PRÓLOGO
El teatro de Lorca
Miguel García-Posada
Para juzgar bien este teatro no debe olvidarse el marco problemático en el que nació y se desarrolló: un marco al que definía la apoteosis del comercialismo y en el que las empresas de relieve eran escasas. En 1922 escribía Lorca su primera obra madura, Tragicomedia de don Cristóbal y la señá Rosita. Dominaban la escena entonces la alta comedia, el drama rural, el drama modernista, el sainete y el astracán, todos ellos pautados en grado diverso por el naturalismo. Regían la vida teatral las «grandes» y arbitrarias actrices, dueñas y señoras de las compañías. En ese medio trató de abrirse camino con admirable obstinación. Y así logró convencer a Catalina Bárcena y Gregorio Martínez Sierra, que como empresario era hombre de ciertas inquietudes, para estrenar El maleficio de la mariposa, aventura prematura que se resolvió en fracaso. Sabedor de la debilidad de su obra, el poeta asimiló el fiasco y siguió trabajando en sentar las bases de una dramaturgia sólida y en prepararse como hombre de teatro, extremo que no debe olvidarse al considerar su trayectoria de autor dramático. Con la sumersión en el teatro de títeres, que conocía desde niño, bebió Lorca en una de las grandes fuentes del drama europeo y se apartó de los modelos canónicos.
En la vía del teatro comercial iba a adentrarse con la composición de Mariana Pineda, que terminaba en enero de 1925. Más de dos años le costaría estrenar el drama, que la perspicaz Margarita Xirgu se atrevió a montar en Barcelona. La obra, que se estrenó también en Madrid en el otoño del veintisiete, significó el primer pacto de Lorca con el teatro comercial mediante la adopción del canon del drama histórico modernista, tal como Eduardo Marquina lo venía ejecutando con éxito. El poeta de vanguardia, el autor que escribía La zapatera prodigiosa, Amor de don Perlimplín y los Diálogos, era consciente de la contradicción que suponía escribir una obra así, pero necesitaba consolidar su carrera ante su familia. Después de Mariana Pineda, que conoció acogida discreta, volvió a insistir en el teatro que en verdad le interesaba y en 1928 acordó con Rivas Cherif la representación de Amor de don Perlimplín por el grupo Caracol que aquél dirigía. La dictadura prohibiría la obra por presunta inmoralidad en febrero de 1929. El suceso afectó mucho al autor, que, cansado del esfuerzo que le había costado estrenar Mariana Pineda, veía ahora la prohibición de su teatro más genuino, lo que le llevó a albergar serias dudas sobre su viabilidad como dramaturgo en una sociedad así. Dados estos supuestos, reflexionaría a fondo en torno a la necesidad de que el dramaturgo impusiera sus puntos de vista por encima de las coacciones del público y de la taquilla; así lo reflejan el prólogo de La zapatera prodigiosa y El público, además de la Charla sobre teatro.
En los antípodas del más grosero drama comercial escribirá sus obras más audaces, El público y Así que pasen cinco años, que sin demasiada convicción y ningún fruto intentó llevar a la escena. Sí lo consiguió con La zapatera prodigiosa, que Margarita Xirgu estrenaba en diciembre de 1930, con acogida aceptable. Después de terminar Así que pasen, Lorca, que estaba decidido a ser dramaturgo profesional, resolvió pactar con el teatro comercial. El modelo volvía a ser Marquina, esta vez con sus dramas rurales, tan exitosos como los históricos. Y el éxito perseguido se produjo al fin: la presión del modelo marquiniano, más el recuerdo del poeta del Romancero gitano, cristalizaron en el triunfo de Bodas de sangre, cuyo estreno madrileño fue afortunado, pero al que superó de largo la intuición de Lola Membrives, que «olió» el filón y convirtió al autor en dramaturgo de multitudes al alcanzar en Argentina un triunfo clamoroso con la tragedia. El camino del poeta era ya firme, sin que por eso evitara la explotación de otros modelos consagrados, como el drama rural benaventino en La casa de Bernarda Alba.
