Índice
La ladrona de libros
Prólogo. Una montaña de escombros
La muerte y tú
Junto a las vías del tren
El eclipse
La bandera
Primera parte. Manual del sepulturero
Llegada a Himmelstrasse
Convertirse en una «Saumensch»
La mujer del puño de hierro
El beso (Un momento decisivo de la infancia)
El incidente de Jesse Owens
El reverso del papel de lija
El aroma de la amistad
La campeona de los pesos pesados del patio del colegio
Segunda parte. El hombre que se encogía de hombros
Una niña oscura
El placer de los cigarrillos
La trotacalles
Correo sin dueño
El cumpleaños de Hitler, 1940
Cien por cien puro sudor alemán
A las puertas del hurto
El libro de fuego
Tercera parte. «Mein Kampf»
De vuelta a casa
La biblioteca del alcalde
El luchador entra en escena
Los elementos del verano
La tendera aria
El luchador, continuación
Pillos
El luchador, conclusión
Cuarta parte. El vigilante
El acordeonista (La vida secreta de Hans Hubermann)
Buena chica
Breve historia del púgil judío
La ira de Rosa
La charla de Liesel
El dormilón
El intercambio de pesadillas
Las páginas del sótano
Quinta parte. El hombre que silbaba
El libro flotante (parte I)
Los jugadores (un dado de siete caras)
Las juventudes de Rudy
Los perdedores
Bocetos
El hombre que silbaba y los zapatos
Tres estupideces de Rudy Steiner
El libro flotante (parte II)
Sexta parte. El repartidor de sueños
El diario de la muerte: 1942
El muñeco de nieve
Trece regalos
Aire fresco, una vieja pesadilla y qué hacer con un cadáver judío
El diario de la muerte: Colonia
La visita
El «Schmunzeler»
Séptima parte. El «Gran diccionario de definiciones y sinónimos»
Champán y acordeones
La trilogía
El aullido de las sirenas
El ladrón de cielos
La oferta de frau Holtzapfel
El largo camino hasta Dachau
Paz
El imbécil y los hombres con abrigos largos
Octava parte. La recolectora de palabras
El dominó y la oscuridad
La imagen de Rudy desnudo
Castigo
La mujer del hombre de palabra
El recolector
Los devoradores de pan
El cuaderno de dibujo escondido
La colección de trajes del anarquista
Novena parte. La última extranjera
La siguiente tentación
El jugador de cartas
Las nieves de Stalingrado
El hermano eternamente joven
El accidente
El amargo sabor de las preguntas
Una caja de herramientas, un delincuente, un oso de peluche
De vuelta en casa
Décima parte. La ladrona de libros
El fin del mundo (parte I)
El nonagésimo octavo día
El instigador de guerras
El estilo de las palabras
Confesiones
El librito negro de Ilsa Hermann
Los aviones con caja torácica
El fin del mundo (parte II)
Epílogo. El último color
La muerte y Liesel
Un bosque al atardecer
Max
La entrega
Agradecimientos
Biografía
Créditos
Para Elisabeth y Helmut Zusak,
con amor y admiración.
PRÓLOGO

Una montaña de escombros
Donde nuestra narradora se presenta a sí misma.
La muerte y tú
Primero los colores.
Luego los humanos.
Así es como acostumbro a ver las cosas.
O, al menos, así intento verlas.
UN PEQUEÑO DETALLE 
Morirás.
Sinceramente, me esfuerzo por tratar el tema con tranquilidad, pero a casi todo el mundo le cuesta creerme, por más que yo proteste. Por favor, confía en mí. De verdad, puedo ser alegre. Amable, agradable, afable… Y eso sólo son las palabras que empiezan por «a». Pero no me pidas que sea simpática, la simpatía no va conmigo.
RESPUESTA AL DETALLE 
ANTERIORMENTE MENCIONADO
¿Te preocupa?
Insisto: no tengas miedo.
Si algo me distingue es que soy justa.
Por supuesto, una introducción.
Un comienzo.
¿Qué habrá sido de mis modales?
Podría presentarme como es debido pero, la verdad, no es necesario. Pronto me conocerás bien, todo depende de una compleja combinación de variables. Por ahora baste con decir que, tarde o temprano, apareceré ante ti con la mayor cordialidad. Tomaré tu alma en mis manos, un color se posará sobre mi hombro y te llevaré conmigo con suma delicadeza.
Cuando llegue el momento te encontraré tumbado (pocas veces encuentro a la gente de pie) y tendrás el cuerpo rígido. Esto tal vez te sorprenda: un grito dejará su rastro en el aire. Después, sólo oiré mi propia respiración, y el olor, y mis pasos.
Casi siempre consigo salir ilesa.
Encuentro un color, aspiro el cielo.
Me ayuda a relajarme.
A veces, sin embargo, no es tan fácil, y me veo arrastrada hacia los supervivientes, que siempre se llevan la peor parte. Los observo mientras andan tropezando en la nueva situación, la desesperación y la sorpresa. Sus corazones están heridos, sus pulmones dañados.
Lo que a su vez me lleva al tema del que estoy hablándote esta noche, o esta tarde, a la hora o el color que sea. Es la historia de uno de esos perpetuos supervivientes, una chica menuda que sabía muy bien qué significa la palabra abandono.
Junto a las vías del tren
Vi a la ladrona de libros en tres ocasiones.
Lo primero que apareció fue algo blanco. Un blanco cegador.
Probablemente estarás pensando que el blanco en realidad no es un color y toda esa clase de tonterías. Pues yo te digo que lo es. El blanco es sin duda un color y, personalmente, no creo que te convenga discutir conmigo.
UN ANUNCIO RECONFORTANTE 
Por favor, a pesar de las amenazas anteriores,
conserva la calma.
Sólo soy una fanfarrona.
No soy violenta.
No soy perversa.
Soy lo que tiene que ser.
Sí, era blanco.
Daba la impresión de que todo el planeta se había vestido de nieve, que se la hubiera puesto como tú te pones un jersey. Las pisadas junto a las vías del tren se hundían hasta la rodilla. Los árboles estaban cubiertos con mantos de hielo.
Como debes de imaginar, alguien había muerto.
No podían dejarlo tirado en el suelo. Por el momento no era un gran problema, pero la vía pronto quedaría despejada y el tren tenía que continuar la marcha.
Había dos guardias.
Había una madre con su hija.
Un cadáver.
La madre, la niña y el cadáver estaban quietos y en silencio.
—¿Y qué quieres que haga?
Uno de los guardias era alto y el otro bajo. El alto siempre hablaba primero, aunque no era el jefe. Miró al bajo y rechoncho, de cara rubicunda.
—No podemos dejarlos así, ¿no crees? —respondió.
El alto estaba perdiendo la paciencia.
—¿Por qué no?
El más bajito estuvo a punto de estallar.
—Spinnst du?! ¡¿Eres tonto o qué?! —gritó a la altura de la barbilla del alto. La repugnancia le inflaba las mejillas, la piel se le tensaba—. Vamos —ordenó, avanzando con dificultad por la nieve—. Si hace falta, cargamos a los tres. Ya informaremos en la siguiente parada.
