzar la voz. El marido, apenas se vio saciado de comida, sacó del cinto un cigarro, lo picó con la uña y encendió sosegadamente el pitillo en el candil.
—¡Chst!… ¿Adónde vamos? —gritó, viendo que su mujer hacía un movimiento disimulado hacia la puerta—. Tengamos la fiesta en paz.
—A acostar al pequeño —contestó ella sin saber lo que decía; y refugiose en la habitación contigua, llevando a su hijo en brazos. De seguro que el asesino no entraría allí. ¿Cómo había de tener valor para tanto? Era la habitación en que había cometido el crimen, el cuarto de su madre: pared por medio dormía antes el matrimonio; pero la miseria que siguió a la muerte de la vieja, obligó a Antonia a vender la cama matrimonial y usar la de la difunta. Creyéndose en salvo, empezaba a desnudar al niño, que ahora se atrevía a sollozar más fuerte, apoyado en su seno; pero se abrió la puerta y entró el presidiario.
Antonia le vio echar una mirada oblicua en torno suyo, descalzarse con suma tranquilidad, quitarse la faja y, por último, acostarse en el lecho de la víctima. La asistenta creía soñar; si su marido abriese una navaja, la asustaría menos quizá que mostrando tan horrible sosiego. Él se estiraba y revolvía en las sábanas, apurando la colilla y suspirando de gusto, como hombre cansado que encuentra una cama blanda y limpia.
—¿Y tú? —exclamó dirigiéndose a Antonia—. ¿Qué haces ahí quieta como un poste? ¿No te acuestas?
—Yo…, no tengo sueño —tartamudeó ella, dando diente con diente.
—¿Qué falta hace tener sueño? ¿Si irás a pasar la noche de centinela?
—Ahí…, ahí…, no…, cabemos… Duerme tú… Yo aquí, de cualquier modo…
Él soltó dos o tres palabras gordas.
—¿Me tienes miedo, o asco, o qué rayo es esto? A ver cómo te acuestas, o si no…
Incorporose el marido y, extendiendo las manos, mostró querer saltar de la cama al suelo. Mas ya Antonia, con la docilidad fatalista de la esclava, empezaba a desnudarse. Sus dedos apresurados rompían las cintas, arrancaban violentamente los corchetes, desgarraban las enaguas. En un rincón del cuarto se oían los ahogados sollozos del niño…
Y el niño fue quien, gritando desesperadamente, llamó al amanecer a las vecinas, que encontraron a Antonia en la cama, extendida, como muerta. El médico vino aprisa, y declaró que vivía, y la sangró, y no logró sacarle gota de sangre. Falleció a las veinticuatro horas, de muerte natural, pues no tenía lesión alguna. El niño aseguraba que el hombre que había pasado allí la noche la llamó muchas veces al levantarse y, viendo que no respondía, echó a correr como un loco.
La mayorazga de Bouzas
No pecaré de tan minuciosa y diligente que fije con exactitud el punto donde pasaron estos sucesos. Baste a los aficionados a la topografía novelesca saber que Bouzas lo mismo puede situarse en los límites de la pintoresca región berciana, que hacia las profundidades y quebraduras del Barco de Valdeorras, enclavadas entre la sierra de la Encina y la sierra del Ege. Bouzas, moralmente, pertenece a la Galicia primitiva, la bella, la que hace veinte años estaba todavía por descubrir.
¿Quién no ha visto allí a la Mayorazga? ¿Quién no la conoce desde que era así de chiquita, y empericotada sobre el carro de maíz regresaba a su Pazo solariego en las calurosas tardes del verano? Ya más crecida, solía corretear, cabalgando un rocín en pelo, sin otros arreos que la cabezada de cuerda. Parecía de una pieza con el jaco: para montar se agarraba a las toscas crines o apoyaba la mano derecha en el anca, y de un salto, ¡pim!, arriba. Antes había cortado con su navajilla la vara de avellano o taray, y blandiéndola a las inquietas orejas del facatrús, iba como el viento por los despeñaderos que guarnecen la margen del río Sil.