No se le escapaba la dimensión de sus dramas de vanguardia. Pero no conseguía dar salida por los circuitos comerciales a esas piezas. El teatro de los dramas y tragedias fue el resultado de un pacto y es irrisorio reprochárselo a quien en circunstancias adversas consiguió calidades muy altas y a la vez logró que algunas de sus otras obras se representaran con más o menos normalidad. La dedicación al Teatro Universitario La Barraca acreditaba la transparencia de los propósitos de Lorca, que con ese grupo de estudiantes emprendió la indispensable empresa de renovar la puesta en escena del drama clásico español, arruinado en refundiciones sin talento y agostado por actores amanerados y enfáticos. Fue una gran experiencia para él como director de escena y autor, y ha quedado en la memoria de la dramaturgia contemporánea como modelo de acercamiento a los grandes clásicos. Cervantes, Lope y Calderón sonaron y se vieron de otro modo en los pueblos y ciudades de la España republicana.
Lorca restituyó al drama su dimensión poética, que se halla en sus mismos orígenes. Éste es el significado histórico de su obra. Al definir el teatro como «la poesía que se levanta del libro y se hace humana», estaba postulando la poesía que expresaba los problemas de la vida y de la historia en todo su alcance. «El público virgen –dijo–, el público ingenuo, que es el pueblo, no comprende cómo se le habla de problemas despreciados por él en los patios de vecindad», modo efectivo de señalar su rechazo del naturalismo.
Este teatro poético se asienta sobre el supuesto clave de la autoridad de la escena y del dramaturgo, según hemos adelantado. Cabía así imponer sentido didáctico al drama según recuerda la Charla sobre teatro, el discurso que dirigió a los actores madrileños en febrero de 1935, con motivo de la representación de Yerma a ellos dedicada:
El teatro es una escuela de llanto y de risa y una tribuna libre donde los hombres pueden poner en evidencia morales viejas o equivocadas y explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón y el sentimiento del hombre.
No es el didactismo de corte brechtiano el que resuena en esas palabras, sino la vieja idea del teatro como escuela de convivencia y de sensibilidad, que en algún sentido enlaza con el reformismo republicano, de filiación institucionista. Esas morales caducas o erróneas remiten a piezas como Doña Rosita la soltera y La casa de Bernarda Alba –la represión de la mujer, el autoritarismo–, como las «normas eternas» se relacionan con Bodas y Yerma. Por eso, hablaba ahí también de no homenajear a los dramaturgos (Lorca había rechazado el homenaje que se le había querido tributar por el éxito de Yerma) y organizar «ataques y desafíos» en los que se propusieran temas como «la angustia del mar en un personaje» o «la desesperación de los soldados enemigos de la guerra». En la lista de proyectos que se conserva de estos años aparecen mencionados El miedo del mar, Drama de la costa cantábrica y Carne de cañón, subtitulado Drama contra la guerra. Teatro poético, sí.
Mientras lo dejaron, él cumplió con su programa a mil leguas del naturalismo, la trivialidad y el abusivo imperio de lo comercial. Programa que, para entenderse de manera cabal, ha de interpretarse en el marco de su concepción globalizadora del teatro, entendido éste como espectáculo total. En diversas declaraciones insistió sobre la significación de la plástica y del lenguaje corporal, en eco muy claro de las recientes tendencias de la escena.
Lo que conocemos sobre los montajes de Lorca, de sus propias obras o de las ajenas, es consecuente con su pensamiento sobre la materia. El elemento musical adquiere importancia notoria; las armonizaciones conservadas o reconstruidas son ilustrativas sobre el particular. La zapatera prodigiosa tiene mucho de ballet («casi un ballet... una pantomima y una comedia al mismo tiempo», declaró); dramatizaba, pues, la música, como sabía dramatizar los silencios: La casa de Bernarda Alba es un modelo único de contraste entre los parlamentos y las pausas, que son tan significativas como aquéllos y se producen según un ritmo graduado a la perfección. Música, silencios, ballet. El segundo cuadro de El público es un diálogo del amor imposible, pero ha sido concebido como una danza ritual. Yerma, tan rica de elementos musicales, incluye una delicada pantomima en su comienzo, que anticipa el alcance de la obra, y contiene la danza del Macho y la Hembra. La explotación del escenario es sorprendente; valga La casa, llena de dobles fondos, de escenarios exteriores que gravitan sobre el explícito espacio cerrado: voces de María Josefa, gritos de angustia de la mujer linchada, golpes del caballo garañón... Teatralidad riquísima vertebra –gestualidad, color, entradas y salidas– este discurso. La escenografía, la música, la plástica y la coreografía colaboran en el propósito de conseguir ese espectáculo total. Teatro poético, sí; teatro espectáculo también y de modo indisociable.