En cuanto a mí, ya había cometido el más elemental de los errores. No encuentro palabras para describir cuánto me enfadé conmigo misma. Hasta ese momento lo había hecho todo bien. Había estudiado el cielo cegador, blanco como la nieve, al otro lado de la ventanilla del tren en movimiento. Prácticamente lo había inhalado, pero aun así vacilé, me dejé doblegar: la niña llamó mi atención. La curiosidad pudo conmigo y, resignada, me quedé el tiempo que me permitió mi apretada agenda, y observé.
Veintitrés minutos después, cuando el tren ya se había detenido, bajé con ellos.
Llevaba en brazos una pequeña alma.
Me quedé un poco apartada, a la derecha.
El eficiente dúo de los guardias se volvió hacia la madre, la niña y el pequeño cadáver. Recuerdo con claridad que ese día podía oír mi respiración, alta y fuerte. Me sorprende que los guardias no advirtieran mi presencia al pasar a su lado. El mundo se estaba hundiendo bajo el peso de la nieve.
La pálida y famélica niña estaba a unos diez metros a mi izquierda, aterida.
Le castañeteaban los dientes.
Tenía los brazos cruzados y congelados.
Las lágrimas se habían helado sobre el rostro de la ladrona de libros.
El eclipse
Era el momento de mayor oscuridad antes del alba.
Esta vez yo había ido por un hombre de unos veinticuatro años. En cierto modo, fue hermoso. El avión todavía tosía. El humo se le escapaba por los pulmones.
Se abrieron tres grandes zanjas en el suelo al estrellarse. Las alas se convirtieron en brazos amputados. Se acabó el revoloteo, al menos para ese pajarillo metálico.
OTROS PEQUEÑOS DETALLES 
A veces llego demasiado pronto,
me adelanto.
Y hay gente que se aferra a la vida
más de lo esperado.
Al cabo de unos pocos minutos, el humo se extinguió.
Primero llegó un niño con respiración agitada y lo que parecía una caja de herramientas. Turbado, se acercó a la cabina y miró en el interior, para ver si el piloto seguía vivo; en ese momento así era. La ladrona de libros llegó unos treinta segundos después.
Habían pasado los años, pero la reconocí.
Estaba jadeando.
El niño sacó un oso de peluche de la caja de herramientas, metió la mano en la cabina a través del cristal hecho añicos y lo dejó sobre el pecho del piloto. El osito sonriente se acurrucó entre el amasijo de carne y sangre. Minutos después probé suerte. Le había llegado la hora.
Entré, liberé su alma y me la llevé con delicadeza.
Allí sólo quedó el cuerpo, un olor a humo cada vez más leve y el sonriente oso de peluche.
Cuando empezó a llegar la gente, todo había cambiado, por supuesto. El horizonte empezaba a dibujarse al carboncillo. Apenas quedaba un suspiro de la oscuridad de antes, que se difuminaba con rapidez.
Ahora el hombre tenía un color hueso. La piel parecía un esqueleto. Un uniforme arrugado. Tenía los ojos castaños, la mirada fría —como dos manchas de café—, y el último trazo de negro dibujó una forma extraña y a la vez familiar: una firma.
La gente hizo lo que suele hacer.
A medida que me abría paso entre la multitud veía a todo el mundo jugueteando con el silencio imperante: un pequeño revoltijo de gestos descoordinados y frases apagadas mientras daban una tímida y callada media vuelta.
Cuando volví la vista atrás hacia el avión, el piloto, boquiabierto, parecía sonreír.
Un último chiste morboso.
Otro remate final típico de los humanos.
Permaneció amortajado en su uniforme mientras la luz grisácea desafiaba al cielo. Al igual que en otras ocasiones, cuando empecé a alejarme, me pareció ver una sombra fugaz, los últimos momentos de un eclipse: la constatación de la partida de una nueva alma.
¿Sabes?, durante un breve instante, a pesar de todos los colores que se cruzan y se enfrentan con lo que veo en este mundo, suelo atisbar un eclipse cuando muere un humano.
He visto millones.
He visto más eclipses de los que quisiera recordar.
La bandera
La última ocasión en que la vi todo era rojo. El cielo parecía un caldo hirviendo, en plena agitación, un poco requemado. Algunos tropezones negros y salpicaduras de pimienta flotaban sobre el rojo.
Un poco antes, unas niñas habían estado jugando allí a la rayuela, en esa calle que parecía una página con manchas de aceite. Cuando llegué, todavía se oía el eco de sus voces. Los pies repicando contra la calzada, las carcajadas infantiles y las sonrisas de sal. Aunque se desvanecían a gran velocidad.
Luego, las bombas.
Esta vez, todo llegó tarde.
Las sirenas. Los gritos alborotados de la radio. Todo demasiado tarde.
En cuestión de pocos minutos, había montañas de cemento y tierra por todas partes. Las calles se abrieron como venas reventadas. La sangre corrió hasta que se secó en el suelo, donde quedaron pegados los cuerpos inmóviles, como los escombros tras una inundación.
Pegados al suelo hasta el último de ellos. Un mar de almas.
¿Fue el destino?
¿La mala suerte?
¿Eso los dejó pegados al suelo?
Por supuesto que no.
No seamos estúpidos.
Seguramente las bombas, arrojadas por humanos escondidos entre las nubes, tuvieron algo que ver.
Sí, el cielo era de un rojo abrumador, ardiente. La pequeña ciudad alemana había quedado dividida en dos otra vez. Los copos de ceniza caían con tal encanto que uno se sentía tentado de atraparlos con la lengua y saborearlos. Pero te habrían quemado los labios y escaldado la boca.
Lo recuerdo con toda claridad.
Estaba a punto de irme cuando la vi allí, arrodillada.
A su alrededor, se había escrito, proyectado y erigido una montaña de escombros. Se aferraba a un libro.
Por encima de todo, la ladrona de libros ansiaba volver al sótano a escribir o a leer su historia una vez más. Ahora que lo pienso, sin duda se le veía en la cara. Se moría de ganas de reencontrar esa seguridad, ese hogar, pero era incapaz de moverse. Además, el sótano ya no existía. Era parte del paisaje devastado.
Por favor, insisto, créeme.
Tuve ganas de detenerme y agacharme a su lado.
Tuve ganas de decirle: «Lo siento, pequeña».
Pero no está permitido.
No me agaché. No dije nada.
Me quedé mirándola un rato y, cuando se movió, la seguí.
Soltó el libro.
Se arrodilló.
La ladrona de libros se puso a gritar.
Cuando empezó la limpieza, su libro recibió varias pisotadas y, aunque sólo tenían orden de despejar el cemento de las calles, el objeto más preciado de la niña también acabó en el camión de la basura. Entonces me vi obligada a reaccionar. Subí al vehículo y lo cogí, sin ser consciente de que me lo quedaría y lo estudiaría miles de veces a lo largo de los años. Buscaría los lugares en que nuestros caminos se habían cruzado y me maravillaría todo lo que la niña había visto y cómo había conseguido sobrevivir. Es lo único que puedo hacer: descubrir que ese relato se ajusta al resto de lo que presencié en esa época.