Cuando la Mayorazga fue mujer hecha y derecha, su padre hizo el viaje a la clásica feria de Monterroso, que convoca a todos los sportsmen rurales, y ferió para la muchacha una yegua muy cuca, de cuatro sobre la marca, vivaracha, torda, recastada de andaluza (como que era hija del semental del Gobierno). Completaba el regalo rico albardón y bocado de plata; pero la Mayorazga, dejándose de chiquitas, encajó a su montura un galápago (pues de sillas inglesas no hay noticia en Bouzas) y, sin necesidad de picador que le enseñase, ni de corneta que le sujetase el muslo, rigió su jaca con destreza y gallardía de centauresa fabulosa.
Sospecho que si llegase a Bouzas impensadamente algún honrado burgués madrileño, y viese a aquella mocetona sola y a caballo por breñas y bosques, diría con sentenciosa gravedad que don Remigio Padornín de las Bouzas criaba a su hija única hecha un marimacho. Y quisiera yo ver el gesto de una institutriz sajona ante las inconveniencias que la Mayorazga se permitía. Cuando le molestaba la sed, apeábase tranquilamente a la puerta de una taberna del camino real, y le servían un tanque de vino puro. A veces se divertía en probar fuerzas con los gañanes y mozos de labranza, y a alguno dobló el pulso o tumbó por tierra. No era desusado que ayudase a cargar el carro de tojo, ni que arase con la mejor yunta de bueyes de su establo. En las siegas, deshojas, romerías y fiestas patronales, bailaba como una peonza con sus propios jornaleros y colonos, sacando a los que prefería, según costumbre de las reinas, y prefiriendo a los mejor formados y más ágiles.
No obstante, primero se verían manchas en el cielo que sombras en la ruda virtud de la Mayorazga. No tenía otro código de moral sino el Catecismo, aprendido en la niñez; pero le bastaba para regular el uso de su salvaje libertad. Católica a machamartillo, oía su misa diaria en verano como en invierno, guiaba por las tardes el rosario, daba cuanta limosna podía. Su democrática familiaridad con los labriegos procedía de un instinto de régimen patriarcal, en que iba envuelta la idea de pertenecer a otra raza superior, y precisamente en la convicción de que aquellas gentes no eran como ella, consistía el toque de la llaneza con que les trataba, hasta el extremo de sentarse a su mesa un día sí y otro también, dando ejemplo de frugalidad, viviendo de caldo de pote y pan de maíz o centeno.
Al padre se le caía la baba con aquella hija activa y resuelta. Él era hombre bonachón y sedentario, que entró a heredar el vínculo de Bouzas por la trágica muerte de su hermano mayor, el cual, en la primera guerra civil, había levantado una partidilla, vagando por el contorno bajo el alias guerrero de Señorito de Padornín, hasta que un día le pilló la tropa y le arrojó al río, después de envainarle tres bayonetas en el cuerpo. Don Remigio, el segundón, hizo como el gato escaldado: nunca quiso abrir un periódico, opinar sobre nada, ni siquiera mezclarse en elecciones. Pasó la vida descuidada y apacible, jugando al tute con el veterinario y el cura.
Frisaría la Mayorazga en los veintidós, cuando su padre notó que se desmejoraba, que tenía oscuras las ojeras y mazados los párpados, que salía menos con la yegua y que se quedaba pensativa sin causa alguna. Hay que casar a la rapaza —discurrió sabiamente el viejo—; y acordándose de cierto hidalgo, antaño muy amigo suyo, Balboa de Fonsagrada, favorecido por la Providencia con numerosa y masculina prole, le dirigió una misiva, proponiéndole un enlace. La respuesta fue que no tardaría en presentarse en las Bouzas el segundón de Balboa, recién licenciado en la facultad de Derecho de Santiago, porque el mayor no podía abandonar la casa y el más joven estaba desposado ya. Y en efecto; de allí a tres semanas —el tiempo que se tardó en hacerle seis mudas de ropa blanca y marcarle doce pañuelos— llegó Camilo Balboa, lindo mozo, afinado por la vida universitaria, algo anemiado por la mala alimentación de las casas de huéspedes y las travesuras de estudiante. A las dos horas de haberse apeado de un flaco jamelgo el señorito de Balboa, la boda quedó tratada.
