Poni (edición en castellano)

R.J. Palacio

Fragmento

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1

Mi episodio con el rayo fue lo que inspiró a mi padre a sumergirse en las ciencias fotográficas, y así empezó todo.

Mi padre siempre había sentido curiosidad por la fotografía, ya que nació en Escocia, donde estas artes florecen. Se interesó por los daguerrotipos durante una breve temporada tras establecerse en Ohio, una zona llena de manantiales de sal (de donde se saca el bromo, un elemento básico para el revelado). Pero los daguerrotipos eran una iniciativa cara que generaba muy pocas ganancias, y mi padre no disponía de los medios para dedicarse a ella. «La gente no tiene dinero para recuerdos delicados», pensó. Y por eso se convirtió en fabricante de botas. «La gente siempre necesita botas», dijo. La especialidad de mi padre eran las Wellington de cuero flor hasta la pantorrilla, a las que añadió un compartimento secreto en el tacón para guardar el tabaco o una navaja. A los clientes les gustaba mucho esta ventaja, así que nos las arreglábamos bastante bien gracias a los pedidos de botas. Mi padre trabajaba en el cobertizo, junto al granero, y una vez al mes iba a Boneville con un carro lleno de botas tirado por Mula, nuestra mula.

Pero después de que un rayo me grabara la imagen del roble en la espalda, mi padre volvió a dirigir su atención a la ciencia fotográfica. Creía que la imagen en mi piel era consecuencia de las mismas reacciones químicas que tienen lugar en la fotografía. «El cuerpo humano —me dijo mientras lo observaba mezclando sustancias que olían a huevos podridos y a vinagre de manzana— es un recipiente que contiene las mismas misteriosas sustancias que todo lo demás del universo y está sujeto a las mismas leyes físicas. Si una imagen pue­de conservarse en tu cuerpo por acción de la luz, también po­drá conservarse en el papel si aplicamos esa misma acción». Por eso lo que le interesaba ahora ya no eran los daguerrotipos, sino una nueva forma de fotografía en la que se empapaba papel en una solución de hierro y sal, y luego, mediante la luz del sol, se transfería a ese papel una imagen positiva de un negativo de vidrio.

Mi padre no tardó en dominar la nueva ciencia y se convirtió en un prestigioso profesional del «proceso del colodión», como se le llamaba, un arte que apenas se veía por esta zona. Era un campo que requería audacia, exigía gran experiencia y cuyo resultado eran imágenes sorprendentemente hermosas. Los «hierrotipos» de mi padre, como él los llamaba, no eran tan exactos como los daguerrotipos, pero ofrecían sutiles matices que hacían que parecieran dibujos al carboncillo. Utilizaba su propia fórmula de sensibilizador, que era donde entraba en juego el bromuro, y solicitó la patente antes de abrir un estudio en Boneville, al final de la calle del juzgado. En muy poco tiempo, sus retratos en papel con polvo de hierro causaron furor en esta zona, porque no solo eran infinitamente más baratos que los daguerrotipos, sino que podían reproducirse una y otra vez a partir de un único negativo. Para que fueran aún más bonitos, y por una tarifa adicional, los teñía con una mezcla de huevo y pigmento, lo que les daba un aspecto de lo más realista. Venía gente de todas partes a hacerse retratos. Una elegante dama vino desde Akron para una sesión. Yo ayudé en el estudio de mi padre ajustando el tragaluz y limpiando las placas. Incluso me dejó limpiar varias veces el nuevo objetivo de bronce para retratos, que había supuesto una gran inversión en el negocio y que había que manejar con mucha delicadeza. Nuestras circunstancias habían cambiado tanto que mi padre contemplaba la posibilidad de vender su empresa de botas, porque decía que prefería «el olor de las pócimas de sus mezclas a la peste a pies».

Fue en aquella época cuando la visita al amanecer de tres jinetes y un poni negro con la cara blanca nos cambió la vida para siempre.

2

Mittenwool me despertó de un sueño profundo aquella noche.

—Silas, despierta. Unos jinetes se dirigen hacia aquí —me dijo.

Mentiría si dijera que la urgencia de su llamada hizo que me levantara de un salto de inmediato. No fue así. Me limité a murmurar algo y me di media vuelta en la cama. Entonces me dio un fuerte empujón, cosa que no le resulta nada fácil. A los fantasmas les cuesta moverse en el mundo material.

—Déjame dormir —le contesté de mal humor.

