Ladrones en el foro (Misterios romanos 1)

Caroline Lawrence

Fragmento

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Flavia Gémina resolvió su primer misterio en los idus de marzo del año décimo del emperador Vespasiano.

Siempre se había dado mucha maña para encontrar las cosas que su padre perdía, como su mejor toga, su pluma de ganso e incluso, en una ocasión, la daga de ceremonia. Sin embargo, esta vez se trataba de un verdadero delito, obra de un delincuente de verdad.

Aquella tarde era tranquila y calurosa, pues aún no se había levantado la brisa del mar. Flavia acababa de instalarse junto a la fuente del jardín con una copa
de zumo de melocotón y su rollo favorito.

—¡Flavia! ¡Flavia! —llegó la voz de su padre desde el estudio.

Flavia tomó un sorbo de zumo y recorrió el rollo con el dedo para ver hasta dónde había llegado. Pensó que tenía tiempo de leer una o dos líneas más, ya que el estudio estaba muy cerca del jardín, justo al otro lado de la higuera. La casa, al igual que muchas otras del puerto romano de Ostia, tenía un jardín interior que no se podía ver desde la calle. Desde allí no había más que unos cuantos pasos hasta el comedor, la cocina, la despensa, una pequeña letrina y el estudio.

—¡Flavia!

—¡Ya voy, padre! —gritó la niña, que sabía lo que significaba aquel tono de voz.

Dejó al instante la copa sobre el banco de mármol y puso un guijarro sobre el rollo desplegado para saber dónde se había quedado.

En el estudio, su padre rebuscaba desesperadamente entre los rollos y los pergaminos que había en la mesa de madera de cedro. Aunque Marco Flavio Gémino era muy diestro en el manejo de su nave, en tierra era un despistado incorregible.

—¡Oh, padre! —Flavia trató de disimular su impaciencia—. ¿Qué has perdido ahora?

—¡No he perdido nada! ¡Lo han robado!

—¿Qué? ¿Qué es lo que han robado?

—¡Mi sello! ¡Mi anillo de amatista con el sello! ¡El que me dio tu madre!

—¡Oh! —Flavia se estremeció.

Su madre había muerto de sobreparto años atrás, y ambos la echaban mucho de menos todavía.

Flavia tomó a su padre del brazo para tranquilizarlo.

—No te preocupes, padre. Yo lo encuentro siempre todo, ¿no es así?

—Sí. Sí, es cierto...

Por mucho que se lo dijera con una sonrisa, Flavia se dio cuenta de lo preocupado que estaba.

—¿Dónde lo viste por última vez? —preguntó la niña.

—Aquí mismo, en la mesa. Había dejado estos documentos para que se secaran antes de sellarlos.

El padre de Flavia iba a zarpar hacia Corinto a finales de aquella semana, y tenía la responsabilidad de cumplimentar todos los trámites, en su calidad de armador y capitán de la nave.

—He salido un momento del estudio para ir a la letrina —explicó—. Al volver, el anillo había desaparecido. Mira, aquí están los documentos, la cera y la vela, que todavía está encendida. Pero ¡mi anillo ha desaparecido!

—No ha sido el viento, porque no sopla ni pizca de aire —musitó Flavia con la mirada puesta en la higuera—. Los esclavos están en plena siesta en sus habitaciones. Scuto está dormido bajo el jazmín y ni siquiera ha ladrado. Realmente, es un misterio.

—Es una de las pocas cosas que me quedan de tu madre —murmuró Marco Flavio pasándose con angustia una mano por el cabello—. Además, lo necesito para sellar estos documentos.

—¿Tienes otro sello, padre? —preguntó Flavia, pues se le había ocurrido una idea.

—Sí, aunque apenas lo uso. Quizá mis proveedores no lo reconozcan...

—Pero tiene un grabado de Cástor y Pólux, ¿verdad?

Su padre asintió. Siempre se había relacionado a Cástor y a Pólux, los mitológicos gemelos, con la familia Gémino, conocidos como los Gémini.

—Pues entonces todo el mundo sabrá que es tuyo. ¿Por qué no lo usas para terminar de sellar los documentos, mientras yo trato de encontrar el sello robado?

El rostro del capitán Gémino se dulcificó y miró a su hija con cariño.