Físicamente los novios ofrecían extraño contraste, cual si la naturaleza al formarlos hubiese trastrocado las cualidades propias de cada sexo. La Mayorazga, fornida, alta de pechos y de ademán brioso, con carrillos de manzana sanjuanera, dedada de bozo en el labio superior, dientes recios, manos duras, complexión sanguínea y expresión franca y enérgica; Balboa, delgado, pálido, rubio, fino de facciones, bromista, insinuante, nerviosillo, necesitado al parecer de mimo y protección. ¿Fue esta misma disparidad la que encendió en el pecho de la Mayorazga tan violento amor que si la ceremonia nupcial tarda un poco en realizarse, la novia, de fijo, enferma gravemente? ¿O fue sólo que la fruta estaba madura, que Camilo Balboa llegó a tiempo? El caso es que no se ha visto tan rendida mujer desde que hay en el mundo valle de Bouzas.
No enfrió esta ternura la vida conyugal; solamente la encauzó haciéndola serena y firme. La Mayorazga rabiaba por un muñeco, y como el muñeco nunca acababa de venir, la doble corriente de amor confluía en el esposo. Para él los cuidados y monadas, las golosinas y refinamientos, los buenos puros, el café, el cognac traído de la isla de Cuba por los capitanes de barco, la ropa cara, encargada a Lugo. Hecha a vivir con una taza de caldo de legumbres, la Mayorazga andaba pidiendo recetas de dulce a las monjas; capaz de dormir sobre una piedra, compraba pluma de la mejor, y cada mes mullía los colchones y las almohadas del tálamo. Al ver que Camilo se robustecía, y engruesaba, y echaba una hermosa barba castaño oscuro, la Mayorazga sonreía, calculando allá en sus adentros: «Para el tiempo de la vendimia tenemos muñequiño».
Mas el tiempo de la vendimia pasó, y el de la sementera también, y aquel en que florecen los manzanos, y el muñeco no quiso bajar a la tierra a sufrir desazones. En cambio, don Remigio se empeñó en probar mejor vida, y ayudado de un cólico miserere, sin que bastase a su remedio una bala de grueso calibre que le hicieron tragar a fin de que le devanase la enredada madeja de los intestinos, dejó este valle de lágrimas, y a su hija dueña de las Bouzas.
No cogió de nuevas a la Mayorazga el verse al frente de la hacienda, dirigiendo faenas agrícolas, cobranza de rentas y tráfago de la casa. Hacía tiempo que todo corría a su cargo; el padre no se metía en nada; el marido, indolente para los negocios prácticos, no la ayudaba mucho; en cambio tenía cierto factotum, adicto como un perro y exacto como una máquina, en su hermano de leche Amaro, que desempeñaba en las Bouzas uno de esos oficios indefinibles, mixtos de mayordomo y aperador. A pesar de haber mamado una leche misma, en nada se parecían Amaro y la señorita de Bouzas, pues el labriego era desmedrado, flacucho y torvo, acrecentando sus malas trazas el áspero cabello que llevaba en fleco sobre la frente y en greñas a los lados, cual los villanos feudales. A despecho de las intimidades de la niñez, Amaro trataba a la Mayorazga con el respeto más profundo, llamándola siempre señora mi ama.
Poco después de morir don Remigio, los acontecimientos revolucionarios se encresparon de mala manera, y hasta el valle de Bouzas llegó el oleaje, traduciéndose en agitación carlista. Como si el espectro del tío cosido a bayonetazos se le hubiese aparecido al anochecer entre las nieblas del Sil demandando venganza, la Mayorazga sintió hervir en las venas su sangre facciosa, y se dio a conspirar con un celo y brío del todo vendeanos. Otra vez se la encontró por andurriales y montes, al rápido trote de su yegua, luciendo en el pecho un alfiler que por el reverso tenía el retrato de Don Carlos y por el anverso el de Pío IX. Hubo aquello de coser cintos y mochilas, armar cartucheras, recortar corazones de franela colorada para hacer detentes, limpiar fusiles de chispa comidos por el orín, pasarse la tarde en la herrería viendo remendar una tercerola, requisar cuanto jamelgo se encontraba a mano, bordar secretamente el estandarte.