Cuando la recuerdo, veo una larga lista de colores, aunque hay tres que resuenan en mi memoria por encima de todos los demás:
Unos se abalanzan sobre los otros. La rúbrica negra garabateada sobre el cegador blanco que todo lo ocupa, apoyado en el espeso y meloso rojo.
Vi a la ladrona de libros en tres ocasiones.
Sí, la recuerdo a menudo y conservo su historia en uno de mis múltiples bolsillos para contarla una y otra vez. Es una más de la pequeña legión que llevo conmigo, cada una de ellas extraordinarias a su modo. Todas son un intento, un extraordinario intento de demostrarme que vosotros, y la existencia humana, valéis la pena.
Aquí está. Una más entre tantas.
La ladrona de libros.
Si te apetece, ven conmigo. Te contaré una historia.
Te mostraré algo.
PRIMERA PARTE

Manual del sepulturero
Presenta:
Himmelstrasse — el arte de ser una saumensch — una mujer
con puño de hierro — un beso frustrado — Jesse Owens —
papel de lija — el aroma de la amistad — una campeona de
peso pesado — y la madre de todos los watschens
Llegada a Himmelstrasse
La última vez.
Ese cielo rojo…
¿Qué hace una ladrona de libros para acabar de rodillas y dando alaridos en medio de una montaña de escombros, absurdos, grasientos, calcinados, levantados por el hombre?
Todo comenzó con la nieve. Años atrás.
Había llegado la hora. La hora de alguien.
UN MOMENTO TERRIBLEMENTE 
TRÁGICO
Un tren avanzaba a toda máquina.
Estaba atestado de humanos.
Un niño de seis años murió en el tercer vagón.
La ladrona de libros y su hermano se dirigían a Munich, donde los iba a acoger una familia. Pero ahora ya sabemos que el niño no llegó.
CÓMO OCURRIÓ 
Sufrió un violento ataque de tos.
Un ataque casi «inspirado».
Y poco después, nada.
Cuando la tos se apagó, no quedaba más que la vacuidad de la vida arrastrando los pies para seguir su camino, o dando un tirón casi inaudible. De repente, una exhalación se abrió paso hasta sus labios, que eran de color marrón corroído y se pelaban como la pintura vieja. Necesitaban urgentemente una nueva mano.
La madre dormía.
Subí al tren.
Fui esquivando los cuerpos por el pasillo abarrotado y en un instante la palma de mi mano estaba ya sobre su boca.
Nadie se dio cuenta.
El tren seguía la marcha.
Excepto la niña.
Con un ojo abierto y el otro todavía soñando, la ladrona de libros —también conocida como Liesel Meminger— entendió que su hermano pequeño, Werner, había muerto.
El niño tenía los ojos azules clavados en el suelo.
No veía nada.
Antes de despertarse, la ladrona de libros estaba soñando con el Führer, Adolf Hitler. En el sueño, la niña había acudido a uno de sus mítines y estaba concentrada en la raya del pelo de color mortecino y en el perfecto bigote cuadrado. Escuchaba con atención el torrente de palabras que irrumpían de su boca. Las frases brillaban. En un momento de menos bullicio, se agachó y le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa y dijo: Guten Tag, Herr Führer. Wie geht’s dir heut? No sabía hablar muy bien, ni siquiera leer, pues había ido poco al colegio. Descubriría la razón de eso a su debido tiempo.
En el justo momento en que el Führer estaba a punto de responder, se despertó.
Era enero de 1939. Tenía nueve años y pronto cumpliría diez.
Su hermano estaba muerto.
Un ojo abierto.
El otro soñando.
Habría sido mejor que hubiera podido acabar el sueño, pero no poseo control alguno sobre los sueños.
El segundo ojo se despertó de golpe y me vio, no hay duda. Fue justo cuando me arrodillé y arrebaté el alma a su hermano, mientras la sostenía, exangüe, entre mis brazos hinchados. Poco después entró en calor, pero en el momento de cogerlo el espíritu del crío estaba blando y frío, como un helado. Empezó a derretirse en mis manos, aunque luego recobró el calor. Se estaba recuperando.
En cuanto a Liesel Meminger, tuvo que hacer frente a la rigidez de sus movimientos y a la embestida de sus pensamientos desconcertados. Es stimmt nicht. No está pasando. No puede estar pasando.
Y el temblor.
¿Por qué siempre se ponen a temblar?
Sí, ya sé, ya sé, supongo que tiene que ver con el instinto, para detener la irrupción de la verdad. En esos momentos, su corazón parecía escurrirse, estaba acalorado y latía muy fuerte, muy, muy fuerte.
Me quedé mirando como una imbécil.
Lo siguiente: la madre.
La niña la despertó con el mismo temblor angustiado.
Si no te lo puedes imaginar piensa en un silencio extraño. Piensa en retazos de desesperación flotando por todas partes, inundando un tren.
Había nevado mucho y el tren a Munich se había detenido a causa de los desperfectos en la vía. Una mujer lloraba desconsolada. Una niña aturdida estaba a su lado.
La madre abrió la puerta, presa del pánico.
Saltó a la nieve, con el pequeño cuerpo en los brazos.
¿Qué iba a hacer la niña sino seguirla?
También bajaron del tren dos guardias. Analizaron la situación y discutieron qué hacer. Un momento embarazoso, cuando menos. Al final decidieron que lo mejor sería llevarlos hasta el siguiente pueblo y dejarlos allí.
Ahora el tren avanzaba a trompicones por un terreno cubierto de nieve.
Se tambaleó y después frenó.
Bajaron al andén, la madre llevaba el cadáver en brazos.
Allí se quedaron.
El niño pesaba cada vez más.
Liesel no sabía dónde estaba. Todo era blanco, y durante el tiempo que estuvieron en la estación sólo podía ver las letras descoloridas del letrero que había delante de ella. En ese pueblo que para Liesel no tenía nombre, dos días después enterraron a su hermano Werner. Al funeral acudieron un sacerdote y dos sepultureros temblando de frío.
UNA OBSERVACIÓN 
Una pareja de guardias.
Un par de sepultureros.
A la hora de la verdad, uno dio las órdenes.
El otro obedeció.
La cuestión es: ¿qué pasa cuando el otro es más de uno?
Errores, errores, a veces parece que no hago más que cometer errores.
Durante ese par de días me dediqué a mis cosas. Viajé por todo el mundo como siempre, acompañando las almas hasta la cinta transportadora de la eternidad. Las observaba avanzar poco a poco, sin oponer resistencia. Varias veces me dije que debía mantenerme a distancia del entierro del hermano de Liesel Meminger, pero no seguí mi propio consejo.
Mientras me acercaba, a kilómetros de distancia ya podía ver al pequeño grupo de humanos tiritando en el páramo nevado. El cementerio me dio la bienvenida como a un amigo y poco después me reuní con ellos. Los saludé con una inclinación de cabeza.
