Cuatro días de enero (Inspector Mascarell 1)

Jordi Sierra i Fabra

Fragmento

Día 1

Lunes, 23 de enero de 1939

1

El silencio era extraño.

Tan cargado de presagios.

La vieja comisaría parecía haber sido arrasada por un huracán: mesas resquebrajadas, armarios volcados, papeles por el suelo… En lo primero que pensó fue en la madera, apta para alimentar la estufa, aunque no podría llevarse una mesa o un armario él solo.

¿Cuántos silencios existían?

¿El de un bosque, el del mar en un día plácido, el de un bebé dormido?

¿El de la desesperación final?

No quiso quebrar aquella calma a pesar de que su cabeza estaba llena de gritos. Ni siquiera hizo ruido al caminar sobre las baldosas gastadas por años y años de servicio. Todavía se veía la que había roto el Demetrio en el 27, al caerse y romperse la cabeza contra el suelo.

El pobre Demetrio.

De cuando los chorizos eran legales.

Se movió igual que una sombra furtiva por los despachos, sin saber qué hacer. No buscaba nada. Tan sólo resistía. No quería darle la espalda por última vez sin dejarse atrapar por el sentimiento de la resistencia, o de la rebeldía, o de lo que fuera menos la derrota. Ni aun en el peor de sus sueños hubiera creído que llegaría un día como el que vivía.

O moría.

Todas las voces permanecían en el aire, y los ecos, las risas, las broncas, el humo del tabaco. Una vida entera que pasaba de pronto de un plumazo. Vista y no vista.

Se acercó al patio. El árbol había sido cortado en el invierno del 38. Resistieron lo que pudieron pero al final también cayó; se repartieron la madera democráticamente, sin rangos. El árbol les había dado sombra en los veranos y vida en las primaveras. Luego les dio calor unos días en su invierno final. Todos juraron que cuando acabase la guerra plantarían otro.

Se estremeció por el frío que se filtraba a través de uno de los cristales rotos a consecuencia del bombardeo de diez días antes, pero también porque la comisaría era ahora un inmenso espacio, tan gélido como el día al otro lado de la puerta y las ventanas.

Nevó en su mente.

Y el hielo bajó por su cabeza, su pecho, brazos y piernas.

Fue entonces cuando sacó su credencial del bolsillo interior de la chaqueta y la miró, atrapado por una nostalgia que ya no consiguió apartar de sí, porque todo él se convirtió en una estatua de nieve que se fundía al sol:

MIQUEL MASCARELL FOLCH. INSPECTOR

Le pesó en la mano. Mucho. Un peso superior a sus fuerzas. No tuvo más remedio que cerrar la carterita de cuero ennegrecido por el uso para dejar de leer su nombre y su cargo, y depositarla sobre la mesa más cercana.

El abandono final.

Iba a sentarse en una silla, dispuesto a cerrar los ojos y escapar por unos segundos de aquella presión que le amenazaba, cuando escuchó la voz.

—¿Hay alguien?

Provenía de la entrada. Voz de mujer. Voz cauta y respetuosa.

No se movió.

—¡Oigan!

No iba a marcharse. Fuera quien fuese, había ido a por algo. Y por encima de todo, de las mismas circunstancias, una comisaría era una comisaría.

Y él…

—¡Pase!

La reconoció al momento a pesar de los años, del tiempo y la edad grabados en su rostro, minuciosamente cincelado en cada una de las arrugas que lo atravesaban abriendo caminos de ida y vuelta por su piel. No era vieja, pero sí mayor. Mostraba las mismas huellas que cualquiera en la ciudad, las del hambre, el frío y el miedo.

—Hola, Reme, ¿qué quieres?

La ex prostituta depositó en él una mirada extraviada, mitad perdida y mitad alucinada. Las paredes vacías, la sensación de abandono, la tristeza, todo convergía de manera irreal en sí mismo, el último vestigio animado de un mundo que estaba dejando de existir.

—¿Qué ha pasado aquí, señor inspector?

—¿Qué quieres que haya pasado, mujer?

—No sé.

—Pues que se han ido.

—¿Adónde, al frente?

—Al exilio, Reme. Al exilio.

—¿En serio? —Pareció no entenderlo.

—Ayer el Gobierno dio orden de evacuar la ciudad, y eso afectaba a todo aquel que pudiera ser víctima de represalias.

—¿Ah, sí?

—Claro.

—¿Tan cerca están?

—Sí.

—¿Y usted?

Se encogió de hombros.

—¿No se irá? —insistió la mujer.

—No.

—Entonces puede ayudarme, ¿verdad?

Miquel Mascarell la envolvió con una mirada neutra. La Reme no daba la impresión de sentirse asustada por la inminente llegada de las tropas franquistas, ni mostraba demasiada pena o lástima por los que se habían ido ni por él, que se había quedado. Era como si su mente estuviera aislada, blindada en lo que le preocupaba y nada más.

Porque algo le preocupaba, hondamente.

Si estaba en la comisaría era por alguna razón.

—¿En qué puedo ayudarte, Reme?

—Es por mi hija Merche. Ha desaparecido.

—¿Tu hija?

—¿No la recuerda?

