Cometas en el cielo

Khaled Hosseini

Fragmento

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Prólogo a la edición del 20 aniversario

Un libro nunca es tan de su autor como cuando aún vive en su imaginación. En 2001 me pasé casi todo el año levantándome a las cuatro y media de la madrugada, antes del amanecer, para poder estar tres horas a solas con Amir, Hassan, Baba y el resto de las almas que pueblan Cometas en el cielo. Todavía ejercía de médico, así que luego me duchaba, me vestía y me iba en coche al hospital para lidiar con corazones enfermos, articulaciones doloridas y tiroides dormidas. Auscultaba pulmones sibilantes e inyectaba cortisona en hombros inmovilizados, pero Amir nunca andaba muy lejos. Estaba siempre, a todas horas, con un pie en su mundo y él con uno en el mío.

Conocía a fondo el mundo de Amir. Crecimos juntos en el mismo barrio de Kabul, Wazir Akbar Khan, y cursamos la primaria en el mismo colegio. De niños, ambos hacíamos volar cometas, escribíamos cuentos y veíamos películas del Oeste. Compartíamos los privilegios de la clase media alta, a la que ambos pertenecíamos, y tuvimos la suerte de vivir nuestros años formativos en los setenta, en las postrimerías de una etapa que para Afganistán estuvo marcada por la paz y la estabilidad, una época más inocente que forma parte del pasado. Tuvimos la suerte de pisar un suelo que aún no estaba impregnado de la sangre de los hijos e hijas de Afganistán.

En el silencio y la penumbra de esas madrugadas, encorvado en la mesa de la cocina, sentía el relato de Amir como algo completamente mío. Mi vínculo con él tenía una intimidad emocionante. Amir y Baba se convirtieron en secretos deliciosos, y me hice la ilusión de que todas las personas de mi entorno tenían una sola vida, mientras que yo disfrutaba de muchas a la vez. Ocurre, sin embargo, que, a partir del momento en que un libro pasa de las manos de su creador a los estantes de las librerías, ese vínculo con los personajes deja de ser exclusivo, y Amir y compañía, después de salir al ancho mundo, establecieron lazos con otras personas, convirtiéndose en el centro de una rueda con muchos radios, el primero de los cuales había sido yo. A cada lector le hablaban en voz baja en un idioma propio, intransferible, como lo habían hecho conmigo; plantaban sus tiendas en el pensamiento de desconocidos que vivían en otros continentes, y ya no eran sólo de mi propiedad.

Me dejó alucinado que plantaran tantas tiendas en tantos países y que dieran a conocer su historia en tantos idiomas, escenarios y pantallas de cine. De hecho, sigo igual de alucinado. Aunque Cometas en el cielo haya acabado siendo uno de esos éxitos que superan cualquier expectativa, la verdad, por decirlo suavemente, es que no fue nada fácil publicarlo. Yo era un escritor a tiempo parcial, desconocido y sin antecedentes literarios; el libro, por su parte, era oscuro, pero oscuro de verdad. Durante gran parte de la historia el protagonista se mostraba cobarde, egocéntrico, codicioso, dependiente, deshonesto, poco ético y exasperante, mientras que a los personajes que sí eran nobles, honestos y justos les pasaban auténticas desgracias. El viaje de Amir, largo y desgarrador, se cerraba con una nota de esperanza, pero era sólo eso, una nota. Distaba mucho de ser la fórmula ideal para un superventas.

El manuscrito fue rechazado sin contemplaciones por más de treinta agencias literarias, casi ninguna de las cuales fue más allá de la manida fórmula de «gracias, pero no se ajusta a nuestra línea». A mí no sólo no me sorprendieron los rechazos, sino que me jacto un poco de haberlos encajado con elegancia. Hubo uno que me dolió, pero por razones inesperadas: en una agencia leyeron los capítulos que les mandé, y les gustaron; la carta que me enviaron parecía prometedora, pero acababan diciendo que preferían no representarme porque tenían la sensación de que el público estadounidense se había cansado de Afganistán, y ahora lo que buscaban eran historias sobre Irak. Estoy hablando de junio de 2002, apenas nueve meses después de que el ejército estadounidense y los muyahidines afganos derrocasen a los talibanes. La carta me sentó como un jarro de agua fría, y no sólo por lo que daba a entender sobre el punto de vista y las prioridades de Estados Unidos, sino porque dejaba bastante claro que Afganistán estaba destinado de nuevo al olvido. Fue una revelación inquietante, y un mal presagio sobre lo que le esperaba a mi tierra natal. Más adelante seguiremos hablando sobre Afganistán.

En el mismo mes de junio, un día después de recibir aquella carta, cuando volvía a mi despacho tras atender a un paciente, vi que parpadeaba la luz del contestador. Era un mensaje de una tal Elaine Koster, que llamaba desde Nueva York, y se podría resumir así: «He leído tu manuscrito, y tienes que permitirme que te represente. Tu libro será un gran éxito. Llámame.» Calculo que escuché al menos doce veces el mensaje antes de llamarla y decir que aceptaba. Elaine, que por desgracia falleció en 2010, era una mujer de armas tomar. Había sido directora general y editora de Dutton, donde había colaborado con escritoras de la talla de Joyce Carol Oates y Toni Morrison, y en los años setenta había contribuido a impulsar la carrera de Stephen King comprando los derechos de Carrie cuando trabajaba de editora en la New American Library. Era un compendio de todas las virtudes del agente literario: lealtad, dedicación, gran atención a los detalles y un toque casi maternal de protección hacia mí y mis intereses. Fue una figura esencial en mi trayectoria, y casi seguro que sin ella no existiría Cometas en el cielo.

En septiembre de ese mismo año Elaine ya había vendido el manuscrito a Riverhead Books, que dirigía Susan Petersen Kennedy, otra figura decisiva a la que le debo mucho. En Riverhead tuve la suerte de trabajar con una editora tan respetada como Cindy Spiegel, que había editado libros de Anne Lamott y Chang-Rae Lee. Cindy, que tenía una gran perspicacia para los detalles, me dio consejos directos pero constructivos, lo cual no significa que nunca discrepásemos: yo a veces no daba mi brazo a torcer, pero otras sí, vencido por sus convincentes argumentos. Me acuerdo como si fuera hoy de algunos encontronazos amistosos, el más sonado de los cuales giró en torno a la muerte de un personaje importante al final de la novela. (Quien la haya leído sabrá a quién me refiero.) En esa ocasión cedí y me alegro de haberlo hecho.

Cuando sólo faltaban dos semanas para la entrega del manuscrito a Riverhead, con su corrección y revisión definitivas, pasó algo catastrófico. Un día, al volver a casa del trabajo, descubrí con horror que había desaparecido toda la parte central de la novela. Situémonos un poco: acababa de empezar el nuevo siglo y yo usaba un viejo ordenador Mac, con disquetes. Se habían «corrompido » los archivos y no había manera de acceder a ellos. Mi texto se había esfumado. Siempre me acordaré del pánico que me invadió, de cómo el corazón me golpeaba en el pecho y del sudor frío que bañó bruscamente mi cuerpo. Me dejé caer en el sofá, sumido en una mezcla de consternación e incredulidad. ¿Cómo iba a poder reescribir una tercera parte de la novela en menos de dos semanas, a la vez que seguía trabajando a jornada completa como médico? ¿Cómo iba a decírselo a Elaine y a Cindy?

Durante las dos semanas siguientes, cada vez que volvía a casa de la clínica, después de pasar una hora con mi hija Haris — que entonces era muy pequeña— , me sentaba a escribir tratando de reconstruir lo perdido. Escribía sin descanso hasta las dos de la madrugada, parando sólo para picar algo. Luego dormía mal, hasta las seis como mucho, y escribía otras dos horas antes de coger el coche e ir a la clínica a atender a mis pacientes. Fueron dos semanas intensas, agotadoras y terroríficas, aunque tenían algo de emocionante, como el equivalente literario de pasearse por la cuerda floja sin red. Nunca he vuelto a vivir nada parecido (por suerte).