Entonces oí a Argos aullando como un loco en el piso de abajo y a mi padre amartillando el rifle. Miré por la pequeña ventana que estaba junto a mi cama, pero era una noche oscura como boca de lobo y no vi nada.

—Son tres —me dijo Mittenwool colocándose a mi lado y mirando por la ventana.

—¿Papá? —grité bajando la escalera.

Mi padre estaba preparado, con las botas puestas y mirando por la ventana.

—Quédate abajo, Silas —me advirtió.

—¿Enciendo la lámpara?

—No. ¿Los has visto desde tu ventana? ¿Cuántos son? —me preguntó.

—Yo no los he visto, pero Mittenwool dice que son tres.

—Armados —añadió Mittenwool.

—Llevan armas —dije yo—. Papá, ¿qué quieren?

No me contestó. Ahora oíamos el galope, cada vez más cerca. Mi padre abrió la puerta con el rifle en las manos. Se puso el abrigo y se giró para mirarme.

—No salgas, Silas. Pase lo que pase —me dijo en tono muy serio—. Si hay problemas, corre a la casa de Havelock. Sales por detrás y corres campo a través. ¿Me oyes?

—No vas a salir, ¿verdad?

—Ocúpate de Argos —me contestó—. No lo dejes salir.

Sujeté a mi perro por el cuello.

—No vas a salir, ¿verdad? —volví a preguntarle, asustado.

No me contestó, pero abrió la puerta, salió al porche y apuntó con el rifle a los jinetes que se acercaban. Mi padre era un hombre valiente.

Tiré de Argos hacia mí, me dirigí muy despacio a la ven­tana y me asomé. Vi a los hombres avanzando. Como había dicho Mittenwool, eran tres jinetes. Detrás de uno de ellos iba un cuarto caballo, un enorme caballo negro, y a su lado el poni con la cara blanca.

Al ver el rifle de mi padre, los jinetes redujeron la velocidad a medida que se acercaban a nuestra casa. El líder, un hombre con un abrigo amarillo, levantó los brazos en un gesto de paz y detuvo del todo su caballo.

—Hola —le dijo a mi padre a poco más de diez metros del porche—. Puede bajar el arma, señor. Vengo en son de paz.

—Bajen primero las suyas —le contestó mi padre con el rifle pegado al hombro.

—¿La mía? —El hombre se miró teatralmente las manos vacías y después giró la cabeza a izquierda y derecha, y pareció darse cuenta de repente de que sus compañeros llevaban las armas desenfundadas—. ¡Bajadlas, chicos! Estáis causando una mala impresión. —Volvió a dirigirse a mi padre—: Lo siento. No quieren hacerles daño. Es la costumbre.

—¿Quiénes son ustedes?

—¿Es usted Mac Boat?

Mi padre negó con la cabeza.

—¿Quiénes son? Se presentan aquí en plena noche.

El hombre del abrigo amarillo parecía no tener ningún miedo a su rifle. Como estaba oscuro, no lo veía bien, pero creo que era más bajo que mi padre (mi padre era uno de los hombres más altos de Boneville). Y también más joven. Llevaba un sombrero de copa, como los caballeros, aunque por lo que veía no lo era. Parecía un rufián. Con una barba puntiaguda.

—Bueno, bueno, no se enfade —le dijo en tono suave—. Mis chicos y yo teníamos previsto llegar al amanecer, pero hemos llegado antes de lo que habíamos pensado. Soy Rufe Jones, y ellos son Seb y Eben Morton. No se moleste en intentar distinguirlos. Es imposible. —Fue entonces cuando me di cuenta de que los dos hombres corpulentos eran un duplicado el uno del otro, llevaban un sombrero idéntico de ala ancha inclinada hacia sus rostros redondos como la luna llena—. Hemos venido con una propuesta interesante de nuestro jefe, Roscoe Ollerenshaw. Seguro que ha oído hablar de él.

Mi padre no contestó.

—Bueno, el señor Ollerenshaw lo conoce, Mac Boat —siguió diciendo Rufe Jones.

—¿Quién es Mac Boat? —me susurró Mittenwool.

—No conozco a ningún Mac Boat —le dijo mi padre sin bajar el rifle—. Me llamo Martin Bird.