A la izquierda de Liesel, los sepultureros se frotaban las manos y se quejaban de la nieve y las condiciones en que tenían que trabajar. «Es duro cavar en el hielo», y expresiones por el estilo. Uno de ellos no tendría más de catorce años. Un aprendiz. Cuando se iba, al cabo de unos cuantos pasos, se le cayó un libro negro del bolsillo del abrigo sin que se diera cuenta.
Unos minutos después, la madre de Liesel también se marchó, acompañada del sacerdote, al que dio las gracias por la ceremonia.
La niña, en cambio, se quedó.
Sus rodillas se hundieron en el suelo. Había llegado su momento.
Todavía sin creérselo empezó a cavar. No podía estar muerto. No podía estar muerto. No podía…
En cuestión de segundos, la nieve le había cortado las manos.
La sangre helada se agrietaba manchándole la piel.
No se dio cuenta de que su madre había vuelto a buscarla, hasta que sintió su mano esquelética sobre el hombro. Se la llevó a rastras. Un grito cálido inundó su garganta.
UNA PEQUEÑA IMAGEN 
TAL VEZ A UNOS VEINTE METROS
Cuando dejó de arrastrarla, la madre y la niña se detuvieron a
respirar.
Había algo negro y rectangular incrustado en la nieve.
Sólo la niña lo vio.
Se agachó, lo recogió y lo sostuvo con firmeza.
El libro tenía impresas unas letras plateadas.
Se cogieron de la mano.
Tras un adiós definitivo empapado de agua, dieron media vuelta y abandonaron el cementerio, aunque volvieron la vista atrás varias veces.
En cuanto a mí, me quedé un poco más.
Les dije adiós.
Nadie me devolvió el saludo.
Madre e hija se alejaron del cementerio y se dirigieron hacia la estación para tomar el siguiente tren a Munich.
Ambas estaban pálidas y esqueléticas.
Ambas tenían llagas en los labios.
Liesel lo vio al mirarse en la ventanilla sucia y empañada del tren, cuando subieron poco antes del mediodía. Tal y como escribió la propia ladrona de libros, el viaje continuó como si «todo» hubiera pasado.
Cuando el tren se detuvo en la Bahnhof de Munich, los pasajeros se desparramaron como si se hubieran soltado al romperse un paquete. Había gente de toda clase y condición, pero los más fáciles de reconocer eran los pobres. Los necesitados intentan no detenerse nunca, como si ir de aquí para allá fuera a ayudarles. Ignoran que una nueva versión del problema de siempre les aguarda al final del viaje: ese pariente al que da vergüenza besar.
Creo que su madre lo sabía muy bien. No iba a entregar sus hijos a los altos estamentos de Munich, sino a un hogar de acogida que según parecía habían encontrado. Por lo menos, la nueva familia los alimentaría un poco mejor y los educaría como era debido.
El niño.
Liesel estaba convencida de que su madre llevaba a cuestas el recuerdo de su hermano. Lo dejó caer al suelo. Vio cómo los pies, las piernas y el cuerpo del niño se estampaban contra el andén.
¿Cómo podía andar esa mujer?
¿Cómo podía moverse?
Es el tipo de cosas que nunca sabré o llegaré a comprender: de qué son capaces los humanos.
La mujer lo recogió y siguió caminando con la niña a su lado.
Se cruzaron con las autoridades, y las preguntas sobre la demora y el niño les obligaron a levantar sus vulnerables cabezas. Liesel se quedó en un rincón de la pequeña y polvorienta oficina mientras su madre, sentada en una silla muy dura, se aferraba a sus pensamientos.
Llegó el caos de la despedida.
Fue un adiós bañado en lágrimas, la cabeza de la niña escondida en los bajos gastados del abrigo de lana de su madre. Otra vez tuvieron que arrastrarla.
Más allá de las afueras de Munich, había una pequeña ciudad llamada Molching. Allí la llevaban, a un lugar llamado Himmelstrasse.
UNA TRADUCCIÓN 
Himmel = Cielo
Quien fuera que bautizó la calle, sin duda poseía un gran sentido del humor. No es que fuera el infierno, no, pero desde luego no era el cielo.
Pese a todo, los padres de acogida de Liesel estaban esperando.
Los Hubermann.
Esperaban a un niño y una niña, por cuya manutención recibirían una pequeña mensualidad. Nadie quería decirle a Rosa Hubermann que el niño no había sobrevivido al viaje. En realidad, nadie quería decirle nunca nada a Rosa. En lo que se refiere al temperamento, el suyo no era precisamente envidiable, si bien tenía un buen expediente en cuanto a niños acogidos en el pasado. Por lo visto, había enderezado a unos cuantos.
Liesel viajó en coche.
Nunca había subido a un coche.
Se le revolvió el estómago durante todo el viaje y mantuvo la fútil esperanza de que se perdieran o cambiaran de opinión. No podía evitar imaginarse a su madre una y otra vez, en la Bahnhof, esperando el nuevo viaje. Temblando. Enfundada en ese abrigo inútil. Debía de estar mordiéndose las uñas mientras llegaba el tren, en el andén largo e inhóspito, una rebanada de cemento frío. Ya en el viaje de vuelta, ¿estaría atenta al aproximarse al lugar donde estaba enterrado su hijo? ¿O sería el sueño demasiado pesado?
El coche seguía su camino mientras Liesel temía que llegara la última y funesta curva.
El día era gris, el color de Europa.
Una cortina de lluvia se cerraba sobre el coche.
—Ya casi estamos. —La señora del servicio de acogida, frau Heinrich, se volvió y sonrió—. Dein neues Heim. Tu nuevo hogar.
Liesel dibujó una circunferencia en el cristal empañado y miró fuera.
PANORÁMICA DE 
HIMMELSTRASSE
Los edificios parecían soldados unos a otros, casitas y bloques
de pisos de apariencia nerviosa.
Había nieve sucia en el suelo como si fuera una alfombra.
Había cemento, árboles parecidos a percheros vacíos
y un aire gris.
En el coche también iba un hombre que se quedó con la niña mientras frau Heinrich desapareció en el interior. No hablaba. Liesel supuso que estaba allí para asegurarse de que no echaría a correr o para obligarla a entrar si les causaba algún problema. No obstante, más tarde, cuando llegó el problema, se limitó a quedarse sentado y mirar. Tal vez él sólo era el último recurso, la solución definitiva.
Al cabo de unos minutos, salió un hombre muy alto: Hans Hubermann, el padre de acogida de Liesel. A un lado estaba frau Heinrich, de estatura media, y al otro la figura retacona de Rosa Hubermann, que parecía un pequeño armario con un abrigo echado encima. Tenía andares de pato y hubiera podido decirse que era guapa si no fuera por la cara, como de cartón arrugado, y por la expresión de fastidio que parecía expresar que todo aquello rozaba el límite de lo tolerable. Su marido andaba derecho, con un cigarrillo consumiéndose entre los dedos. Los liaba él mismo.
El problema: Liesel no quería bajar del coche.
—Was ist los mit dem Kind? —preguntó Rosa Hubermann y volvió a repetir—: ¿Qué le pasa a esa niña? —Asomó la cabeza por la puerta del coche—. Na, komm. Komm.