Al final el fallo técnico que me robó un tercio del libro acabó siendo providencial. Lo cierto es que ni a Cindy ni a mí nos entusiasmaba la parte central del libro. Faltaba algo. En esa primera encarnación Amir estaba casado con una mujer del Medio Oeste que se llamaba Suzie, y su vida en Estados Unidos se parecía muy poco a la que conocen los lectores. La desgracia del disquete me dio la oportunidad de reformular la parte «americana » de la vida de Amir. Fue en esas dos semanas cuando nacieron sus peripecias en el mercadillo, basadas en mis recuerdos de principios de los años ochenta, cuando trabajaba con mi padre en el bazar de San José vendiendo viejas máquinas de coser y raquetas de tenis de madera junto a otros afganos, a muchos de los cuales conocíamos de antes, de la época en la que vivíamos en nuestro país. Fue durante esas dos semanas febriles cuando nacieron Soraya, el temible general Taheri y su mujer Jamila, que modificaron de raíz el panorama vital de Amir. El libro se volvió más profundo y se llenó de resonancias; de hecho, esas partes creadas a toda prisa contienen algunos de mis pasajes favoritos, como el momento en que Baba, devorado por el cáncer, anda cojeando hacia una casa para pedir la mano de Soraya de parte de Amir, como «un último deber paternal». Reconozco que algunas de esas escenas las escribí con los ojos empañados.

En marzo de 2003, tres meses antes de la publicación de Cometas en el cielo, volví a Afganistán por primera vez en veintisiete años. Me había ido de Kabul con once años. Volvía con treinta y ocho, y con dos hijos. Dice el aforismo que el arte imita a la vida, pero mi sensación fue la contraria: caminando por las calles de Kabul revivía recuerdos paralelos, los míos y los que había creado para evocar el regreso de Amir, ya adulto, a la ciudad. Allí estaba la colina a la que subíamos mi hermano y yo para mirar cómo despegaban los aviones a lo lejos, en el aeropuerto de Kabul, pero al mismo tiempo recordé que era en esa colina donde se leían, grabadas en el tronco de un granado, las palabras «Amir y Hassan, sultanes de Kabul». Allí estaba el estadio al que me llevó una vez mi padre para ver un partido de Buzkashi, el mismo donde Amir vio cómo los talibanes ejecutaban a una pareja de adúlteros. Al igual que a Amir, me invadió el sentimiento de culpa de quien sobrevive y la corrosiva sensación de ser un turista en mi país natal. Compartí con él esa tristeza profunda ante la visión de los escombros, los árboles muertos, los bloques de viviendas sin techo, y contemplé el amasijo de edificios llenos de agujeros de bala — o arrasados— en el que se habían convertido barrios enteros que antes habían sido prósperos. Me vinieron a la cabeza, como a Amir, las palabras «esplendor caído», y fue una de las experiencias más emotivas y surrealistas de mi vida.

En junio del mismo año se publicó Cometas en el cielo, que fue acogido con buenas críticas, aunque con ventas — a pesar de una elogiosa frase de sobrecubierta que tuvo la bondad de aportar la gran Isabel Allende, a quien Dios bendiga siempre— , por decirlo con benevolencia, modestas. Emprendí una gira de promoción por todo el país que tuvo mucho de cura de humildad, y que me hizo albergar dudas sobre el porvenir del libro. Mi público, en las librerías, era casi inexistente. Toqué fondo en Nuevo México, en una librería muy grande donde ochenta sillas vacías se burlaban de mí en medio de un silencio fúnebre. Vinieron tres personas, entre ellas una mujer mayor con andador que se levantó cuando yo aún estaba leyendo pasajes de mi libro y que se dirigió a la salida con una lentitud glacial, pasando por delante del estrado. Mis oídos nunca olvidarán el clic clac del andador. Cuando se acabó la lectura (¡menos mal!), la cara de compasión del dueño del establecimiento lo decía todo.

El momento culminante de la gira, por decirlo de algún modo, tuvo lugar en Fremont, la misma ciudad a la que emigraron Baba y Amir, y donde se concentra la comunidad afgana del norte de California. La presentación se hizo en un centro cívico, en una sala grande y llena a rebosar de otros afganos. La velada acabó siendo un microcosmos de todas las reacciones que definirían la relación de la comunidad afgana con Cometas en el cielo y con mi persona. La mayoría de los asistentes expresaron claramente su apoyo y se mostraron orgullosos de que yo fuera el primer estadounidense de origen afgano que publicaba una novela para el gran público. En las páginas del libro asistían a sus propias vidas, y estaban agradecidos porque consideraban que la novela era una especie de antídoto contra la representación monocromática de Afganistán, que en los medios de comunicación aparecía como un país lleno de cuevas y de hombres violentos con barba.

Hubo, sin embargo, una parte del público, nada desdeñable, que manifestó una acritud sin paliativos. Percibí una rabia comprensible, e incluso llegué a temer un poco por mi integridad. El abanico de acusaciones que lanzaron contra mí era de lo más interesante: desde quienes me consideraban un aprovechado que se llenaba los bolsillos a costa del sufrimiento de los afganos hasta quienes me veían como un fanático resentido contra la etnia pastún, pasando por quienes sospechaban que yo era un colaborador de la CIA que había escrito el libro en apoyo de la política exterior de George W. Bush. Una mujer se levantó para insistir en que la única manera de «expiar este pecado» era donando a Afganistán hasta el último céntimo que ganara con el libro. Lo que más ampollas levantaba, por lo general, era la representación que se hacía en el libro de los conflictos étnicos en Afganistán.

Lo más interesante, sin embargo, es que, en el fondo, ni los críticos más severos pusieron en duda la veracidad de lo que había escrito. No había nadie en la sala que no estuviera al corriente de la historia, por lo demás tan bien documentada, de la desigualdad étnica en Afganistán, especialmente respecto a los hazaras, una minoría compuesta sobre todo por musulmanes chiitas que ha sufrido una larga historia de opresión, persecución, desprecio y obstáculos para ingresar en lo más alto del escalafón social afgano. Entre los afganos es algo tan sabido que raya en lo banal. De lo que se me acusaba era más bien de «mostrar los trapos sucios», en el sentido de que no había ninguna necesidad de enseñarle al mundo los aspectos negativos de la vida afgana. Huelga decir que nunca ha sido ésa mi intención. No soy ningún provocador. Mi propósito, al escribir el libro, fue retratar Afganistán en toda su complejidad, con sus ricas tradiciones, su alma nacional llena de poesía y su hermosura, pero también con las dinámicas, duras y complejas, que siguen minando aspectos esenciales de la vida afgana. Si hubiera soslayado lo segundo les habría hecho un flaco favor a mis lectores, además de traicionarme a mí mismo como escritor. En el fondo, lo que querían quienes reclamaban mi cabeza era una especie de panfleto que mostrase a Afganistán como un país orgulloso y habitado por gentes orgullosas, protagonistas de gestas heroicas, algo que a mí, como es natural, no me interesaba. El cometido del novelista no es tranquilizar, exaltar ni blanquear, sino remover ideas incómodas, sondear lo que nos quita el sueño, explorar líneas de falla dolorosas y sacar de lo más hondo el perdón y la esperanza.

En 2003, al final de mis dos semanas de gira de promoción del libro, volví a la clínica con mis pacientes y a una vida más o menos normal. Durante algo más de un año no hubo grandes sobresaltos. Por esas fechas nació mi segunda hija, Farah. Cometas en el cielo no estaba haciendo mucho ruido y, a pesar de que seguía sintiéndome profundamente orgulloso del libro, ya me había resignado a que no dejara de ser uno más entre tantos. Volvía a ser marido, padre y médico.

En otoño de 2004, un par de meses después de que saliera en Estados Unidos la edición de bolsillo, empezaron a pasar cosas raras. Entraba en las cafeterías de mi barrio y veía a gente leyendo el libro. Empecé a recibir invitaciones de todo el país para hablar en bibliotecas, universidades y programas de lectura. Una vez, en un avión, me senté al lado de una mujer de mediana edad que estaba leyendo la edición de bolsillo y a la que se le saltaban las lágrimas. Me pasó por la cabeza presentarme, pero al final prevaleció mi innata tendencia a la discreción.

