1
Sopa de repollo —Pero es que la abuela es taaan aburrida... —se quejó Ben. Era una fría tarde de viernes del mes de noviembre, y como de costumbre, iba repantigado en el asiento trasero del coche de sus padres, camino de la casa de la abuela, donde se vería obligado a pasar la noche una vez más—. Todos los viejos lo son.
—No hables así de tu abuela —le regañó su padre con desgana. Su gran barriga se aplastaba contra el volante del pequeño coche marrón.
—Odio quedarme con la abuela —protestó Ben—. ¡Tiene la tele estropeada, solo piensa en jugar al Scrabble y apesta a repollo hervido!
9
La abuela gánster —En lo del repollo tiene razón, hay que reconocerlo —observó su madre mientras se retocaba los labios con el lápiz perfilador.
—No me estás ayudando, querida —dijo su padre entre dientes—. Como mucho, mi madre desprende un ligero olor a verduras hervidas.
—¿Por qué no puedo ir con vosotros? —suplicó Ben—. Me encanta el baile de tacón, o como se llame —mintió.
—Se llama baile de salón —lo corrigió su padre—. Y no te encanta. Según tus propias palabras, preferirías comerte tus propios mocos a ver esa bazofia.
A los padres de Ben, en cambio, el baile de salón les gustaba más que nada en el mundo, incluido su propio hijo, o eso pensaba Ben a veces. Los sábados por la noche nunca se perdían un programa de la tele llamado Baile de estrellas en el que varios famosos formaban pareja con bailarines profesionales.
Sopa de repollo
De hecho, si hubiese un incendio en la casa y su madre tuviera que elegir qué salvaba de las llamas, entre un zapato de claqué dorado que había pertenecido a Flavio Flavioli (el célebre bailarín y galán italiano de piel bronceada y reluciente que salía en todas las temporadas del gran éxito televisivo) y su único hijo, Ben estaba convencido de que escogería el zapato. Esa noche, sus padres iban al teatro a ver Baile de estrellas en directo sobre el escenario.
—No sé por qué no te olvidas de esa tontería de querer ser fontanero, hijo mío, y no te planteas ganarte la vida como bailarín —comentó su madre. En ese momento, el coche saltó por encima de un badén y le hizo temblar el pulso, por lo que se rayó la mejilla de punta a punta con el lápiz perfilador. Su madre tenía la costumbre de maquillarse en el coche, y a menudo llegaba a los sitios hecha una mona—. Quién sabe, a lo mejor
abuela gánster

hasta podrías salir en Baile de estrellas —añadió emocionada.
—No me lo planteo porque no se me ocurre nada más tonto que dar vueltas como una peonza en medio de una pista de baile —replicó Ben.
Su madre gimoteó un poco y sacó un pañuelo.
Sopa de repollo —Vas a darle un disgusto a tu madre. Haz el favor de estarte calladito, Ben, y portarte como es debido —ordenó su padre con firmeza mientras subía el volumen del reproductor de CD, en el que sonaba, cómo no, un recopilatorio del concurso de baile. Cincuenta grandes éxitos del programa estrella de la televisión, anunciaba la carátula. Ben tenía buenos motivos para odiar aquel disco, empezando por el hecho de que lo había oído millones de veces. Tantas que se había convertido para él en una forma de tortura.
La madre de Ben trabajaba en un salón de belleza local, el Centro de Estética Gail. Como tenían pocos clientes, mamá y la otra señora (que se llamaba —oh, sorpresa— Gail) se entretenían haciéndose la manicura la una a la otra. Se pulían las uñas, las limpiaban, cortaban, remojaban, hidrataban, sellaban, reparaban, limaban, pintaban y adornaban. Se pasaban todo el santo día haciéndo
abuela gánster se cosas en las uñas (a menos que Flavio Flavioli saliera en la tele, claro), lo que significaba que la madre de Ben siempre volvía a casa luciendo larguísimas extensiones de plástico multicolor en las puntas de los dedos.
El padre de Ben, a su vez, trabajaba como guardia de seguridad en el supermercado del barrio. Hasta la fecha, el gran éxito de sus veinte años de carrera había sido la detención de un anciano que llevaba escondidos en los pantalones dos paquetes de margarina. Aunque había engordado tanto que no podía salir corriendo tras los ladrones, era muy capaz de cortarles el paso e impedir que huyeran. Sus padres se habían conocido el día que él la había acusado —injustamente, dicho sea de paso— de robar una bolsa de patatas fritas, y un año después ya estaban casados.
El coche dobló la esquina con un brusco viraje y enfiló Grey Close, donde vivía la abuela en una
Sopa de repollo hilera de tristes casuchas, habitadas en su mayoría por gente mayor.