Desplazó el asiento delantero y un pasillo de luz fría la invitó a salir, pero ella siguió sin moverse.
Fuera, a través de la circunferencia que había dibujado en el cristal, Liesel vio los dedos del hombre alto que sostenían el cigarrillo. La ceniza caía de una sacudida y daba muchas vueltas antes de llegar al suelo. Fueron necesarios casi quince minutos para convencerla de que saliera del coche. Sólo lo consiguió el hombre alto.
Con calma.
Después se aferró con fuerza a la puerta de la verja.
Las lágrimas acudieron en tropel a sus ojos tropezando unas con otras, mientras seguía agarrada a la puerta y se negaba a entrar. La gente empezó a formar corrillos en la calle hasta que Rosa Hubermann comenzó a proferir insultos y todo el mundo se volvió por el mismo camino por donde habían venido.
TRADUCCIÓN DEL COMUNICADO 
DE ROSA HUBERMANN
¿Qué estáis mirando, imbéciles?
Al final, Liesel Meminger se avino a entrar, con cautela. Hans Hubermann le dio una mano. Llevaba la maletita en la otra. En su interior, enterrado entre las capas de ropa doblada, había el pequeño libro negro que, por lo que sabemos, hacía horas que buscaba un sepulturero de catorce años en un pueblo sin nombre. «Se lo prometo —me lo imagino diciéndole a su jefe—. No tengo ni idea de lo que ha podido ocurrir. Lo he buscado por todas partes. ¡Por todas partes!» Estoy segura de que jamás habría sospechado de la niña y, sin embargo, ahí estaba, entre su ropa, un libro negro con letras plateadas:
MANUAL DEL SEPULTURERO 
Doce pasos para ser un sepulturero de éxito.
Publicado por la Asociación de Cementerios de Baviera.
La ladrona de libros había dado su primer golpe: sería el comienzo de una ilustre carrera.
Convertirse en una «Saumensch»
Sí, una ilustre carrera.
Sin embargo, debo reconocer que hubo un considerable paréntesis entre el robo del primer libro y el segundo. También hay que tener en cuenta que el primero lo robó a la nieve y el segundo a las llamas, sin olvidar que otros no los robó, sino que se los dieron. En total tenía catorce libros, pero ella sostenía que la mayor parte de su historia estaba en una decena de ellos. De esos diez, robó seis, uno apareció en la mesa de la cocina, un judío escondido escribió dos para ella y el otro le fue entregado por un amable atardecer vestido de amarillo.
Cuando empezó a escribir su historia, se preguntó por el momento exacto en que los libros y las palabras no sólo comenzaron a tener algún significado, sino que lo significaban todo. ¿Fue al ver por primera vez una habitación llena de estanterías abarrotadas de libros? ¿O cuando Max Vandenburg llegó a Himmelstrasse con las manos repletas de sufrimiento y el Mein Kampf de Hitler? ¿Fue por leer en los refugios antiaéreos o quizá por la última procesión hacia Dachau? ¿Fue El árbol de las palabras? Tal vez nunca pueda precisarse con exactitud cuándo y dónde ocurrió pero, en cualquier caso, estoy anticipándome a los acontecimientos. Por ahora, debemos repasar los inicios de Liesel Meminger en Himmelstrasse y el arte de ser una Saumensch.
A su llegada, todavía se apreciaban las marcas de los mordiscos de la nieve en las manos y la sangre helada en los dedos. Toda ella era pura desnutrición: pantorrillas de alambre, brazos de perchero. No fue fácil arrancarle una sonrisa, pero cuando lo consiguieron vieron la de una muerta de hambre.
Tenía el pelo rubio, al estilo alemán, pero sus ojos eran sospechosos: castaño oscuro. En Alemania, en esa época, no os habría gustado tener los ojos castaños. Tal vez los había heredado de su padre, aunque nunca lo sabría porque no lo recordaba. En realidad, sólo sabía una cosa sobre su padre: una palabra que no comprendía.
UNA PALABRA RARA 
Kommunist
Liesel la había oído muchas veces en los últimos años.
«Comunista.»
Conocía pensiones atestadas, habitaciones repletas de preguntas… y esa palabra. Esa extraña palabra siempre estaba ahí, en alguna parte, en un rincón, al acecho, vigilando desde la oscuridad. Llevaba traje, uniforme. No importaba adónde fueran, allí estaba cada vez que su padre salía a colación. Podía olerla y saborearla en el paladar. No sabía cómo se escribía ni la comprendía. Cuando le preguntó a su madre el significado, le respondió que no tenía importancia, no debía preocuparse por esas cosas. En una de las pensiones había una mujer que intentó enseñar a escribir a los niños dibujando con un trozo de carbón sobre la pared. Liesel estuvo tentada de preguntarle el significado, pero nunca encontró el momento. Un día se la llevaron para hacerle unas preguntas. No regresó jamás.
Cuando Liesel llegó a Molching tuvo al menos la sensación de estar a salvo, pero eso no era ningún consuelo. Si su madre la quería, ¿por qué la había abandonado en la puerta de unos desconocidos? ¿Por qué? ¿Por qué?
¿Por qué?
A pesar de que conocía la respuesta —aunque vagamente— no parecía satisfacerla. Su madre siempre estaba enferma y el dinero nunca llegaba para que se curara por completo. Liesel lo sabía, pero eso no significaba que lo aceptara. No importaban las veces que le habían dicho que la querían, no reconocía ninguna prueba de ello en su abandono. Nada cambiaba el hecho de que era una criatura esquelética y perdida en un lugar nuevo y extraño, rodeada de gente extraña. Sola.
Los Hubermann vivían en una de las casitas con forma de caja de Himmelstrasse: unas habitaciones, una cocina y un baño exterior que compartían con los vecinos. La vivienda tenía el tejado plano y un sótano para almacenar cosas. Pero no tenía la «profundidad adecuada»; y aunque en 1939 eso todavía no representaba ningún problema, más tarde, en 1942 y 1943, sí lo fue. Cuando comenzaron los bombardeos aéreos, siempre tenían que salir corriendo en busca de un refugio más seguro.
Al principio, lo que más le impactó de la familia fue su procacidad verbal, sobre todo por la vehemencia y asiduidad con que se desataba. La última palabra siempre era Saumensch o bien Saukerl o Arschloch. Para los que no estén familiarizados con estas palabras, me explico: Sau, como todos sabemos, hace referencia a los cerdos. Y Saumensch se utiliza para censurar o humillar a la mujer. Saukerl (pronunciado tal cual) se utiliza para insultar al hombre. Arschloch podría traducirse por «imbécil», y no distingue entre el femenino y el masculino. Uno simplemente lo es.
—Saumensch, du dreckiges! —gritó la madre de acogida de Liesel la primera noche, cuando la niña se negó a bañarse—. ¡Cochina marrana! Venga, fuera esa ropa.
Se le daba bien ponerse hecha una energúmena. De hecho, podría decirse que el rostro de Rosa Hubermann siempre estaba poseído por la furia. Por eso le habían salido tantas arrugas en la piel.