Tenía una hija, sí. Le vino a la mente de golpe. La última o la penúltima vez que la había detenido. Una mocosa insolente y guapa, desafiante, de enormes ojos negros y mirada limpia. De eso hacía algunos años, siete, nueve, tal vez más, cuando la Reme todavía era guapa y su cuerpo se pagaba bien. Desde entonces el abismo la había devorado, abrasándola en muy poco tiempo.

—¿Qué edad tiene ahora?

—Quince.

—¿Cuándo cumple los dieciséis?

—El mes que viene.

—Entonces es como si tuviera dieciséis.

—¿Y eso?

—Pues que no es una niña, y más en estos días. Dadas las circunstancias…

—Inspector…

Reme movió las manos. Las tenía unidas bajo los senos. Miquel Mascarell recordó vagamente aquel detalle: lo mucho que le gustaron las manos de la prostituta las veces que la había detenido. Manos cuidadas, uñas largas, dedos suaves. Hacía la calle pero mantenía su dignidad. Ahora sus manos ya no eran bonitas, ni sus uñas largas. Al moverlas se hizo evidente su crispación. Manos y ojos la delataron.

Y la voz, al quebrársele.

—Tranquila —le pidió el policía.

—¿Cómo quiere que lo esté? ¡Es una niña! ¡Le ha pasado algo malo, seguro!

—¿Por qué tendría que haberle pasado algo malo?

—¡Ella no se habría ido sin decirme nada!

—¿Desde cuándo la echas en falta?

—Anteayer.

—¿El sábado?

—No vino a dormir.

—Así que han sido dos noches, la del sábado y la de ayer domingo.

—Sí, señor inspector. —Contuvo las lágrimas.

—¿No tienes ni idea de dónde pueda estar?

—No, ninguna.

—¿Has preguntado a sus amigas?

—Sí, y ninguna sabe nada.

—¿Novio?

—¡No!

—¿Segura?

—Bueno… que yo sepa… —vaciló.

—Que tú sepas.

—Yo no le notaba nada raro.

Quince años, casi dieciséis. La edad en la que los amores se notan.

—El sábado, antes de desaparecer, ¿te pareció extraña, nerviosa…?

—No.

—¿Y estos últimos días?

—Como siempre.

—¿Y eso qué significa?

—Pues… No es muy habladora, así que…

—¿Os llevabais bien?

—Normal.

—¿Qué es normal para ti?

—Eso, normal. —Se encogió de hombros con indiferencia—. Tiene sus arrebatos y ya está.

—Cosas de la edad.

—Supongo.

No sabía cómo preguntarle si había seguido sus pasos, así que dejó de lado el tema. Siendo hija suya, con casi dieciséis años, tenía que ser una joven muy guapa.

—¿Cuándo fue la última vez que la viste?

—A mediodía.

—¿Quién la vio por última vez?

—No lo sé. —Unió y desunió tanto sus manos que se le blanquearon los nudillos y se le pusieron rojas alternativamente.

Luego se echó a llorar.

—Por favor, señor inspector… Por favor, ayúdeme.

Se sintió muy incómodo.

Miró su credencial, solitaria y perdida sobre la mesa.

—¿Cómo quieres que te ayude, mujer? —le dijo en tono tan triste como crepuscular—. ¿No ves que estoy solo, que aquí ya no queda nadie, y que los franquistas pueden entrar en la ciudad en cualquier momento?

—¿Y qué quiere que haga?

—Esperar.

—¿Esperar?

A él mismo se le antojó ridículo.

¿Cuándo había olvidado lo que era ser padre? ¿Al morir Roger?

No quería pensar en él, ni allí ni en aquel momento. Intentó ser lo más persuasivo y convincente posible con su visitante.

—Los jóvenes hacen locuras, que para algo lo son. Y en estos días, con todo patas arriba… La Merche estará buscando comida, o vete tú a saber si despidiendo a un chico antes de que se vaya o lo maten.

—Le ha pasado algo, señor inspector —el llanto se hizo angustia—, que se lo digo yo, que lo sé. Le ha pasado algo malo.

—¿Ha ido a la escuela mientras ha estado abierta?

—No, ¿para qué? Había que comer.

—¿Tú estás con alguien?

—¿Quién va a quererme a mí? —bufó.

—¿Lo estás?

—No. —Suspiró con un deje de furia.

—¿Algún… amigo?

—No, que eso se acabó.

—De acuerdo, perdona.

No quedaba mucho más que decir salvo, quizás, mentirle. Algo piadoso. Que Merche regresaría hoy mismo, seguro, o que investigaría para ver por dónde andaba. Lo primero era absurdo, porque no le creería. Lo segundo…

Investigar, ¿qué, cómo, cuándo?

Unos segundos antes había dejado de sentirse policía. El gesto de la derrota. Una existencia depositada allí mismo, en la mesa, en forma de credencial. Y de pronto ella se lo recordaba.

La vida, a veces, era mucho más que absurda.

—Veré qué puedo hacer. —Suspiró.

—Gracias, señor inspector. —Soltó una bocanada de aire ella.

—Pero no te prometo nada. Estoy solo. —Abrió las manos como si abarcara la comisaría entera—. Y en cuanto ellos entren…

—¿No seguirá siendo policía?

Los muertos no eran policías.

—Vete a casa, ¿de acuerdo?

—¿Cuándo…?

—Vete a casa, Reme. ¿Sigues viviendo en el mismo sitio?

—Sí, sí, señor.

—De acuerdo, buenos días.