Las cartas que me han ido llegando en los últimos veinte años me han permitido formarme una idea bastante sólida de por qué se ha hecho tan popular Cometas en el cielo. La historia de un niño que siente que no encaja, y que anhela el amor de su padre, es universal. Amir tiene defectos muy profundos. Puede ser exasperante, y a veces su cobardía y su hipocresía lindan con lo atroz, pero creo que en ningún momento deja de ser reconociblemente humano. Va por el mundo con una conciencia clara y dolorosa de sus defectos y fracasos, que lo persiguen a lo largo de su adolescencia y de su vida adulta. Sabe que allí delante, en algún sitio, hay una versión más noble de él, pero ese lugar queda muy lejos, al final de un camino sembrado de peligros, y sólo podrá alcanzarlo haciendo acopio de valor, ese mismo valor que tan desastrosamente le faltó de niño. Por mucha aversión que nos despierten sus actos, siempre nos sentimos inclinados a apoyarlo. Quizá sea porque vemos reflejados en él fragmentos de nosotros mismos: todos sabemos que nos quedamos cortos, y todos queremos encarnarnos en ese yo más noble. Cometas en el cielo entró en la lista de libros más vendidos en The New York Times en septiembre de 2004, a los quince meses de su publicación, y estuvo un tiempo increíblemente largo sin moverse de ella.

Este cambio hizo maravillas en mi trayectoria de escritor, pero al mismo tiempo introdujo complicaciones imprevistas en mi trabajo como médico. Tenía entre veinte y treinta minutos por paciente, y me di cuenta de que estaba destinando una parte bastante desproporcionada de ese tiempo a contestar preguntas sobre Amir y Hassan, y a dedicar ejemplares de Cometas en el cielo, en lugar de concentrarme en tratar edemas de tobillo o inflamaciones del nervio ciático. Llegué a la conclusión de que debía elegir, máxime cuando ya estaba trabajando en mi segunda novela, Mil soles espléndidos, y se acercaba la fecha de entrega. En diciembre de 2004 me despedí de la medicina para dedicarme a la escritura.

Después de todos estos años estoy profundamente agradecido por los efectos que Cometas en el cielo ha tenido en mi vida. Me ha permitido ganarme un sueldo haciendo algo que siempre me había gustado: escribir. La profesión de médico me merece el mayor de los respetos, y fue un honor que mis pacientes pusieran en mis manos su salud y su bienestar, pero nunca fue mi verdadera vocación. Mi primer amor, mi novia del instituto, fue la escritura, y vivir de lo que te apasiona es un privilegio apabullante.

Lo que más agradezco, sin embargo, es que Cometas en el cielo ha hecho posible que lectores de todo el mundo vieran Afganistán de un modo distinto, al brindar a quienes no conocían el país una perspectiva más humana, matizada y diversa. Las historias sobre Afganistán habían girado durante mucho tiempo alrededor de la guerra, el desplazamiento, el hambre, el extremismo y los abusos contra las mujeres y las niñas. Muchas de estas historias, por desgracia, mantienen su vigencia, pero no son las únicas verdades acerca del país. Para mí siempre es una alegría recibir cartas de lectores de Italia, India, Israel, Reino Unido, Brasil y otras zonas que explican su descubrimiento de Afganistán, de su rica historia, de su excepcional belleza y del alma humilde y poética de sus gentes, que tantas penurias pasan, demasiadas.

Cometas en el cielo también me dio la oportunidad de poner en marcha, en 2008, una fundación que ayuda a las mujeres y a los niños afganos a tener acceso a la educación, la sanidad y las posibilidades económicas. Estoy orgulloso de los logros que hasta hoy ha acumulado la fundación: hemos dado refugio a más de tres mil personas, hemos sufragado la educación de miles de niños, en su mayoría niñas, hemos participado en programas de alfabetización femenina, hemos aplicado programas de educación en la primera infancia para evitar la explotación infantil y hemos financiado centros de maternidad para ayudar a paliar la mortalidad materna, un auténtico azote en Afganistán. Gracias a Cometas en el cielo, ACNUR, el organismo de la ONU que se ocupa de los refugiados y los desplazados, me invitó en 2006 a ejercer como embajador de buena voluntad. He tenido el privilegio de visitar refugios en lugares tan diversos como Chad, Uganda, Jordania, Irak, Sicilia y Líbano, y de sentarme con familias que han visto brutalmente trastocadas sus vidas por la persecución y la guerra. Como antiguo asilado, ha sido un honor salir en defensa de los refugiados y presionar a favor de que la comunidad internacional preste apoyo económico a programas de protección de la vida y a políticas más compasivas.

Uno de los sitios que he visitado varias veces con ACNUR ha sido, por supuesto, Afganistán. A este respecto, conviene señalar que cuando empecé a escribir Cometas en el cielo en forma de relato corto, en primavera de 1999, el régimen talibán controlaba casi todo el país, y ahora que escribo este prólogo, en 2023, para conmemorar los veinte años de la publicación del libro, mi tierra natal vuelve a estar gobernada por los talibanes. Es como un círculo trágico. Menos de dos años después de que se vieran en los televisores de todo el mundo las horrendas imágenes de la frenética retirada estadounidense del aeropuerto de Kabul, la economía afgana se encuentra al borde del precipicio. Más de veinte millones de afganos sufren inseguridad alimentaria y viven en la miseria. Del sistema de salud afgano poco queda en pie. Se ha disparado el desempleo, millones de personas han tenido que abandonar sus hogares, y la COVID-19 y el cambio climático no han hecho más que agravar la conflictiva situación del país.

Entretanto, los talibanes, fieles a su promesa, han vuelto a despojar a las mujeres de derechos tan esenciales como trabajar, viajar e ir a la escuela. El veto a su presencia en las ONG no sólo constituye una violación de la dignidad de las mujeres, sino que en los próximos años tendrá repercusiones desastrosas en la sanidad pública del país. Todas estas noticias provocan una deprimente sensación de déjà vu. Aunque las cámaras ya no estén enfocadas en Afganistán y el centro de interés mundial se haya desplazado a otras regiones — sobre todo al terrible conflicto en Ucrania— , es de vital importancia que los afganos de a pie, y en especial las mujeres y las niñas, que una vez más se llevarán la peor parte de los draconianos edictos talibanes, no caigan en el olvido. La comunidad internacional debe intervenir y tomar las medidas necesarias para paliar esta crisis humanitaria que no deja de agravarse. Ya han sufrido bastante los afganos.

Para acabar, deseo dar las gracias a quienes me han tendido la mano en estos últimos veinte años de camino, empezando, claro está, por mi familia, sin cuyo respaldo no podría haber llevado a cabo ni una ínfima parte de todo lo que he tenido el privilegio de hacer. Quiero expresar mi más profunda gratitud a los agentes y editores de todo el mundo, cuyos consejos y conocimientos me han alimentado durante estos últimos veinte años. Gracias también a los innumerables bibliotecarios y libreros que lucharon con tesón por esta novela cuando pocos la leían. Y gracias sobre todo a los lectores: gracias por haberles abierto los brazos a Amir, a Hassan y al resto de los personajes, y por el sinfín de cartas en las que, año tras año, me habéis revelado cómo os interpelaban todos ellos y cómo os ayudaban a modificar vuestra visión de Afganistán y de sus gentes. Como decimos en darí: Tashakor! Os deseo muchos años de alegría, paz y felices lecturas.

KHALED HOSSEINI,

marzo de 2023

Este libro está dedicado a Haris y Farah, noor de mis ojos,
y a los niños de Afganistán.

1

Diciembre de 2001

Me convertí en lo que hoy soy a los doce años. Era un frío y encapotado día de invierno de 1975. Recuerdo el momento exacto: estaba agazapado detrás de una pared de adobe desmoronada, observando a hurtadillas el callejón próximo al riachuelo helado. De eso hace muchos años, pero con el tiempo he descubierto que lo que dicen del pasado, que es posible enterrarlo, no es cierto. Porque el pasado se abre paso a zarpazos. Ahora que lo recuerdo, me doy cuenta de que llevo los últimos veintiséis años observando a hurtadillas ese callejón desierto.

Mi amigo Rahim Kan me llamó desde Pakistán un día del verano pasado para pedirme que fuera a verlo. De pie en la cocina, con el auricular pegado al oído, yo sabía que no era sólo Rahim Kan quien estaba al otro lado de la línea. Era mi pasado de pecados no expiados. En cuanto colgué, salí a dar un paseo por Spreckels Lake, en la zona norte de Golden Gate Park. El sol de primera hora de la tarde centelleaba en el agua, donde docenas de barcos diminutos navegaban empujados por una brisa vivificante. Levanté la vista y vi un par de cometas rojas con largas colas azules que se elevaban hacia el cielo. Bailaban por encima de los árboles del extremo oeste del parque, por encima de los molinos de viento. Flotaban la una junto a la otra, como un par de ojos que observaran San Francisco, la ciudad que ahora denomino «hogar». De repente, la voz de Hassan me susurró al oído: «Por ti lo haría mil veces más.» Hassan, el volador de cometas de labio leporino.

