Prólogo
Crecer da miedo. Mucho miedo. Conor, el protagonista de la historia que tienes en tus manos, está tan asustado de hacerse mayor que ya no le dan miedo los monstruos que se le aparecen a medianoche. Más bien al contrario. Tiene tanto miedo que no quiere que los monstruos le dejen solo. No quiere estar solo.
Un monstruo viene a verme es una obra llena de capas y muy rica a nivel psicológico. Entre otros temas, se habla del difícil tránsito de la infancia a la madurez. Es un viaje que no se hace a una determinada edad. No se cumplen trece años y a partir de ahí eres un adulto. Cumplir años es envejecer, crecer es otra cosa. Es darse cuenta de que la vida no es lo que te esperas. No es justa, ni predecible, ni controlable. Es comprobar que a veces se gana y otras se pierde. Y sobre todo, que a veces se gana y se pierde al mismo tiempo. Crecer es aceptar la incertidumbre.
Esa complejidad reina en esta obra de Patrick Ness. No se trata de una historia más de un niño iniciándose a la vida. Lejos de caer en territorio conocido, el escritor perfila en Conor uno de los personajes infantiles más imprevisibles y psicológicamente profundos que he leído nunca. Su entrada a la madurez es un rico y enrevesado periplo que se atreve a transitar por algunos de los recovecos más oscuros del espíritu juvenil. Ahondar en ellos como lo hace Ness es algo insólito para el lector más joven y le permitirá el doble placer de reconocerse a sí mismo y adentrarse a la vez en lo desconocido.
Si el atrevimiento del escritor no fuera suficiente, Un monstruo viene a verme además se permite alternar el relato realista de Conor con la fantasía pura y dura. Monstruos, pesadillas, príncipes y brujas desfilan por este cuento oscuro junto a la madre del protagonista, su estricta abuela, sus compañeros de clase abusadores y algunos profesores impávidos. El gran valor de la pirueta de Ness yace en su capacidad para demostrar que la fantasía no sólo explica mejor nuestra realidad sino que es la mejor forma de articular la verdad.
Hay muchos motivos por los que afirmar que Un monstruo viene a verme es una de esas novelas que dejan huella para siempre. El relato es tan completo a tantos niveles que sin duda cada uno encontrará el suyo. Mi favorito es ese homenaje que el libro rinde al arte de contar historias. «Las historias son criaturas salvajes. Cuando las sueltas, ¿quién sabe los desastres que pueden causar?», afirma el monstruo de esta historia. A eso nos dedicamos los cineastas. Invocamos desastres, nos alzamos como grandes embusteros convencidos de que una buena mentira es la mejor manera de arrojar algo de luz al misterio que es nuestra propia vida.
No quiero acabar sin remarcar que esta obra nació en la mente de otra escritora, Siobah Dowd, que falleció antes de poder finalizarla, víctima de la misma enfermedad de la que se habla en estas páginas que siguen. Estoy convencido de que es en esa cercanía con lo narrado, sumado a la fuerza con la que Patrick Ness se apodera de Conor y comparte con él sus emociones, donde reside la inagotable capacidad de conmover de Un monstruo viene a verme. Es esta una novela que posee la contundencia que solo las cosas padecidas en primera persona poseen.
Métete en líos y lee Un monstruo viene a verme. Es algo que no olvidarás nunca.
J. A. BAYONA
Nota de los autores
No llegué a conocer en persona a Siobhan Dowd. Solo la conozco como la conoceréis la mayoría de vosotros: a través de sus extraordinarios libros. Cuatro novelas para jóvenes llenas de fuerza, dos de ellas publicadas en vida, dos después de su temprana muerte. Si no las habéis leído, poned remedio a ese descuido inmediatamente.
Este habría sido su quinto libro. Tenía los personajes, una premisa y un inicio. Lo que no tenía, desgraciadamente, era tiempo.
Cuando me preguntaron si estaría dispuesto a convertir su trabajo en un libro, dudé. Lo que no quería —lo que no podía hacer— era escribir una novela imitando su voz. Eso habría sido hacerle un flaco favor a ella, al lector, y sobre todo a la historia. No creo que la buena escritura pueda funcionar así.