Vaciló, volvió a estrujarse las manos y luego se rindió por completo. Embutida en su abrigo ajado, con los zapatos medio rotos y el pañuelo en la cabeza, sobre su pelo hirsuto y ya grisáceo, su imagen menguó aun antes de resignarse y dar media vuelta para salir de la comisaría, tan vencida por la vida como lo estaban todos por la guerra. Miquel Mascarell la siguió con los ojos y agradeció quedarse de nuevo solo, aunque la soledad ya no era lo mismo.

Toda la vida siendo un agente de la ley no se podía borrar de un plumazo.

Reme se lo acababa de recordar.

Sintió un extraño vértigo, pensó de nuevo en Roger y en el dolor de su ausencia, pensó en Quimeta y en el dolor de su cuerpo. Del dolor invisible al dolor real.

Alargó la mano, atrapó su credencial y se la guardó en el bolsillo.

Cuando salió de la comisaría ya no había ni rastro de Reme por la calle.

2

En el Hospital Clínic la desbandada era general. Todos los soldados más o menos útiles estaban siendo sacados del lugar con urgencia, tal vez para llevarles a combatir, tal vez para trasladarlos a la última resistencia, Valencia, tal vez para conducirlos a Francia. Los muy malheridos tenían dos opciones: quedarse y afrontar lo que pudiera pasar tras su apresamiento o ser metidos como sardinas en lata en los transportes que todavía pudieran quedar para marcharse de Barcelona con dirección a la frontera formando largas colas de resignación. Ninguna opción era buena. Las dos eran tan malas como morirse por el hambre, el frío o el agravamiento de sus heridas. Algunos eran casi niños. La Quinta del Biberón. La vida se les caía encima y ellos miraban todo con ojos de no entender por qué.

Su mundo se desvanecía.

No tuvo que sacar su credencial para entrar ni para dirigirse a los quirófanos. Las personas iban y venían envueltas en sus propios pensamientos, ajenas a lo demás. Lo peor que podía sucederle era que alguien le reconociese y le preguntase. Como si él supiera algo nuevo.

«La gente cree que los policías estamos en todas partes», se decía a menudo.

El centro médico formaba un recinto aislado dentro de la enorme vorágine bélica. Los médicos que no estaban en el frente se encontraban allí, o en Sant Pau, y poco importaba que más de uno, y de dos, tuvieran simpatías más o menos secretas o públicas por el bando rebelde y alzado en armas contra la República. Se les necesitaba y punto. Las vidas civiles no llevaban el color de ningún uniforme. Los médicos tenían bula.

No tenía pensado entrar; lo único que deseaba era regresar a casa, con Quimeta. No tenía pensado ponerse a buscar a una chica que, lo más seguro, estaba encamada con alguien, por amor o por calor, por necesidad urgente ante la separación o por ansiedad física ante lo que pudiera avecinarse. Pero aun así, no costaba demasiado hacer un par de preguntas, para estar seguro, tranquilizar su conciencia, sentir que cumplía con su deber hasta el final.

Y de paso hablaría con alguien más o menos cuerdo.

Bartomeu Claret era un médico de los de toda la vida, profesional, consciente, regio. El trabajo de ambos los había unido en no pocos casos, así que, por encima de lo habitual, entre ellos mediaban ya la amistad y la sinceridad que no precisaban de otras componendas. A veces, antes de la guerra, solían hablar en algún bar cercano, frente a una taza de café. La última vez lo hicieron en otoño, y en lugar de café bebieron achicoria. Era un hombre de unos cincuenta años, alto, de cierta envergadura, escaso cabello y bigote cargado de tonos amarillentos debido al tabaco. Lo encontró inusualmente quieto, apoyado en el quicio de una de las ventanas que daba a la calle Villarroel.

El médico no se sorprendió al verle.

—Hola, Miquel. —Le tendió la mano.

—¿Cómo va todo?

—Ya no queda mucho por evacuar, pero cada hora cuenta. Los últimos trenes saldrán pronto de la Estación de Francia rumbo a la frontera. Y siguen trayendo heridos, famélicos y muertos de frío. Eso sin contar a los refugiados que llegan de toda Catalunya. ¿Se sabe algo?

—No.

—¿Y tu mujer?

—Igual.

—Si está igual es una buena noticia.

—Bueno, ya. —Hizo un gesto ambiguo, para no entrar en detalles.

Las últimas medicinas para calmarle el dolor a Quimeta se las había dado él.

—Tú te quedas, ¿verdad? —preguntó Bartomeu.

—Ya sabes que sí.

—¿Ella…?

—No lo resistiría.

No hizo falta que le recordara que, puestos a morir, al menos él se salvaría. El médico no siguió por ese camino. Se enfrentó a sus ojos huyendo del cansancio. Miquel Mascarell dedujo que su amigo debía de llevar no menos de cuarenta y ocho horas en pie.

—He ido a la comisaría.

—¿Para qué?

—Para nada.

—¿La rutina de tantos años?

—Un despido simbólico.

—¿Sabes en qué nos diferenciamos los médicos de los policías? —No esperó su respuesta—. Vosotros volvéis siempre al lugar del delito, por si se os ha escapado una pista, para echar un vistazo final, por morbo. Nosotros en cambio operamos, cerramos la herida y no queremos volver a ver al sujeto. Señal de que hemos hecho bien el trabajo.