El lenguaje concentra las fuerzas de gravedad de esta obra, fiel siempre el poeta a la central intelección literaria del fenómeno dramático. De Valle-Inclán aprendió a eliminar el naturalismo lingüístico, pero también aprendió más: asimiló su densidad expresiva, la recreación de los registros populares, la economía de la frase. Valle explotó en sus dramas galaicos el castellano campesino que había oído hablar en su infancia y lo recreó de modo artístico; Lorca no llega más que a dar pinceladas andaluzas en algunas obras y en determinados personajes, pero siempre se sitúa en la forma interior del idioma. Nada de prosaísmos. A la vez, carga su sistema expresivo de simbolismo, de sentidos connotativos: metáforas, ironías, alusiones, hipérboles, símbolos. Son raros los pasajes neutros y, de haberlos, se hallan envueltos en un contexto que conjura siempre la amenaza de lo plano, de lo desustanciado. Este lenguaje es uno de los grandes hallazgos de la dramaturgia lorquiana, distante del naturalismo pero también de la literaturización verbalista, lejana lo mismo del avulgaramiento que de los registros grandilocuentes o «literarios».
El verso se relaciona con la música, con la canción, o bien funciona en situaciones de desrealización que así lo permiten –«a un lado queda Mariana Pineda, la única obra de la madurez sólo en verso–. El análisis detallado de los contextos donde se introduce el verso confirmaría lo que acabo de exponer. No más que el prejuicio «realista» puede revolverse contra ese uso del verso en el teatro. La casa no se halla del todo exenta de versos, pero su mayor «desnudez» no puede argüirse como prueba de que el poeta dramático se impone «al fin» sobre el lírico. Era un problema de recursos, y así lo entendió siempre Lorca, al margen de que confiara en sus dotes de gran poeta del verso para seducir al público –que estaba acostumbrado a discursos metrificados de peor calidad y bastante más accesibles.
Los influjos que este teatro recibe iluminan su propia identidad. Son de origen diverso, pero pueden considerarse los siguientes: Lope y, en menor grado, Calderón, dentro de una poética que sintió fervor por los grandes logros del teatro del Siglo de Oro; Shakespeare; el teatro modernista y el teatro de títeres y, además, Valle-Inclán. En relación con Lope, la crítica ha señalado el uso estratégico de la canción popular o popularizante. La canción ilustra el drama o llega al escenario para crear un clima dramático. Calderón le enseñó dos cosas: lo que era ser un gran poeta del teatro, dueño como es de una tensión expresiva sin igual en el drama clásico español, y el poder supremo de hacer poesía dramática con las abstracciones. Esto explica la admiración del poeta moderno por el auto sacramental La vida es sueño, que contiene «momentos dramáticos de difícil superación en ningún teatro», según dijo en su presentación de la obra con La Barraca. El «fruto» de ese fervor fue El público, que tiene mucho de auto sacramental sin sacramento. La presencia de lo alegórico, visible en varios personajes, deriva también de ahí. La alegoría llegará asimismo hasta Así que pasen cinco años.
Lorca admiró a Shakespeare más que a ningún otro dramaturgo y le rindió homenaje en varias ocasiones: así en El público, donde Romeo y Julieta y Sueño de una noche de verano iluminan claves esenciales de la obra, como la tragedia del amor puro y la accidentalidad del instinto amoroso.
