1
Theodore Boone era hijo único, y por esa razón solía desayunar solo. Su padre, un atareado abogado, tenía por costumbre salir temprano de casa y reunirse a las siete de la mañana para tomar café con los amigos y charlar en el mismo bar del centro todos los días. La madre de Theo, que también era una atareada abogada, llevaba diez años intentando perder cinco kilos y por esa razón se había convencido de que el desayuno debía consistir únicamente en un café y un periódico. Así pues, Theo tomaba el desayuno —cereales con leche fría y zumo de naranja— por su cuenta en la mesa de la cocina, con un ojo puesto en el reloj. En casa de los Boone había relojes por todas partes, prueba evidente de que se trataba de gente organizada.
De todas maneras, no estaba completamente solo: junto a él también comía su perro. Judge era un chucho callejero cuya edad y pedigrí eran un misterio. Theo lo había salvado de la muerte dos años antes, apareciendo en el último segundo ante el Tribunal de Animales, y Judge le estaba eternamente agradecido. Al igual que su dueño, prefería los Cheerios con leche entera, nunca desnatada, y ambos comían juntos y en silencio todas las mañanas.
A las ocho en punto, Theo aclaró los cuencos en el fregadero, dejó la jarra de zumo y la leche en la nevera, fue al estudio de su madre y le dio un beso en la mejilla.
—Me voy al colegio —le dijo.
—¿Tienes dinero para el almuerzo? —le preguntó ella
como solía hacer cinco mañanas a la semana.
—Sí, siempre.
—¿Y has hecho todos tus deberes?
—Todos, mamá.
—¿Cuándo te veré?
—Me pasaré por el despacho al salir del cole.
Theo pasaba sin falta por el despacho de su madre todos los días al acabar las clases, pero la señora Boone seguía preguntándoselo.
—Ten cuidado —le dijo—. Y acuérdate de sonreír.
Hacía dos años que Theo llevaba aparatos en los dientes y se moría de ganas de que se los quitaran. Entretanto, su madre no dejaba de recordarle que sonriera e hiciera de este mundo un lugar más feliz.
—Estoy sonriendo, mamá.
—Te quiero, Teddy.
—Y yo a ti.
Theo, que seguía sonriendo a pesar de que lo llamaran «Teddy», se echó la mochila a la espalda, rascó a Judge detrás de las orejas y salió por la puerta de la cocina. Subió a su bicicleta y no tardó en pedalear a toda velocidad por Mallard Lane, una estrecha calle llena de hojas caídas del barrio más antiguo de la ciudad. Al pasar, saludó con la mano al señor Nunnery, que ya estaba en su porche, dispuesto a pasar otro largo día contemplando el escaso tráfico que cruzaba el vecindario; y, en la acera, esquivó a la señora Goodloe sin dirigirle la palabra porque hacía tiempo que esta había perdido el oído y buena parte de sus facultades mentales. De todas maneras, Theo le sonrió, aunque ella no le devolvió la sonrisa. Sus dientes estaban en algún lugar de su casa.
Era comienzos de primavera, y hacía un día fresco y claro. Theo pedaleaba rápidamente. A las 8.40 pasaban lista en Home Room, y él tenía asuntos importantes que atender antes de la escuela. Cogió un atajo por una callejuela lateral, cruzó un callejón a toda prisa, sorteó algunos coches y se detuvo ante una señal de stop. Aquello era su terreno, el camino que tomaba todos los días. Al cabo de cuatro manzanas, las casas dejaron sitio a las oficinas, los comercios y las tiendas.