—Por supuesto —le contestó rápidamente Rufe Jones, asintiendo—. Martin Bird, el fotógrafo. El señor Ollerenshaw conoce bien su trabajo. Por eso estamos aquí, ¿sabe? Tiene una propuesta que le gustaría comentarle. Hemos recorrido un largo camino para hablar con usted. ¿Podemos entrar un momento? Hemos cabalgado toda la noche. Tengo los huesos helados. —Se levantó el cuello del abrigo para ilustrarlo.

—Si quiere hablar de negocios, venga a mi estudio durante el día, como haría cualquier hombre civilizado —le contestó mi padre.

—¿Por qué adopta ese tono conmigo? —le preguntó Rufe Jones, como si estuviera perplejo—. La naturaleza de nuestro negocio exige cierta privacidad, eso es todo. No queremos hacerle daño, ni a usted ni a su hijo, Silas. Es el que está mirando por la ventana, ¿verdad?

En ese momento tragué saliva, no voy a mentir. Aparté la cabeza de la ventana. Mittenwool, que estaba agachado detrás de mí, apoyó una mano en mi hombro para que me sintiera protegido.

—Tienen cinco segundos para salir de mi propiedad —les advirtió mi padre, y por su tono supe que lo decía en serio.

Pero Rufe Jones no debió de darse cuenta de su tono amenazador, porque se limitó a reírse.

—Bueno, no se enfade. Yo solo soy el mensajero —le contestó, tranquilo—. El señor Ollerenshaw nos ha enviado a buscarlo, y eso estamos haciendo. Como le he dicho, no quiere hacerle daño. De hecho, quiere ayudarlo. Quería que le dijera que puede ganar mucho dinero. Sus palabras exactas fueron «una pequeña fortuna». A cambio de muy pocas molestias por su parte. Solo una semana de trabajo y será usted rico. Incluso les hemos traído caballos. Uno grande y bonito para usted, y uno pequeño para su hijo. El señor Ollerenshaw es una especie de coleccionista de caballos, así que debería considerar un honor que le permita montar sus magníficos corceles.

—No me interesa. Ahora les quedan tres segundos para marcharse —le contestó mi padre—. Dos…

—¡De acuerdo, de acuerdo! —le dijo Rufe Jones levantando las manos—. Nos marcharemos. ¡No se preocupe! Vamos, chicos.

Tiró de las riendas de su caballo, dio media vuelta, y lo mismo hicieron los hermanos, que arrastraron tras ellos los dos caballos sin jinete. Empezaron a alejarse de nuestra casa lentamente. Pero a los pocos pasos Rufe Jones se detuvo. Extendió los brazos, como si fuera un Cristo, para que mi padre viera que seguía desarmado, y luego giró la cabeza para mirarlo.

—Pero volveremos mañana con muchos más hombres —le dijo—. Lo cierto es que el señor Ollerenshaw no es de los que se rinden fácilmente. Esta noche he venido en son de paz, pero no puedo prometerle que mañana suceda lo mismo. Bueno, cuando el señor Ollerenshaw quiere algo, lo quiere.

—Hablaré con el sheriff —le amenazó mi padre.

—¿De verdad, señor Boat? —le dijo Rufe Jones. Ahora su tono era más intimidante. Ya no era tan ligero como antes.

—Me apellido Bird —contestó mi padre.

—Cierto. Martin Bird, el fotógrafo de Boneville, que vive en medio de la nada con su hijo, Silas Bird.

—Será mejor que se vayan —dijo mi padre en tono áspero.

—Muy bien —contestó Rufe Jones. Pero no espoleó su caballo.

Yo observaba todo esto sin aliento, con Mittenwool a mi lado. Durante unos segundos nadie se movió ni dijo una palabra.

3

—El problema es el siguiente —le dijo Rufe Jones con los brazos aún extendidos. Su voz había recuperado el tono cantarín—. Sería un engorro que mañana tuviéramos que volver a cruzar estos campos y el bosque acompañados de diez o doce hombres más armados hasta los dientes. Dios sabe lo que podría pasar con tantos rifles apuntando a todos lados. Ya sabe cómo son estas cosas. Puede producirse una tragedia. Pero si viene con nosotros esta noche, señor Boat, podemos evitar que ocurra algo tan desagradable. —Giró las manos colocando las palmas hacia arriba—. No lo alarguemos más —siguió diciendo—. Usted y su hijo disfrutarán de un agradable paseo con nosotros en estos magníficos caballos. Y los traeremos a los dos de vuelta dentro de una semana. Es una promesa solemne del gran hombre en persona. Por cierto, me dijo que se lo dijera así exactamente. Que dijera la palabra solemne. ¡Vamos, es un buen negocio para usted, Mac Boat! ¿Qué me dice?