Pero lo que tienen las buenas ideas es que generan otras ideas. Casi antes de que pudiera evitarlo, las ideas de Siobhan me sugirieron otras nuevas, y empecé a sentir ese deseo que todo escritor ansía: el deseo de juntar palabras, el deseo de contar una historia.
Sentí —y siento— que me habían cedido un testigo, como si una escritora especialmente dotada me hubiera dado su historia y me hubiera dicho: «Adelante. Corre con ella. Métete en líos». Y eso fue lo que intenté hacer. A lo largo del camino tuve una única directriz: escribir un libro que a mi parecer a Siobhan le habría gustado. Ningún otro criterio importaba realmente.
Y ahora ha llegado el momento de pasarte el testigo. Las historias no terminan con los escritores, aun cuando sean muchos los que tomen la salida. Aquí tienes lo que se nos ocurrió a Siobhan y a mí. Así que, adelante. Corre con ello.
Métete en líos.
PATRICK NESS
Londres, febrero de 2011
Un monstruo viene a verme
El monstruo apareció pasadas las doce de la noche. Como hacen todos los monstruos.
Conor estaba despierto cuando el monstruo llegó.
Acababa de tener una pesadilla. Bueno, una pesadilla no. La pesadilla. La que tenía tantas veces últimamente. La de la oscuridad y el viento y los gritos. La pesadilla en la que unas manos se escapaban de las suyas por muy fuerte que las sujetara. La que acababa siempre con…
«Vete», susurraba Conor a la oscuridad de la habitación en el intento de que la pesadilla retrocediera, de que no lo siguiera al mundo del despertar. «Vete de una vez.»
Miró el reloj que su madre había colocado en la mesilla. Las 00.07. Muy tarde si al día siguiente había que levantarse para ir al colegio, tarde sobre todo para un domingo por la noche.
No le había contado a nadie lo de la pesadilla. A su madre, por razones obvias, pero tampoco a su padre cuando hablaban por teléfono cada dos semanas (más o menos) y, por supuesto, tampoco a su abuela, ni a nadie del instituto. Eso por descontado.
Lo que sucedía en la pesadilla no tenía por qué saberlo nadie.
Conor miró adormilado su habitación y frunció el ceño. Algo se le estaba escapando. Se sentó en la cama, un poco más despierto. La pesadilla lo iba soltando, pero había algo que no podía precisar, algo diferente, algo…
Aguzó el oído intentando desentrañar el silencio, pero solo oyó los ruidos de la casa en calma; de vez en cuando el crujido de algún mueble en el desierto piso de abajo, o el roce de las mantas en la habitación de al lado, donde su madre dormía.
Nada.
Y luego algo. Aquello que lo había despertado.
Alguien decía su nombre.
Conor.
Sintió una oleada de pánico, se le encogieron las tripas. ¿Lo había seguido? ¿Había conseguido salir de la pesadilla y…? «No seas idiota —se dijo—. Eres mayor para creer en monstruos.»
Y lo era. Había cumplido los trece el mes anterior. Los monstruos eran cosa de bebés. Los monstruos eran cosa de niños que se hacían pis en la cama. Los monstruos eran…
Conor.
Allí estaba otra vez. Conor tragó saliva. Era un octubre inusitadamente cálido y la ventana estaba abierta. Tal vez el roce de las cortinas movidas por la brisa sonara igual que…
Conor.
Vale, no era el viento. Era una voz, pero no una voz conocida. No era la de su madre, eso seguro. No era para nada una voz de mujer, y por un instante se preguntó si su padre no habría hecho un viaje sorpresa desde Estados Unidos y habría llegado demasiado tarde para llamar por teléfono y…
Conor.
No. Su padre no. Esa voz tenía un sonido muy peculiar, un sonido monstruoso, salvaje e indómito.
Entonces oyó fuera un crujido, como si un ser gigantesco caminara por un suelo de madera.
No quería levantarse a mirar. Y, a la vez, una parte de él lo deseaba más que nada en el mundo.