El tribunal del condado era el edificio más grande de Strattenburg (la central de correos era el segundo; y la biblioteca, el tercero). Se alzaba con aire majestuoso en el lado norte de Main Street, a medio camino entre el puente sobre el río y un parque lleno de cenadores, fuentes para pájaros y monumentos a los caídos en combate. A Theo le encantaba el tribunal, su aire de autoridad, la gente que entraba y salía con aire solemne y los severos boletines que se colgaban en el tablón de anuncios; pero, sobre todo, le gustaban las salas de los juzgados. Había varias pequeñas, donde se ventilaban asuntos que no requerían un jurado, y después estaba la sala principal del primer piso, donde los abogados luchaban igual que gladiadores y donde los jueces reinaban como reyes.
A sus trece años, Theo seguía indeciso acerca de su futuro. Un día soñaba con ser un famoso abogado especializado en pleitos que se ocupaba de casos importantes y nunca perdía ante un jurado; al día siguiente, soñaba con ser un juez eminente, famoso por su sabiduría e imparcialidad. Pasaba de una idea a la otra y cambiaba de opinión todos los días.
Aquel lunes por la mañana, el vestíbulo principal ya estaba lleno, como si abogados y clientes quisieran comenzar la semana temprano. Había mucha gente esperando el ascensor, de modo que Theo corrió escalera arriba y por el ala oeste, donde se hallaba el Tribunal de Familia. Su madre era una destacada especialista en divorcios, que siempre representaba a mujeres, de modo que Theo conocía bien aquel sector del edificio. Dado que las sentencias de divorcio las dictaba un juez, no había necesidad de jurado; y puesto que la mayoría de jueces no deseaban tener muchos espectadores presenciando cuestiones tan delicadas, la sala era pequeña. Ante la puerta, había varios letrados discutiendo con aires de importancia, pero sin ponerse de acuerdo en gran cosa. Theo buscó por el pasillo, dobló una esquina y vio a su amiga.
Estaba sentada en uno de los viejos bancos de madera, sola, menuda, frágil y nerviosa. Cuando vio a Theo, le sonrió y se cubrió la boca con la mano. Theo se acercó a paso vivo y se sentó junto a ella, muy cerca, tanto que sus rodillas se tocaban. Con cualquier otra chica se habría sentado al menos a un par de palmos de distancia y evitado cualquier posibilidad de contacto.
Pero April Finnemore no era una chica cualquiera. A los cuatro años habían empezado juntos en la guardería que había cerca de la iglesia, y eran amigos desde que tenían uso de razón. No se trataba de un romance. Eran demasiado jóvenes para eso. Theo no conocía un solo chico de trece años de su clase que reconociera tener novia. Más bien al contrario. Ninguno quería saber nada de chicas. Y las chicas opinaban lo mismo. Theo había sido advertido de que algún día eso cambiaría radicalmente, pero no lo creía posible.
April solo era una amiga, una amiga muy necesitada de ayuda en aquellos momentos. Sus padres se estaban divorciando, y Theo daba gracias al cielo de que su madre no se ocupara del caso.
Aquel divorcio no constituía ninguna sorpresa para nadie que conociera a los Finnemore. El padre de April era un excéntrico marchante de antigüedades, además de ser batería de un viejo grupo de rock que seguía tocando por las noches en bares e incluso salía de gira durante semanas; su madre criaba cabras y con su leche preparaba un queso que vendía por la ciudad, en un antiguo coche fúnebre reconvertido y pintado de amarillo chillón. En el asiento del pasajero viajaba un viejo mono araña de grises bigotes que mataba el rato comiendo queso, alimento que por otra parte no se vendía demasiado bien. En una ocasión, el señor Boone había descrito la familia como «poco tradicional», calificativo que Theo interpretó como «muy rara». Tanto el padre como la madre de April habían sido detenidos por tenencia de drogas, pero ninguno de los dos fue condenado.
—¿Estás bien? —le preguntó Theo.
—No —contestó ella—. Odio tener que estar aquí.
April tenía un hermano mayor llamado August y una hermana mayor llamada March, y los dos se habían marchado de casa. August lo hizo el día después de graduarse; March, al cumplir los dieciséis, dejando a April para que fuera la única hija que sus padres pudieran atormentar. Theo conocía bien la historia porque ella se la había contado. Por necesidad. Necesitaba a alguien en quien confiar y que no fuera de la familia. Theo se había convertido en su confidente.