Vi que mi padre, todavía apuntando al hombre con el rifle, con el dedo aún en el gatillo, apretaba la mandíbula. En ese momento su expresión me resultó extraña. No reconocía los tensos ángulos de su cuerpo.

—No me llamo Mac Boat —dijo muy despacio—. Me llamo Martin Bird.

—¡Sí, claro, señor Bird! Discúlpeme —le contestó Rufe Jones sonriendo—. Se llame como se llame, ¿qué me dice? Evitemos situaciones desagradables. Baje el rifle y venga con nosotros. Es solo una semana. Y cuando vuelva, será un hombre rico.

Mi padre dudó durante otro largo segundo. Me pareció que todo el tiempo estaba contenido en ese instante. Y fue porque de alguna manera en ese instante mi vida cambió para siempre. Mi padre bajó el arma.

—¿Qué está haciendo? —le susurré a Mittenwool. De repente estaba más asustado de lo que recuerdo haber estado nunca. Era como si se me hubiera parado el corazón. Como si todo el mundo hubiera dejado de respirar.

—De acuerdo, iré con ustedes —dijo mi padre en voz baja, rompiendo el silencio de la noche como un trueno—, pero solo si dejan a mi hijo al margen. Él se queda aquí, sano y salvo. No dirá una palabra de esto a nadie. De todos modos, nadie viene por aquí. Y vuelvo en una semana. Me ha dicho que Ollerenshaw ha dado su palabra solemne. Ni un día más.

—Hum, no sé —gruñó Rufe Jones moviendo la cabeza—. El señor Ollerenshaw nos dijo que los lleváramos a los dos con nosotros. Insistió en ello.

—Como le he dicho —contestó mi padre en tono firme—, solo iré con ustedes pacíficamente esta noche con esas condiciones. De lo contrario, tendremos una situación desagradable aquí y ahora o cuando vuelvan. Tengo buena puntería. No me ponga a prueba.

Rufe Jones se quitó el abrigo y se frotó la frente. Miró a sus dos compañeros, que no dijeron nada, o quizá se encogieron de hombros. En la oscuridad me costaba ver algo aparte de sus pálidos rostros.

—Muy bien, muy bien, pues que sea pacíficamente —aceptó Rufe Jones—. Solo usted. Pero tiene que ser ahora. Tire el rifle hacia aquí y acabemos con esto.

—Se lo daré cuando lleguemos al bosque, no antes.

—Está bien, pero vamos.

Mi padre asintió.

—Voy a buscar mis cosas —le dijo.

—¡Oh, no! No estoy de humor para engaños —le contestó Rufe Jones rápidamente—. ¡Nos vamos ya! Suba a ese caballo y nos vamos ahora, o no hay trato.

—¡No, papá! —grité corriendo hacia la puerta.

Mi padre se giró hacia mí con esa expresión que, como he dicho, no me resultaba familiar. Como si hubiera visto al demonio. Su cara me asustó. Entrecerró los ojos.

—Quédate dentro, Silas —me ordenó señalándome con el dedo. Su tono era tan serio que me detuve en seco en la puerta. Nunca en la vida me había hablado así—. No va a pasarme nada. Pero no salgas de casa. Para nada. Volveré dentro de una semana. Tienes comida suficiente hasta entonces. Todo irá bien. ¿Me oyes?

No dije nada. No habría podido, aunque lo hubiera intentado.

—¿Me oyes, Silas? —me dijo más alto.

—Pero, papá… —le supliqué con voz temblorosa.

—Tiene que ser así —me contestó—. Estarás a salvo aquí. Nos vemos dentro de una semana. Ni un día después. Ahora vuelve dentro, rápido.

Hice lo que me dijo.

Se dirigió al enorme caballo negro, montó y sin mirarme siquiera lo giró y se alejó al galope con los demás jinetes hacia la vasta noche.

Así es como mi padre empezó a trabajar para una importante banda de falsificadores, aunque en aquel momento no lo sabía.

4

No sé cuánto tiempo me quedé en la puerta observando la colina por la que había desaparecido mi padre. Lo bastante para ver que el cielo empezaba a iluminarse.

—Ven a sentarte, Silas —me dijo Mittenwool en tono amable.

