I
EL PUENTE DE BIJELO POLJE
ARRODILLADO EN LA CUNETA, MÁRQUEZ TOMÓ FOCO EN la nariz del cadáver antes de abrir a plano general. Tenía el ojo derecho pegado al visor de la Betacam, y el izquierdo entornado, entre las espirales de humo del cigarrillo que conservaba a un lado de la boca. Siempre que podía, Márquez tomaba foco en cosas quietas antes de hacer un plano, y aquel muerto estaba perfectamente quieto. En realidad no hay nada tan quieto como los muertos. Cuando tenía que hacerle un plano a uno, Márquez siempre accionaba el zoom para enfocar a partir de la nariz. Era una costumbre como otra cualquiera, igual que las maquilladoras de estudio empiezan siempre por la misma ceja. En Torrespaña eran famosas las tomas de foco de Márquez; los montadores de vídeo, que suelen ser callados y cínicos como las putas viejas, se las mostraban unos a otros al editar en las cabinas. No te pierdas ésta, etcétera. Junto a ellos, los redactores becarios palidecían en silencio. No siempre los muertos tienen nariz.
Aquel tenía nariz, y Barlés dejó de observar a Márquez para echarle otro vistazo. El muerto estaba boca arriba, en la cuneta, a unos cincuenta metros del puente. No lo habían visto morir, porque cuando llegaron ya estaba allí; pero le calculaban tres o cuatro horas: sin duda uno de los morteros que de vez en cuando disparaban desde el otro lado el río, tras el recodo de la carretera y los árboles entre los que ardía Bijelo Polje. Era un HVO, un jáveo croata joven, rubio, grande, con los ojos ni abiertos ni cerrados y la cara y el uniforme mimetizado cubiertos de polvillo claro. Barlés hizo una mueca. Las bombas siempre levantan polvo y luego te lo dejan por encima cuando estás muerto, porque ya no se preocupa nadie de sacudírtelo. Las bombas levantan polvo y gravilla y metralla, y luego te matan y te quedas como aquel soldado croata, más solo que la una, en la cuneta de la carretera, junto al puente de Bijelo Polje. Porque lo muertos además de quietos están solos, y no hay nada tan solo como un muerto. Eso es lo que pensaba Barlés mientras Márquez terminaba de hacer su plano.
Dio unos pasos por la carretera, en dirección al puente. El paisaje habría sido apacible de no ser por los tejados en llamas entre los árboles del otro lado del río, y la humareda negra suspendida entre cielo y tierra. A este lado había un talud que bajaba hasta la linde de un bosque, unos campos anegados a la izquierda, y la carretera que hacía una curva cien metros más allá, junto a la granja donde estaba el Nissan. En cuanto al puente, consistía en una antigua estructura metálica milagrosamente intacta después de tres años de guerra, de esas que tienen dos grandes arcos de acero para sostener la pasarela. A Barlés le recordaba uno semejante, de hojalata, que tuvo de niño, con la vía férrea de un tren eléctrico.
Durante toda la mañana habían estado pasando por el puente refugiados que huían del avance musulmán hacia Bijelo Polje: primero coches cargados de gente con maletas y bultos; luego carros tirados por caballos, con críos sucios y asustados; por fin, tras los últimos civiles que huían a pie, soldados exhaustos con la mirada distante, perdida, de aquellos a quienes ya da igual ir hacia adelante que hacia atrás. Al cabo, un último grupo: tres o cuatro jáveos corriendo. Después, otro que sostenía a un herido que cojeaba. Por fin un hombre solo, sin duda un oficial que se había arrancado las insignias, con el Kalashnikov y dos cargadores vacíos en la mano izquierda. Márquez los grabó a todos mientras pasaban, y al ver la TVE pegada en la cámara el oficial lo insultó en croata: Ti-Vi-Ei Yebenti mater, me calzo a vuestra madre, en traducción libre. En el norte de Bosnia los jáveos ya no hacían la uve de la victoria ni daban palmaditas en la espalda a los cámaras de televisión. Eso era viejo de tres años atrás, cuando Vukovar y Osijek y todo aquello; cuando los croatas aún eran los buenos, los agredidos, y los serbios el único malo de la película. Ahora al que más y al que menos le habían partido la boca, las fosas comunes se desenterraban en todos los bandos y cada cual tenía cosas que ocultar. Yebenti mater o yebenti maiku, la versión sólo difería según quién te mentara a la madre. A medida que las guerras se hacen largas y a la gente se le pudre el alma, los periodistas caen menos simpáticos. De ser quien te saca en la tele para que te vea la novia, te conviertes en testigo molesto. Yeventi mater.