—Tú curas lo que provocan los que yo atrapo.

Por la calle Villarroel ascendía una columna de camiones de distintas marcas y tamaños, con las lonas echadas. Y también algún coche. Escasas personas, todavía arracimadas en las aceras ante cualquier novedad, como si salieran de las mismas alcantarillas de golpe, los contemplaron con aprensión. Una mujer gritó algo. Un niño alzó una mano. Se decía que algunos economatos ya estaban siendo asaltados. La desesperación del hambre.

Prácticamente cercada y hundida, Barcelona era la ciudad más aislada del mundo.

—Coño, Miquel, menuda mierda —dijo Bartomeu Claret—. Para llegar a esto no era necesario que murieran tantos.

No hizo falta que mencionara a su hermano, ni a Roger.

El policía no quiso ceder a su abatimiento.

—¿Han traído a una chica herida o muerta en las últimas cuarenta y ocho horas?

—¿Estás trabajando? —se sorprendió el médico.

—No. —Se quedó sin saber a ciencia cierta si mentía—. Es por hacerle un favor a una amiga.

—¿Una chica?

—Quince años, casi dieciséis, Mercedes Expósito.

—No que yo recuerde, pero puedo preguntar.

—Te lo agradecería.

Dejaron la ventana al unísono y caminaron por uno de los largos pasillos del hospital, en los que sus pasos resonaban entre las frías baldosas blancas que cubrían las paredes. Miquel se acababa de dar cuenta de que conocía el apellido de la hija de Reme. Expósito. Como muchos hijos de padre desconocido.

Aquella niña morena que le había mirado con tanto odio la última vez que recordaba haberla visto, mientras se llevaba a su madre.

—¿Crees que haya podido sucederle algo malo? —se interesó Bartomeu Claret.

—No, pero dos días sin aparecer por casa dan que pensar.

—¿Y si se ha ido con los demás, a la frontera?

—Es posible, aunque improbable.

—Un novio soldado, y ella que decide acompañarlo, sin decir nada en casa, sabiendo que no van a dejarla marchar sola.

Era una posibilidad como cualquier otra. La Reme no había sido la mejor madre del mundo, aunque tampoco la peor. Primero había sido puta por oficio, después para mantener a su hija, finalmente…

Sacaban a un soldado sin piernas, en una silla de ruedas muy precaria, que podía romperse en cualquier momento. La medalla prendida en su uniforme parecía muy nueva. Brillaba como una luna llena sobre la noche oscura de su cuerpo enteco. Piel apretada sobre los huesos que la soportaban. Ni les miró. Se lo llevaron a toda prisa. Ellos tampoco hablaron. Para el médico era lo habitual. Para el policía, un sentimiento que se unía a otros a la altura de la garganta, donde le era imposible devorarlos. Cuando llegaron a un pequeño puesto de control no hizo falta que Claret preguntara nada. Tomó una tablilla con varias hojas sujetas a ella por la parte de arriba y le dio una rápida ojeada.

—Ninguna Mercedes Expósito.

—¿Alguien sin identificar?

—Un hombre, mayor. Se le cayó una pared encima aquí cerca; por eso lo trajeron rápido.

—¿Qué quieres decir?

—Nada que no sepas, Miquel —dijo taxativo—. Estamos en cuadro, y hay que preocuparse más de los vivos que de los muertos. Si alguien se muere hoy en mitad de la calle, lo más probable es que se quede ahí mismo, o que lo aparten a un portal o donde no moleste, pero nada más. Ya no hay casi vehículos que puedan recogerlos. Las ambulancias son para la guerra o para los heridos, no para los muertos.

—Así que si esta chica está muerta, puede encontrarse en cualquier parte, y si no llevaba documentación…

—Es más o menos igual.

—¿Y en Sant Pau?

—Lo mismo. ¿Dónde vivía?

—Por Gràcia.

—A mitad de camino entre Sant Pau y el Clínic.

—Ya.

No quedaba mucho por decir, salvo que hablaran de la guerra, de Barcelona, de la espera, y ninguno de los dos parecía mostrar mucho interés en ello. Claret se debía a sus pacientes, y él…

—Me voy a casa.

—Un beso a Quimeta.

—De tu parte.

Se dieron la mano. Entonces comprendieron que tal vez no volvieran a verse nunca.

El abrazo fue espontáneo, y las palmadas en los hombros y las espaldas también. Un pequeño estallido emocional que los envolvió, los atrapó y los serenó hasta conducirlos al relajamiento.

Ya no hubo más.

Miquel Mascarell enfiló la salida del hospital con el mismo paso cansino, aunque vivo, que solía acompañarlo siempre desde que la edad se había impuesto a su físico.

3

Se encontró con Amadeu Sospedra en la puerta del hospital, cara a cara, sin posibilidad de eludirlo. En algunas ocasiones prefería no hablar con él, porque era un gato viejo a la búsqueda de la noticia; en otras era todo lo contrario: le interesaba hacerlo por la misma razón. Ahora no era ni lo uno ni lo otro. Estaban allí, frente a frente, representando lo que representaban, que no era poco. El viejo periodista de El Socialista se lo quedó mirando con curiosidad, casi por encima de sus gafas redondas arqueadas sobre su aguileña nariz.

Fue el primero en romper el silencio.