Ya hemos tocado, aunque de modo sumario, la ascendencia de drama modernista, patente en algunos temas y en ciertas estructuras y recursos. El teatro de títeres influye también sobre la dramática lorquiana. Significó para él el reencuentro con una de las grandes fuentes del drama cegada por el teatro burgués. Se dedicó al guiñol desde el comienzo de su carrera de dramaturgo hasta el final de su vida, viendo en él libertad, teatralidad e imaginación insustituibles. Un hilo conductor comunica la pasión por los títeres y la creación de El público. El guiñol lo puso en contacto con el lenguaje popular en sus mismas fuentes dramáticas: la contundencia expresiva, el descaro, la insolencia verbal alcanzaban genuina plasmación artística a fuerza de inocencia y frescura, como proclama el Director en la conclusión del Retablillo. El magisterio de Valle fue evidente. Sin la gigantesca empresa del ciclo trágico galaico, con Divinas palabras al frente, Lorca no habría orientado su teatro como lo hizo. Valle le mostró cómo se construía un universo mítico: las concordancias entre la romería de Yerma y algunas escenas de Divinas palabras son evidentes. Le enseñó asimismo a desterrar el naturalismo lingüístico y a trabajar sobre la forma interior del lenguaje. En él aprendió nuestro poeta el uso de lo grotesco que revela el Retablillo, que pudo ser inducido por la publicación en 1930 de Martes de carnaval. Pero el discípulo creció pronto y su relación con el maestro se trocó en diálogo entre los dos mayores autores dramáticos de la lengua en el siglo XX.
Los temas del drama lorquiano son los mismos de la poesía. La frustración alienta aquí poderosa y, a su través, la muerte. Frustración metafísica, pero también social. El amor es tema capital. Discurre por todo el drama lorquiano, magnífico y sombrío a la vez. Amor de hombres y mujeres, amor sólo de hombres (El público). Un amor que puede llevar y lleva a la muerte. O que hace morir en vida, como les sucede a tantas mujeres sin esperanza –así doña Rosita o la Mecanógrafa de Así que pasen– y a algún hombre también –el Joven de este último drama.
Éste es un mundo sobre todo femenino. Alguna crítica ha pretendido dar explicaciones psicoanalíticas que en nuestra opinión son problemáticas. Decir, como se ha dicho, que nos encontramos ante un supuesto teatro de mujeres habitado por hombres, nos parece arriesgado. La complejidad de algunos personajes femeninos –así Yerma– no debiera dar lugar a conclusiones mecánicas. Yerma no es un homosexual disfrazado sino una mujer, como mujeres son las habitantes de La casa.
La esterilidad es otro tema nuclear. Y la muerte, y el paso del tiempo; como la poesía, también este teatro arremete contra el principio de identidad: disfraces de El público, alegorías de Así que pasen. Hasta el drama llega la protesta social, sobre todo en las últimas obras (Doña Rosita, La casa).
Estos temas se encauzan en el plano dramático a través de su estructuración «sobre una sola situación básica, resultante del enfrentamiento conflictivo de dos series de fuerzas que, por reducción a su esencia, podemos designar principio de autoridad y principio de libertad», según ha escrito Francisco Ruiz Ramón. Estos dos principios, en su diversa expresión –orden, tradición, realidad, colectividad, de un lado, frente a instinto, deseo, imaginación, individualidad, de otro– «son siempre –según el citado crítico– los dos polos fundamentales de la estructura dramática». En efecto, la articulación dramática se produce así. Como la poesía, el teatro de Lorca se nutre también de opuestos, sin descuidar, en las obras más complejas, la pluralidad de planos. El binarismo esencial explica, en cierta medida, el rigor y la coherencia con que el conflicto dramático se plantea, ajeno siempre a vaguedades, excursos y circunloquios.
Puede intentarse la clasificación de esta producción dramática en términos comprensivos y suficientes. Encontramos así los siguientes grupos de obras:
1) Dramas modernistas. Al drama histórico modernista pertenece Mariana Pineda. Como otras piezas juveniles, El maleficio de la mariposa es drama modernista de tipo simbólico.