—No quiero vivir con ninguno de los dos —dijo ella.
Era terrible decir algo así de los padres de uno, pero Theo la comprendía perfectamente y despreciaba a los de April por cómo la trataban, por el caos en que vivían, por el modo en que la descuidaban y por su crueldad hacia ella. Theo tenía una larga lista de reproches contra el señor y la señora Finnemore y estaba convencido de que también se habría escapado si hubiera tenido que vivir con ellos. No sabía de ni un solo chico de la ciudad que hubiera puesto el pie en casa de los Finnemore.
El juicio por el divorcio había llegado a su tercer día, y no tardarían en llamar a declarar a April. El juez iba a hacerle la pregunta fatídica: «April, ¿con cuál de tus padres quieres vivir?».
Y ella no sabría qué responder. Había hablado del asunto con Theo durante horas y todavía no sabía qué responder.
Sin embargo, en la mente de Theo, la pregunta era: «¿Por qué los padres de April quieren su custodia?». Tanto el uno como la otra pasaban de ella en todos los sentidos. Theo había oído muchas historias, pero nunca había repetido ninguna.
—¿Qué vas a decir? —preguntó.
—Voy a decir al juez que quiero irme a vivir con mi tía
Peg, a Denver.
—Creía que ella había dicho que no.
—Y es verdad. Eso dijo.
—Entonces no puedes decirle eso al juez.
—¿Y qué puedo decir, Theo?
—Mi madre dice que deberías escoger a tu madre. Sé que
no es tu primera opción, pero la verdad es que no tienes primera opción.
—Pero el juez puede hacer lo que crea mejor, ¿verdad? —Sí. Si tuvieras catorce años, tu decisión podría ser vinculante; pero, con trece, el juez se limitará a escuchar tus deseos. Según mi madre, este juez casi nunca concede la custodia al padre. No te la juegues. Vete con tu madre.
April llevaba vaqueros, botas de excursionista y un suéter azul marino. Casi nunca se vestía como una chica, pero no cabía duda de que lo era. Se enjugó una lágrima que le caía por la mejilla y se las arregló para mantener la compostura.
—Gracias, Theo —le dijo. —Me gustaría poder quedarme.
—Y a mí me gustaría poder ir al colegio.
Los dos forzaron una sonrisa.
—Pensaré en ti. Sé fuerte.
—Gracias, Theo.
Su juez favorito era el honorable Henry Gantry, y Theo entró en la antesala de su despacho a las ocho y veinte.
—Vaya, buenos días, Theo —lo saludó la señorita Hardy, que estaba revolviendo algo en su café y preparándose para el trabajo del día.
—Buenos días, señorita Hardy —contestó Theo con una sonrisa.
—¿Y a qué debemos este honor? —preguntó ella.
No era tan mayor como su madre, calculaba Theo, y sí muy atractiva. En cualquier caso, se trataba de su secretaria favorita de entre todas las del tribunal. Jenny, del Tribunal de Familia, era su auxiliar favorita.
—Tengo que ver al juez Gantry —contestó—. ¿Está en su despacho?
—Bueno, sí, pero anda muy ocupado.
—Por favor. Solo será un minuto.
La señorita Hardy tomó un sorbo de café y preguntó: —¿Tiene algo que ver con el importante juicio de mañana? —Sí, señora. Me gustaría que mi clase pudiera asistir al primer día del juicio para la asignatura de gobierno, pero antes tengo que asegurarme de que hay asientos suficientes.
—Pues no sabría decírtelo, Theo —contestó la señorita Hardy, frunciendo el entrecejo y meneando la cabeza—. La verdad es que esperamos una gran afluencia de gente, y el espacio será justo.
—¿Podría hablar con el juez?