—¿Qué hace todavía aquí, inspector?

—Trabajo.

—¿En serio? —Mostró su sorpresa.

—La vida sigue.

No le creyó. Su mirada se hizo más escrutadora. Los dos se estudiaron con la aprensión derivada de las circunstancias. Fueron apenas tres segundos hasta que el periodista esbozó una sonrisa cómplice.

—¿No va a marcharse? —preguntó.

—No —respondió el policía.

—Yo tampoco. —Asintió con la cabeza, mezclando en ello una parte de orgullo y otra de valor aderezadas con un profundo sentimiento de hidalguía—. ¿Leyó mi artículo de ayer?

—¿«Podemos evitar la derrota»?

—Sí.

—¿Cree sinceramente en ello?

—Ayer era ayer, hoy es hoy y mañana será mañana. —Hizo un gesto ambiguo—. Pero creo en lo que dije. Si consiguiéramos fortificar la ciudad los fascistas no se darían el paseo que se han estado dando desde que cruzaron el Ebro, recorriendo hasta quince o veinte kilómetros diarios sin oposición. Bastaría con que los especuladores y los emboscados utilizaran las palas, y que la clase obrera levantara la cabeza, que recobrara la confianza en sí misma. Una confianza que les hemos arrebatado entre todos.

—La gente ya no puede más.

—Pero ahora es el cara o cruz, amigo mío. Si no constituyen sus Comités de Salvación de la Revolución y sus organismos independientes del poder estatal burgués, como hicieron el 19 de julio del 36… Vamos a asistir a la repetición de la catástrofe del mes de marzo en el frente de Aragón, pero a una escala aún mayor: traiciones en el alto mando, la huida de nuestros gobernantes… ¡Todas las posiciones estratégicas construidas alrededor de Barcelona están siendo entregadas sin combatir! ¡Balaguer, el Segre, Borges Blanques, el cerco de Tarragona! Ahora sólo nos quedan el Garraf, el Tibidabo, Montjuïc y, más allá, las carreteras que vienen de Vilafranca del Penedès e Igualada.

—Suele decirse que Barcelona es indefendible.

—¡Tonterías! —se agitó Amadeu Sospedra—. Aunque por supuesto es más fácil defenderla desde fuera que desde la periferia urbana. ¡Es mucho más defendible que Madrid!

—¿Con qué armas?

—¿Actúa usted de quintacolumnista?

—Soy el abogado del diablo.

—El diablo no necesita abogados —negó el periodista—. El problema no es sólo que los facciosos estén mejor armados, y comidos, a consecuencia de la pasividad del proletariado internacional, adormecido por la política del Frente Popular. El problema es que la estrategia y la técnica militar están subordinados a la política, sobre todo en una guerra civil. ¿Sabe que se ha constituido el «gobierno de la victoria»? ¡El gobierno de la victoria! ¡Léalo mañana en el periódico! Nuestro ministro de Agricultura, el comunista Uribe, ha comunicado que se ha declarado el estado de guerra en lo que queda de la España gubernamental. ¡El estado de guerra! ¿Qué ha habido en este país los últimos tres años? Pero esto ni siquiera ha sido lo más extraordinario. Lo es que, mientras decían esto, ya se estaban marchando todos de Barcelona, ¡usted lo sabe! ¿Queda alguien en su comisaría? ¡Han pedido a los obreros cenetistas de Barcelona que derramen una vez más su sangre y salven la situación! ¡Y ellos a resguardo, en sus Rolls-Royce y sus Hispano-Suiza! Según esa caterva, el proletariado, en tiempos normales, debe respetar la ley burguesa, ser continuamente estafado, con sus militantes maltratados, pero en momentos de peligro, se afloja la cadena y se les pide que mueran generosamente. ¡Es patético!

—¿Sabe algo de la defensa de Barcelona, si es que existe?

—Se ha convocado con urgencia a García Oliver para que se ponga a la cabeza de seis divisiones confederadas y dirija las operaciones. Algo inútil, claro.

—García Oliver no es militar.

—Cierto.

—Y los obreros de Barcelona ya no pueden más, usted lo ha dicho, están desmoralizados por la marcha de la guerra, el hambre, los bombardeos…

—Amigo Mascarell —Amadeu Sospedra iba cargándose de adrenalina a medida que hablaba—, ¡se ha matado la revolución y con ello se ha matado la guerra contra el fascismo! Para comprender el presente hemos de remitirnos al 3, 4, 5 y 6 de mayo del 37. Fueron los estalinistas los que provocaron y organizaron aquellos acontecimientos, con el desarme del proletariado, la destrucción de sus organismos de lucha, los asesinatos de militantes obreros, instaurando un régimen de terror contra ellos. ¡Recuerde usted la forma en que se les echó de la Central Telefónica, propiedad del capitalismo americano, y cómo se les ametralló! ¡Usted es policía, aunque en su descargo debo reconocer que nunca ha sido un maldito burgués, porque tiene conciencia social! —Hizo una pausa una vez dejado claro ese punto, pero no menguó su ánimo combativo y cada vez más exaltado—. Mire, todo se justificaba por la política del Frente Popular de que primero había que ganar la guerra. Pero estábamos solos, no se ganó el apoyo de Francia e Inglaterra, y más solos estamos ahora. El proletariado catalán es el que más ha sufrido, y en consecuencia el que está más harto. Los obreros de Barcelona se daban perfecta cuenta de que Franco y los suyos representaban lo peor, pese a su desconfianza en Negrín, que a fin de cuentas es un españolista, pero desde mayo del 37 ¿qué les ha quedado? La mayoría del proletariado de Barcelona es anarquista, mientras que en Madrid es comunista. Aquí, el 19 de julio, aplastaron el embrión de la rebelión militar. Si hubieran hecho igual los obreros de toda España, los fascistas ya habrían sido expulsados. ¡Barcelona ha sido el latir de este país! De aquí, en apenas unos días, salieron doscientos mil voluntarios, con Durruti, Ortiz, Rovira o Domingo Ascaso al frente. Madrid ha resistido desde el comienzo de la guerra, pero a Barcelona le toca resistir después de treinta meses, cuando ya estamos desangrados. ¿Y con qué?