Me senté junto a un sauce en un banco del parque y pensé en lo que me había dicho Rahim Kan justo antes de colgar, como si se tratara de una ocurrencia de última hora. «Hay una forma de volver a ser bueno.» Alcé de nuevo la vista en dirección a las cometas gemelas. Pensé en Hassan. Pensé en Baba. En Alí. En Kabul. En la vida que había vivido hasta que llegó el invierno de 1975 y lo cambió todo. Y me convirtió en lo que hoy soy.

2

De pequeños, Hassan y yo solíamos trepar a los álamos que flanqueaban el camino de entrada a la casa de mi padre para molestar desde allí a los vecinos colando la luz del sol en el interior de sus casas con la ayuda de un trozo de espejo. Nos sentábamos el uno frente al otro en un par de ramas altas, con los pies desnudos colgando y los bolsillos de los pantalones llenos de moras secas y de nueces. Nos turnábamos con el espejo mientras nos comíamos las moras, nos las lanzábamos, jugábamos y nos reíamos. Todavía veo a Hassan encaramado a aquel árbol, con la luz del sol parpadeando a través de las hojas e iluminando su cara casi perfectamente redonda, una cara parecida a la de una muñeca china tallada en madera: tenía la nariz ancha y chata; sus ojos eran rasgados e inclinados, semejantes a las hojas del bambú, unos ojos que, según les diera la luz, parecían dorados, verdes e incluso de color zafiro. Todavía veo sus diminutas orejas bajas y la protuberancia puntiaguda de su barbilla, un apéndice carnoso que parecía como añadido en el último momento. Y el labio partido, a medio terminar, como si al fabricante de muñecas chinas se le hubiera escurrido el instrumento de la mano o, simplemente, se hubiera cansado y hubiera abandonado su obra.

A veces, subido en aquellos árboles, convencía a Hassan de que disparara nueces con el tirachinas al pastor alemán tuerto del vecino. Hassan no quería, pero si yo se lo pedía, se lo pedía de verdad, era incapaz de negarse. Hassan nunca me negaba nada. Y con el tirachinas era infalible. Alí, el padre de Hassan, siempre nos pillaba y se ponía furioso, todo lo furioso que puede ponerse alguien tan bondadoso como él. Agitaba la mano y nos hacía señales para que bajáramos del árbol. Luego nos quitaba el espejo y nos decía lo mismo que su madre le había dicho a él, que el demonio también jugaba con espejos, concretamente para distraer a los musulmanes en el momento de la oración.

—Y cuando lo hace, se ríe —añadía luego, regañando a su hijo.

—Sí, padre —musitaba Hassan, mirándose los pies. Pero nunca me delató. Nunca dijo que tanto el espejo como lo de disparar nueces al perro del vecino eran ideas mías.

Los álamos bordeaban el camino adoquinado con ladrillo rojo que conducía hasta un par de verjas de hierro forjado que daban paso a la finca de mi padre. La casa se alzaba a la izquierda del camino. El jardín estaba al fondo.

Todo el mundo decía que mi padre, mi Baba, había construido la casa más bonita de Wazir Akbar Kan, un barrio nuevo y opulento situado en la zona norte de Kabul. Algunos aseguraban incluso que era la casa más hermosa de todo Kabul. Una ancha entrada, flanqueada por rosales, daba acceso a la amplia casa de suelos de mármol y enormes ventanales. Los suelos de los cuatro baños estaban enlosados con intrincados azulejos escogidos personalmente por Baba en Isfahan. Las paredes estaban cubiertas de tapices tejidos en oro que Baba había adquirido en Calcuta, y del techo abovedado colgaba una araña de cristal.

En la planta superior estaba mi dormitorio, la habitación de Baba y su despacho, conocido también como «el salón de fumadores», que olía permanentemente a tabaco y canela. Baba y sus amigos se recostaban allí, en los sillones de cuero negro, después de que Alí les sirviera la cena. Rellenaban sus pipas (lo que Baba llamaba «engordar la pipa») y discutían de sus tres temas favoritos: política, negocios y fútbol. A veces le preguntaba a Baba si podía sentarme con ellos, pero él, aferrado al marco de la puerta, me contestaba:

—No digas bobadas. Éstas no son horas. ¿Por qué no lees un libro?

Luego cerraba la puerta y me dejaba allí, preguntándome por qué para él nunca «eran horas». Yo me quedaba sentado junto a la puerta, con las rodillas pegadas al pecho, a veces una hora, a veces dos, escuchando sus conversaciones y sus carcajadas.

El salón, situado en la planta baja, tenía una pared curva con unas vitrinas hechas a medida donde se veían expuestas diversas fotografías de familia: una foto vieja y granulada de mi abuelo con el sha Nadir, tomada en 1931, dos años antes del asesinato del rey; están de pie junto a un ciervo muerto, con botas que les llegan hasta las rodillas y un rifle cruzado sobre los hombros. Había también una foto de la noche de bodas de mis padres. Baba vestía un traje oscuro, y mi madre, que parecía una joven princesa sonriente, iba de blanco. En otra se veía a Baba y a su socio y mejor amigo, Rahim Kan, en la puerta de casa; ninguno de los dos sonríe. En otra aparezco yo, de muy pequeño, en brazos de Baba, que está serio y con aspecto de cansado. Mis dedos agarran el dedo meñique de Rahim Kan.

Al otro lado de la pared curva estaba el comedor, en cuyo centro había una mesa de caoba capaz de acomodar sin problemas a treinta invitados. Y con la inclinación que mi padre sentía por las fiestas extravagantes, así era prácticamente cada semana. En el extremo opuesto a la entrada había una alta chimenea de mármol que en invierno estaba siempre iluminada por el resplandor anaranjado del fuego.

Una gran puerta corredera de cristal daba acceso a una terraza semicircular que dominaba casi una hectárea de jardín e hileras de cerezos. Baba y Alí habían plantado un pequeño huerto junto a la pared occidental: tomates, menta, pimientos y una fila de maíz que nunca acabó de granar. Hassan y yo la llamábamos «la pared del maíz enfermo».

En la parte sur del jardín, bajo las sombras de un níspero, se encontraba la vivienda de los criados, una modesta cabaña de adobe donde vivía Hassan con su padre.

Fue en aquella pequeña choza donde nació Hassan en el invierno de 1964, justo un año después de que mi madre muriera al darme a luz.

En los dieciocho años que viví en aquella casa, podrían contarse con los dedos de una mano las veces que entré en el hogar de Hassan y Alí. Hassan y yo tomábamos caminos distintos cuando el sol se ponía detrás de las colinas y dábamos por finalizados los juegos de la jornada. Yo pasaba junto a los rosales en dirección a la mansión de Baba, y Hassan se dirigía a la choza de adobe donde había nacido y donde vivía. Recuerdo que era sobria y limpia y estaba tenuemente iluminada por un par de lámparas de queroseno. Había dos colchones situados a ambos lados de la estancia y, entre ellos, una gastada alfombra de Herat con los bordes deshilachados. El mobiliario consistía en un taburete de tres patas y una mesa de madera colocada en un rincón, donde dibujaba Hassan. Las paredes estaban desnudas, salvo por un tapiz con unas cuentas cosidas que formaban las palabras «Allah-u-akbar». Baba se lo había comprado a Alí en uno de sus viajes a Mashad.

Fue en aquella pequeña choza donde la madre de Hassan, Sanaubar, dio a luz un frío día de invierno de 1964. Mientras que mi madre sufrió una hemorragia en el mismo parto que le provocó la muerte, Hassan perdió a la suya una semana después de nacer. La perdió de una forma que la mayoría de los afganos consideraba mucho peor que la muerte: se escapó con un grupo de cantantes y bailarines ambulantes.