2) Las farsas: Se dividen, a su vez, en dos clases: a) farsas para guiñol: Tragicomedia de don Cristóbal y Retablillo más la desaparecida La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón; b) farsas para personas: La zapatera prodigiosa y Amor de don Perlimplín.
3) Las «comedias imposibles»: El público y Así que pasen cinco años. Estas obras están anunciadas de alguna manera por los Diálogos, sobre los que parece claro el impacto del primer surrealismo.
4) Las tragedias: Bodas y Yerma. El autor pensó primero en escribir una «trilogía dramática de la tierra española», según declaró en 1933. La tercera obra podría haber sido La destrucción de Sodoma, de la que parece haber existido un acto, pero también cabe que su lugar lo hubiera ocupado La sangre no tiene voz, sobre el tema del incesto. De ser así, La destrucción habría pasado a formar parte de la proyectada trilogía bíblica. La crítica viene considerando La casa como el cierre de la trilogía, pero a mi juicio se integra mejor en el grupo de los dramas.
5) Dramas: Doña Rosita y La casa.
Cada uno de estos grupos muestra las diversas elecciones que hizo Lorca entre los géneros dramáticos. Son elecciones estructurales y estilísticas; se trata de códigos diferenciados mediante los cuales se produce el mensaje escénico. Aunque puedan existir desajustes cronológicos en esta clasificación, ofrece una secuencia muy ordenada. Casi todo el teatro juvenil está marcado por el modernismo, del que Mariana Pineda es tardío rebrote. La dedicación a la farsa domina en los años veinte; las «comedias imposibles» ocupan al autor entre 1929 y 1931; razones señaladas explican el cambio desde las «comedias imposibles» a las tragedias (1931-1934); y son causas de orden social las que explican el cambio desde aquéllas a los dramas.
LAS OBRAS
Abrimos este volumen con Charla sobre teatro, texto fundamental, de 1935, para entender el concepto maduro que Lorca tuvo de la escena. Sigue la primera obra con la que intentó abrirse paso en el teatro comercial, Mariana Pineda, obra primeriza pero que el autor no dudó en reestrenar en Buenos Aires en 1934. La inteligencia del poeta evitó el tratamiento político de la protagonista para acercarse a ella como a una víctima del amor, «Julieta sin Romeo» la llamó. Mariana muere por amor a don Pedro de Sotomayor, no por sus ideas políticas: «¡Yo soy la Libertad porque el amor lo quiso!», exclamará dirigiéndose al sacrificio. Es heroína ya muy lorquiana, «mujer pasional hasta sus propios polos, una posesa, un caso de amor magnífico de andaluza en un ambiente extremadamente político», agregaba él. De este distanciamiento respecto de la materia política deriva el aire de romance popular, de estampas del XIX que posee el drama, subtitulado con justeza «Romance popular en tres estampas», y que el poeta envuelve en la lejanía del tiempo, aunque quisieran verse inexistentes propósitos doctrinarios, que él mismo rechazó, por más que en el estreno madrileño el público considerara hostiles a la dictadura algunas referencias a la libertad. Por eso el mismo autor habló de «una especie de cartelón de ciego estilizado», de «una visión nocturna, lunar, infantil».
Cruce casi imposible entre el drama modernista, marquiniano, y la escritura del poeta de vanguardia, Mariana ha sobrevivido en solitario al teatro en verso, aunque de él adoptara, además del metro, algunos módulos constructivos como el monólogo lírico, el «aria», que da lugar a hermosos momentos en que el poeta se exhibe magnífico –citemos además el romance de la corrida de toros en Ronda, el de la muerte de Torrijos, el coro de las monjas en el último acto–. La imposición del lírico sobre el dramaturgo que «cuenta» una historia, explica lo que de ópera detectó en ella la crítica más aguda, porque Mariana es heroína muy de ópera; así se ha adaptado años después. Las secuencias líricas son lo mejor de la obra. El grupo de las farsas podría en rigor escindirse en dos, el popular y el culto. En todo caso, el hecho es que el guiñol atrajo con fuerza la atención del joven Lorca. Las cuatro farsas se alimentan de la misma sustancia temática: el conflicto entre mujer joven y marido viejo, casados por conveniencias. El poeta cultiva con fervor la «viejísima farsa rural». Dentro de su canon alumbra su primera obra madura, la Tragicomedia de don Cristóbal, que no llegaría a estrenarse en vida del autor. La primera versión, de 1922, fue reformada poco después sin que Lorca consiguiera estrenarla pese a sus esfuerzos. En la versión que conocemos, la Tragicomedia, integrada por veinticuatro personajes, dotada de intenso movimiento escénico y escrita en lenguaje dramático muy variado (escenografía, folclore, etc.), es de tal complejidad que excede los límites del guiñol. A buen seguro, la representación habitual era su destino, según acreditan los sucesivos y frustrados intentos de estrenarla con actores y no con muñecos.