El vehículo se detuvo y Ben volvió la cabeza despacio hacia la casa. Allí estaba la abuela, asomada a la ventana del salón con aire expectante. Esperándolo. Siempre estaba asomada a la ventana aguardando su llegada. «¿Cuánto tiempo llevará ahí? —se preguntó Ben—. ¿Desde el viernes pasado?»
Era su único nieto y, que él supiera, nadie más iba a verla.
La abuela lo saludó con la mano y dedicó una sonrisa a Ben, que, enfurruñado como estaba, se la devolvió de mala gana.
—Bueno, uno de nosotros vendrá a recogerte mañana por la mañana, a eso de las once —anunció el padre de Ben, que había dejado el motor en marcha.
—¿No puede ser a las diez?
La abuela gánster —¡Ben! —bramó su padre desbloqueando el cierre de seguridad de la puerta del chico, que se apeó a regañadientes.
No necesitaba cierre de seguridad, dicho sea de paso. Tenía once años y difícilmente se le ocurriría abrir la puerta del coche en marcha. Sospechaba que su padre lo usaba para impedir que se escabullera antes de que llegaran a casa de la abuela. La portezuela se cerró a su espalda y su padre dio gas.
Antes de que llamara al timbre, la abuela salió a abrir. El olor a repollo hervido era tan fuerte que lo golpeó en la cara como si lo hubiesen abofeteado.
Físicamente, la suya era lo que se dice una abuela de manual:

Gafas de culo de botella
Pelo canoso
Dentadura postiza
Audífono
Barbilla peluda
Rebeca malva
Pañuelo usado asomando bajo la manga
Una bolsita
de caramelos de
menta a mano
Olor a repollo hervido
Vestido con estampado floral
Gruesas medias de color marrón
Zapatillas de color granate —¿Tus papás no van a entrar? —preguntó un poco abatida. Esa era una de las cosas que Ben no soportaba de la abuela: siempre le hablaba como si fuera un bebé.
La abuela gánster
¡Brummm, brrruuuummm, brrruuummm-mmm! Ben y la abuela vieron como el pequeño coche marrón arrancaba a toda velocidad y salvaba los badenes a trompicones. Estaba claro que a sus padres tampoco les hacía ninguna ilusión visitar a la abuela. Era tan solo un lugar en el que podían dejarlo aparcado los viernes por la noche.
—No, hummm... Lo siento, abuela... —farfulló Ben.
—Bueno, qué se le va a hacer... Pasa, vamos... —musitó la anciana—. Tengo el tablero de Scrabble a punto, y para cenar he preparado tu plato favorito... ¡Sopa de repollo!
Ben sintió que se le caía el alma a los pies. «Lo que me faltaba», pensó.
2
Un graznido de pato
Poco después, abuela y nieto se sentaron a la mesa del comedor, frente a frente, en medio de un silencio sepulcral. Igual que todas las noches de viernes que Ben recordaba.
Cuando sus padres no estaban viendo Baile de estrellas en la tele, era porque se habían ido a comer un curry o al cine. Los viernes por la noche eran su «momento de pareja» y desde que Ben tenía uso de razón se quedaba con la abuela mientras tanto. Cuando no iban a ver Baile de estrellas, «¡en vivo y en directo sobre el escenario!», solían ir al Taj Mahal (el restaurante indio de la calle mayor,
abuela gánster no el majestuoso palacio de mármol), donde devoraban su peso en poppadoms.
Los únicos sonidos que rompían el silencio eran el tictac del reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea y el tintineo de las cucharas en los cuencos de porcelana, que se intercalaban con los pitidos del audífono defectuoso de la abuela, un artilugio cuya finalidad parecía consistir no tanto en corregir la sordera de la abuela como en provocársela a los demás.
Esa era una de las cosas que Ben más detestaba de su abuela. Las otras eran:
1) La abuela tenía la costumbre de escupir en un pañuelo usado que le asomaba por la manga de la rebeca, y que también usaba para limpiar la cara de su nieto.
2) Su televisor se había estropeado en el año 1992, y desde entonces había ido acumulando una capa
Un graznido de pato de polvo tan gruesa que más parecía pelo de algún animal.
3) Su casa estaba abarrotada de libros y se empeñaba en que Ben los leyera, por más que él odiara leer.
4) Insistía en que se pusiera un grueso abrigo de invierno para salir a la calle todo el año, aunque hiciera un calor sofocante, no fuera «a coger una pulmonía».
5) Apestaba a repollo hervido (nadie que tuviera alergia al repollo podría acercarse a menos de quince kilómetros de ella).