Hassan nunca hablaba de su madre. Era como si no hubiese existido. Yo me preguntaba si soñaría con ella, cómo sería, dónde estaría. Me preguntaba si Hassan albergaría esperanzas de encontrarla algún día. ¿Suspiraría por ella como lo hacía yo por la mía? Un día nos dirigíamos a pie desde la casa de mi padre hacia el cine Zainab para ver una nueva película iraní y, como solíamos hacer, tomamos el atajo que cruzaba por los barracones militares que había instalados cerca de la escuela de enseñanza media de Istiqlal (Baba nos tenía prohibido tomar ese atajo, pero aquel día se encontraba en Pakistán con Rahim Kan). Saltamos la valla que rodeaba los barracones, atravesamos a brincos el pequeño riachuelo e irrumpimos en el polvoriento campo donde había unos cuantos tanques viejos y abandonados. Un grupo de soldados, sentados en cuclillas a la sombra de uno de los tanques, fumaban y jugaban a las cartas. Uno de ellos alzó la vista, le dio un codazo al que tenía a su lado y llamó a Hassan.

—¡Eh, tú! —dijo—. Yo a ti te conozco...

Nunca lo habíamos visto. Era uno de los hombres que estaban agachados. Tenía la cabeza afeitada y una incipiente barba negra. Su maliciosa manera de sonreírnos me espantó.

—Sigue andando —le murmuré a Hassan.

—¡Tú! ¡El hazara! ¡Mírame cuando te hablo! —ladró el soldado. Le pasó el cigarrillo al tipo que estaba a su lado y formó un círculo con los dedos pulgar e índice de una mano. Luego introdujo el dedo medio de la otra mano en el círculo y lo sacó. Hacia dentro y hacia fuera. Hacia dentro y hacia fuera—. Conocí a tu madre, ¿lo sabías? La conocí muy bien. Le di por atrás junto a ese riachuelo. —Los soldados se echaron a reír. Uno de ellos emitió un sonido de protesta. Le dije a Hassan que siguiera caminando—. ¡Vaya coñito prieto y dulce que tenía! —decía el soldado a la vez que cogía las manos de sus compañeros y sonreía.

Más tarde, en la penumbra del cine, escuché a Hassan, que mascullaba. Las lágrimas le rodaban por las mejillas. Me removí en mi asiento, lo rodeé con el brazo y lo empujé hacia mí. Él descansó la cabeza en mi hombro.

—Te ha confundido con otro —susurré—. Te ha confundido con otro.

Por lo que yo había oído decir, la huida de Sanaubar no había cogido a nadie por sorpresa. Cuando Alí, un hombre que se sabía el Corán de memoria, se casó con Sanaubar, diecinueve años más joven que él, una muchacha hermosa y sin escrúpulos que vivía en consonancia con su deshonrosa reputación, todo el mundo puso el grito en el cielo. Igual que Alí, Sanaubar era musulmana chiíta de la etnia de los hazaras y, además, prima hermana suya; por tanto, una elección de esposa muy normal. Pero más allá de esas similitudes, Alí y Sanaubar no tenían nada en común, sobre todo en lo que al aspecto se refería. Mientras que los deslumbrantes ojos verdes y el pícaro rostro de Sanaubar habían tentado a incontables hombres hasta hacerlos caer en el pecado, Alí sufría una parálisis congénita de los músculos faciales inferiores, una enfermedad que le impedía sonreír y le confería una expresión eternamente sombría. Era muy raro ver en la cara de piedra de Alí algún matiz de felicidad o tristeza; sólo sus oscuros ojos rasgados centelleaban con una sonrisa o se llenaban de dolor. Dicen que los ojos son las ventanas del alma. Pues bien, nunca esta afirmación fue tan cierta como en el caso de Alí, a quien únicamente se le podía ver a través de los ojos.

La gente decía que los andares sugerentes y el contoneo de caderas de Sanaubar provocaban en los hombres sueños de infidelidad. Por el contrario, a Alí la polio lo había dejado con la pierna derecha torcida y atrofiada, y una piel cetrina sobre el hueso que cubría una capa de músculo fina como el papel. Recuerdo un día —yo tenía entonces ocho años— que Alí me llevó al bazar a comprar naan. Yo caminaba detrás de él, canturreando e intentando imitar sus andares. Su pierna esquelética describía un amplio arco y todo su cuerpo se ladeaba de forma imposible hacia la derecha cuando apoyaba el pie de ese lado. Era un milagro que no se cayera a cada paso que daba. Cada vez que yo lo intentaba estaba a punto de caerme en la cuneta. No podía parar de reír. De pronto, Alí se volvió y me pescó imitándolo. No dijo nada. Ni en aquel momento ni en ningún otro. Se limitó a seguir caminando.

La cara de Alí y sus andares asustaban a los niños pequeños del vecindario. Pero el auténtico problema eran los niños mayores. Éstos lo perseguían por la calle y se burlaban de él cuando pasaba cojeando a su lado. Lo llamaban Babalu, el coco.

—Hola, Babalu, ¿a quién te has comido hoy? —le espetaban entre un coro de carcajadas—. ¿A quién te has comido, Babalu, nariz chata?

Lo llamaban «nariz chata» porque tenía las típicas facciones mongolas de los hazaras, lo mismo que Hassan. Durante años, eso fue lo único que supe de los hazaras, que eran descendientes de los mongoles y que se parecían mucho a los chinos. Los libros de texto apenas hablaban de ellos y sólo de forma muy superficial hacían referencia a sus antepasados. Un día estaba yo en el despacho de Baba hurgando en sus cosas, cuando encontré un viejo libro de historia de mi madre. Estaba escrito por un iraní llamado Korami. Soplé para quitarle el polvo y esa noche me lo llevé furtivamente a la cama. Me quedé asombrado cuando descubrí que había un capítulo entero dedicado a la historia de los hazaras. ¡Un capítulo entero dedicado al pueblo de Hassan! Allí leí que mi pueblo, los pastunes, había perseguido y oprimido a los hazaras, que éstos habían intentado liberarse una y otra vez a lo largo de los siglos, pero que los pastunes habían «sofocado sus intentos de rebelión con una violencia indescriptible». El libro decía que mi pueblo había matado a los hazaras, los había torturado, prendido fuego a sus hogares y vendido a sus mujeres; que la razón por la que los pastunes habían masacrado a los hazaras era, en parte, porque aquéllos eran musulmanes sunnitas, mientras que éstos eran chiítas. El libro decía muchas cosas que yo no sabía, cosas que mis profesores jamás habían mencionado, y Baba tampoco. Decía también algunas cosas que yo sí sabía, como que la gente llamaba a los hazaras «comedores de ratas, narices chatas, burros de carga». Había oído a algunos niños del vecindario llamarle todo eso a Hassan.

Un día de la semana siguiente, después de clase, le enseñé el libro a mi maestro y llamé su atención sobre el capítulo dedicado a los hazaras. Hojeó un par de páginas, rió disimuladamente y me devolvió el libro.

—Es lo único que saben hacer los chiítas —dijo, recogiendo sus papeles—, hacerse los mártires. —Cuando pronunció la palabra «chiíta» arrugó la nariz, como si de una enfermedad se tratase.

A pesar de compartir la herencia étnica y la sangre de la familia, Sanaubar se unió a los niños del barrio en las burlas destinadas a Alí. En una ocasión oí decir que no era un secreto para nadie el desprecio que sentía por el aspecto de su marido.

—¿Es esto un esposo? —decía con sarcasmo—. He visto asnos viejos mejor dotados para eso.

Al final todo el mundo comentaba que el matrimonio había sido acordado entre Alí y su tío, el padre de Sanaubar. Decían que Alí se había casado con su prima para restaurar de algún modo el honor mancillado de su tío.

Alí nunca tomaba represalias contra sus acosadores, imagino que en parte porque sabía que jamás podría alcanzarlos con aquella pierna torcida que arrastraba tras él, pero sobre todo porque era inmune a los insultos: había descubierto su alegría, su antídoto, cuando Sanaubar dio a luz a Hassan. Había sido un parto sin complicaciones. Nada de ginecólogos, anestesistas o monitores sofisticados. Simplemente Sanaubar, acostada en un colchón sucio, con Alí y una matrona para ayudarla. Aunque la verdad es que no necesitó mucha ayuda, pues, incluso en el momento de nacer, Hassan se mostró conforme a su naturaleza: era incapaz de hacerle daño a nadie. Unos cuantos quejidos, un par de empujones y apareció Hassan, sonriendo.