Barlés se detuvo a veinte metros del puente: una distancia prudencial desde la que podía distinguir los cajones de pentrita adosados a los pilares, y las botellas de butano que reforzaban el explosivo. Los cables detonadores bajaban por el talud hasta la linde del bosque, donde habían visto retirarse a los zapadores jáveos después de instalar las cargas. No podía verlos pero estaban allí, esperando el momento de hacerlo saltar. En el cuartel general de Cerno Polje, a pesar de su renuencia a pronunciar la palabra retirada, un comandante le había explicado lo básico del asunto:
—Sobre todo no crucen el puente. Se exponen a quedarse al otro lado.
Era lo que ellos llamaban territorio comanche en jerga del oficio. Para un reportero en una guerra, ése es el lugar donde el instinto te dice que pares el coche y des media vuelta. El lugar donde los caminos están desiertos y las casas son ruinas chamuscadas; donde siempre parece a punto de anochecer y caminas pegado a las paredes, hacia los tiros que suenan a lo lejos, mientras escuchas el ruido de tus pasos sobre los cristales rotos. El suelo de las guerras está siempre cubierto de cristales rotos. Territorio comanche es allí donde los oyes crujir bajo tus botas, y aunque no ves a nadie sabes que te están mirando. Donde no ves los fusiles, pero los fusiles sí te ven a ti.
Barlés observó de nuevo el otro lado del río, los árboles que ocultaban Bijelo Polje, y se preguntó qué tipo de blanco ofrecía en ese momento, y para quién. En cuanto asomase tras la curva el primer tanque o los primeros soldados de la Armija, los zapadores del bosque bajarían la palanca detonadora antes de salir corriendo. La idea, supuso, era mantener el puente hasta el último momento, por si alguno de los desgraciados que resistían en el pueblo alcanzaba el río. Aún se les oía disparar los últimos cartuchos entre los tejados en llamas. Por un momento los imaginó rompiendo tabiques para huir de una casa a otra, arrastrando heridos que dejaban rastros de sangre sobre el yeso desmenuzado y los escombros del suelo. Enloquecidos por el miedo y la desesperación. Según el Sony ICF de onda corta y la BBC, en un pueblo vecino la Armija había descubierto una fosa con cincuenta y dos cadáveres de musulmanes maniatados. Y cincuenta y dos cadáveres puestos en fila hacen una fila muy larga. Además, tienen familia: hermanos, hijos, primos. Tienen gente que los echa de menos y al verlos allí, uno detrás de otro y recién desenterrados, se lo toman a mal. Por eso en Bijelo Polje, la Armija perdía poco tiempo en hacer prisioneros. Barlés soltó una risita atravesada y lúgubre, para sus adentros. Quien hubiera bautizado aquello como limpieza étnica, no tenía la menor idea. La limpieza étnica podía considerarse cualquier cosa menos limpia.