—¿Y los cientos de aviones y carros de combate franceses que se dijo que habían llegado hace unas semanas?

—¡Mentiras! ¡Para elevar la moral! Lo mismo se dijo hace unos días acerca de que tropas francesas habían cruzado finalmente la frontera para ayudarnos. ¡Incluso los habían visto! ¡Mentiras y más mentiras! ¡Todos sabemos que las últimas barricadas son las de los periodistas y los periódicos, o la radio, para quien pueda escucharla! ¡Por eso escribí ese artículo! ¡Defender Barcelona no es sólo posible, sino necesario! Pero quizás sea la voz que clama en el desierto. Si la defensa es sólo militar, se acabó. Frente Rojo publicará mañana un artículo titulado «¡Todos a las barricadas! ¡Como el 19 de julio!», acaba de contármelo un compañero. Sí, la defensa es posible, pero si los obreros se quedan en sus pobres agujeros, les entregamos la ciudad y entrarán como Pedro por su casa. Y esos obreros son conscientes de que si salen morirán. ¡Les han roto la moral, la combatividad, los han desmoralizado hasta llevarlos a la indiferencia! ¿Qué haría usted?

—El futuro con una dictadura fascista no es prometedor.

—¡Es que ni siquiera hay futuro! —gritó Amadeu Sospedra—. Y por supuesto no lo habrá ni para usted ni para mí.

Algunas personas ya no se limitaban a pasar cerca de ellos y mirarlos. Un par se había detenido, y otros iban menguando el paso, quizás con ánimo de intervenir, tal vez con deseos de enterarse de algo más, puesto que ambos daban la impresión de saber de qué estaban hablando, de manera especial el periodista. Cuando se dieron cuenta se apartaron de la entrada del hospital.

Apenas unos pasos.

Amadeu Sospedra se detuvo de nuevo, fuera del alcance de oídos ajenos, y lo sujetó por un brazo. Sus pupilas saltaron en mitad de las ciénagas oscuras de sus ojos. De pronto a Miquel Mascarell le pareció que deliraba.

—Mire, los obreros han tragado mierda toda la vida —insistió con voz de conspirador—. La tragaron con la burguesía, la han tragado en esta guerra por parte de casi todos, volverán a tragarla si resistimos a Franco y la tragarán con los fascistas si ganan la guerra. Así que en el fondo…

—Usted escribe que la defensa es posible pero no cree en ella.

—No, no. —Apartó su mirada con disgusto—. Hablo de la realidad y de lo necesario, de lo posible, pero ateniéndome a la verdad y a las circunstancias. Las alternativas son simples: o asumimos una batalla a muerte por Barcelona o ellos estarán en la plaza de Catalunya en una semana. No creo que haya término medio. O todo o nada.

Deseó no haberse detenido. Se había hablado demasiado, y seguía haciéndose. La izquierda se detenía para hablar y la derecha avanzaba dándolo todo por hecho. La eterna diferencia. Los inteligentes se cuestionaban todo y los imbéciles actuaban con el monolitismo de los que lo dan todo por sentado. Su prisma era multidireccional.

Pero los otros iban a ganar la guerra.

Los muy hijos de puta…

El mundo entero presenciando la soledad de España.

—¿Tiene su pistola? —escuchó la voz del periodista como si regresara de una excursión por su conciencia.

—Sí.

—Bien —dijo su compañero sin que Miquel supiera a ciencia cierta de qué le hablaba—. ¿Y su hijo?

—Se quedó en el Ebro.

Amadeu Sospedra asintió de forma apenas perceptible. Toda su ira, su encendida oratoria, se desvaneció, y de ella surgió la débil pátina del ser humano abocado a la miseria, a la destrucción moral, espiritual y física.

—Lo siento.

—Seguiremos en nuestras trincheras. —Miquel Mascarell le tendió la mano—. Usted en las de la prensa y yo…

Inesperadamente el periodista le dio un abrazo, como poco antes hicieron Bartomeu Claret y él.

Sonó a despedida.

4

Al llegar a su casa, eludiendo cualquier otro encuentro callejero o vecinal, abrió la puerta sin hacer el menor ruido. El estado de Quimeta le hacía tomar todas las precauciones posibles. Para ella, una hora de descanso era una hora de bendiciones. Si dormía y la despertaba, no se lo perdonaba. Bastante hacía con callarse su dolor, morderse los labios, no gemir aunque el daño la devorase por dentro, lacerándola en carne viva. Y todo para no despertarlo a él, para no inquietarlo, aunque ya hubiese desarrollado un sexto sentido que le hacía abrir los ojos a la menor señal. Bastaba un movimiento en la cama, porque a pesar de todo dormían juntos.