Negué con la cabeza. Me daba miedo apartar la mirada del punto distante en el que había desaparecido mi padre porque temía que, si lo perdía, no podría volver a encontrarlo. Los campos que rodean nuestra casa son llanos en todas las direcciones menos en la colina, que se alza lentamente hacia el este y luego desciende hacia el bosque, una maraña de árboles centenarios rodeados de carpes americanos por los que ni siquiera los carros más pequeños podrían pasar. Al menos, eso dicen.

—Ven a sentarte, Silas —me repitió Mittenwool—. Ahora no podemos hacer nada. Solo tenemos que esperar. Volverá dentro de una semana.

—Pero ¿y si no vuelve? —le susurré con lágrimas resbalándome por las mejillas.

—Volverá. Tu padre sabe lo que hace.

—¿Qué quieren de él? ¿Quién es ese señor Oscar Rensloquesea? ¿Quién es ese tal Mac Boat? No entiendo lo que ha pasado.

—Estoy seguro de que tu padre te lo explicará todo cuando vuelva. Solo tienes que esperar.

—¡Una semana! —A esas alturas las lágrimas me habían empañado tanto la visión que ya no veía el punto en el que había desaparecido mi padre—. ¡Una semana!

Me giré hacia Mittenwool. Estaba sentado a la mesa, inclinado hacia delante y con los codos apoyados en las rodillas. Parecía desamparado. Creo que es la palabra exacta para describir su expresión. Desamparado.

—Todo irá bien, Silas —me aseguró—. Estaré aquí contigo. Y Argos también. Te haremos compañía. Estarás bien. Y antes de que te des cuenta, habrá vuelto tu padre.

Miré a Argos, que se había acurrucado en la caja rota que utilizaba como cama. Era un perro peleón, con una sola oreja y piernas temblorosas.

Y después volví a mirar a Mittenwool, que había alzado las cejas para infundirme confianza. Ya he dicho antes que Mittenwool es un fantasma, aunque no estoy del todo seguro de que esta sea la mejor palabra para definirlo. Un espíritu. Una aparición. La verdad es que no sé exactamente cómo llamarlo. Mi padre cree que es un amigo imaginario o algo así, pero yo sé que no lo es. Mittenwool es tan real como la silla en la que está sentado, la casa en la que vivimos y el perro. El hecho de que solo yo pueda verlo y oírlo no significa que no sea real. En fin, si lo vierais o lo oyerais, diríais que es un chico de unos dieciséis años, alto, delgado y de ojos brillantes, con una rebelde mata de pelo oscuro y una sonrisa cordial. Ha sido mi compañero desde que tengo uso de razón.

—¿Qué voy a hacer? —dije sin aliento.

—Vas a venir a sentarte —me contestó dando una palmada en la silla que estaba junto a la mesa—. Vas a prepararte el desayuno, a meterte un poco de café caliente en el estómago y luego, cuando hayas acabado, haremos balance de la situación. Revisaremos los armarios para ver qué comida tienes y la racionaremos para que tengas suficiente y no te falte de nada durante los siete días. Luego iremos a ordeñar a Mu, traeremos los huevos y le daremos un poco de heno a Mula, como hacemos cada mañana. Esto es lo que vamos a hacer, Silas.

Mientras me hablaba, me senté a la mesa a su lado. Se inclinó hacia mí.

—Todo irá bien —me dijo con una sonrisa tranquiliza­dora—. Ya lo verás.

Asentí porque estaba esforzándose mucho para consolarme y no quería decepcionarlo, pero en el fondo no creía que todo fuera a ir bien. Y resultó que tenía razón. Porque tras haber ordeñado a Mu, haber pasado a ver a las gallinas, haberle dado heno a Mula, haberme preparado unos huevos, haber sacado agua del pozo y vaciado la despensa para ver cuánta comida tenía y hacer raciones para cada día de la semana, y después de haber barrido el suelo, cortado la leña en trozos pequeños y hacer tortitas que acabé no comiéndome porque no tenía nada de hambre, ya que tenía el estómago revuelto por haberme tragado las lágrimas, miré por la ventana y vi que el poni con la cara blanca estaba delante de la casa.

5

A la luz del día no era tan pequeño como me había parecido en la oscuridad. Quizá los caballos que lo rodeaban eran especialmente grandes. Pero ahora, pastando junto al roble chamuscado, el poni parecía de una altura normal para ser un caballo. Su pelo negro brillaba a la luz del sol y tenía el cuello arqueado y musculoso, coronado por esa cabeza totalmente blanca, lo que lo convertía en un espectáculo de lo más peculiar.