Se zafó de las mantas, se levantó de la cama y fue hasta la ventana. A la pálida luz de la luna vio claramente la torre de la iglesia en la pequeña colina que había detrás de la casa, allí donde las vías del tren trazaban una curva, dos líneas metálicas que lanzaban un pálido resplandor en mitad de la noche. La luna también brillaba sobre el cementerio adosado a la iglesia, lleno de lápidas que apenas se podían leer.
Conor vio también el enorme tejo que crecía en el centro del cementerio, un árbol tan viejo que parecía hecho de la misma piedra que la iglesia. Sabía que era un tejo porque se lo había dicho su madre; primero de pequeño, para que no se comiera las bayas, que eran venenosas; y luego otra vez el año anterior, cuando ella miró por la ventana de la cocina con una expresión rara y le dijo: «Sabes que eso es un tejo, ¿verdad?».
Y entonces oyó de nuevo su nombre.
Conor.
Como si se lo dijeran muy bajito a los dos oídos a la vez.
—¿Qué? —dijo Conor, con el corazón dándole saltos en el pecho, impaciente de pronto por ver qué sucedía.
Una nube ocultó la luna, dejó el paisaje en tinieblas, y se oyó el susurro del viento que descendía a toda velocidad por la colina, se metía en su cuarto y mecía las cortinas. Sonó otra vez el crujido seco de la madera, como el gemido de un ser vivo, como el estómago hambriento del mundo pidiendo a gritos su comida.
Entonces pasó la nube, y volvió a brillar la luna.
Sobre el tejo.
Que ahora estaba plantado en medio de su jardín.
Y ahí estaba el monstruo.
Mientras Conor lo miraba, las ramas más altas del árbol se juntaron hasta tomar la forma de una cara enorme y terrorífica, con un destello del que surgió una boca, una nariz y hasta unos ojos que lo miraban fijamente. Otras ramas se enredaron unas con otras, sin parar de crujir, sin parar de gemir hasta formar dos largos brazos y una segunda pierna apoyada junto al tronco principal. El resto del árbol fue uniéndose en torno a una espina dorsal, después en un torso, y las hojas, finas como agujas, trenzaron una piel peluda y verde que se movía y respiraba como si debajo hubiera músculos y pulmones.
Más alto ya que la ventana, el monstruo crecía a lo ancho e iba dando forma a una figura imponente, la figura de algo que parecía fuerte, que parecía poderoso. Miraba fijamente a Conor, que oía el rugido huracanado de la respiración que salía por su boca. El monstruo apoyó las gigantescas manos a ambos lados de la ventana, agachó la cabeza hasta que sus enormes ojos ocuparon todo el marco, y clavó en Conor una mirada fulminante. La casa gimió quedamente bajo el peso del monstruo.
Y entonces el monstruo habló.
—Conor O’Malley —dijo, y una ráfaga enorme de aquella cálida respiración que olía a hojas descompuestas entró por la ventana de Conor echándole el pelo hacia atrás.
La voz del monstruo retumbaba, sonaba alta y baja a la vez, con una vibración tan honda que Conor la sentía dentro del pecho.
—Vengo a por ti, Conor O’Malley. —El monstruo se apretó contra la casa y cayeron cuadros, libros, aparatos electrónicos y un viejo rinoceronte de peluche.
«Un monstruo», pensó Conor. Un monstruo tan real como la vida misma. En la vida real, despierto. No en un sueño, sino allí, en su ventana.
Que venía a por él.
Pero no salió corriendo.
De hecho, ni siquiera estaba asustado.
Lo que sentía, lo que había sentido desde que apareció el monstruo, era una desilusión cada vez mayor.
No era el monstruo que él esperaba.
—Pues vale, ven a por mí.
Hubo un extraño silencio.
—¿Qué has dicho? —preguntó el monstruo.
Conor se cruzó de brazos.
—He dicho que vale, que vengas a por mí.
El monstruo se quedó parado unos instantes, luego soltó un bramido y empezó a darle puñetazos a la casa. El tejado se combó y aparecieron grandes grietas en las paredes. El aire resonaba con los bramidos enfurecidos del monstruo.
—Grita todo lo que quieras —dijo Conor encogiéndose de hombros—, he visto cosas peores.
