Era un saco de huesos, más flaco que un coyote hambriento, y sus ojillos negros relucían con malicia, como si siempre estuviera tramando alguna travesura. En el barrio todo el mundo le conocía como el Rata, mote que se había ganado por sus enormes dientes, especialmente por las dos palas gigantes que sobresalían de su labio inferior y le daban aspecto de roedor.
—Tienes que hacerme un favor, Lucas —le dijo el Rata poniéndole una mano en el hombro—. Quédate ahí y vigila un momento.
Lucas tendría que habérselo olido. El Rata siempre andaba metiéndose en problemas, pero en aquel momento no sospechó nada raro. La calle estaba tranquila. Frente al supermercado se hallaba aparcada la furgoneta del reparto. El repartidor, un hombre gordo y calvo, estaba descargando las mercancías y las iba entrando en el almacén del supermercado.
Lucas se estaba preguntando qué habría para comer en casa cuando vio que el Rata entraba en la furgoneta. Aquello le sobresaltó, pero no tuvo tiempo de reaccionar. Al cabo de un instante, el Rata bajaba de la furgoneta cargado con dos enormes cajas que acababa de robar.
—¡Corre, Lucas! —le apremió mientras le endosaba una de las cajas.
En aquel preciso instante apareció el repartidor. Su mirada se cruzó con la de Lucas y se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo.
—¡Ladrones! —gritó dando la alarma—. ¡Deteneos, ladrones!
Lucas vio como el repartidor se abalanzaba hacia él y no le quedó más remedio que correr calle abajo para que no le pillara. Aunque el Rata le llevaba bastante ventaja, Lucas era más rápido, de modo que en unos pocos segundos ya le había alcanzado. Se adentraron en una callejuela con la esperanza de despistar a su perseguidor, pero el repartidor seguía sus pasos y les amenazaba a gritos.
—¡Como os pille no os reconocerá ni vuestra madre, mocosos! —le oyeron vociferar.
Lucas y el Rata recorrieron varios callejones a toda velocidad, con el corazón en un puño y la respiración entrecortada. A sus doce años, eran bastante más ágiles que su perseguidor y empezaban a sacarle distancia. Parecía que iban a lograr escapar cuando al girar hacia la izquierda se encontraron con una desagradable sorpresa: el callejón no tenía salida.
—¡Estamos perdidos! —exclamó el Rata desesperado.
Era cierto. Oyeron unos pasos acercarse precipitadamente, y al cabo de pocos segundos apareció el repartidor cubriendo la única salida posible. El hombre se detuvo un instante para descansar. Tenía la cara roja como un tomate y apenas podía hablar porque le faltaba el aliento.
—Ya os tengo, ladronzuelos —consiguió decir con cara de pocos amigos—. Os prometo que nunca olvidaréis la paliza que os voy a dar...
El repartidor apretó sus puños y los huesos le crujieron amenazadoramente. Pese a que no era un hombre rápido porque estaba gordo, era una auténtica mole y parecía lo bastante fuerte como para enfrentarse a los dos sin demasiados problemas. Empezó a acercarse hacia ellos dispuesto a hacerles una cara nueva.
El Rata se quedó paralizado por el miedo, pero Lucas reaccionó. A sus espaldas había un muro de casi dos metros, y no se lo pensó dos veces. Lanzó la caja al otro lado y le pidió a su compañero que hiciera lo mismo.
—¡¿Qué hacéis, bellacos?! —gritó aún más enfadado el repartidor, y echó a correr hacia ellos.
Lucas se colocó las manos planas a la altura de la cintura y apremió al Rata para que se diera prisa.
—¡Vamos, sube! —le gritó.
El Rata colocó el pie encima de las manos de Lucas, y este lo propulsó en el aire. El Rata se agarró al extremo del muro y en unos segundos ya estaba al otro lado. Lucas se giró un instante y vio al transportista corriendo hacia él. Sus pesados pasos parecían retumbar como los de un elefante. Solo tendría una oportunidad si quería escapar: o conseguía agarrarse al muro de un solo salto o el transportista le haría papilla.
