PRÓLOGO
La cambiante memoria de
Veinte poemas de amor
y una canción desesperada
Oscar Steimberg
1. Las fronteras de lectura
La obra poética de Neruda vive partida en dos. En los últimos sesenta, setenta años, la palabra pública de los críticos, de los profesores, de los amigos, de los lectores fervorosos, hizo de Residencia en la tierra el arranque de una «fundación poética» (la condición es estabilizada en la crítica por Amado Alonso en Poesía y estilo de Pablo Neruda, 1951) que cambiaría la poesía de lengua española; en esos versos se habían visto prodigiosamente quebrarse, como nunca en el siglo, los límites entre la lírica y la épica. Los inmediatamente anteriores Veinte poemas de amor y una canción desesperada se convirtieron en cambio, para buena parte de la historia literaria y de la crítica, en el umbral todavía modernista de la nueva fundación, y para el lector sin palabra pública en el objeto de una nostalgia murmurada, ella sí porfiadamente lírica, increíblemente íntima siempre a pesar de las múltiples ediciones primero y de los cambios en el decir poético después; esos cambios que fueron agrandando los intervalos de esos retornos y reduciendo, poco a poco, el lugar de los Veinte poemas en la conversación. A lo largo de las últimas décadas del siglo XX, la coincidencia de públicos múltiples en relación con el lugar de su lectura fue perdiendo sus alcances, y entonces también parte de su vigencia; y se fueron borroneando los márgenes de escucha y comentario de esos versos, que insisten en los fragmentos, capturadores ahora de entusiasmos casi callados, de distintas memorias generacionales.
2. Los fragmentos a separar, a recordar...
Ocurre que un texto así implantado en la memoria social no suele abandonarla del todo. De estos versos siguen volviendo, como siempre, unas aperturas poemáticas con largo reconocimiento de monumentos poéticos, como «Puedo escribir los versos más tristes esta noche», como «Cuerpo de mujer, blancas colinas muslos blancos»; y esos finales como «Quién eres tú, quién eres?», como «Ah, silenciosa!», como «llena es de tristeza»... –y también, desde toda la extensión del libro, esa melancolía paradójica expresada con una gozosa, con una imposible intensidad–. Y eso no puede ser todo. Desde nuevas lecturas tal vez se esté proyectando otra mirada (lateral, de página enfrentada, de vuelta atrás) sobre el texto general.
Se habla desde hace décadas de los rastros de romanticismo tardío y de modernismo finisecular –con su arrastre de las otras escuelas poéticas en las que abrevaron– que conservan los Veinte poemas. Y el señalamiento es cierto si atendemos a esos fragmentos que todos recuerdan, y de los que muy pocos podrían partir para la reconstrucción de un poema entero. Así pasa, en otros órdenes de memoria, con los versos sueltos que en la Argentina hacen el repertorio de tangos de cada uno, y así pasó, según enseñó Menéndez Pidal, con los romances caídos de los grandes cantares del Medioevo, puestos en sombra por esos momentos líricos que se mostraron más convocantes que sus expansiones y sus continuidades épicas. Y vuelve a ocurrir, muy prioritariamente, con aquellos de estos poemas en los que insisten los brillos de ese romanticismo y ese modernismo, o se despliegan novedades en la construcción de escenas de relato que continuaron, después, en la obra posterior de Neruda. Es difícil, en cambio, que en la historia de las lecturas de los Veinte poemas haya ocupado un lugar destacado algún fragmento del poema 2 («En su llama mortal la luz te envuelve...»), en verso libre y con un tratamiento de la metáfora que lo hace vecino de los contemporáneos de los poetas ultraístas que habían escrito ya en España y América, y que estaban probando ya entonces o probarían enseguida otros modos y llamados.
3. La ruptura, la mezcla, la lectura plural...
Conjetura: si bien el poema 2 no está solo en su desvío, otros comparten su margen pero con momentos de tradición o de apelación emotiva que los retiraron de toda insularidad vanguardista. Así, el 9, con la fruición decadentista de su comienzo: «Ebrio de trementina y largos besos...», o el 11, con su fantástico «Hace una cruz de luto entre mis cejas, huye...», o el 13, con sus dos primeros versos inseparables de una memoria abarcativa de la obra general de Neruda, de antes y después: «He ido marcando con cruces de fuego / el atlas blanco de tu cuerpo»; o el 14, inocentado, en perspectiva, por la ya lejana ingenuidad de su final: «Quiero hacer contigo / lo que la primavera hace con los cerezos». Más clavado en su tiempo, pero no por sus rupturas sino por sus ataduras a jerarquías temporales de la moda editorial, queda el 16, precedido por el grave reconocimiento de su condición de «paráfrasis de un poema de Tagore».