—Gracias, mi pequeña lechuza. —La besó en la cabeza—. ¿Qué haría yo sin ti?

Flavia echó un vistazo a su alrededor, mientras su padre iba a buscar el sello en el arcón de su dormitorio. El estudio era una sala pequeña y luminosa, con las paredes enlucidas y pintadas de rojo y amarillo y el suelo de mármol. Por todo mobiliario había una silla de cedro, la mesa que servía de escritorio y una lámpara de pie de bronce. Junto a la mesa se hallaba además un busto del emperador Vespasiano sobre una columna de mármol rosa.

En el estudio había dos puertas: una pequeña y plegable que daba al atrio de la entrada de la casa y, en la pared de enfrente, otra más ancha que daba directamente al jardín. Esta puerta podía cerrarse mediante una pesada cortina.

En ese momento, la cortina estaba descorrida y la luz del jardín caía de lleno sobre la mesa e iluminaba los pergaminos de tal manera que parecía que brillaban. El pequeño tintero de plata, que estaba fijado a la mesa para que no se perdiera, refulgía a la luz del sol. La pluma de ganso plateada también estaba atada a la mesa, mediante una cadenilla de plata, por idéntica razón. Flavia jugueteaba con la cadenilla entre el pulgar y el índice prestando atención solamente al brillante reflejo del sol.

Entonces, sus penetrantes ojos grises se fijaron en algo. En uno de los pergaminos —una lista de provisiones para el barco— había una pequeña mancha negra que no era ni una letra ni un número. Sin tocar nada, Flavia acercó la cara hasta que casi pegó la nariz al pergamino.

No cabía la menor duda. Alguien o algo había tocado la tinta aún fresca y había hecho aquella extraña marca en forma de V. En una inspección más detenida, Flavia distinguió una línea recta entre los dos trazos oblicuos de la V, igual que la letra griega psi: Ψ

Entonces, sintió el ruido de un aleteo en el jardín. Flavia levantó la vista y vio un gran pájaro blanco y negro posado en una rama de la higuera. Era una urraca. El pájaro giró la cabeza y le echó una mirada despierta e inteligente.

Flavia se dio cuenta al instante de que estaba ante el ladrón, pues sabía que a las urracas les encantan las cosas relucientes. El pájaro había pisado el pergamino antes de que la tinta se secara y había dejado su huella, pero la niña tenía que descubrir dónde estaba el nido.

Flavia reaccionó inmediatamente. Necesitaba un señuelo, algo brillante y reluciente. Observó el estudio sin volver la cabeza ni hacer movimientos bruscos. En las estanterías de las paredes había varios rollos, pero eran de pergamino o papiro, y los letreros que colgaban de ellos eran de cuero. Las tablillas de cera de la mesa eran demasiado grandes para que se las llevara el pájaro, y la pequeña lámpara de aceite de bronce, demasiado pesada.

Sólo había una cosa que le serviría para atraer al pájaro. Se llevó despacio las manos al cuello y soltó el cierre de la cadena de plata. Como todo niño romano nacido libre, Flavia llevaba un amuleto especial colgado del cuello. Algún día, cuando se casara, ofrecería su bulla a los dioses de los momentos decisivos, pero ahora iba a aprovechar la cadenilla para otro asunto. Metió la bulla en la faltriquera que llevaba a la cintura y dejó delicadamente la cadenilla donde daba la luz del sol. Relucía tanto que era una tentación…

Flavia salió despacio del estudio y pasó por la puerta plegable a la fresca penumbra del atrio. En cuanto perdió de vista a la urraca, fue sigilosa por el corto pasillo que llevaba hasta el jardín.

Al asomarse, tuvo tiempo de ver cómo la urraca volaba hacia el estudio. Flavia contuvo la respiración y rezó para que su padre no volviese y espantase al pájaro.

Un momento después, la urraca levantó otra vez el vuelo hacia una rama llevando la cadenilla en el pico, como si fuera un brillante gusano. Miró un instante a su alrededor y luego salió volando hacia el sur por encima del tejado rojo, en dirección a la necrópolis.