Quería aprovechar su calor hasta el último día.

Sentirla.

Entornó la puerta, pensando en cerrarla después, y cubrió la breve distancia que le separaba de la habitación de matrimonio, la más cercana a la entrada del piso y el recibidor. La penumbra era suficiente, así que al atisbar por la puerta entreabierta con lo que se encontró fue con la cama vacía.

Entonces, el gemido.

Provenía de la habitación de Roger, pasillo adelante, dos metros más allá. Vaciló sin saber qué hacer, pero le pudo más la inquietud y la prisa. El gemido podía ser cualquier cosa, incluso que se hubiera caído al suelo. Por esta razón se deslizó hasta el lugar y se asomó a su interior.

Ya no quedaban persianas en las ventanas. Las habían quemado para calentarse. Y tampoco había cortinas. Con las últimas hicieron bragas y calzoncillos el invierno anterior. Los cristales estaban cubiertos con cartones, para no dejar pasar la luz. Claro que la corriente eléctrica hacía mucho que no funcionaba las veinticuatro horas, y por tanto el peligro de ser un reclamo para los bombardeos ya no existía.

Los malditos bombardeos, ciegos, cobardes.

Los aviones entraban por el Besòs, en pasadas rápidas, y descargaban sus bombas en la ciudad, en zonas humildes y densamente pobladas, para quebrantar la moral de los más firmes defensores de la República, y en el puerto, para causar daños a las infraestructuras bélicas, antes de salir por el Llobregat. En medio de las sirenas y las alarmas, las bombas retorcían cañerías, desventraban casas, destrozaban cristales, arrancaban árboles. Cuando eran incendiarias, el fuego lo abrasaba todo. Cuando eran de penetración, de cono de explosión, de proyección de metralla, de proyección de ruinas, succión, soplidos… Existían nombres diversos para la misma muerte que llegaba desde el cielo. Y había días en que los bombardeos eran dobles, o sólo de madrugada, o al anochecer… O, como en marzo del 38, cada tres horas. O, como en octubre del mismo 38, a diario. Las gentes acudían en masa a las estaciones de metro, preguntándose si al volver sus casas seguirían en pie. El terror era absoluto.

Quimeta estaba de pie, frente al armario de Roger, con los dos batientes abiertos. Su mano acariciaba la ropa de su hijo. La acariciaba y se la llevaba al rostro, para olerla, aspirarla, llenarse de los restos de una vida que solamente estaba ya impregnada allí. El primer gemido había sido el del dolor liberado. El segundo fue el de la impotencia.

Pareció a punto de desmayarse.

A espaldas de ella, Miquel Mascarell estuvo a punto de entrar en la habitación.

Una parte de sí mismo dio la orden. La otra lo obligó a retroceder. Pero no fue una huida, sino más bien la necesidad de volver a empezar, para darse la oportunidad de forzar una tregua. No quería sorprenderla, ni asustarla, ni sumarse a la agonía que no hacía sino acentuar la debilidad de su resistencia. Llegó hasta la puerta del piso, todavía entornada, y fingiendo que acababa de entrar la cerró con fuerza.

Se quitó el abrigo en el recibidor, para darle a ella tiempo para salir de la habitación de Roger.

Al darse la vuelta la vio en mitad del pasillo, igual que un moribundo perdido en el desierto, tan desvalida, desmejorada, apenas una sombra de la hermosa mujer que fue hasta dos años antes.

—Estás levantada.

No fue una pregunta, sólo una observación.

Tan neutra.

—¿Qué tal has pasado la mañana?

—Bien.

No sabía ni por qué preguntaba. Se retorcía de dolor y repetía aquella única palabra. Bien. Bien. Bien. No entendía de dónde sacaba ella tanto valor, o tanta resistencia. O sí. En el fondo sí. La sacaba de su voluntad y por él.

Moriría con una sonrisa, para regalársela con el suspiro final.

Miquel Mascarell se detuvo frente a su mujer y la abrazó, con cuidado. Los dos se quedaron así unos segundos. Sus labios buscaron un resto de vida por entre los cabellos secos mientras ella gastaba unas pocas energías en el contacto. Sin separarse, le preguntó:

—¿Qué tal por la comisaría?

—Intentamos dar sensación de normalidad —le mintió.

—¿Cuántos quedan?

—Menos de la mitad.

—¿Mariano?

—Se ha ido.

—Es natural. ¿Y Matías?

—También.

No sabía mentirle. Nunca había podido. Pero a su favor tenía el hecho de que seguían abrazados y que la penumbra hubiera impedido de todas formas que ella le viera los ojos.

—No estés tanto rato de pie.

—He pasado todo el día echada.

—Bueno, ya, pero…

Se apartó de su lado y pretendió conducirla a la habitación de matrimonio. No lo consiguió. Quimeta se movió en dirección contraria, hacia el comedor. No les quedaban sillas, tan quemadas como las contraventanas, las persianas o las puertas, a excepción de las de su habitación y la de Roger. A las dos butacas también les habían serrado las patas, pero seguían siendo útiles, aunque ella necesitaba de su ayuda para sentarse o levantarse. La radio, como un símbolo, se encontraba en medio de ambas, presidiendo la mesita salvada de la quema y en cuyos distintos estantes laterales e inferiores se concentraban la mayoría de las fotografías familiares.