La versión del Retablillo, que reduce y simplifica considerablemente la pieza anterior, es más operativa y acentúa los elementos grotescos, pero mantiene intacto el drama de la autenticidad (don Cristóbal es pura apariencia y la pura apariencia no puede comprar el amor de doña Rosita) que sustentaba la Tragicomedia, señal inequívoca del respeto que Lorca sentía por el teatro de títeres, cuyos resortes conoce y, al mismo tiempo, trasciende.
Las «farsas para personas» corroboran esta complejidad. Un simbolismo de base cervantina (Cervantes aletea en la obrita) ilumina a la zapaterilla (La zapatera prodigiosa), tipo y arquetipo, «mito de nuestra pura ilusión insatisfecha». El humor, el andalucismo grácil, formulado con maestría, el aire de ballet, la música, cierto tono de guiñol, son los paisajes que colorean la farsa, modelo de síntesis y plasticidad, vertebrada por un ritmo nervioso al servicio de la idea turbadora: la insuficiencia de lo real. La zapatera, que Lorca llamó durante un tiempo «fantasiosa», sueña con los mejores amantes mientras ha de soportar a su marido; cuando éste, harto del maltrato psicológico, se marcha, la zapaterita lo recrea, luminoso y bello, en su imaginación... Su sola compañía positiva, cercada como está por el pueblo maldiciente, es un niño, único ser que se sitúa en su mundo de imaginativa. Tres años después de su estreno, la farsa se repuso en Buenos Aires con mucho éxito, en versión amplificada, que aumentaba el número de canciones y bailables y añadía algunos otros elementos, todo ante las exigencias de Lola Membrives para alargar la representación. A nuestro juicio, es inferior a la versión de 1930, que es la que aquí seguimos.
Nota
Los textos proceden de mi edición de Obras Completas, 4 vols., Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 1996-1997.
Charla sobre teatro
Queridos amigos:
Hace tiempo hice firme promesa de rechazar toda clase de homenajes, banquetes o fiestas que se hicieran a mi modesta persona; primero, por entender que cada uno de ellos pone un ladrillo sobre nuestra tumba literaria, y segundo, porque he visto que no hay cosa más desolada que el discurso frío en nuestro honor, ni momento más triste que el aplauso organizado, aunque sea de buena fe.
Además –esto en secreto–, creo que banquetes y pergaminos traen el mal fario, la mala suerte, sobre el hombre que los recibe; mal fario y mala suerte nacidos de la actitud descansada de los amigos que piensan: «Ya hemos cumplido con él». Un banquete es una reunión de gente profesional que come con nosotros y donde están, pares o nones, las gentes que nos quieren menos en la vida.
Para los poetas y dramaturgos, en vez de homenajes yo organizaría ataques y desafíos en los cuales se nos dijera gallardamente y con verdadera saña: «¿A que no tienes valor de hacer esto? ¿A que no eres capaz de expresar la angustia del mar en un personaje? ¿A que no te atreves a cantar la desesperación de los soldados enemigos de la guerra?». Exigencia y lucha, con un fondo de amor severo, templan el alma del artista, que se afemina y destroza con el fácil halago. Los teatros están llenos de engañosas sirenas coronadas con rosas de invernadero, y el público está satisfecho y aplaude viendo corazones de serrín y diálogos a flor de dientes; pero el poeta dramático no debe olvidar, si quiere salvarse del olvido, los campos de rocas, mojados por el amanecer, donde sufren los labradores, y ese palomo, herido por un cazador misterioso, que agoniza entre los juncos sin que nadie escuche su gemido.