Según la locuaz matrona confió al criado de un vecino, quien a su vez se lo contó a todo aquel que quiso escucharlo, Sanaubar se limitó a echarle una ojeada al bebé que Alí sujetaba en brazos, vio el labio hendido y explotó en una amarga carcajada.

—Ya está —dijo—. ¡Ya tienes un hijo idiota que sonría por ti! —No quiso ni coger a Hassan entre sus brazos, y, cinco días después, se marchó.

Baba contrató a la nodriza que me había criado a mí para que hiciera lo propio con Hassan. Alí nos explicó que era una mujer hazara de ojos azules procedente de Bamiyan, la ciudad donde estaban las estatuas gigantes de Buda.

—Tiene una voz dulce y cantarina —nos decía.

A pesar de saberlo de sobra, Hassan y yo le preguntábamos qué cantaba... Alí nos lo había contado centenares de veces. Pero queríamos oírlo cantar.

Entonces se aclaraba la garganta y entonaba:

Yo estaba en una alta montaña

y grité el nombre de Alí, León de Dios.

Oh, Alí, León de Dios, Rey de los Hombres,

trae alegría a nuestros apenados corazones.

A continuación nos recordaba que entre las personas que se habían criado del mismo pecho existían unos lazos de hermandad que ni el tiempo podía romper.

Hassan y yo nos amamantamos de los mismos pechos. Dimos nuestros primeros pasos en el mismo césped del mismo jardín. Y bajo el mismo techo articulamos nuestras primeras palabras.

La mía fue «Baba».

La suya fue «Amir». Mi nombre.

Al recordarlo ahora, creo que la base de lo que sucedió en aquel invierno de 1975, y de todo lo que siguió después, quedó establecido en aquellas primeras palabras.

3

La tradición local cuenta que, una vez, mi padre luchó en Baluchistán contra un oso negro sin la ayuda de ningún tipo de arma. De haber sido cualquier otro el protagonista de la historia, habría sido desestimada por laaf, la tendencia afgana a la exageración; por desgracia, una enfermedad nacional. Cuando alguien alardeaba de que su hijo era médico, lo más probable era que el muchacho se hubiese limitado a aprobar algún examen de biología en la escuela superior. Sin embargo, nadie ponía en duda la autenticidad de cualquier historia relacionada con Baba. Y si alguien la cuestionaba, bueno, Baba tenía aquellas tres cicatrices que descendían por su espalda en un sinuoso recorrido. Me he imaginado muchas veces a Baba librando esa batalla, incluso he soñado con ello. Y en esos sueños nunca soy capaz de distinguir a Baba del oso.

Fue Rahim Kan quien utilizó por vez primera el que finalmente acabaría convirtiéndose en el famoso apodo de Baba, Toophan agha, señor Huracán. Un apodo muy apropiado. Mi padre era la fuerza misma de la naturaleza, un imponente ejemplar de pastún; barba poblada, cabello de color castaño, rizado e ingobernable como él mismo; sus manos parecían poder arrancar un sauce de raíz. Tenía una mirada oscura, «capaz de hacer caer al diablo de rodillas suplicando piedad», como decía Rahim Kan. En las fiestas, cuando su metro noventa y cinco de altura irrumpía en la estancia, las miradas se volvían hacia él como girasoles hacia el sol.

Era imposible no sentir la presencia de Baba, ni siquiera cuando dormía. Yo me ponía bolitas de algodón en los oídos y me tapaba la cabeza con la manta, pero aun así sus ronquidos, un sonido semejante al retumbar del motor de un camión, seguían traspasando las paredes. Y eso que mi dormitorio estaba situado en el lado opuesto del pasillo. Para mí es un misterio que mi madre pudiera dormir en la misma habitación: es una más de la larga lista de preguntas que le habría formulado si la hubiera conocido.

A finales de los sesenta, tendría yo cinco años, Baba decidió construir un orfanato. Fue Rahim Kan quien me contó la historia. Me explicó que Baba había dibujado personalmente los planos, aun sin tener ningún tipo de experiencia en el campo de la arquitectura. Los más escépticos le aconsejaron que se dejara de locuras y que contratara a un arquitecto. Baba se negó, por supuesto, a pesar de que todos criticaban su obstinación. Sin embargo, salió airoso del proyecto y todo el mundo dio muestras de aprobación ante su triunfo. Baba pagó con su dinero la construcción del edificio de dos plantas que albergaba el orfanato, justo en el extremo de Jadeh Maywand, al sur del río Kabul. Rahim Kan me contó que Baba financió la totalidad del proyecto, desde ingenieros, electricistas, fontaneros y obreros, hasta los funcionarios del ayuntamiento, cuyos «bigotes necesitaban un engrase».

La construcción del orfanato se prolongó durante tres años. Cuando finalizó, yo tenía ocho. Recuerdo que el día anterior a la inauguración Baba me llevó al lago Ghargha, que estaba a unos pocos kilómetros al norte de Kabul. Me pidió que fuera a buscar a Hassan para que viniera con nosotros, pero le mentí y le dije que Hassan tenía cosas que hacer. Quería a Baba todo para mí. Además, en una ocasión que habíamos estado en el lago Ghargha, recuerdo que Hassan y yo jugamos a hacer cabrillas en el agua con piedras y Hassan consiguió que su piedra rebotara ocho veces. Lo máximo que yo logré fueron cinco. Baba, que nos miraba, le dio una palmadita en la espalda. Incluso le pasó el brazo por el hombro.

Nos sentamos en una mesa de picnic a orillas del lago, solos Baba y yo, y comimos huevos cocidos con bocadillos de kofta, albóndigas de carne y encurtidos enrollados en naan. El agua era de un color azul intenso y la luz del sol se reflejaba sobre su superficie transparente. Los viernes el lago se llenaba de familias bulliciosas que salían para disfrutar del sol. Sin embargo, aquél era un día de entre semana y estábamos sólo Baba y yo y una pareja de turistas barbudos y de pelo largo... Hippies, había oído que los llamaban. Estaban sentados en el muelle, chapoteando con los pies en el agua y con cañas de pescar en la mano. Le pregunté a Baba por qué se dejaban el pelo largo, pero Baba se limitó a gruñir y no me respondió. Estaba concentrado en la preparación del discurso que debía pronunciar al día siguiente. Hojeaba un montón de folios escritos a mano y escribía notas aquí y allá con un lápiz. Le di un mordisco al huevo y le pregunté si era cierto lo que me había contado un niño del colegio, que si te comías un trozo de cáscara de huevo lo expulsabas por la orina. Baba volvió a gruñir.

Le di otro mordisco al bocadillo. Uno de los turistas rubios se echó a reír y le dio un golpe al otro en la espalda. A lo lejos, en el lado opuesto del lago, un camión ascendía pesadamente montaña arriba. La luz del sol parpadeó en el retrovisor lateral.

—Creo que tengo saratan —dije. Cáncer. Baba levantó la vista de las hojas de papel que la brisa agitaba. Me dijo que yo mismo podía servirme el refresco, bastaba con que fuese a buscarlo al maletero del coche.

Al día siguiente, en el patio del orfanato, no hubo sillas suficientes para todos. Mucha gente se vio obligada a presenciar de pie la ceremonia inaugural. Era un día ventoso. Yo tomé asiento en el pequeño podio que habían colocado junto a la entrada principal del nuevo edificio. Baba iba vestido con un traje de color verde y un sombrero de piel de cordero caracul. A mitad del discurso, el viento se lo arrancó y todo el mundo se echó a reír. Me indicó con un gesto que le guardara el sombrero y me sentí feliz por ello, pues así todos comprobarían que era mi padre, mi Baba. Regresó al micrófono y dijo que esperaba que el edificio fuera más sólido que su sombrero, y todos se echaron a reír de nuevo. Cuando Baba finalizó su discurso, la gente se puso en pie y lo vitoreó. Estuvieron aplaudiéndolo mucho rato. Después, muchos se acercaron a estrecharle la mano. Algunos me alborotaban el pelo y me la estrechaban también a mí. Me sentía muy orgulloso de Baba, de nosotros.