Quimeta se hundió en la butaca de la izquierda.

Emitió un prolongado suspiro que derivó en un ronquido agónico.

Miquel Mascarell se arrodilló a su lado.

—Eso, como cuando te declaraste. —Su mujer le sonrió.

—Yo no me arrodillé.

—¿Ah, no?

—Una rodilla sólo no es arrodillarse, es hacer el ganso.

—Pues te salió bien. Fue lo que me convenció.

—Nunca me lo habías dicho.

—Un matrimonio que no se guarda algo para la vejez se queda sin energías.

Solían tener conversaciones triviales como aquélla. Puro despiste. Pero también reveladoras. Al único que no engañaban, además de a sí mismos, era al dolor, que insistía en actuar como una cuña inesperada paralizándola de manera intermitente. Entonces Quimeta se quedaba rígida, conteniéndose, hasta que la sacudida menguaba lo suficiente como para restablecer su equilibrio.

—¿Alguna tienda abierta?

—Ya no.

—Dijeron que esta semana habría lentejas.

«Píldoras del doctor Negrín», las llamaban.

—Dicen muchas cosas, pero el racionamiento cada vez es peor.

—¿Y la comida de los almacenes? Tú dices que ahí hay mucha, y que la gente lo sabe.

—Puede que no tarden en asaltarlos a la desesperada.

Por alguna extraña razón recordó la pregunta de Amadeu Sospedra acerca de si tenía pistola. La llevaba en la funda, tan presente en su vestimenta como la corbata. Solía dejarla en el recibidor al llegar a casa. Ni siquiera recordaba cuándo fue la última vez que la sacó, y no para disparar, sólo para esgrimirla como elemento disuasorio. Nunca le había disparado a nadie.

Una pistola con dos balas.

Aunque era imposible que tuviera que detener a una multitud hambrienta, por lo tanto…

—¿En qué piensas? —quiso saber ella.

—Una tontería.

—¿Desde cuándo no me interesan tus tonterías?

—Pensaba en mi arma reglamentaria, y en que sólo llevo dos balas. Un mal chiste.

—¿Y por qué llevas sólo dos balas?

—Tuvimos que repartir lo que teníamos hace unas semanas, y me tocaron dos.

—¿En serio?

—Ya ves.

—No me lo habías contado.

Se encogió de hombros e hizo ademán de levantarse, porque empezaban a dolerle las rodillas. Quimeta se lo impidió sujetándolo por los brazos.

—Miquel, por favor, vete.

—No seas absurda.

—El absurdo eres tú. Vete, y cuando amaine el temporal vuelves.

—Sabes perfectamente que el temporal no amainará.

—Entonces sálvate tú. Yo puedo quedarme con mi prima, o incluso con la vecina del tercero, que ya lo hemos hablado.

—No me pasará nada.

—Has sido una persona leal a la República.

—He sido un buen policía. Y mande quien mande, seguirán haciendo falta los buenos policías.

—Miquel, yo ya no…

Casi se le echó encima, para sellarle los labios. Más que un beso fue un tapón en la boca. Le sujetó la cara con ambas manos y trató de absorber aquella sequedad para convertirla en humedad. Una vida juntos, a veces no basta. Demasiados olvidos o treguas suelen sembrar de minas todas las rectas finales. Notó cómo Quimeta luchaba apenas unos segundos, hasta rendirse, dejar de insistir y relajarse. En los últimos días cada hora era una lucha. Tiempo de decisiones. Trataban de dominar las emociones, no hacerlas tan y tan evidentes que resultasen aún más dolorosas, pero se les hacía difícil.

Los dos acompasaron sus respiraciones.

Luego se levantó, de manera pesarosa, apoyándose en el respaldo de la butaca, aunque sin ejercer mucha presión, no fuera a desencajarla. Le hurtó la mirada a su esposa y caminó hasta el balconcito con un deje de impotencia. Siempre había sido un hombre serio, reflexivo, pausado en sus formas. Un hombre de interiores más que de exteriores, de luces pálidas y sombras quietas. La guerra lo había sumido a veces en estados catatónicos, que lo paralizaban y lo empujaban a impulsos casi autodestructivos. La guerra, la muerte de Roger, la enfermedad de Quimeta…

¿Qué hacer cuando no queda nada?

Pensó en las dos balas de su pistola.

Abrió las cristaleras del balconcito y salió al exterior, pese al frío. El día era plácido, y el silencio tan brutal como solían serlo los ronroneos de los aviones que pasaban sobre sus cabezas en los bombardeos. Miró las casas de la otra acera. Nadie asomado a una ventana o a un balcón. La vida se ocultaba. A la izquierda, entre el vacío de un descampado, se veía un trozo de la Diagonal. Ni un coche, ni una bicicleta, ni un tranvía.

—Pobre Barcelona. —Suspiró.

¿De verdad esperaba alguien que los obreros, hambrientos, moribundos, cansados, se echaran a la calle a defender los restos de la República con palos y dientes frente al ejército franquista, bien armado y bien alimentado?

¿Alguien esperaba que Barcelona se sacrificase por nada?

Desde 1714, todo catalán sabía que la derrota no es e