Huyendo de sirenas, felicitaciones y voces falsas, no he aceptado ningún homenaje con motivo del estreno de Yerma; pero he tenido la mayor alegría de mi corta vida de autor al enterarme de que la familia teatral madrileña pedía a la gran Margarita Xirgu, actriz de inmaculada historia artística, lumbrera del teatro español y admirable creadora del papel, con la compañía que tan brillantemente la secunda, una representación especial para verla.
Por lo que esto significa de curiosidad y atención para un esfuerzo noble de teatro, doy, ahora que estamos reunidos, las más rendidas, las más verdaderas gracias a todos. Yo no hablo esta noche como autor ni como poeta, ni como estudiante sencillo del rico panorama de la vida del hombre, sino como ardiente apasionado del teatro y de su acción social. El teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la educación de un país y el barómetro que marca su grandeza o su descenso. Un teatro sensible y bien orientado en todas sus ramas, desde la tragedia al vodevil, puede cambiar en pocos años la sensibilidad de un pueblo; y un teatro destrozado, donde las pezuñas sustituyen a las alas, puede achabacanar y adormecer a una nación entera. El teatro es una escuela de llanto y de risa y una tribuna libre donde los hombres pueden poner en evidencia morales viejas o equivocadas y explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón y el sentimiento del hombre. Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo; como el teatro que no recoge el latido social, el latido histórico, el drama de sus gentes y el color genuino de su paisaje y de su espíritu, con risa o con lágrimas, no tiene derecho a llamarse teatro, sino sala de juego o sitio para hacer esa horrible cosa que se llama matar el tiempo. No me refiero a nadie ni quiero herir a nadie; no hablo de la actualidad viva, sino del problema planteado sin solución.
Yo oigo todos los días, queridos amigos, hablar de la crisis del teatro, y siempre pienso que el mal no está delante de nuestros ojos, sino en lo más oscuro de la esencia; no es un mal de flor actual, o sea de obra, sino de profunda raíz, que es, en suma, un mal de organización. Mientras que actores y autores estén en manos de empresas absolutamente comerciales, libres y sin control literario ni estatal de ninguna clase, actores, autores y el teatro entero se hundirá cada día más, sin salvación posible.
El delicioso teatro ligero de revista, vodevil y comedia bufa, géneros de los que soy aficionado espectador, podría defenderse y aún salvarse; pero el teatro en verso, el género histórico, la llamada alta comedia y la espléndida zarzuela hispánica sufrirán cada día más reveses, porque son géneros que exigen mucho y donde caben las innovaciones verdaderas, y no hay autoridad ni espíritu de sacrificio para imponerlas a un público al que hay que domar con altura y contradecirlo y atacarlo en muchas ocasiones. El teatro se debe imponer al público y no el público al teatro. Para eso, autores y actores deben revestirse, a costa de sangre, de gran autoridad, porque el público de teatro es como los niños en las escuelas: adora al maestro grave y austero que exige y hace justicia, y llena de crueles agujas las sillas donde se sientan los maestros tímidos y adulones, que ni enseñan ni dejan enseñar.
Al público se le puede enseñar –conste que digo público, no pueblo–; se le puede enseñar, porque yo he visto patear a Debussy y a Ravel hace años, y he asistido después a las clamorosas ovaciones que un público popular hacía a las obras antes rechazadas. Estos autores fueron impuestos por un alto criterio de autoridad superior al del público corriente, como Wedekind en Alemania y Pirandello en Italia, y tantos otros.