6)
Su idea de pasarlo bomba consistía en ir a echar mendrugos de pan mohoso a los patos del estanque.
La abuela gánster
7) Se tiraba pedos a todas horas, sin ni siquiera darse cuenta de que lo hacía.
8) Sus pedos no olían a repollo hervido sin más, sino a repollo hervido putrefacto.
9) Lo obligaba a meterse en la cama tan temprano que casi no valía la pena haberse levantado.
10) Por Navidad, le tejía a su único nieto jerséis con perritos o gatitos que sus padres le obligaban a ponerse todos los días durante las fiestas.
—¿Qué tal está la sopa? —preguntó la anciana. Ben llevaba diez minutos removiendo aquella agüilla verdosa en el cuenco de bordes desconchados con la esperanza de que se evaporara como por arte de magia.
Un graznido de pato
Pero eso no iba a ocurrir.
Y encima se estaba enfriando.
Tropezones de repollo flotando en un calducho destemplado.
—Mmm... deliciosa, gracias —contestó Ben.
VALLAS
ATRACO

ASALTO
MANGAR
CRIMEN
ROBO
abuela gánster —Estupendo.
Tictac, tictac.
—Estupendo —repitió la anciana.
Tintirintín.
—Estupendo.
Al parecer, hablar con Ben le resultaba tan difícil como a él con ella.
Tintirintín. Piiiiii.
—Y el cole, ¿qué tal? —preguntó la abuela.
—Aburrido —masculló Ben.
Los adultos se empeñan en preguntarles a los niños qué tal les va en el cole, el único tema del que no soportan hablar. Ni siquiera les gusta hablar del cole mientras están él.
—Ah —repuso la abuela.
Tictac, tintirintín, piiiiii, tintirintín. —Bueno..., voy a echar un vistazo al horno —anunció la abuela después de que aquel largo silencio diera paso a otro, más largo aún—. Te he
Un graznido de pato hecho una de esas empanadas de repollo que tanto te gustan.
Se levantó y se encaminó a la cocina. A cada paso que daba, su fofo trasero expelía una pequeña ventosidad. Sonaban como los graznidos de un pato. Una de dos: o no se enteraba de que lo hacía, o se le daba de maravilla hacerse la loca.
Ben esperó a que se marchara y luego cruzó la habitación sin hacer ruido, lo que no era fácil porque tenía que ir sorteando pilas de libros. A su abuela le encantaba leer, y siempre andaba con la nariz metida entre las páginas de alguno de los muchos tochos que abarrotaban las estanterías, llenaban las repisas de las ventanas o se amontonaban en los rincones.
Sus preferidos eran los de novela policíaca: historias de gánsters, atracadores de bancos, la mafia y todo eso. Ben no estaba seguro de cuál era la diferencia entre un gánster y un delincuente a secas, pero lo de gánster sonaba mucho peor.
La abuela gánster
A él no le gustaba nada leer, pero le encantaba mirar las cubiertas de los libros de la abuela, con sus llamativas ilustraciones de coches rápidos, pistolas y damas glamurosas. A Ben le costaba creer que aquella aburrida ancianita disfrutara leyendo historias que parecían tan emocionantes.
«¿Por qué estará tan obsesionada con los gánsteres? —se preguntaba—. Los gánsteres no viven en casuchas como esta. Tampoco juegan al Scrabble. Y dudo mucho que huelan a repollo hervido.»
Ben leía muy despacio, y sus profesores hacían que se sintiera como un tonto por no seguir el ritmo del resto de la clase. La directora hasta lo había hecho repetir curso con la esperanza de que así se animara a leer más deprisa. El resultado era que ahora todos sus amigos iban a otra clase y él se sentía casi tan solo en el colegio como en casa, donde sus padres solamente tenían ojos para el baile de salón.
Un graznido de pato
Por fin, tras un momento crítico en el que estuvo a punto de volcar una pila de crónicas criminales, Ben alcanzó la maceta del rincón y vació en ella lo que le quedaba de sopa. La planta parecía moribunda, y si no lo estaba la sopa de repollo de la abuela acabaría de matarla.
De pronto, Ben oyó el trasero de la abuela graznando, por lo que regresó corriendo a la mesa y la esperó allí sentado ante el cuenco vacío, con la cuchara en la mano y poniendo cara de no haber roto un plato en su vida.
—He acabado la sopa, abuela. ¡Gracias, estaba buenísima!
—Me alegro de que te guste —dijo la anciana mientras avanzaba con dificultad, sosteniendo una olla—. Ahora mismo te pongo más.
Y, sonriendo, le sirvió otro tazón de sopa. Ben tragó saliva.