Flavia atravesó el jardín a todo correr y abrió la portezuela trasera, pero tuvo un momento de vacilación porque sabía que el pesado cerrojo volvería a caer una vez que hubiera salido, y ella se quedaría fuera. En ese caso, ya no tendría ni la protección de su casa ni la de Ostia, pues la vivienda se levantaba en plena muralla de la ciudad.

Además, la puerta daba directamente a la necrópolis, la ciudad de los muertos, con sus numerosas tumbas y sepulcros diseminados entre los árboles, adonde su padre la había advertido que no fuera jamás.

Sin embargo, ella le había prometido que encontraría su anillo, el anillo que le había regalado su madre.

Flavia respiró hondo y salió. La puerta se cerró tras ella y oyó caer el cerrojo. Ya no había vuelta atrás.

Tuvo el tiempo justo de entrever un elegante aleteo blanquinegro, mientras el pájaro se dirigía a un esbelto pino. Flavia corrió veloz y sigilosa procurando dejar siempre el tronco de un gran ciprés entre ella y el ladrón con plumas.

La urraca echó a volar de nuevo y Flavia corrió hacia el pino. Se asomó por detrás y no vio nada ni observó ningún movimiento. La niña se desanimó.

Pero entonces la vio. Algo relumbró en un viejo roble próximo a una gran tumba. Era algo blanquinegro. Era la urraca. Había salido inesperadamente del tronco del roble, igual que reflota un trozo de corcho en un estanque, ¡y no llevaba nada en el pico!

La urraca, muy ufana, se arregló las plumas con el pico, satisfecha sin duda por el botín conseguido aquella tarde. Después saltó a una rama más alta, ladeó por un momento la cabeza y echó a volar hacia el norte, quizá con la intención de averiguar si quedaba algún otro tesoro en la casa de la niña.

Flavia sorteó las tumbas y los árboles y llegó en un instante al viejo roble. La corteza era áspera y le arañaba las manos, pero esa misma aspereza le permitía agarrarse bien, así que trepó sin mayores dificultades.

Cuando llegó al punto donde nacían las ramas, abrió unos ojos como platos al ver el reluciente tesoro de objetos brillantes que había escondido allí. Su cadenilla estaba encima de todo. ¡Y también vio el anillo con el sello de su padre! Metió el anillo y la cadenilla en su faltriquera y formuló una silenciosa plegaria
de acción de gracias a Cástor y a Pólux.

Al escarbar un poco, encontró tres brazaletes de plata y un pendiente de oro. Flavia los metió también en la faltriquera y decidió dejar un puñado de monedas de cobre de escaso valor y unos pendientes que se habían puesto verdes a causa del cardenillo. Luego apartó cautelosamente con las yemas de los dedos unos fragmentos relucientes de cristal de Alejandría. Debajo, al fondo, había otro pendiente que conservaba el brillo dorado y pesaba, puesto que era de oro. Estaba formado por tres cadenillas de oro rematadas en otras tantas perlas y tenía engastada una gran esmeralda. Flavia contempló con admiración aquella belleza antes de guardársela asimismo en la faltriquera.

Tenía que marcharse enseguida antes de que volviera la urraca. Se disponía a descender, cuando un ruido la hizo vacilar. Era un sonido extraño y jadeante.

Miró con aprensión la gran tumba que había a su derecha. Tenía forma de casa, con un pequeño tejado en arco y una puerta. Calculó que podría contener unas veinte urnas funerarias con las cenizas de los difuntos.

No obstante, el jadeo no procedía de la tumba, sino que surgía exactamente de debajo de donde ella se hallaba.

Flavia bajó la vista y el corazón le dio un vuelco. ¡Al pie del árbol había por lo menos media docena de perros salvajes con la mirada hambrienta clavada en ella!

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A Flavia empezaron a temblarle las rodillas y se aferró al árbol con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Tenía que conservar la calma. Tenía que pensar. Otra mirada a los perros salvajes la convenció de que no había más que una salida sensata.

Flavia Gémina se puso a gritar.

Aunque le temblaban las manos, consiguió encaramarse a una rama mientras seguía oyendo los gruñidos y los gañidos de los perros.

—¡Socorro! —gritó—. ¡Que alguien me ayude!

Por toda respuesta oyó el rítmico chirrido de las cigarras en aquella calurosa tarde.