Hay necesidad de hacer esto para bien del teatro y para gloria y jerarquía de los intérpretes. Hay que mantener actitudes dignas, en la seguridad de que serán recompensadas con creces. Lo contrario es temblar de miedo detrás de las bambalinas y matar las fantasías, la imaginación y la gracia del teatro, que es siempre, siempre, siempre, un arte, y será siempre un arte excelso, aunque haya habido una época en que se llamaba arte a todo lo que no gustaba, para rebajar la atmósfera, para destruir la poesía y hacer de la escena un puerto de arrebatacapas.
Arte por encima de todo. Arte nobilísimo, y vosotros, queridos actores, artistas por encima de todo. Artistas de pies a cabeza, puesto que por amor y vocación habéis subido al mundo fingido y doloroso de las tablas. Artistas por ocupación y preocupación. Desde el teatro más modesto al más encumbrado se debe escribir la palabra arte en salas y camerinos, porque si no, vamos a tener que poner la palabra comercio o alguna otra que no me atrevo a decir. Y jerarquía, disciplina y sacrificio y amor.
A través de mi vida, si vivo, espero, queridos actores, que os encontréis conmigo y yo con vosotros. Siempre me hallaréis con el mismo encendido amor al teatro y con la moral artística del ansia de una obra y una escena cada vez mejor. Espero luchar para seguir conservando la independencia que me salva; y para calumnias, horrores y sambenitos que empiecen a colgar sobre mi cuerpo, tengo una lluvia de risas de campesino para mi uso particular.
No quiero daros una lección, porque me encuentro en condiciones de recibirlas. Mis palabras las dicta el entusiasmo y la seguridad. No soy un iluso. He pensado mucho –y con frialdad– lo que pienso, y, como buen andaluz, tengo el secreto de la frialdad porque tengo sangre antigua. Yo sé que la verdad no la tiene el que dice «hoy, hoy, hoy» comiendo su pan junto a la lumbre, sino el que serenamente mira a lo lejos la primera luz en la alborada del campo.
Yo sé que no tiene razón el que dice «Ahora mismo, ahora, ahora» con los ojos puestos en las pequeñas fauces de la taquilla, sino el que dice «Mañana, mañana» y siente llegar la nueva vida que se cierne sobre el mundo.
2 de febrero de 1935
Mariana Pineda
Romance popular en tres estampas
A la gran actriz Margarita Xirgu
Personajes
MARIANA PINEDA
ISABEL LA CLAVELA
DOÑA ANGUSTIAS
AMPARO
LUCÍA
NIÑO
NIÑA
SOR CARMEN
NOVICIA PRIMERA
NOVICIA SEGUNDA
MONJA PRIMERA
FERNANDO
DON PEDRO SOTOMAYOR
PEDROSA
ALEGRITO
CONSPIRADOR PRIMERO
CONSPIRADOR SEGUNDO
CONSPIRADOR TERCERO
CONSPIRADOR CUARTO
MUJER DEL VELÓN
NIÑAS
MONJAS
Prólogo
Telón representando el desaparecido arco árabe de las Cucharas y perspectiva de la plaza Bibarrambla. La escena estará encuadrada en un margen amarillento, como una vieja estampa, iluminada en azul, verde, amarillo, rosa y celeste. Una de las casas que se vean estará pintada con escenas marinas y guirnaldas de frutas. Luz de luna. Al fondo, las Niñas cantarán, con acompañamiento, el romance popular:
¡Oh! Qué día tan triste en Granada,
que a las piedras hacía llorar
al ver que Marianita se muere
en cadalso por no declarar.
Marianita, sentada en su cuarto,
no paraba de considerar:
«Si Pedrosa me viera bordando
la bandera de la Libertad».
(De una ventana saldrá una Mujer con un velón encendido. Cesa el Coro.)
MUJER. ¡Niña! ¿No me oyes?
NIÑA. (Desde lejos.) ¡Ya voy!
(Por debajo del arco aparece una Niña vestida según la moda del año 50, que canta.)
Como lirio cortaron el lirio,
como rosa cortaron la flor,
como lirio cortaron el lirio,
mas hermosa su alma quedó.
(Lentamente, entra en su casa. Al fondo, el Coro continúa.)
¡Oh! Qué día tan triste en Granada,
que a las piedras hacía llorar.
Telón lento