Al principio, Camilo Balboa no quiso asociarse a los trajines en que andaba su mujer, y echándoselas de escéptico, de tibio, de alfonsino prudente, prodigó consejos de retraimiento o lo metió todo a broma, con guasa de estudiante, sentado a la mesa del café, entre el dominó y la copita de cognac. De la noche a la mañana, sin transición, se encendió en entusiasmo, y comenzó a rivalizar con la Mayorazga, reclamando su parte de trabajo, ofreciéndose a recorrer el valle mientras ella, escoltada por Amaro, trepaba a los picos de la sierra. Hízose así, y Camilo tomó tan a pecho el oficio de conspirador, que faltaba de casa días enteros, y por las mañanas solía pedir a la Mayorazga «cuartos para pólvora…», «cuartos para unas escopetas que descubrí en tal o cual sitio…». Volvía con la bolsa huera, afirmando que el armamento quedaba segurito, muy preparado para la hora solemne.
Cierta tarde, después de una comida jeronimil, pues la Mayorazga, por más ocupada que anduviese, no desatendía el estómago de su marido —¡no faltaría otra cosa!—, Camilo se puso la zamarra de terciopelo, mandó ensillar su potro montañés, peludo y vivo como un caballo de las estepas, y se despidió diciendo a medias palabras:
—Voyme donde los Resendes… Si no despachamos pronto, puede dar que me quede a dormir allí… No asustarse si no vuelvo. De aquí al Pazo de Resende aún hay una buena tiradita.
El Pazo de Resende, madriguera de hidalgos cazadores, estaba convertido en una especie de arsenal o maestranza, en que se fabricaban municiones, se desenferruxaban armas blancas y de fuego, y hasta se habilitaban viejos albardones, disfrazándolos de silla de montar. La Mayorazga se hizo cargo del importante objeto de la expedición; con todo, una sombra veló sus pupilas, por ser la primera vez que Camilo dormiría fuera del lecho conyugal desde la boda. Se cercioró de que su marido iba bien abrigado, llevaba las pistolas en el arzón y al cinto un revólver —«por lo que pueda saltar»—, y bajó a despedirle en la portalada misma. Después llamó a Amaro y le mandó arrear las bestias, porque aquella tarde «cumplía» ver al cura de Burón, uno de los organizadores del futuro ejército real.
Sin necesidad de blandir el látigo, hizo la Mayorazga tomar a su yegua animado trote, mientras el rocín de Amaro, rijoso y emberrechinado como una fiera, galopaba delante, a trancos desiguales y furibundos. Ama y escudero callaban; él, taciturno y zaíno más que de costumbre; ella, un poco melancólica, pensando en la noche de soledad. Iban descendiendo un sendero pedregoso, a trechos encharcado por las extravasaciones del Sil —sendero que después, torciendo entre heredades, se dirige como una flecha a la rectoral de Burón—, cuando el rocín de Amaro, enderezando las orejas, pegó tal huida que a poco da con su jinete en el río, y por cima de un grupo de salces, la Mayorazga vio asomar los tricornios de la Guardia Civil.
Nada tenía de alarmante el encuentro, pues todos los guardias de las cercanías eran amigos de la casa de Bouzas, donde hallaban prevenido el jarro de mosto, la cazuela de bacalao con patatas, en caso de necesidad la cama limpia, y siempre la buena acogida y el trato humano; así fue que, al avistar a la Mayorazga el sargento que mandaba el pelotón se descubrió atentamente murmurando:
—Felices tardes nos dé Dios, señorita.
Pero ella, con repentina inspiración, le aisló y acorraló en el recodo del sendero, y muy bajito y con llaneza imperiosa, preguntole:
—¿Adónde van, Piñeiro, diga?