Pero tampoco debe haber sido frecuente en las derivas de la lectura la atención a la mezcla de corrientes y procedimientos que recorre el libro, percibido desde distintas miradas como una fluida unidad aunque Neruda mismo haya hablado, ya en sus veinte años, cuando la palabra de autor era más fuerte que hoy, de eso: «Diez años de tarea solitaria, que hacen con exactitud la mitad de mi vida, han hecho sucederse en mi expresión ritmos diversos, corrientes contrarias». Eso decía en una carta a La Nación de Santiago, hablando de la escritura del libro reciente. Era la palabra del autor, del ya reconocido autor, pero como «discurso de artista» no parece haberse sintonizado, al paso de los tiempos, con algún aspecto reconocido del gusto de sus públicos, incluido especialmente el de su público crítico. Esa implicación de una lectura plural, que atendiera a distintos niveles y puntos de vista en el reconocimiento en un mismo texto de corrientes contrarias y que, entonces, se realizara en su recorrido, fue poco atendida en relación con ese libro nacido en la primera mitad de los veinte. Así ocurrió entonces y también después, más allá –o a pesar de– la alta probabilidad de que las mutaciones del gusto y de las jerarquizaciones de temas y procedimientos traídas por los estilos de época hayan silenciosamente juntado y separado de distintos modos esos ritmos y esas corrientes en la serie de sus lecturas. Pero todo lector de poesía sabe que los privilegios concedidos por cada momento de la cultura o por la emoción memoriosa de los aficionados no recaen, a lo largo del tiempo, sobre los mismos fragmentos de unos versos que han devenido populares; ni siquiera se vuelcan sobre los mismos temas. Y tal vez esas sucesiones heterogéneas y esas entradas y salidas de vanguardias y estilos que fueron la historia interna del poemario puedan llegar a percibirse, ahora, como nunca antes; y hasta gustarse, en tiempos en que lectores y oyentes –sobre todo los lectores y oyentes más jóvenes– suelen integrar el reconocimiento de las mezclas de géneros y procedimientos a sus juegos de escucha y de lectura.
4. Las artes impuras y la política, la moda, el estilo de época
En posteriores discursos acompañantes del poeta sobre su propia obra, que siguieron a la distancia a los de juventud –así, los de Confieso que he vivido–, también pueden encontrarse señalamientos parecidos a los de entonces, mezclados con autocelebraciones que alimentan el mito de una poesía surgida de la comunión con la naturaleza o de la condición esencial del hombre del Sur. Junto a esas palmas ideológicas aparecen textos como el titulado «La palabra»: «Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan. (...) Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio...». Y en otros fragmentos, los de distintos anecdotarios incluidos en el mismo libro, irrumpe también como factor central de la producción poética la condición de sujeto de escritura del estilo de época y hasta de la moda. Se lee por ejemplo que Alberto Rojas Giménez, elevado a la distancia a la condición de maestro de escritura y de vida, «escribía sus versos a la última moda, siguiendo las enseñanzas de Apollinaire y del grupo ultraísta de España». Y un poco más adelante: «Nos impuso pequeñas modas (incluso en la caligrafía), y, con infinita delicadeza, me ayudó a despojarme de mi tono sombrío».
Sobre la mezcla o el ir juntos de esas corrientes contrarias, o, como se ha dicho con sentidos diversos, sobre el carácter impuro de esta poesía: en alguna canción de rápida llegada a públicos de los setenta fueron juntados, por su lugar en la historia y en el arte, tres Pablos: Neruda, Picasso, Casals. Puede sostenerse que la asociación, construida entonces por el cantante Alberto Cortez, es, al menos, excesiva, aunque no corresponda discutirlo aquí; en todo caso, podría sostenerse que sólo unía a los tres la condición de artistas, la fatalidad de unas muertes con gloria y el haber vivido algunas de las de la España Rota. En cambio, podría defenderse la pertinencia de otro paralelo, así fuera absolutamente parcial, que uniera solamente a Picasso y Neruda. Algo plural y representativo une sus obras y sus modos de diferenciación con respecto a otras de la cultura. Tanto en uno como en otro caso las rupturas poéticas y artísticas hicieron bloque, en cada secuencia de obras, con escenas y relatos de vibrante actualidad en los imaginarios de época; y no sólo por el emplazamiento político del artista. Son obras reconocidas como de vanguardia pero que se proponen, además, como la escena agónica de una concepción esperanzada y dolorosa del tiempo histórico y de las escenas de una visión de época, compartida y debatida en su tiempo, de la vida cotidiana. Y que al hacerlo convocan relatos que contradicen o atenúan, desde un sentido asentado en una palabra política reconocida de su tiempo, o en las visiones de época de la vida de todos los días, la condición de aislamiento o frialdad formal adjudicada habitualmente a los textos de ruptura poética y artística. Las figuras del Guernica juntan la multiplicidad de su insistencia en la estela del cubismo y sus rupturas de la perspectiva centrada con un título y unas explicitaciones de sentido que son la propuesta indudable de una interpretación histórica y se yerguen, desde la letra, como guías para la comprensión; las metáforas de oscura materia y las hipérboles de Neruda en los poemas de la guerra civil española, en «España en el corazón», se organizan en torno del eje de las más compartidas palabras de combate. Que valen, en la economía del poema, no sólo por sus contenidos. Harold Bloom liquida la cuestión del «desdichado estalinismo» del Neruda de Canto general considerándolo «a menudo una excrecencia». Pero el problema es que esa excrecencia es lo que contribuye en ese caso a la construcción de una empresa poética «impura», que une ruptura del lenguaje con previsibilidad argumentativa, para el disfrute de un contrato de lectura que la propone como inestable y previsible a la vez. En relación con esas tensiones, la cuestión es acá la de aceptar o rechaza