—¡Socorro! —repitió, y, por si alguien la oía y no se le ocurría levantar la vista, añadió—: ¡Estoy en un árbol!

Los perros se habían sentado al pie del tronco, jadeantes, y no le quitaban el ojo de encima. Parecía que sonreían ante la apurada situación de Flavia. Eran siete, casi todos roñosos, flacos y de color pardusco. El jefe era un enorme perro negro de caza —un alano— de ojos malvados y enrojecidos, y hocico peludo y babeante.

«¡Malditos perros!», pensó Flavia para sus adentros. El jefe gruñó, como si le hubiera leído el pensamiento.

De pronto, uno de los perros aulló y se levantó de un brinco, como si le hubiera picado una avispa. A continuación, el jefe gruñó y se retorció de dolor. ¡Le habían dado una pedrada! Flavia vio que volaban más piedras y que daban en el blanco con formidable precisión. Los perros gimotearon, gruñeron y se escabulleron entre los arbustos.

—¡Deprisa! —oyó que le decía una voz—. ¡Baja antes de que vuelvan!

Flavia no lo pensó dos veces. Cerró los ojos y se arrojó al suelo de un salto.

—¡Ay! ¡El tobillo!

Flavia echó a correr, pero sintió un dolor tan agudo en la pierna que casi se desmayó. Un niño de su misma edad salió de detrás de un árbol. La agarró bruscamente por la cintura y tiró de ella.

—¡Vamos! —dijo para animarla, aunque Flavia también vio miedo en sus oscuros ojos—. ¡Deprisa!

El dolor disminuyó un poco, pero no avanzaban con rapidez. A la altura del pino, el niño volvió la vista atrás, se detuvo y echó mano al cinturón.

—¡Trepa al árbol! —le ordenó mientras la empujaba.

El niño sacó la honda y metió la mano en la bolsa de cuero que le colgaba del cinturón. Puso una piedra afilada en la honda, se alejó unos pasos y la volteó a toda velocidad por encima de la cabeza. Flavia se agarró al árbol y cerró los ojos. Oía el zumbido de la honda semejante a una avispa furiosa. Luego el quejido de un perro y una exclamación satisfecha del niño: «¡Te di!»

—¡Vamos! —insistió el chico—. Le he dado al jefe, pero creo que no lo he matado. ¡Seguro que vuelven enseguida a perseguirnos!

Flavia respiró hondo y caminó lo más deprisa que pudo. Los cardos secos le arañaban las piernas y le hacía daño que el niño la agarrara tan fuerte y la llevara medio a empujones, medio en volandas.

De pronto, el niño gritó en una lengua que Flavia nunca había oído.

Estaban cerca de la puerta trasera de la casa de Flavia, pero el niño pasó de largo hacia la derecha.

—¡No! ¡Mi casa está ahí! —protestó ella.

El niño no le hizo caso y volvió a gritar en su áspera lengua. La condujo hasta la puerta trasera de la casa de al lado de la suya. Miró hacia atrás y murmuró en latín algo que Flavia entendió a la perfección y que no era precisamente una palabra educada.

Flavia oyó ladrar a los perros detrás. El niño tiró de ella con más fuerza y Flavia notó que respiraba sofocado. Al acercarse a la puerta, pudo distinguir su superficie rugosa bajo la pintura verde descascarillada. A juzgar por el ruido, tenían a la jauría prácticamente encima. No le habría extrañado sentir el mordisco de unos dientes afilados en la pierna en cualquier momento.

De repente, la puerta verde se abrió de golpe y apareció una persona alta, vestida con una túnica negra, que señaló a los perros con el dedo y murmuró algo en una lengua desconocida.

Al instante, los perros se quedaron clavados donde estaban. Eso dio tiempo a que aquella persona agarrara a los dos niños, los metiera dentro y cerrara de un portazo dando un buen susto a los perros.

Flavia se echó a llorar de alivio. Notó que unos fuertes brazos la sostenían mientras aspiraba el reconfortante olor del áspero tejido de las ropas del hombre.

Entonces, el hocico húmedo de un perro se apoyó en una de sus axilas. Flavia volvió a gritar y dio un respingo. Un bonito perro blanco de ojos pardos la miraba con expresión bonachona mientras meneaba la cola de contento.