El monstruo rugió todavía con más fuerza y metió el brazo por la ventana, destrozando los cristales, el marco de madera y los ladrillos. Una rama enorme y nudosa agarró a Conor por la cintura, lo sacó de su habitación y lo sostuvo contra el cerco de la luna; apretaba con tal fuerza que casi no podía respirar. Conor vio los dientes aserrados de madera dura y rugosa en la boca del monstruo, y sintió que un aliento cálido llegaba hasta él.
—No tienes miedo, ¿eh?
—No —dijo Conor—. Por lo menos, no de ti.
El monstruo entrecerró los ojos.
—Ya lo tendrás —dijo—. Antes del final.
Y lo último que recordó Conor fue el rugido del monstruo cuando abrió la boca para comérselo vivo.
El desayuno
—¿Mamá? —dijo Conor entrando en la cocina.
Sabía que no estaría allí, no se oía el agua hirviendo en la tetera, y eso era lo primero que hacía su madre, pero últimamente Conor la llamaba cuando entraba en cualquier habitación de la casa. Tal vez se había quedado dormida en algún sitio sin pretenderlo, y él no quería asustarla.
Pero su madre no estaba en la cocina. Posiblemente seguía en la cama. Lo que implicaba que Conor tendría que prepararse el desayuno, algo a lo que se había acostumbrado últimamente. Bien. Mejor que bien, de hecho, sobre todo esa mañana.
Abrió el cubo de la basura y metió bien la bolsa de plástico que llevaba y la cubrió con más basura.
—Ya está —dijo hablando con nadie, y respiró hondo unos instantes. Luego asintió con la cabeza y dijo—: El desayuno.
El pan en la tostadora, los cereales en un bol, el zumo en un vaso, y ya sentado a la pequeña mesa de la cocina. Su madre se compraba el pan y los cereales en un herbolario del centro, y Conor, afortunadamente, no tenía que compartirlos con ella. Eran de un sabor tan triste como el aspecto que tenían.
Miró el reloj. Quedaban veinticinco minutos. Ya llevaba puesto el uniforme del colegio, la mochila con todo lo necesario para el día lo esperaba junto a la puerta. Se lo había preparado todo él solo.
Se había sentado de espaldas a la ventana de la cocina, la que estaba encima del fregadero, con vistas al pequeño jardín de la parte de atrás de la casa, a las vías del tren y, más arriba, a la iglesia con su cementerio.
Y su tejo.
Conor tomó otra cucharada de cereales. El sonido que hacía al masticar era lo único que se oía en la casa.
Había sido un sueño. ¿Qué otra cosa podía haber sido?
Esa mañana al abrir los ojos, lo primero que hizo fue mirar la ventana. Todavía seguía allí, por supuesto, sin daño alguno, sin ningún boquete. Pues claro que seguía allí. Solo un bebé pensaría que había sucedido de verdad. Solo un bebé creería que un árbol, ¡en serio, un árbol!, había bajado andando desde la colina y había atacado la casa.
Después de un poco, por lo absurdo que era, se había levantado de la cama.
Y había sentido un crujido bajo los pies.
Todo el suelo de su habitación estaba cubierto de hojas de tejo, cortas y picudas.
Se llevó a la boca otra cucharada de cereales sin mirar bajo ningún concepto el cubo de la basura, donde había metido la bolsa de plástico llena de hojas que había barrido esa mañana nada más levantarse.
Había sido una noche ventosa. Estaba claro que se habían metido con el viento por la ventana abierta.
Estaba claro.
Se acabó los cereales y las tostadas, se bebió lo que quedaba del zumo, luego enjuagó los platos y los metió en el lavavajillas. Todavía le quedaban veinte minutos. Decidió sacar la basura, así corría menos riesgos, y llevó la bolsa al contenedor con ruedas que había frente a la casa. Como le pillaba de paso, recogió lo que había para reciclar y lo sacó también. Luego puso una lavadora con las sábanas que había tendido en la cuerda cuando volvió del colegio.
Entró otra vez en la cocina y miró el reloj.
Todavía quedaban diez minutos.