Pero, a pesar de los éxitos de Baba, la gente siempre lo cuestionaba. Le decían que lo de dirigir negocios no lo llevaba en la sangre y que debía estudiar leyes como su padre. Así que Baba les demostró a todos lo equivocados que estaban al dirigir no sólo su propio negocio, sino al convertirse además en uno de los comerciantes más ricos de Kabul. Baba y Rahim Kan establecieron un negocio de exportación de alfombras tremendamente exitoso y eran propietarios de dos farmacias y un restaurante.

La gente se mofaba de Baba y le decía que nunca haría un buen matrimonio (al fin y al cabo, no era de sangre real), pero acabó casándose con mi madre, Sofia Akrami, una mujer muy culta y considerada por todo el mundo como una de las damas más respetadas, bellas y virtuosas de Kabul. No sólo daba clases de literatura farsi en la universidad, sino que además era descendiente de la familia real, un hecho que mi padre restregaba alegremente por la cara a los escépticos refiriéndose a ella como «mi princesa».

Mi padre consiguió moldear a su gusto el mundo que lo rodeaba, siendo yo la manifiesta excepción. El problema, naturalmente, era que Baba veía el mundo en blanco y negro. Y era él quien decidía qué era blanco y qué era negro. Es imposible amar a una persona así sin tenerle también miedo, tal vez incluso sin odiarlo un poco.

Cuando estaba en quinto en la vieja escuela de enseñanza media de Istiqlal, teníamos un mullah que nos daba clases sobre el Islam. Se llamaba Mullah Fatiullah Kan. Era un hombre bajito y rechoncho con la cara marcada por el acné y que hablaba con voz ronca. Nos explicaba las virtudes del zakat y el deber de hadj, nos enseñaba las complejidades de rezar las cinco oraciones diarias namaz y nos obligaba a memorizar los versículos del Corán, y, a pesar de que nunca nos traducía el significado de las palabras extrañas que utilizaba, exigía, a veces con la ayuda de una rama de sauce, que pronunciáramos correctamente las palabras árabes para que Dios nos escuchara mejor. Un día nos explicó que el Islam consideraba la bebida un pecado terrible; los que bebían responderían de sus pecados el día de Qiyamat, el Día del Juicio. Por aquella época en Kabul era normal beber; nadie te lo reprochaba públicamente. Sin embargo, los afganos que bebían lo hacían en privado, por respeto. La gente compraba whisky escocés en determinadas «farmacias» como «medicamento» y se llevaban las botellas en bolsas de papel marrón. Cuando salían del establecimiento, trataban de ocultar la bolsa de la vista del público, lanzando miradas furtivas y desaprobadoras a aquellos que conocían la reputación de la tienda en cuanto a ese tipo de transacciones se refería.

Nos encontrábamos en la planta de arriba, en el despacho de Baba, el salón de fumadores, cuando le comenté lo que el mullah Fatiullah Kan nos había explicado en clase. Baba se sirvió un whisky del bar que había en una esquina de la habitación. Me escuchó, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y dio un trago. Luego se acomodó en el sofá de cuero, dejó la copa y me hizo una seña indicándome que me sentara en sus piernas. Era como sentarse sobre un par de troncos. Respiró hondo y exhaló el aire a través de la nariz, que siguió silbando entre el bigote durante lo que me pareció una eternidad. Del miedo que sentía, no sabía si quería abrazarlo o saltar y huir de su regazo.

—Creo que estás confundiendo las enseñanzas del colegio con la verdadera educación —dijo con su voz profunda.

—Pero si lo que el mullah dice es cierto, eso te convierte en un pecador, Baba.

—Humm. —Baba hizo crujir un cubito de hielo entre los dientes—. ¿Quieres saber lo que piensa tu padre sobre el pecado?

—Sí.

—Entonces te lo explicaré, pero primero tienes que entender lo que te voy a decir, y tienes que entenderlo ahora, Amir: jamás aprenderás nada valioso de esos idiotas barbudos.

—¿Te refieres al mullah Fatiullah Kan?

Baba hizo un movimiento con el vaso. El hielo tintineó.

—Me refiero a todos ellos. Me meo en la barba de todos esos monos santurrones. —Me eché a reír. La imagen de Baba meándose en la barba de un mono, fuera santurrón o no, era demasiado—. No hacen nada, excepto sobarse las barbas de predicador y recitar un libro escrito en un idioma que ni siquiera comprenden. —Dio un sorbo—. Que Dios nos asista si Afganistán llega a caer en sus manos algún día.

—Pero el mullah Fatiullah Kan parece una persona agradable —conseguí decir entre mis ataques de risa.

—También lo parecía Genghis Kan —dijo Baba—. Pero ya basta. Me has preguntado sobre el pecado y quiero explicártelo. ¿Estás dispuesto a escuchar?

—Sí —contesté, cerrando la boca con fuerza. Pero a pesar de ello se me escapó una risa por la nariz que me provocó un estornudo, lo que hizo que me riera de nuevo.

La pétrea mirada de Baba se clavó en la mía y, en un abrir y cerrar de ojos, dejé de reír.

—Quiero decir... dispuesto a escuchar como un hombre, a hablar de hombre a hombre. ¿Te crees capaz de lograrlo por una vez?

—Sí, Baba jan —murmuré, maravillándome, y no por vez primera, de cómo Baba era capaz de herirme con tan sólo unas palabras.

Habíamos disfrutado de un efímero buen momento (no eran tantas las veces que Baba hablaba conmigo, y mucho menos teniéndome sentado sobre sus piernas) y había sido idiota al desperdiciarlo.

—Bueno —dijo Baba, apartando la mirada—, por mucho que predique el mullah, sólo existe un pecado, sólo uno. Y es el robo. Cualquier otro pecado es una variante del robo. ¿Lo comprendes?

—No, Baba jan —respondí, deseando con desesperación haberlo comprendido. No quería volver a defraudarlo.

Baba soltó un suspiro de impaciencia. Eso también hería, porque él no era un hombre impaciente. Recordaba todas las veces que no llegaba hasta muy entrada la noche, todas las veces que yo cenaba solo. Yo le preguntaba a Alí dónde estaba Baba, cuándo regresaría a casa, aunque sabía perfectamente que se encontraba en la obra, controlando esto y supervisando aquello. ¿No se requería paciencia para eso? Yo odiaba a los niños para los que construía el orfanato; a veces deseaba que hubieran muerto todos junto con sus padres.

—Cuando matas a un hombre, le robas la vida —dijo Baba—, robas el marido a una esposa y el padre a unos hijos. Cuando mientes, le robas al otro el derecho a la verdad. Cuando engañas, robas el derecho a la equidad. ¿Comprendes?

Sí. Cuando Baba tenía seis años, un ladrón entró en la casa de mi abuelo en plena noche. Mi abuelo, un respetado juez, le plantó cara y el ladrón le dio una puñalada en la garganta, provocándole la muerte instantánea... y robándole un padre a Baba. Un grupo de ciudadanos capturó al día siguiente al asesino, que resultó ser un vagabundo de la región de Kunduz. Cuando todavía faltaban dos horas para la oración de la tarde, lo colgaron de la rama de un roble. Fue Rahim Kan, no Baba, quien me explicó esa historia. Siempre me enteraba a través de otras personas de las cosas relacionadas con Baba.

—No existe acto más miserable que el robo —dijo Baba—. El hombre que toma lo que no es suyo, sea una vida o una rebanada de naan..., maldito sea. Y si alguna vez se cruza en mi camino, que Dios lo ayude. ¿Me entiendes?

La idea de que Baba le propinara una paliza al ladrón me resultaba tan estimulante como increíblemente aterradora.

—Sí, Baba.

—Si existe un Dios, espero que tenga cosas más importantes que hacer que ocuparse de que yo beba whisky o coma cerdo. Y ahora vete. Tanto hablar me ha dado sed.

Observé cómo llenaba el vaso en el bar. Mientras, me preguntaba cuánto tiempo transcurriría hasta que habláramos de nuevo como acabábamos de hacerlo. Porque la verdad era que sentía como si Baba me odiara un poco. Y no era de extrañar. Al fin y al cabo, era yo quien había matado a su amada esposa, a su hermosa princesa, ¿no? Lo menos que podía haber hecho era haber tenido la decencia de salir algo más a él. Pero no había salido a él. En absoluto.