Liesel, por supuesto, estaba aterrorizada. No iban a conseguir meterla en una bañera ni, llegado el caso, en una cama. Se acurrucó en un rincón del cuarto de baño que parecía un armario, en busca de unos brazos invisibles en los que apoyarse, pero sólo encontró pintura seca, dificultades para respirar y el aluvión de improperios de Rosa.
—Déjala en paz. —Hans Hubermann interrumpió la pelea. Su suave voz se abrió camino hasta ellas, como si se deslizara entre la multitud—. Déjame a mí.
Se acercó y se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Las baldosas estaban frías y duras.
—¿Sabes liar cigarrillos? —preguntó, y estuvieron una hora sentados en la creciente oscuridad, jugando con el tabaco y el papel que Hans Hubermann se iba fumando.
Al cabo de una hora, Liesel sabía liar un cigarrillo bastante bien. Pero todavía no se había bañado.
ALGUNOS DATOS SOBRE 
HANS HUBERMANN
Le gustaba fumar.
Lo que más le apetecía era liar los cigarrillos.
Trabajaba de pintor y tocaba el acordeón. Les venía muy bien,
sobre todo en invierno, porque sacaba un poco de dinero extra
tocando en los bares de Molching, en el Knoller, por ejemplo.
Ya me la había jugado en una guerra mundial, y luego, en la
otra, a la que lo enviaron (a modo de recompensa cruel), no sé
cómo, se me volvió a escapar.
Para la mayoría de la gente Hans Hubermann era casi invisible, una persona normal y corriente. Tenía grandes dotes como pintor y poseía un oído más fino que la mayoría. Pero estoy segura de que habrás conocido personas como él, con esa habilidad para mimetizarse con el fondo, hasta cuando son el primero de la fila. Simplemente estaba allí. Pasaba inadvertido, no tenía importancia ni valor.
Lo decepcionante de esa apariencia, como te imaginarás, era que, por así decirlo, inducía a un completo error. Si había algo que no podía ponerse en duda, era su valía, algo que a Liesel Meminger no se le pasó por alto. (Los niños… A veces son mucho más astutos que los atontados y pesados adultos.) Liesel lo vio de inmediato.
En su actitud.
En el aire reposado que lo envolvía.
Esa noche, cuando encendió la luz del diminuto y frío lavabo, Liesel se fijó en los asombrosos ojos de su nuevo padre. Estaban hechos de bondad… y de plata, de plata líquida, esponjosa. Al ver esos ojos Liesel comprendió que Hans Hubermann valía mucho.
ALGUNOS DATOS SOBRE 
ROSA HUBERMANN
Medía un metro cincuenta y cinco, y llevaba su liso pelo
castaño grisáceo recogido en un moño.
Para complementar los ingresos de los Hubermann, hacía la
colada y planchaba para cinco de las casas más acomodadas de
Molching.
Cocinaba de pena.
Poseía una habilidad única para irritar a casi todos sus
conocidos.
Pero quería a Liesel Meminger.
Sólo que su forma de demostrarlo era un tanto extraña.
Entre otras cosas, a menudo la agredía verbalmente y
físicamente con una cuchara de madera.
Cuando Liesel por fin se bañó —después de dos semanas en Himmelstrasse— Rosa le dio un abrazo enorme, de los que te envían al hospital. —Saumensch, du dreckiges, ¡ya era hora! —la felicitó, a punto de asfixiarla.
Al cabo de unos meses dejaron de ser el señor y la señora Hubermann.
—Escúchame bien, Liesel, de ahora en adelante me llamarás mamá —espetó Rosa, con su típico tono. Se quedó pensativa un instante—. ¿Cómo llamabas a tu madre?
—Auch Mama, también mamá —contestó Liesel en voz baja.
—Bueno, pues entonces yo seré la mamá número dos. —Miró a su marido—. Y a ese de ahí —daba la impresión de que tenía las palabras en la mano, bien apelmazadas, para lanzarlas al otro lado de la mesa—, a ese Saukerl, ese cerdo asqueroso, lo llamarás papá, verstehst? ¿Entendido?
—Sí —asintió Liesel sin demora.
En esa casa apreciaban las respuestas rápidas.
—Sí, mamá —la corrigió mamá—. Saumensch. Llámame mamá cuando me hables.
En ese momento Hans Hubermann acababa de liarse un cigarrillo, después de haber humedecido el papel y haberlo pegado. Miró a Liesel y le guiñó un ojo. No le sería difícil llamarlo papá.
La mujer del puño de hierro
Los primeros meses fueron los más duros sin lugar a dudas.
Liesel tenía pesadillas todas las noches.
El rostro de su hermano.
La mirada clavada en el suelo.
Se despertaba dando vueltas en la cama, chillando y ahogándose entre la marea de sábanas. En la otra punta de la habitación, la cama destinada a su hermano flotaba en la oscuridad como una barca. Poco a poco, a medida que recuperaba la conciencia, lo veía hundirse en el suelo. Esa visión no la ayudaba a calmarla precisamente y, por lo general, pasaba bastante tiempo antes de que dejara de gritar.
Tal vez lo único bueno de las pesadillas era que Hans Hubermann, su nuevo papá, aparecía en la habitación para tranquilizarla, para darle amor.
Acudía noche tras noche y se sentaba a su lado. Las dos primeras se limitó a quedarse allí, como un extraño para entretener la soledad. Al cabo de unas noches empezó a susurrarle: «Shhh, estoy aquí, no pasa nada». A las tres semanas, la calmaba entre sus brazos. La confianza fue calando a pasos agigantados, gracias a la gran dulzura del hombre, a su presencia incondicional. La niña supo desde el principio que Hans Hubermann siempre aparecería cuando ella gritara y que no se iría.
DEFINICIÓN NO ENCONTRADA 
EN EL DICCIONARIO
No irse: acto de confianza y amor, a menudo descifrado
por los niños.
Hans Hubermann se sentaba en la cama, con ojos somnolientos, y Liesel lloraba sobre sus mangas y sentía su olor. Todas las noches, nunca antes de las dos, caía rendida de sueño acompañada de ese aroma: una mezcla de colillas aplastadas, décadas de pintura y piel humana. Primero lo aspiraba y después lo inhalaba hasta que volvía a quedarse dormida. Todas las mañanas lo encontraba a unos pocos pasos, desplomado en la silla, casi partido en dos. Nunca utilizaba la otra cama. Liesel saltaba de la suya, le besaba la mejilla con cautela y él se despertaba con una sonrisa.
Había días en que su padre le decía que volviera a la cama y esperara un momento, y entonces volvía con el acordeón y tocaba para ella. Liesel se sentaba y canturreaba, con los dedos de los pies encogidos por la emoción. Nunca habían tocado para ella. Liesel sonreía de oreja a oreja como una tonta, mirando con atención las líneas que se dibujaban en el rostro de Hans y el metal blando de sus ojos… hasta que llegaban los insultos desde la cocina.
—¡¿Quieres dejar de hacer ruido, Saukerl?!
Hans tocaba un ratito más.
Le guiñaba un ojo a Liesel y ella, con torpeza, le devolvía el guiño.