Lucas se concentró. Saltó hacia el muro con todas sus fuerzas, y sus manos consiguieron asirse al extremo. Trepó ágilmente, pero cuando estaba a punto de saltar al otro lado notó que algo aferraba su pie.
—¡Ya te tengo, niñato! —exclamó triunfalmente la voz del repartidor.
Lucas intentó liberarse de él, pero las manazas del transportista le agarraban como tenazas de hierro. Trató de aguantar, pero su adversario era más fuerte y tiraba de él sin piedad. Entonces tuvo una idea. Consiguió sacarse la zapatilla deslizando el pie y se deshizo del transportista. En un instante ya había saltado al otro lado del muro. Había perdido la zapatilla izquierda, pero por lo menos había escapado de una buena paliza.
—¡Me las pagaréis, malditos! —oyó gritar al enfurecido repartidor—. ¡Me he quedado con vuestras caras! ¿Me habéis oído? ¡Me he quedado con vuestras caras y os juro que me las pagaréis!
Lucas estaba convencido de que aquel hombre estaba demasiado gordo para escalar el muro, pero no se quedó allí para comprobarlo y empezó a alejarse tan rápido como le permitía su descalzo pie izquierdo. El estrecho callejón estaba flanqueado por dos edificios de viviendas exactamente iguales, con persianas verdes y diminutos balcones. En uno de ellos localizó un par de zapatillas viejas. No le habría resultado difícil escalar por la tubería y robarlas, pero pensó que ya se había metido en suficientes problemas aquella mañana. Aunque el Rata había desaparecido sin dejar rastro, Lucas tenía una vaga idea de dónde podría encontrarle. Su «amigo» no había estado nada bien metiéndole en aquel lío, y aún menos dejándole tirado en cuanto las cosas se habían puesto feas, así que decidió ir a buscarle para pedirle una explicación.
Caminar por la calle con un pie descalzo no resultó nada fácil. Lucas debía tener cuidado con no pisar los cristales rotos que había en la calle, y la planta del pie le dolía un poco al andar. El parque era el escondite favorito del Rata, y Lucas supuso que le encontraría allí. Tras pasar un rato inspeccionando todos los rincones, le encontró oculto entre unos arbustos hurgando en el interior de una de las cajas que acababa de robar.
—Gracias por esperarme. Ha sido un gesto muy amable por tu parte... —le reprochó Lucas.
—Estaba muy preocupado por ti —mintió el Rata—. Creía que te habían pillado.
El Rata cogió una de las cajas y se la ofreció.
—Toma, te corresponde la mitad del botín.
—No lo quiero —respondió Lucas—. ¿Es que se te ha ido la cabeza? Tenemos que devolver estas cajas al supermercado.
El Rata se echó a reír como si acabara de oír un chiste.
—¿Crees que he robado las cajas para devolverlas? Eso me convertiría en el ladrón más estúpido del planeta. —Entonces dejó de reír y bajó la voz como si quisiera contarle un secreto—. El contenido de estas cajas es muy valioso...
Lucas se dio cuenta de que ni tan siquiera había pensado en ello. Se fijó en una de las cajas y vio que tenía impresa la cara del doctor Kubrick, un hombre viejo y con pinta de loco que salía en la tele haciendo anuncios de caramelos.
—¿Los caramelos del doctor Kubrick? —preguntó Lucas sin poder creérselo—. ¿He perdido una zapatilla para que pudieras robar unos caramelos?
—Son mucho más que caramelos —objetó el Rata—. Gracias a ellos nos haremos ricos, puede que incluso famosos...
El Rata sacó uno de los caramelos que había en la caja. Eran de color rojo y estaban envueltos en un plástico transparente. En el interior había un pequeño cartón con una nota escrita.
—Léetelo —le pidió el Rata y se metió el caramelo en la boca.
Lucas cogió la nota y la leyó.
«¡Labra tu futuro en la Secret Academy!