En el colegio solíamos jugar a un juego llamado Sherjangi, o «batalla de los poemas». El profesor de farsi actuaba de moderador y la cosa funcionaba más o menos así: tú recitabas un verso de un poema y tu contrincante disponía de sesenta segundos para responder con otro que empezara con la misma letra con que acababa el tuyo. Todos los de la clase me querían en su equipo porque a los once años era capaz de recitar docenas de versos de Khayyam, Hafez o el famoso Masnawi de Rumi. En una ocasión, competí contra toda la clase y gané. Se lo conté a Baba esa misma noche y se limitó a asentir con la cabeza y murmurar: «Bien.»

Así fue como escapé del distanciamiento de mi padre, con los libros de mi madre muerta. Con ellos y con Hassan, por supuesto. Lo leía todo, Rumi, Afees, Saadi, Victor Hugo, Julio Verne, Mark Twain, Ian Fleming. Cuando acabé con los libros de mi madre (no con los aburridos libros de Historia, pues ésos nunca me gustaron mucho, sino con las novelas, los poemas), empecé a gastar mi paga en libros. Todas las semanas compraba un ejemplar en la librería que había cerca del Cinema Park, y en cuanto me quedé sin espacio en las estanterías, comencé a almacenarlos en cajas de cartón.

Naturalmente, una cosa era estar casado con una poetisa..., pero ser padre de un hijo que prefería enterrar la cara en libros de poesía a ir de caza... Supongo que no era ésa la idea que se había hecho Baba. Los hombres de verdad no leían poesía ¡y Dios prohibía incluso que la escribieran! Los hombres de verdad, los muchachos de verdad, jugaban a fútbol, igual que había hecho Baba de joven. Y en aquellos momentos el fútbol era algo por lo que apasionarse. En 1970, Baba decidió darse un descanso en la construcción del orfanato y volar hasta Teherán con el fin de instalarse un mes entero para ver el Mundial por televisión, ya que en aquella época aún no había tele en Afganistán. Me apuntó a diversos equipos de fútbol para encender mi pasión por ese deporte. Pero yo era muy malo, un estorbo continuo para mi equipo, siempre interceptando buenos pases dirigidos a otros u obstaculizando sin querer la carrera de algún compañero. Me arrastraba por el campo con mis piernas flacuchas y gritaba para que me pasaran el balón, que nunca llegaba. Y cuanto más lo intentaba y sacudía frenéticamente los brazos por encima de la cabeza y berreaba «¡Estoy solo! ¡Estoy solo!», más me ignoraban. Pero Baba no se daba por vencido. Cuando resultó evidente que yo no había heredado ni una pizca de su talento deportivo, se propuso convertirme en un espectador apasionado. La verdad es que podía haberlo hecho..., ¿no? Yo fingí interés todo el tiempo que pude. Me unía a sus vítores cuando el equipo de Kabul marcaba un gol contra el Kandahar e insultaba al árbitro cuando señalaba un penalti contra nuestro equipo. Pero Baba intuyó mi falta de afición real y se resignó a la cruda realidad de que su hijo nunca jugaría ni vería el fútbol con interés.

A los nueve años, Baba me llevó al torneo anual de Buzkashi, que tenía lugar el primer día de primavera, el día de Año Nuevo. El Buzkashi era, y sigue siendo, la pasión nacional de Afganistán. Un chapandaz, un jinete tremendamente habilidoso, patrocinado normalmente por ricos aficionados, debe conseguir arrebatarle una cabra o el esqueleto de una res a una melé, cargar con el esqueleto, dar una vuelta completa al estadio a todo galope y lanzarlo en un círculo de puntuación. Mientras, un equipo compuesto por otros chapandaz lo persigue y echa mano de todos los recursos (patadas, arañazos, latigazos, golpes) para arrebatarle el esqueleto. Recuerdo de aquel día los gritos excitados de la multitud mientras los jinetes del campo vociferaban sus consignas de guerra y luchaban a brazo partido por el cadáver envueltos en una nube de polvo. El estrépito de los cascos hacía temblar el suelo. Desde las gradas superiores observábamos a los jinetes correr a todo galope, protestando y gritando. Los caballos echaban espuma por la boca.

En un momento dado, Baba señaló a alguien.

—Amir, ¿ves a aquel hombre que está sentado en medio de ese corro?

Lo veía.

—Es Henry Kissinger.

—Oh —dije.

No sabía quién era Henry Kissinger, y debía haberlo preguntado. Pero lo que yo miraba en aquel instante era un chapandaz que caía de la silla y rodaba de un lado a otro bajo una veintena de cascos como si fuese una muñeca de trapo. Finalmente, cuando la melé pasó de largo, el cuerpo dejó de dar vueltas. Se retorció una vez más y se quedó inmóvil. Tenía las piernas dobladas en ángulos antinaturales y un charco de sangre empapaba la arena.

Me eché a llorar.

Lloré durante todo el camino de vuelta a casa. Recuerdo a Baba apretando con fuerza el volante. Apretándolo y soltándolo. Sobre todo, nunca olvidaré sus denodados esfuerzos por esconder su expresión de disgusto mientras conducía en silencio.

Esa noche, a última hora, pasé junto al despacho de mi padre y oí que hablaba con Rahim Kan. Presioné el oído contra la puerta cerrada.

— ... agradecido de que está sano —decía Rahim Kan.

—Lo sé, lo sé. Pero siempre está enterrado entre esos libros o dando vueltas por la casa como si estuviese perdido en algún sueño.

—¿Y?

—Yo no era así. —Baba parecía frustrado, casi enfadado.

Rahim Kan se echó a reír.

—Los niños no son cuadernos para colorear. No los puedes pintar con tus colores favoritos.

—Te lo aseguro —dijo Baba—, yo no era así en absoluto, ni tampoco ninguno de los niños junto a los que me crié.

—¿Sabes? A veces pienso que eres el hombre más egocéntrico que conozco —replicó Rahim Kan. Era la única persona que yo conocía capaz de decirle algo así a Baba.

—No tiene nada que ver con eso.

—¿No?

—No.

—¿Entonces con qué?

Oí que el sofá de piel de Baba crujía cuando cambió de posición. Cerré los ojos y presioné la oreja con más fuerza contra la puerta; por una parte quería escuchar, por otra no.

—A veces miro por esta ventana y lo veo jugar en la calle con los niños del vecindario. Lo empujan, le quitan los juguetes, le dan codazos, golpes... ¿Y sabes? Nunca se defiende. Nunca. Se limita a..., agacha la cabeza y...

—Por lo tanto, no es violento —dijo Rahim Kan.

—No me refiero a eso, Rahim, y lo sabes —contraatacó Baba—. A ese chico le falta algo.

—Sí, una vena de maldad.

—La defensa propia no tiene nada que ver con la maldad. ¿Sabes qué sucede cuando los chicos del vecindario se ríen de él? Que sale Hassan y los echa a todos. Lo he visto con mis propios ojos. Y cuando regresan a casa, le pregunto: «¿Cómo es que Hassan lleva ese arañazo en la cara?» Y él me dice: «Se ha caído.» De verdad, Rahim, a ese chico le falta algo.

—Tienes que dejar que encuentre su camino —sugirió Rahim Kan.

—¿Y hacia dónde dirigirá sus pasos? Un muchacho que no sabe defenderse por sí mismo acaba por convertirse en un hombre que no sabe hacer frente a nada.

—Simplificas en exceso, como siempre.

—No lo creo.

—¿No será que lo que te preocupa en realidad es que no se haga cargo de tus negocios?

—¿Quién es el que simplifica ahora en exceso? Mira, sé que entre vosotros dos existe un afecto y eso hace que me sienta feliz. Envidioso, pero feliz. De verdad. Necesita alguien que... que lo comprenda, porque Dios bien sabe que yo no puedo. Pero hay algo en Amir que me preocupa de un modo que no sé expresar. Es como... —Podía verlo buscando, eligiendo las palabras adecuadas. Bajó la voz, pero lo oía de todos modos—. Si no hubiese visto con mis propios ojos cómo el médico lo extraía del cuerpo de mi esposa, jamás hubiese creído que es mi hijo.

A la mañana siguiente, mientras me preparaba el desayuno, Hassan me preguntó si me preocupaba algo. Le hice callar y le dije que se ocupara de sus asuntos.

Rahim Kan se había equivocado con respecto a lo de la vena de maldad.