Escuchó la salida de un mortero de 60 mm situado en las afueras del pueblo, a un kilómetro del puente, y miró alrededor en busca de un lugar donde ponerse a cubierto. Disponía de unos veinte segundos hasta la llegada, si es que venía en esa dirección, así que decidió olvidarse del casco de kevlar, que estaba en el suelo demasiado lejos, junto a Márquez. Anduvo sin apresurarse demasiado hasta el talud y se tumbó en él boca abajo, observando a su compañero que, aún arrodillado junto al muerto, también había oído el mortero y miraba al cielo como esperando verlo venir.
Eran muchos años juntos en muchas guerras, así que
Barlés supo en el acto lo que ocupaba la atención del
cámara. Resulta muy difícil filmar el impacto de una
bomba, pues nunca sabes exactamente dónde va a caer.
En las guerras las bombas te caen de cualquier modo,
con las leyes del azar sumadas a las leyes de la balística.
No hay nada más caprichoso que una granada de mortero disparada al buen tuntún, y uno puede pasarse la vida filmando a diestro y siniestro en mitad de los bombardeos sin conseguir un plano que merezca la pena. Es
como encuadrar a los soldados en combate; nunca sabes
a quién le van a dar, y cuando lo consigues resulta pura
casualidad, como lo de Enrique del Viso en Beirut, en el
89. Estaba filmando a un grupo de chiítas cuando una
ráfaga se coló en el parapeto y hubo bingo. Después, el
ralentizado mostró las trazadoras de color naranja al rozar
la cámara, un Amal con cara de pasmo llevándose la
mano al pecho mientras soltaba el arma, la cara de Barlés, su boca abierta en un grito: filma, filma, filma. Y es
que la gente cree que uno llega a la guerra, consigue la
foto y ya está. Pero los tiros y las bombas hacen bangzaca-bum y vete tú a saber. Por eso Barlés vio que Márquez, todavía arrodillado, se echaba al hombro la Betacam
y se ponía a grabar otra vez al muerto. Si el impacto caía
cerca, haría un rápido movimiento en panorámica desde
su rostro a la humareda de la explosión, antes de que ésta
se disipase. Barlés confió en que al menos una de las pistas de sonido de la cámara estuviese en posición manual.
En automático, el filtro amortigua el ruido de los tiros y
las bombas, y entonces suenan falsos y apagados, como
en el cine.
La granada de mortero cayó lejos, en la linde del bosque, y Barlés disfrutó mucho al imaginar el susto de los zapadores jáveos. Márquez no se había movido durante la explosión, excepto el arco de panorámica con la cámara, que se perdió en el vacío. Ahora se levantó despacio y vino hasta el lugar donde seguía tumbado Barlés. Una vez, haciendo lo mismo que Márquez, a la caza de una explosión, a Miguel de la Fuente le cayó encima toda la metralla de un mortero serbio en Sarajevo. Metralla y gravilla, el asfalto de media calle. Lo salvaron el chaleco antibalas y el casco, y cuando se agachó para coger un trozo grande de metralla como recuerdo de lo cerca que la tuvo, el metal le quemó la mano. Durante la época dura, en Sarajevo, a eso lo llamaban ir de shopping. Se ponían el casco y los chalecos y se pegaban a una pared en la ciudad vieja, a oírlas venir. Cuando alguna caía cerca, iban corriendo y grababan la humareda, las llamas, los escombros. Los voluntarios sacando a las víctimas. A Márquez no le gustaba que Barlés ayudase a los equipos de rescate porque se metía en cuadro y estropeaba el plano.
—Hazte enfermera, cabrón.