—¿Cuántos sois en tu clase?
—Dieciséis. He pensado que quizá podríamos sentarnos
en la galería.
La señorita Hardy seguía ceñuda cuando cogió el teléfono y apretó un botón. Esperó un segundo y dijo:
—Sí, señoría, Theodore Boone está aquí y le gustaría verlo. Le he dicho que está usted muy ocupado. —Escuchó un poco más, luego colgó y miró a Theo—. Date prisa —le dijo, indicándole la puerta del despacho del juez.
Segundos más tarde, Theo se hallaba ante el mayor escritorio de la ciudad, un escritorio lleno de todo tipo de papeles, carpetas y archivadores, un escritorio que simbolizaba el enorme poder detentado por el juez Henry Gantry que, en esos momentos, no sonreía. De hecho, Theo estaba convencido de que el juez no había sonreído desde que él lo había interrumpido; aun así, insistió con un prolongado destello metálico de oreja a oreja.
—Expón tu caso —le ordenó el juez.
Theo lo había oído ordenar lo mismo en muchas ocasiones y había visto a abogados, abogados de renombre, levantarse y farfullar en busca de las palabras mientras el juez Gantry los fulminaba con la mirada desde el estrado. En esos momentos, su mirada no era fulminante, y tampoco llevaba su negra toga, pero seguía imponiendo el mismo respeto. Mientras se aclaraba la garganta, Theo vio en sus ojos el guiño inconfundible de un amigo.
—Sí, señor. Bueno, resulta que nuestro profesor de gobierno es el señor Mount, y el señor Mount cree que el director puede darnos permiso para dedicar un día entero a asistir al inicio del juicio de mañana. —Theo se detuvo, respiró hondo y se esforzó por hablar lentamente y con claridad, como habría hecho cualquier buen abogado especialista en juicios—.
Lo que ocurre es que debemos tener garantizado dónde sentarnos. Había pensado que quizá en la galería…
—¿Habías pensado?
—Sí, señor.
—¿Cuántos sois?
—Dieciséis, sin contar al señor Mount.
El juez cogió una carpeta, la abrió y empezó a leerla como si, de repente, se hubiera olvidado de que el chico estaba de pie ante él, al otro lado del escritorio. Theo contó para sus adentros unos incómodos dieciséis segundos. Entonces, el juez dijo de repente:
—Diecisiete asientos, galería frontal, lado izquierdo. Daré instrucciones al alguacil para que mañana os acompañe a vuestro sitio a las nueve menos diez. Como es natural, espero un comportamiento impecable.
—No habrá ningún problema, señoría.
—Diré a la señorita Hardy que envíe un correo electrónico al director del colegio.
—Gracias, señoría.
—Ahora puedes marcharte, Theo. Lamento estar tan ocupado.
—No hay problema, señoría.
Theo se escabullía hacia la puerta cuando el juez añadió: —Dime, Theo, ¿crees que el señor Duffy es culpable? Theo se detuvo, dio media vuelta y respondió sin vacilar: —Hasta que no se demuestre lo contrario, es inocente. —Ya, pero ¿cuál es tu opinión sobre su culpabilidad? —Creo que lo hizo.
El juez asintió levemente, pero no manifestó conformidad alguna.
—¿Y usted? —quiso saber Theo.
Por fin una leve sonrisa.
—Soy un árbitro imparcial, Theo. No tengo nociones preconcebidas sobre inocencia o culpabilidad.
—Estaba seguro de que diría eso.
—Nos veremos mañana.
Theo abrió la puerta y salió. La señorita Hardy se encontraba de pie, con las manos en las caderas, mirando fijamente a dos azorados letrados que exigían ver al juez. Los tres se callaron en el acto cuando Theo salió del despacho de su señoría y sonrió a la secretaria.
—Gracias —le dijo mientras pasaba ante ella a toda prisa, abría la puerta y desaparecía.