Otras veces, sólo para hacer rabiar a Rosa, llevaba el instrumento a la cocina y tocaba durante el desayuno.
El pan con mermelada de Hans se quedaba en el plato, serpenteado a mordiscos, mientras la música se reflejaba en la cara de Liesel. Sé que suena extraño, pero ella lo sentía así. La mano derecha del padre acariciaba las teclas de color hueso mientras la izquierda apretaba los botones. (A Liesel le gustaba sobre todo ver cómo apretaba el plateado, el animado: el do mayor.) La parte exterior del acordeón, que estaba rayada pero todavía era de un negro reluciente, iba y venía en un vaivén mientras los brazos estrujaban los polvorientos fuelles obligándolos a inhalar aire y soltarlo de nuevo. Esas mañanas en la cocina Hans daba vida al acordeón. Supongo que, pensándolo bien, tiene sentido.
¿Cómo se sabe si algo está vivo?
Comprobando si respira.
De hecho, el sonido del acordeón también pregonaba la seguridad, la luz del alba. Durante el día era imposible que soñara con su hermano. Lo echaba de menos y a menudo lloraba en el diminuto lavabo, tan bajito como podía, pero aun así se alegraba de estar despierta. La primera noche con los Hubermann, Liesel había escondido debajo del colchón lo último que la unía a él: el Manual del sepulturero. De vez en cuando lo sacaba y contemplaba las letras de la tapa y tocaba las que había impresas en el interior, aunque ignoraba por completo lo que decían. En realidad, no importaba de qué tratara el libro, lo importante era lo que significaba.
EL SIGNIFICADO DEL LIBRO 
1. La última vez que vio a su hermano.
2. La última vez que vio a su madre.
A veces susurraba la palabra «mamá» y veía el rostro de su madre cientos de veces en una sola tarde. Sin embargo, eso era un pequeño misterio en comparación con el terror que le infundían las pesadillas. En esas ocasiones, en la inmensidad del sueño, nunca se había sentido tan completamente sola.
Como estoy segura de que ya habrás advertido, no había más niños en la casa. Los Hubermann tenían dos hijos, pero eran mayores y ya se habían emancipado. Hans hijo trabajaba en el centro de Munich, y Trudy ejercía de criada y niñera. Pronto ambos intervendrían en la guerra. Una fabricando balas. El otro, disparándolas.
Como ya imaginarás, el colegio fue un estrepitoso fracaso.
Aunque era público, se adivinaba una fuerte influencia católica, y Liesel era luterana. No era el más prometedor de los comienzos. Después descubrieron que no sabía ni leer ni escribir.
Se la desterró de manera humillante con los niños más pequeños, con los que empezaban a aprender el abecedario. Aunque Liesel era un pálido saco de huesos, se sentía gigantesca entre los párvulos, y a menudo deseaba palidecer hasta desaparecer por completo.
Ni siquiera en casa sabían cómo aconsejarla.
—No le pidas ayuda a ese —sentenció Rosa—. Menudo Saukerl. —Hans estaba mirando por la ventana, como tenía por costumbre—. Dejó el colegio en cuarto curso.
Sin volverse, Hans respondió con calma, aunque lanzando dardos envenenados:
—Bueno, pues tampoco le preguntes a ella. —Se le cayó un poco de ceniza—. Lo dejó en tercero.
En la casa no había libros (aparte del que Liesel atesoraba en secreto debajo del colchón) y lo único que podía hacer era repasar el abecedario entre dientes antes de que le dijeran que se callara, en términos nada equívocos. A saber qué mascullaba. Hasta al cabo de un tiempo, cuando se produjo el incidente de la incontinencia nocturna en medio de una pesadilla, no empezaron las clases de lectura adicionales. Extraoficialmente se las llamó clases de medianoche, aunque solían comenzar cerca de las dos de la mañana. Pronto volveremos sobre el tema.
A mediados de febrero, al cumplir diez años, a Liesel le regalaron una muñeca vieja de pelo rubio a la que le faltaba una pierna.
—No hemos podido hacer más —se disculpó el padre.
—¿Qué estás diciendo? Ya puede darse con un canto en los dientes por tener lo que tiene —lo reprendió Rosa.
Hans continuó observando la pierna que le quedaba a la muñeca mientras Liesel se probaba el nuevo uniforme. Cumplir diez años era sinónimo de Juventudes Hitlerianas. Las Juventudes Hitlerianas eran sinónimo de un pequeño uniforme marrón. Al ser una chica, a Liesel la apuntaron a lo que llamaban la BDM.
EXPLICACIÓN DE LAS SIGLAS 
Bund Deutscher Mädchen,
Liga de Jóvenes Alemanas.
Lo primero que hacían allí era asegurarse de que dominaran el «heil Hitler» a la perfección. Luego se las enseñaba a desfilar erguidas, aplicar vendajes y zurcir. También las llevaban de excursión y hacían otro tipo de actividades. Los miércoles y los sábados eran los días que se reunían, de tres a cinco de la tarde.
Todos los miércoles y los sábados, Hans la acompañaba a pie y volvía a recogerla dos horas después. Nunca hablaban mucho de la asociación. Se limitaban a cogerse de la mano y escuchar sus pisadas mientras papá se fumaba un par de cigarrillos.
Lo único que la inquietaba de su padre era que salía mucho de casa. Algunas noches entraba en el salón (que también hacía las veces de dormitorio de los Hubermann), sacaba el acordeón del viejo armario y cruzaba la cocina hasta la puerta de entrada.
Cuando ya había recorrido un trecho de Himmelstrasse, Rosa abría la ventana.
—¡No vuelvas tarde a casa! —gritaba.
—No hables tan alto —respondía él, volviéndose.
—Saukerl! ¡Anda y que te zurzan! ¡Hablaré todo lo alto que me dé la gana!
El eco de los improperios lo seguía por la calle. Nunca miraba atrás o, al menos, no lo hacía hasta que estaba seguro de que su mujer se había metido dentro. Esas noches, al final de la calle, con la funda del acordeón en una mano, se volvía justo frente a la tienda de frau Diller, que hacía esquina, y adivinaba la figura que había sustituido a su mujer en la ventana. Entonces levantaba un breve instante su alargada y espectral mano antes de dar media vuelta y echar a andar a paso tranquilo. Liesel lo veía de nuevo a las dos de la mañana, cuando la sacaba a rastras de su pesadilla, con dulzura.
Todas las noches sin excepción había jaleo en la diminuta cocina. Rosa Hubermann no paraba de hablar y, cuando hablaba, no hacía más que schimpfen. Siempre estaba rezongando y discutiendo. En realidad no había nadie con quien discutir, pero Rosa conducía la situación con experta habilidad en cuanto tenía ocasión. En esa cocina podía pelearse con medio mundo y eso era precisamente lo que hacía casi todas las noches. Una vez habían acabado de cenar y Hans había salido, Liesel y Rosa se quedaban allí y Rosa planchaba.