Seguía sin haber señales de…
—¿Conor? —oyó que decían en el piso de arriba.
Soltó todo el aire que, sin darse cuenta, había retenido en los pulmones.
—¿Ya has desayunado? —le preguntó su madre, apoyada contra el quicio de la puerta de la cocina.
—Sí, mamá —dijo Conor, mochila en mano.
—¿De verdad?
—Que sí, mamá.
Ella lo miró no muy convencida. Conor entornó los ojos.
—Tostadas y cereales y zumo —dijo—. He metido los platos en el lavavajillas.
—Y has sacado la basura —dijo su madre en voz baja al ver lo ordenada que había dejado la cocina.
—También he puesto una lavadora —dijo Conor.
—Eres un buen chico —dijo ella y, aunque le sonreía, había tristeza en su voz—. Siento no haberme levantado.
—No pasa nada.
—Es que este nuevo ciclo de…
—No pasa nada —dijo Conor.
Su madre se quedó callada, pero le seguía sonriendo. Todavía no se había atado el pañuelo, y el cráneo pelado parecía demasiado blando, demasiado frágil con la luz de la mañana, como el de un bebé. A Conor le dolía el estómago solo de verlo.
—¿Fuiste tú el que hizo ruido anoche? —preguntó su madre.
Conor se quedó helado.
—¿Cuándo?
—Tuvo que ser poco después de medianoche —dijo ella, arrastrando los pies al ir a encender la tetera—. Pensé que estaba soñando pero juraría que oí tu voz.
—Seguramente hablaba en sueños.
—Seguramente —dijo su madre con un bostezo. Tomó una taza de la repisa que había al lado de la nevera—. Se me olvidó decirte que tu abuela viene mañana —añadió susurrando.
—Jo, mamá. —Conor hundió los hombros.
—Ya lo sé, pero así no tendrás que hacerte el desayuno cada mañana.
—¿Cada mañana? ¿Cuánto tiempo se va a quedar?
—Conor…
—No la necesitamos…
—Sabes cómo me pongo con el tratamiento.
—Hasta ahora estábamos bien…
—¡Conor! —zanjó su madre, con un tono tan duro que los dos se sorprendieron. Tras un largo silencio, ella volvió a sonreír; parecía muy, muy cansada—. Intentaré que sea el menor tiempo posible, ¿vale? Sé que no te gusta dejarle tu cuarto, y lo siento. No le habría pedido que viniera si no hiciera falta, ¿de acuerdo?
Conor tendría que dormir en el sofá. Sin embargo, ese no era el problema. No le gustaba cómo le hablaba su abuela, igual que si fuera un empleado suyo que estuviera a prueba. Una prueba que por supuesto no superaría. Además, su madre y él siempre se las habían apañado los dos solos: por muy mal que se sintiera su madre con el tratamiento, era el precio que pagaba para ponerse buena…
—Solo serán un par de noches —dijo su madre, como si le hubiera leído el pensamiento—. No te preocupes, ¿vale?
Conor pellizcó la cremallera de la mochila e intentó pensar en otras cosas. Y entonces se acordó de la bolsa llena de hojas que había metido en el cubo de la basura. Quizá que su abuela ocupara su cuarto no era lo peor que podía pasar.
—Esa es la sonrisa que a mí me gusta —dijo su madre; cogió la tetera cuando el agua estuvo caliente y dijo con una mueca fingida de horror—: Me va a traer sus pelucas viejas, ¿te lo puedes creer? —Se pasó la otra mano por la cabeza pelada—. Voy a parecer el zombi de Margaret Thatcher.
—Se me hace tarde —dijo Conor mirando el reloj.
—Vale, cariño —dijo ella, y fue tambaleándose hasta donde él estaba para besarlo en la frente—. Eres muy bueno —dijo de nuevo—. Ojalá no tuvieras que ser tan bueno.
Cuando Conor se disponía a salir, vio que su madre se llevaba la taza de té hacia la ventana de la cocina que quedaba encima del fregadero y, al abrir la puerta de la calle, oyó que decía «Ahí está ese viejo tejo», como si estuviera hablando sola.