Salí y miré a mi alrededor. No había rastro de mi padre ni de los hombres con los que se había marchado. Los campos lejanos estaban silenciosos, como siempre. A última hora de la mañana había llovido un poco, pero ahora el cielo estaba despejado, salvo por unas cuantas nubes largas y finas como el humo.

Me dirigí al poni, y Mittenwool me siguió. Suele poner nerviosos a los animales, pero el poni se limitó a mirarlo con curiosidad mientras nos acercábamos. Tenía largas pestañas negras, un hocico pequeño y ojos azul claro abiertos como los de un ciervo.

—Hola, amigo —le dije en voz baja y extendiendo el brazo con cuidado para darle palmaditas en el cuello—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Supongo que no podía seguir el ritmo de los caballos grandes — sugirió Mittenwool.

—¿Eso es lo que te ha pasado? —le pregunté al poni, que giró la cabeza para mirarme—. ¿Te has quedado atrás? ¿O te han soltado?

—Es un animal extraño.

Algo en la forma en que el poni me miraba, tan directamente, me reconfortó.

—Creo que es muy bonito —dije.

—La cara parece una calavera.

—¿Crees que lo han mandado a buscarme? Recuerda que querían que yo fuera con mi padre. Quizá han cambiado de opinión y ya no quieren que me quede aquí.

—¿Y cómo iba a saber volver él solo?

—Era solo una idea —le contesté encogiéndome de hombros.

—Mira si hay algo en la alforja.

Extendí la mano con cuidado, porque temía asustar al poni, para ver qué había dentro de la alforja mientras el animal siguió mirándome con frialdad, sin asustarse ni inquietarse.

Estaba vacía.

—Quizá Rufe Jones mandó a uno de los hermanos a buscarme con el poni para que yo lo montara —dije entonces—, y al hombre le ha pasado algo, tal vez se cayó de su caballo o algo así, y el poni siguió sin él.

—Supongo que es posible, pero eso no explica cómo ha podido saber volver a tu casa.

—Seguramente siguió el camino que hizo anoche —razoné, pero incluso antes de haber acabado de decirlo se me ocurrió otra cosa—. ¡O tal vez el que venía con el poni era mi padre! —exclamé—. ¡Mittenwool! Quizá mi padre se escapó, estaba volviendo a casa en el gran caballo negro, pero se cayó, y el poni siguió adelante.

—No, no tiene sentido.

—¿Por qué no? ¡Podría ser! ¡Mi padre podría estar tirado en el bosque! ¡Tengo que ir a buscarlo!

Me dispuse a meter el pie descalzo en el estribo, pero Mittenwool se colocó delante de mí.

—Espera, cálmate. Pensémoslo de forma racional, ¿vale? —me dijo muy serio—. Si tu padre hubiera escapado de esos hombres, no se habría llevado el poni. Se habría largado a toda velocidad para llegar a casa lo antes posible. De modo que lo que dices no tiene mucho sentido, ¿no crees? Lo que parece más probable es que, por alguna razón, el poni se perdió en el bosque y volvió aquí. Así que vayamos a buscar un poco de agua para este poni perdido, porque debe de estar reventado, y luego volvamos a casa.

—Mittenwool —le dije moviendo la cabeza, sumido en mis pensamientos, porque se me habían ocurrido muchas cosas mien­tras él estaba hablando. Y esos pensamientos ahora estaban claros como el agua para mí—. Escúchame, por favor. Creo que el hecho de que el poni esté aquí… es una señal. Creo que ha venido a buscarme. No sé si lo ha enviado mi padre o el buen Dios, pero es una señal. Tengo que ir a buscar a mi padre.

—Vamos, Silas. ¿Una señal?

—Sí, una señal.

—Bah —contestó con desdén y negando con la cabeza.

—Piensa lo que quieras —dije, y volví a levantar el pie hacia el estribo.

—¡Tu padre te dijo que lo esperaras! «No salgas de casa. Para nada». Eso dijo. Y es lo que tienes que hacer. Volverá dentro de una semana. Solo tienes que ser paciente.

Por un momento dudé. Un segundo antes lo tenía muy claro, pero Mittenwool me hacía esto de vez en cuando. Sabía disuadirme y poner en duda mi forma de ver las cosas.

—Además, ni siquiera sabes montar a caballo —añadió.