Varias veces a la semana, Liesel volvía del colegio y recorría las calles de Molching con su madre, recogiendo y entregando la colada y la plancha en la parte más pudiente de la ciudad. Knaupt Strasse, Heide Strasse y alguna otra más. Mamá entregaba la ropa planchada o recogía la que habría de lavar, con la debida sonrisa en los labios, pero en cuanto la puerta se cerraba y se daba media vuelta maldecía a la gente rica por su dinero y gandulería.
«Son demasiado g’schtinkerdt para lavarse la ropa», solía decir, a pesar de que dependía de ellos.
«Ese heredó todo el dinero de su padre y ahora lo malgasta en mujeres y alcohol. Y en la colada y el planchado, claro», cargaba contra herr Vogel, de la Heide Strasse.
Como si pasara lista a los que despreciaba.
Herr Vogel, herr y frau Pfaffelhürver, Helena Schmidt, los Weingartner. Todos eran culpables de algo.
Aparte de dedicarse al alcohol y la lujuria, según Rosa, Ernst Vogel no hacía más que rascarse ese pelo infestado de piojos, humedecerse los dedos y luego tenderle el dinero. «Debería lavarlo antes de volver a casa», sentenciaba.
Los Pfaffelhürver examinaban el resultado con lupa. «“Estas camisas, sin arrugas, por favor” —los imitaba Rosa—. “Este traje, sin pliegues.” Y luego se quedan ahí, revisándolo delante de mí, ¡delante de mis narices! Menuda G’sindel, menuda escoria.»
Por lo visto, los Weingartner eran medio lelos y tenían una gata Saumensch que no dejaba de mudar el pelo. «¿Sabes lo que tardo en sacar todos esos pelos? ¡Están por todas partes!»
Helena Schmidt era una viuda rica. «Esa vieja inválida… Todo el día ahí sentada, atrofiándose. En la vida ha sabido qué es trabajar.»
No obstante, Rosa se reservaba el mayor desprecio para el número ocho de la Grandestrasse, una casa enorme en lo alto de una colina, en la parte alta de Molching.
—Esa es la casa del alcalde —le contó a Liesel la primera vez que fueron allí—. Menudo sinvergüenza. Su mujer se pasa todo el día metida en casa de brazos cruzados. Es tan tacaña que ni siquiera enciende la lumbre, por eso ahí dentro siempre hace un frío de muerte. Está como una chota. —Hizo hincapié en las últimas palabras—. No tiene remedio, como una chota. —Al llegar junto a la puerta, le hizo un gesto a la niña—. Entra tú.
Liesel se quedó helada. Una gigantesca puerta marrón con una aldaba de latón se alzaba al final de un pequeño tramo de escalones.
—¿Qué?
Rosa le dio un empujón.
—No me vengas con «qués», Saumensch. Andando.
Liesel caminó. Cruzó la verja, subió los escalones, vaciló y llamó a la puerta.
Un albornoz salió a recibirla.
Debajo había una mujer de mirada desconcertada, cabello suave y sedoso y expresión derrotada. Vio a Rosa junto a la cancela y le tendió a la niña una bolsa con la colada.
—Gracias —dijo Liesel, pero no obtuvo respuesta. La puerta se cerró.
—¿Lo ves?, esto es lo que tengo que aguantar todos los días —se quejó Rosa cuando Liesel regresó junto a la verja—. Esos ricos desgraciados, menuda panda de cerdos holgazanes…
Cuando ya se iban, Liesel volvió la vista atrás, con la colada en las manos. La aldaba de latón la vigilaba desde la puerta.
Después de criticar a la gente para la que trabajaba, Rosa Hubermann solía proseguir con su otro tema de vilipendio favorito: su marido. Mientras miraba la bolsa de la colada y las casas inclinadas, no paraba de hablar y hablar.
—Si tu padre sirviera para algo —le contaba a Liesel cada vez que atravesaban Molching—, no tendría que hacer esto. —Soltaba un bufido desdeñoso—. ¡Pintor! ¿Por qué me casaría con ese Arschloch? Si ya me lo dijeron… Es decir, ya me lo dijo mi familia. —Sus pisadas crujían por el camino—. Y aquí me tienes, pateando estas calles y esclavizada en la cocina porque ese Saukerl nunca tiene trabajo. Por lo menos un trabajo de verdad, no ese patético acordeón que va a tocar a esos antros noche tras noche.
—Sí, mamá.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre?
Los ojos de mamá eran como dos recortables de color azul pálido pegados a la cara.
Seguían caminando.
Liesel arrastraba el saco.
En casa, lavaban la colada en un caldero junto a la lumbre, la tendían al lado de la chimenea del salón y luego la planchaban en la cocina. Todo se cocía en la cocina.
—¿Has oído eso? —le preguntaba Rosa casi todas las noches.
Llevaba la plancha de hierro en la mano, que calentaba encima de los fogones. Casi toda la casa estaba en penumbras y Liesel, sentada a la mesa de la cocina, contemplaba las brechas de fuego que se abrían delante de ella.
—¿Qué? —contestaba ella—. ¿El qué?
—Ha sido esa Holtzapfel. —Rosa ya se había levantado de la silla—. Esa Saumensch acaba de escupir otra vez en nuestra puerta.
Frau Holtzapfel, una de las vecinas, tenía por costumbre escupir en la puerta de los Hubermann cada vez que pasaba por delante. La puerta principal se encontraba a escasos pasos de la verja y, por así decirlo, frau Holtzapfel ya tenía muy estudiada la distancia… y la puntería afinada.
Los escupitajos eran la consecuencia de una especie de guerra verbal en la que Rosa Hubermann y ella se habían embarcado y que arrastraban desde hacía una década. Nadie conocía su origen y lo más probable era que incluso ellas lo hubieran olvidado.
Frau Holtzapfel era una mujer nervuda y, como quedaba patente, rencorosa. Nunca había estado casada, pero tenía dos hijos, algo mayores que los de los Hubermann. Los dos estaban en el ejército y los dos harán alguna aparición como artistas invitados antes de que terminemos, te lo aseguro.
En cuanto a los escupitajos malintencionados, debo añadir que frau Holtzapfel era muy escrupulosa. Nunca desaprovechaba la ocasión de spuck en la puerta del número treinta y tres y de pronunciar Schweine! cada vez que pasaba por delante. Algo que me llama la atención de los alemanes: parecen muy aficionados a los cerdos.
UNA PREGUNTA TONTA 
Y SU RESPUESTA
¿Quién crees que limpiaba el escupitajo de la puerta todas las
noches?
Sí, lo has adivinado.
Cuando una mujer con un puño de hierro dice que salgas ahí fuera y limpies el escupitajo de la puerta, lo haces. Sobre todo cuando el hierro está caliente.
En realidad, formaba parte de la rutina.
Todas las noches Liesel salía a la calle, limpiaba la puerta y contemplaba el firmamento. Por lo general, parecía que alguien hubiera vertido un líquido en el cielo —frío y espeso, resbaladizo y gris—, pero de vez en cuando algunas estrellas tenían el valor de alzarse y flotar, aunque sólo fuera unos minutos. Esas noches se quedaba un poquito más y esperaba.
—Hola, estrellas.
Y esperaba.
La voz de la cocina.
O hasta que las aguas del cielo alemán volvían a tragarse las estrellas.