—Señorita, no me descubra, por el alma de su papá que está en la gloria… A Resende, señorita, a Resende… Dicen que hay fábrica de armas y facciosos escondidos, y el diablo y su madre… A veces un hombre obra contra su propio corazón, señorita, por acatar aquello que uno no tiene más remedio que acatar… La Virgen quiera que no haya nada…
—No habrá nada, Piñeiro… Mentiras que se inventan… Ande ya, y Dios se lo pague.
—Señorita, no me descu…
—Ni la tierra lo sabrá. Abur, memorias a la parienta, Piñeiro.
Aún se veía brillar entre los salces el hule de los capotes, y ya la Mayorazga llamaba apresuradamente:
—¿Amaro?
—Señora mi ama.
—Ven, hombre.
—No puedo allegarme… Si llego el caballo a la yegua, tenemos música.
—Pues bájate, papamoscas.
Dejando su jaco atado a un tronco, Amaro se acercó:
—Montas otra vez… Corres más que el aire… Rodea, que no te vean los civiles… A Resende, a avisar al señorito que allá va la Guardia para registrar el Pazo. Que entierren las armas, que escondan la pólvora y los cartuchos… Mi marido, que ataje por la Illosa y que se venga a casa enseguida. ¿Aún no montaste?
Inmóvil, arrugando el entrecejo, rascándose la oreja por junto a la sien, clavando en tierra la vista, Amaro no daba más señales de menearse que si fuese hecho de piedra.
—A ver… contesta… ¿Qué embuchado traes, Amaro? ¿Tú hablas o no hablas, o me largo yo a Resende en persona?
Amaro no alzó los ojos, ni hizo más movimiento que subir la mano de la sien a la frente, revolviendo las guedejas. Pero entre abrió los labios y, dando primero un suspiro, tartamudeó con oscura voz y pronunciación dificultosa:
—Si es por avisar a los señoritos de Resende, un suponer, bueno; voy, que pronto se llega… Si es por el señorito de casa, un suponer, señora mi ama, será excusado… El señorito no va en Resende.
—¿Que no está en Resende mi marido?
—No, señora mi ama, con perdón. En Resende, no, señora.
—Pues, ¿dónde está?
—Estar… Estar, estará donde va cuantos días Dios echa al mundo.
La Mayorazga se tambaleó en su galápago, soltando las riendas de la yegua, que resopló sorprendida y deseosa de correr.
—¿Adónde va todos los días?
—Todos los días.
—Pero, ¿adónde? ¿Adónde? Si no lo vomitas pronto, más te valiera no haber nacido.
—Señora ama… —Amaro hablaba precipitadamente, a borbotones, como sale el agua de una botella puesta boca abajo—. Señora ama…, el señorito… En los Carballos…, quiere decir…, hay una costurera bonita que iba a coser al Pazo de Resende…, ya no va nunca…, el señorito le da dinero…, son ella y una tía carnal, que viven juntas…, andan ella y el señorito por el monte a las veces…, en la feria de Illosa, el señorito le mercó unos aretes de oro…, la trae muy maja… La llaman la flor de la maravilla, porque cuándo se pone a morir, y cuándo aparece sana y buena, cantando y bailando… Estará loca, un suponer…
Oía la Mayorazga sin pestañear. La palidez daba a su cutis moreno tonos arcillosos. Maquinalmente, recogió las riendas y halagó el cuello de la jaca, mientras se mordía el labio inferior como las personas que aguantan y reprimen algún dolor muy vivo. Por último, articuló sorda y tranquilamente:
—Amaro, no mientas.
—Tan cierto como que nos hemos de morir. Aun permita Dios que venga un rayo y me parta si cuento una cosa por otra.
—Bueno, basta. El señorito avisó que hoy dormiría en Resende. ¿Se quedará de noche con…, ésa?
Amaro dijo que sí con una mirada oblicua, y la Mayorazga meditó contados instantes. Su natural resuelto abrevió aquel momento de indecisión y lucha.
—Oye. Tú te largas a Resende a avisar, volando; has de llegar con tiempo para que escondan las armas. Del señorito no dices allí…, ni esto. Vuelves, y me encuentras, una hora antes de romper el día, junto al soto de los Carballos, como se va a la fuente del Raposo. Anda ya.