—¡Claro que sé! Monto a Mula cada día.

—Mula es más un burro que un caballo, seamos realistas. Y ahora tú también estás siendo un poco burro. Vamos dentro.

—El burro eres tú.

—Vamos, Silas. Volvamos a casa.

Su insistencia casi me convenció de que abandonara mis intenciones. Lo cierto es que solo había montado a caballo un par de veces en mi vida, y en ambas, como era tan pequeño, mi padre tuvo que subirme a la silla.

Pero entonces el poni resopló, casi como si estornudara, y por alguna razón lo interpreté como una invitación a que lo montara. Con el pie descalzo aún medio metido en el estribo, subí rápidamente a la silla. Pero al intentar pasar la otra pierna hacia el otro lado, se me salió el pie de la tira de cuero y caí hacia atrás, en el barro. El poni soltó un relincho y movió la cola.

—¡Maldita sea! —grité chapoteando el barro con las manos—. ¡Maldita sea! ¡Maldita sea!

—Silas —me dijo Mittenwool en voz baja.

—¿Por qué me ha dejado aquí? —grité—. ¿Por qué me ha dejado solo?

Mittenwool se agachó a mi lado.

—No estás solo.

—¡Lo estoy! —le contesté, y de repente sentí que una enorme lágrima resbalaba por mi mejilla izquierda—. ¡Me ha dejado solo y no sé qué hacer!

—Escúchame, Silas. No estás solo. ¿De acuerdo? Yo estoy aquí. Lo sabes. —Me lo dijo mirándome fijamente a los ojos.

—Lo sé, pero… —Dudé. Me sequé las lágrimas con el dorso de la manga. Me costaba encontrar las palabras adecuadas—. Pero no puedo quedarme aquí, Mittenwool. No puedo. Algo me dice que vaya a buscar a mi padre. Lo siento en los huesos. Tengo que ir a buscarlo. El poni ha venido a por mí. ¿No lo ves? Ha venido a por mí.

Él suspiró y bajó la mirada negando con la cabeza.

—Sé que parece una locura —añadí—. Dios, quizá esté loco. Estoy en el barro discutiendo con un fantasma sobre un poni que ha aparecido de la nada. ¡Seguro que parece una locura!

Mittenwool hizo una ligera mueca. Sabía que no le gustaba la palabra fantasma.

—No estás loco —murmuró.

Le lancé una mirada agradecida.

—Solo iré a la linde del bosque. Te prometo que no pasaré de ahí. Si salgo ahora, puedo llegar y volver al anochecer. Son solo dos horas de viaje, ¿verdad?

Mittenwool miró hacia la colina. Sabía lo que estaba pensando. Yo estaba pensando lo mismo. El bosque me aterrorizaba desde hacía años. Una vez, cuando tenía unos ocho años, mi padre quiso llevarme a cazar y me desmayé de miedo, literalmente. En los árboles siempre he visto todo tipo de formas malvadas. Creo que no fue casualidad que me cayera un rayo cerca de un roble.

—¿Y qué vas a hacer cuando llegues al bosque? —me preguntó Mittenwool—. ¿Vas a echar un vistazo y volver? ¿De qué va a servir?

—Al menos sabré que mi padre no está en algún lugar cerca al que yo puedo ir a ayudarlo, que no está tirado en una zanja de por aquí, en apuros, herido o… —No pude seguir. Lo miré—. Mittenwool, por favor. Tengo que hacerlo.

Giró la cara y se levantó mordiéndose el labio inferior. Siempre lo hacía cuando le daba muchas vueltas a algo.

—Muy bien —dijo por fin, a su pesar—. Tú ganas. No tiene sentido discutir con una persona cuando siente algo en los huesos.

Yo iba a contestar, pero él gritó:

—¡Pero no vayas descalzo! Ni sin abrigo. Y el poni necesita agua. Así que lo primero es lo primero, llevémoslo al abrevadero, démosle un poco de avena y luego prepararemos provisiones para ti. Después iremos a la linde del bosque a buscar a tu padre, que no te quepa duda. ¿Te parece bien?

Oía mi corazón latiéndome en los oídos.

—¿Quieres decir que vendrás conmigo? —le pregunté. No me había atrevido a preguntárselo antes.

Arqueó las cejas y sonrió.

—Claro que voy contigo, tonto.

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DOS

La historia del querer no tiene fin.

ANÓNIMO

«The Riddle Song»