A Márquez las lágrimas no le dejaban enfocar bien, por eso no lloraba nunca cuando sacaban de los escombros niños con la cabeza aplastada, aunque después pasara horas sentado en un rincón, sin abrir la boca. Paco Custodio sí lloró una vez en la morgue de Sarajevo, uno de esos días con veinte o treinta muertos y medio centenar de heridos; de pronto dejó la cámara y se puso a llorar al cabo de mes y medio aguantando aquello sin pestañear. Después se fue a Madrid y vino otro cámara, que tras su primer niño descuartizado por un mortero se emborrachó y dijo que pasaba de todo. Así que Miguel de la Fuente cogió la Betacam y a él le cayó encima la grava y la metralla cuando hacía shopping en Dobrinja, que era un barrio de Sarajevo donde te disparaban a la ida, a la vuelta y durante, y donde los muros del edificio en mejor estado medían metro y medio de alto. Miguel era un tipo duro, y también Custodio lo era, como lo habían sido Josemi Díaz Gil en Kuwait, Salvador y Bucarest, o Del Viso en Beirut, Kabul, Jorramchar o Managua. Todos eran tipos duros, pero Márquez era el más duro de todos. Barlés pensaba eso mientras lo veía acercarse cojeando. Márquez cojeaba desde quince años atrás, cuando iba con Miguel de la Cuadra y se cayó por un precipicio con dos eritreos una noche sin luna, cerca de Asmara. Los dos guerrilleros murieron y él estuvo medio año parapléjico, en un hospital, con la columna vertebral hecha un sonajero, sin mover las piernas y cagándose en los pantalones del pijama. Había salido adelante a base de voluntad y redaños, cuando nadie daba un duro por él. Ahora, cada vez que aparecía en la redacción, la gente se apartaba y lo miraba en silencio. No es que Márquez fuese a la guerra. Sus imágenes eran la guerra.
—Me perdí la bomba.
—Lo he visto.
—Cayó demasiado lejos.
—Más vale demasiado lejos que demasiado cerca.
Era uno de los principios básicos del oficio, como también lo era aquello de mejor te toque a ti que a mí. Márquez asentía despacio. El eterno dilema en territorio comanche es que demasiado lejos no consigues la imagen, y demasiado cerca no te queda salud para contarlo. Y lo malo de hacer shopping con morteros no es que te caigan demasiado cerca, sino encima. Márquez había dejado la cámara en el suelo y estaba en cuclillas junto a Barlés, mirando el puente con los ojos entornados. Le fastidiaba que Barlés o cualquier otro se le metiera en cuadro mientras grababa niños muertos entre ruinas, aunque a veces, cuando ya no podía más, dejaba la cámara en el suelo y también se ponía a remover escombros; pero sólo cuando tenía suficiente imagen para minuto y medio en el Telediario. Márquez era rubio, pequeño y duro, con los ojos claros, y las tías lo encontraban atractivo. Algunos decían que se tiró a la Niña Rodicio durante el bombardeo de Bagdad, pero eso era una estupidez. Durante un bombardeo y con una cámara en la mano, Márquez no le habría dicho tienes ojos negros tienes ni a Oriana Fallaci en sus buenos tiempos, cuando Méjico, Saigón y todo eso. Y la Niña Rodicio no era precisamente Oriana Fallaci.
—Quiero ese puente –dijo Márquez con su voz áspera, de carraca vieja.
Ambos lo querían, pero sobre todo él. Esa era la razón de que permanecieran allí en lugar de largarse con todo el mundo, a pesar de lo tarde que era: menos de tres horas para la segunda edición del Telediario, y aún había de por medio cincuenta minutos de viaje por malas carreteras hasta el punto de emisión. Pero Márquez deseaba ese puente, y Márquez era un tipo testarudo. Casi nunca se ponía el chaleco antibalas ni el casco porque le molestaban para trabajar con la cámara. A diario tenían broncas al respecto.
—No es que me importe mucho –matizaba Barlés–. Pero si te dan, me quedo sin cámara.