»¿Quieres estudiar en la mejor escuela del mundo? Ahora tienes tu oportunidad. Saborea un caramelo del doctor Kubrick y si se vuelve de color azul conseguirás tu plaza. ¡Buena suerte!»
Lucas le devolvió el caramelo. Aquello de la Secret Academy le parecía poco más que una chorrada.
—¿Te crees que si vas a esa escuela vas a ser rico? —le preguntó Lucas.
—Rico y famoso —respondió el Rata—. Vivimos en el peor barrio de Barcelona, y nuestro instituto es una auténtica birria. Estudiando aquí nunca llegaremos a ninguna parte. En cambio, seguro que si entramos en esta academia tendremos un buen curro: despacho propio, una secretaria maciza, nos vestiremos con traje y corbata, jugaremos al golf los domingos por la mañana y no pegaremos ni el sello.
—¿Es eso lo que realmente quieres? —dijo Lucas.
—No, prefiero ser tan Pringado como mis padres, que no tienen ni pasta para comprarse un coche o ir de vacaciones... Toma, a ver si tienes potra... —dijo el Rata ofreciéndole uno de los caramelos del doctor Kubrick.
—Puedes quedarte con tus caramelitos —replicó Lucas—. Yo me voy a mi casa.
Al Rata pareció no importarle el rechazo de Lucas. Sacó el caramelo que tenía en la boca y lo miró. Seguía siendo de color rojo.
—Bueno, este no cambia de color, pero por lo menos hay mil caramelos más en las cajas. Seguro que alguno se vuelve azul.
Por mucho que lo intentara, Lucas no conseguía imaginárselo con traje y corbata, y aún menos jugando al golf. El Rata era tan ingenuo que ni tan siquiera valía la pena enfadarse con él.
Lucas entró en casa tan silenciosamente como pudo. Su madre estaba haciendo la comida en la cocina, y corrió hacia su habitación para ponerse sus zapatillas viejas. Tenían un par de agujeros, pero resultaban lo bastante cómodas siempre y cuando no lloviera. Aún no sabía cómo explicar en casa que había perdido una zapatilla. Si sus padres se enteraban se enfadarían mucho con él. Las cosas no les iban demasiado bien. El padre de Lucas era albañil y ya llevaba más de un año sin trabajo, mientras que su madre limpiaba casas en un barrio de ricos de Barcelona. Aquello no daba para mucho, y comprar unas zapatillas nuevas era un lujo que no podían permitirse demasiado a menudo.
Lucas salió de su habitación para saludar a su madre. Antes de entrar en la cocina ya supo que habría macarrones para comer. El olor de su plato favorito era inconfundible, y el hambre hizo que sus tripas rugieran ferozmente.
—Tu padre estará al llegar —le dijo su madre—. Si quieres puedes empezar a comer.
Era una propuesta demasiado tentadora, y Lucas comenzó a devorar el plato de macarrones que su madre dejó encima de la mesa. Aún no había terminado cuando se abrió la puerta de casa. El padre de Lucas estaba de buen humor. Un amigo le había hablado de un trabajo muy interesante y para celebrarlo había comprado un regalito para su hijo.
—Te he traído uno de esos caramelos que anuncian en la tele —explicó—. Se ve que si se vuelven de color azul te aceptan en el mejor colegio del mundo. Creo que se llama Secret Academy o algo así...
Lucas se dio cuenta de que aquello no le gustaba nada a su madre. Cruzó los brazos y miró severamente a su marido.
—¿Y eso dónde está? —preguntó.
—No tengo ni idea, supongo que en el extranjero... —respondió su padre sentándose en la silla.
—¿Y quieres que tu hijo se vaya a estudiar al extranjero? Aún es demasiado joven para irse de casa —replicó enfadada.
—Solo es un caramelo, Nuria. Pensé que a Lucas le haría gracia —dijo su padre casi disculpándose—. A ver, hijo, ¿quieres ese caramelo o no?
Lucas sintió que la severa mirada de su madre se clavaba en él. Sus ojos de color miel, habitualmente dulces y cálidos, solían oscurecerse cuando se enfadaba. Aquel era uno de esos momentos.