—¡Bobas, fuera! ¡Vete, perro malo! —ordenó secamente el hombre de negro.

Bobas no hizo caso y dio a Flavia un largo lametón.

Entonces Flavia empezó a reírse en medio de las lágrimas. Ése debía de ser el perro que había oído ladrar la semana pasada, desde que la misteriosa familia se había mudado a la antigua casa de Festus. Se sorbió los mocos y se limpió la nariz con el brazo. Luego retrocedió para ver bien a su salvador.

—Permíteme que me presente —dijo el hombre con un agradable acento de voz—. Me llamo Mardoqueo ben Ezra y éste es mi hijo Jonatán. —Hizo una ligera reverencia—. La paz sea contigo.

Flavia miró al niño que le había salvado la vida.

Jonatán estaba echado hacia delante y tenía las manos apoyadas en las rodillas y la respiración agitada. La cara era más bien angulosa y el pelo, abundante y rizado. Lo miró, le sonrió y asintió con la cabeza, pero fue incapaz de hablar.

—¡Miriam! —gritó el padre del niño—. ¡Trae enseguida el aceite de orégano! —Y se dirigió a Flavia casi en tono de disculpa—: Mi hijo es un poco asmático.

El padre de Jonatán tenía la nariz aguileña y la barba gris y recortada. Del turbante negro, enrollado alrededor de la cabeza, sobresalían dos largos tirabuzones de pelo gris. Su aspecto era muy curioso, incluso extraño, aunque los ojos, de gruesos párpados, tenían una mirada amable.

Una guapa jovencita de unos trece años llegó corriendo con una pequeña jarra de cerámica. La destapó y la colocó debajo de la nariz de Jonatán.

—Ésta es mi hija Miriam —la presentó Mardoqueo con orgullo—. Miriam, ésta es...

Entonces todos la miraron.

—Flavia. Flavia Gémina, hija de Marco Flavio Gémino, capitán de barco —dijo, y luego añadió—: Vuestro vecino.

—Flavia Gémina, ¿quieres que vayamos al patio a beber algo y nos cuentas por qué te perseguía una jauría de perros furiosos?

—Sí —respondió Flavia, pero al andar dejó escapar un grito de dolor—. ¡El tobillo!

Mardoqueo se agachó y palpó la inflamación del tobillo derecho de Flavia. La niña hizo una mueca de dolor, aunque él tenía los dedos suaves y delicados.

—Ven, soy médico.

Sin darle tiempo para protestar, la levantó y la tomó en sus brazos. Jonatán fue tras ellos respirando un poco mejor, pero sin quitarse el aceite de orégano de debajo de la nariz.

El médico llevó a Flavia al estudio atravesando el frondoso jardín interior. Aunque la casa tenía la misma disposición que la de Flavia, aquélla era otro mundo. Todos los suelos estaban cubiertos de alfombras y cojines multicolores. En el estudio, en vez de una mesa y una silla, había un diván a rayas a lo largo de todas las paredes. Mardoqueo la depositó en ese diván entre varios cojines bordados, que despedían un leve aroma a alguna especia exótica, tal vez canela.

—Miriam, por favor, trae un poco de agua, unas tiras limpias de lino y bálsamo, pero que sea el sirio, no el griego...

—Sí, padre —contestó Miriam, y añadió algo en su extraña lengua.

—Haz el favor de hablar en latín delante de nuestra huésped —la reprendió Mardoqueo amablemente.

—Sí, padre —contestó otra vez Miriam, y salió de la sala.

—Jonatán, ¿quieres preparar un poco de té con menta? —pidió el médico a su hijo.

—Sí, padre —respondió el niño, que cada vez respiraba mejor.

Flavia no salía de su asombro. En el estudio de su padre no había más de tres o cuatro estanterías con rollos. En cambio, allí las paredes por encima del diván tenían las estanterías repletas. Cerca de donde ella se hallaba y sobre un atril de madera labrada, estaba desplegado el rollo más hermoso que Flavia había visto en su vida. Era de pergamino grueso y color crema, con unas extrañas letras negras y rojas. Debajo había una funda de seda ricamente bordada en rojo, azul, dorado y negro.

Mardoqueo advirtió su mirada y se dirigió hacia donde se encontraba el rollo.