Como venganza, Márquez lo hacía situarse para las entradillas en lugares difíciles, donde cuesta concentrarse mientras uno habla ante el micrófono porque está más atento a lo que puede llegar que a lo que dice. Estamos aquí, en bang, bang. Espera, que empiezo de nuevo. Estamos aquí. Vaya, ahora no tiran esos cabrones. Estamos aquí, bang, bang. ¿Ha valido...? Tres años antes, en Borovo Naselje, Márquez lo tuvo cinco minutos de pie y al descubierto a cien metros de las líneas serbias, haciéndole repetir tres veces una entradilla que, por otra parte, a la primera había quedado absolutamente correcta. Jadranka, la intérprete croata, les hizo una foto a la vuelta: el camino lleno de escombros, un tanque serbio despanzurrado al fondo, Barlés discutiendo con cara de pocos amigos y a su lado Márquez, la cámara al hombro, partiéndose de risa. De todos modos, les gustaba trabajar juntos. Ambos compartían el gusto por aquella forma de vida, y cierto sentido del humor rudo, introvertido y acre.
Las entradillas. El problema de la tele es que no puede contarse la guerra desde el hotel, sino que es preciso ir allí donde ocurren las cosas. Uno llega, se pone ante la Betacam con plano medio y el aire a su derecha y empieza a largar. Cuando hay tiros y mucho raas-zaca-bumbum las entradillas quedan vistosas; lo que pasa es que muchas veces aquello no vale para nada, por el ruido. Y cuando sueltas un taco a la mitad, o sea, estás diciendo algo así como “esta mañana la situación se ha deteriorado mucho en el sector de Vitez”, y suena un cebollazo cerca, raaca-bum, y en vez de decir en el sector de Vitez dices en el sector de me cago en su puta madre, pues entonces tampoco vale y hay que repetir. Otras veces te quedas en blanco, te quedas mirando la cámara como un imbécil incapaz de articular palabra, porque cuanto ibas a decir se borra de tu cabeza como si te acabaran de formatear el disco duro. Y después llegas a la retaguardia, o a Madrid, y siempre hay un imbécil que pregunta si los tiros eran de verdad, y tú no sabes si tomártelo a broma o romperle los cuernos. Una vez, Miguel González, de El País, afirmó delante de Márquez que sabía de buena tinta que Barlés pagaba para que los soldados disparasen durante sus entradillas. Como si en la guerra hubiese que pagar para que la gente pegue tiros. Puesto que era de los que sólo van a la guerra de visita, Miguel González ignoraba que Márquez solía trabajar con Barlés; así que lo más suave que se oyó llamar en esa ocasión fue algo del estilo perfecto capullo. También pagamos a los heridos para que se dejen herir, y a los muertos para que se dejen matar, le dijo Márquez. Con la American Express. Así que vete a mamarla. A Parla.
Y es que la antigua Yugoslavia estaba llena de domingueros. Los cascos azules españoles los llamaban japoneses porque llegaban, se hacían una foto y se iban lo antes posible. Por Bosnia pasaban de todo pelaje y procedencia: parlamentarios, intelectuales, ministros, presidentes del Gobierno, periodistas con mucha prisa y sopladores de vidrio en general, que a su regreso a la civilización organizaban conciertos de solidaridad, daban conferencias de prensa e incluso escribían libros para explicarle al mundo las claves profundas del conflicto. Hasta el humorista Pedro Ruiz había estado en Sarajevo con chaleco antibalas y aspecto osado. Por término medio aquellas excursiones bélicas oscilaban entre uno y tres días, pero a toda esta gente le bastaba eso para captar lo esencial del asunto. Uno llegaba de Mostar, o Sarajevo, sucio como un cerdo, y al bajarse del Nissan blindado se los encontraba en los vestíbulos de los hoteles de Medugorje o Split, con chaleco antibalas y casco y expresión intrépida, arriesgando la vida a cincuenta o doscientos kilómetros del tiro más cercano. Barlés recordaba, en sus pesadillas, a la defensora del pueblo, Margarita Rituerto, vestida de casco azul de la señorita Pepis, diciendo Feliz Navidad y yupi-yupi chicos, ojalá volváis pronto a casa, mientras algún legionario grifota le gritaba, desde el fondo de las filas, que todavía estaba