Amaro silbó a su jaco, sacó del bolsillo la navaja de picar tagarninas y, azuzándole suavemente con ella, salió a galope. Mucho antes que los civiles llegó a Resende, y el sargento Piñeiro tuvo el gusto de no hallar otras armas en el Pazo sino un asador en la cocina y las escopetas de caza de los señoritos, en la sala, arrimadas a un rincón.
Aún no se oían en el bosque esos primeros susurros de follaje y píos de pájaros que anuncian la proximidad del amanecer, cuando Amaro se unía en los Carballos con su ama, ocultándose al punto los dos tras un grupo de robles, a cuyos troncos ataron las cabalgaduras.
En silencio esperarían cosa de hora y media. La luz blanquecina del alba se derramaba por el paisaje, y el sol empezaba a desgarrar el toldo de niebla del río, cuando dos figuras humanas, un hombre joven y apuesto y una mocita esbelta, reidora, fresca como la madrugada y soñolienta todavía, se despidieron tiernamente a poca distancia del robledal. El hombre, que llevaba del diestro un caballo, lo montó y salió al trote largo, como quien tiene prisa. La muchacha, después de seguirle con los ojos, se desperezó y se tocó un pañuelo azul, pues estaba en cabello, con dos largas trenzas colgantes. Por aquellas trenzas la agarró Amaro, tapándole la boca con el pañuelo mismo, mientras decía en voz amenazadora:
—Si chistas, te mato. Aquí llegó la hora de tu muerte. Hala, anda para avante.
Subieron algún tiempo monte arriba; la Mayorazga delante, detrás Amaro, sofocando los chillidos de la muchacha, llevándola en vilo y sujetándole los brazos. A la verdad, la costurerita hacía débil, aunque rabiosa resistencia; su cuerpecillo gentil, pero endeble, no le pesaba nada a Amaro, y únicamente le apretaba las quijadas para que no mordiese y las muñecas para que no arañase. Iba lívida como una difunta, y así que se vio bastante lejos de su casa, entre las carrascas del monte, paró de retorcerse y empezó a implorar misericordia.
Habrían andado cosa de un cuarto de legua y se encontraban en una loma desierta y bravía, limitada por negros peñascales, a cuyos pies rodaba mudamente el Sil. Entonces la Mayorazga se volvió, se detuvo y contempló a su rival un instante. La costurera tenía una de esas caritas finas y menudas que los aldeanos llaman caras de Virgen y parecen modeladas en cera, a la sazón mucho más, a causa de su extrema palidez. No obstante, al caer sobre ella la mirada ofendida de la esposa, los nervios de la muchacha se crisparon y sus pupilas destellaron una chispa de odio triunfante, como si dijesen: «Puedes matarme, pero hace media hora tu marido descansaba en mis brazos». Con aquella chispa sombría se confundió un reflejo de oro, un fulgor que el sol naciente arrancó de la oreja menudita y nacarada: eran los pendientes, obsequio de Camilo Balboa. La Mayorazga preguntó en voz ronca y grave:
—¿Fue mi marido quien te regaló esos aretes?
—Sí —respondieron los ojos de víbora.
—Pues yo te corto las orejas —sentenció la Mayorazga, extendiendo la mano.
Y Amaro, que no era manco ni sordo, sacó su navajilla corta, la abrió con los dientes, la esgrimió… Oyose un aullido largo, pavoroso, de agonía, y sordos gemidos.
—¿La tiro al Sil? —preguntó el hermano de leche, levantando en brazos a la víctima, desmayada y cubierta de sangre.
—No. Déjala ahí ya. Vamos pronto a donde quedaron las caballerías.
—Si mi potro acierta a soltarse y se arrima a la yegua…, la hicimos, señora ama.
Y bajaron por el monte, sin volver la vista atrás.
De la costurera bonita se sabe que no apareció nunca en público sin llevar el pañuelo muy llegado a la cara. De la Mayorazga, que al otro año tuvo muñeco. De Camilo Balboa, que no le jugó más picardías a su mujer, o si se las jugó supo disimularlas hábilmente. Y de la partida aquella que se preparaba en Resende, que sus hazañas no pasaron a la historia.