—Nosotros somos judíos y éste es nuestro libro sagrado —explicó con suavidad. Se llevó las yemas de los dedos a los labios y tocó el rollo—. La Torah. La estaba leyendo cuando he oído el grito de mi hijo. —La enrolló y la introdujo reverentemente en la funda de seda.

Miriam reapareció con un cántaro y un cuenco y, con gran desconcierto de Flavia, se puso a lavarle los pies. La hermana de Jonatán tenía el pelo oscuro y rizado como su hermano, pero la piel era pálida y los ojos de color violeta tenían una mirada grave. Mientras Miriam le secaba los pies a Flavia, entró Jonatán con cuatro tazas humeantes en una bandeja. Alargó una a Flavia, quien aspiró el aroma de menta y, agradecida, dio un sorbo de aquella fuerte y dulce infusión.

Entretanto, Mardoqueo aplicó un ungüento sobre el tobillo inflamado y empezó a vendarlo con las tiras de lino.

—Cuéntanos qué te ha pasado —le pidió mientras la curaba.

—Pues… yo estaba en el árbol cuando llegaron los perros, y pensaba que no iba a poder salir nunca de allí, pero tu hijo los ahuyentó y... y creo que me salvó la vida. —Flavia sintió otra vez ganas de llorar y dio un largo trago de té con menta.

—¿Puedo preguntar qué estaba haciendo una niña romana de buena familia encaramada a un árbol en medio de una necrópolis? —preguntó Mardoqueo mientras daba un golpecito en el tobillo de Flavia después de enrollar la última tira de lino.

—Estaba buscando el nido de una urraca. ¡Y di con un tesoro! Encontré dos pendientes de oro, tres brazaletes de plata y recuperé mi cadenilla y, por supuesto, lo de mi padre... —Flavia se interrumpió—. ¡Oh, no! ¡Mi padre estará muy preocupado! ¡Seguro que ya ha mandado a Cáudex en mi busca! ¡Tengo que irme a casa ahora mismo! —exclamó dejando la taza en una mesita.

—¡Claro! —sonrió Mardoqueo—. Lo del tobillo no es más que una torcedura. Se curará en un par de días. Jonatán, ¿te has recuperado lo suficiente para acompañar a esta jovencita a la casa de al lado?

—Sí, padre —respondió Jonatán.

Ambos ayudaron a Flavia a levantarse del diván y a cruzar el atrio cojeando. Miriam los seguía. En la puerta de la entrada, Flavia se volvió.

—¡Adiós, y gracias! Siento no haber acabado el té. ¡Estaba delicioso!

—La paz sea contigo —dijeron a una Mardoqueo y Miriam.

Ambos hicieron una leve inclinación mientras Jonatán ayudaba a Flavia a salir por la puerta y recorrer el trayecto hasta su casa.

Flavia levantó la aldaba de bronce de Cástor y Pólux y dio varios golpes secos. Se oyó un ladrido lejano de Scuto y al cabo de un rato, que se hizo interminable, se abrió la mirilla y aparecieron los ojos legañosos de Cáudex. El adormilado portero tardó un buen rato en descorrer el cerrojo y abrir la puerta.

—¡Padre! ¡Padre! —gritó Flavia. Jonatán la siguió con curiosidad, mientras Flavia dejaba atrás a Cáudex y al perro—. ¿Dónde estás, padre? —gritó.

—Aquí, en el estudio, cariño. —La voz de su padre no demostraba gran preocupación.

—¡Padre! ¡Ya estoy en casa! ¡He encontrado el anillo y estoy sana y salva! —Pasó por la puerta plegable y se acercó a su padre por detrás.

Marco estaba inclinado sobre la mesa y echaba cera sobre un documento con mucho cuidado.

—¿Por qué no habrías de estarlo? —preguntó, distraído, mientras hundía un sello en la cera caliente.

—¡Padre!

Marco se volvió y dio un respingo.

—¡Por las barbas de Neptuno! —gritó—. ¿Qué te ha pasado? ¡Mírate! Tienes arañazos en los brazos, el pelo lleno de abrojos, la túnica sucia y con desgarrones y... ¡el tobillo vendado! ¿Qué ha pasado? ¿Y quién es ese niño, si puede saberse? —preguntó, mirando receloso a Jonatán.