—Seguro que en ese colegio no sirven unos macarrones como los de mamá. Estoy muy bien aquí —respondió Lucas.
—Pues no se hable más —sentenció su padre, y entró en la cocina para tirar el caramelo al cubo de la basura.
La decisión de Lucas complació mucho a su madre, que quiso recompensarle llenándole el plato con dos cucharadas más de macarrones. De segundo había albóndigas, y también le obligó a repetir, pese a que Lucas ya estaba lleno.
—¿Por qué me cebas tanto, mamá? A veces me siento como un cochino al que quieres engordar —bromeó Lucas con la tripa llena.
—Necesitas alimentarte bien, hijo —se limitó a responder ella con una sonrisa en la cara.
Después de comer, Lucas salió a la calle para estirar las piernas. Sus pasos le llevaron de vuelta al parque. Encontró al Rata en el mismo sitio, tumbado en el césped y con la cara muy pálida. Había dejado el lugar hecho un asco. Centenares de caramelos del doctor Kubrick, con sus respectivos plásticos y cartoncitos, estaban desperdigados por el suelo. El Rata le miró con sus ojillos negros. Parecía encontrarse mal.
—Esto es un timo —dijo con voz débil—. Me he comido más de quinientos caramelos, y ninguno se ha vuelto azul.
—Tendrás que seguir estudiando en nuestra birria de instituto —se burló Lucas.
—Además, están malísimos —continuó el Rata sin hacer caso de su comentario—. Y me han sentado fatal. La barriga me duele horrores.
—Llamaré una ambulancia y contaremos todo lo que ha pasado a la policía...
El Rata se incorporó alarmado. No podía creerse que Lucas fuera capaz de aquello. Cuando se fijó en su expresión socarrona se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo.
—¡Piérdete por ahí y déjame en paz! —le maldijo el Rata y volvió a tumbarse en el césped.
Lucas tenía aún una sonrisa grabada en la cara cuando empezó a alejarse. No estaba bien burlarse de las desgracias de los demás, pero el Rata tenía bien merecido aquel dolor de barriga.
Lucas pasó la tarde jugando al fútbol con los amigos del barrio y cuando empezó a oscurecer regresó a casa. Por simple curiosidad, se conectó a internet y buscó información en Google sobre la Secret Academy. No había ninguna página oficial, solo foros donde la gente maldecía al doctor Kubrick por haber fabricado unos caramelos asquerosos que nunca cambiaban de color. Entonces cenó, vio la tele un rato y se encerró en su habitación para leer Ulysses Moore, una saga de libros de misterio que le tenía totalmente enganchado. Terminó el séptimo volumen y cerró la luz para ponerse a dormir. Pasaron los minutos, incluso las horas, pero el sueño no venía. Lucas pensó que estaba inquieto porque el verano se estaba terminando y en un par de semanas tendría que volver al instituto, pero había algo más en su cabeza.
Finalmente, y tras darle muchas vueltas, decidió levantarse de la cama. Abrió la puerta sigilosamente y caminó por el pasillo con la luz apagada y procurando no hacer ningún ruido que pudiera despertar a sus padres. Entró en la cocina y se dirigió directamente hacia el fregadero. Debajo estaba el cubo de la basura. Se encontraba lleno de desperdicios, pero Lucas se alegró de que aquella noche no lo hubieran tirado en el contenedor de la esquina. Con repugnancia, introdujo el brazo en el interior y empezó a hurgar entre los desechos. Tras unos instantes que le parecieron eternos, consiguió encontrar el caramelo del doctor Kubrick entre restos de café, cáscaras de huevo, huesos de pollo y otras porquerías que no quiso identificar.
Lucas se sentía culpable por aquello, como si estuviera traicionando a su madre, pero rompió el plástico y se metió el caramelo en la boca. El Rata tenía razón. Los caramelos del doctor Kubrick sabían a rayos. Con una mueca de asco se lo quitó de la boca y lo echó en el cubo. Entonces se quedó sin respiración. No podía creer lo que veían sus ojos. El caramelo se había vuelto de color azul.