Agradecimientos
He trabajado siempre en el mundo de la educación. A lo largo de mi trayectoria, muchos grandes profesores, estudiosos y profesionales de todo tipo me han servido de inspiración. Son, como suele decirse, demasiados para agradecerlo uno por uno. La magnitud de mi deuda debería hacerse patente a medida que avance en la lectura, y en especial con todos los que trabajan en escuelas y en otros lugares cuya labor mencionamos y describimos aquí. No obstante, sí necesito expresar mi agradecimiento a determinadas personas que participaron directamente en la creación de este libro.
En primer lugar, quiero dar las gracias a Lou Aronica, coautor y colaborador. Él realizó y redactó muchas de las entrevistas y estudios de casos prácticos que describimos aquí y, de principio a fin, ha sido un experto y sabio compañero. Le estoy inmensamente agradecido. Gracias, Lou.
John Robinson llevó a cabo gran parte de la búsqueda preliminar y verificación de datos. Ha contribuido en muchos otros aspectos al proceso general de la investigación y a hacer que este proyecto sea divertido, además de importante para mí.
Nuestro agente literario, Peter Miller, fue tan profesional como siempre en asegurar la mejor vía de publicación. Kathryn Court y Tara Singh Carlson, de Penguin, han sido unas colaboradoras expertas en traer este libro al mundo en su forma actual.
Jodi Rose ha sido, como ya es habitual en ella, una maestra en priorizar como es debido las fechas de un calendario complejo y en ayudarme siempre a ver qué cosas que me parecían muy importantes, en realidad, no lo eran tanto.
Mi hija, Kate Robinson, me brindó un apoyo constante y constructivo al compartir, como hace, mi pasión por estos temas. Mi hijo, James, me insistió, como siempre, en que fuera más claro y preciso en decir lo que pienso y en pensar lo que digo.
Por encima de todo, estoy agradecido, en más aspectos de los que soy capaz de expresar, a Terry, mi compañera de trabajo y de vida, quien me apoya con su convicción de que lo que hacemos es importante. Su infalible sentido de qué camino es el correcto y qué valores deben defenderse me supone un reto diario. Guía y mentora constante, cuesta imaginar qué haría sin ella.
La civilización es una carrera entre la educación y la catástrofe.
H. G. WELLS
Introducción
Un minuto antes de medianoche
¿Le preocupa la educación? A mí, sí. Una de mis mayores preocupaciones es que, pese a las reformas que se están llevando a cabo en sistemas educativos de todo el mundo, muchas de ellas están impulsadas por intereses políticos y comerciales que tienen una idea equivocada de cómo aprende la gente y de cuál es el verdadero funcionamiento de las grandes escuelas. Como consecuencia, están perjudicando las perspectivas de futuro de innumerables jóvenes. Tarde o temprano, para bien o para mal, usted o algún conocido también se verá afectado. Es importante saber en qué consisten dichas reformas. Si está de acuerdo conmigo en que no avanzan en la dirección correcta, espero que se convierta en parte del movimiento en favor de un planteamiento más integral que cultive los variados talentos de nuestros hijos.
En este libro quiero exponer cómo la cultura de la normalización está perjudicando a los alumnos y a las escuelas, y presentar una forma distinta de entender la educación. También quiero mostrar que, sea quien sea y esté donde esté, usted tiene poder para cambiar el sistema. Los cambios ya han empezado. En todo el mundo hay muchas escuelas magníficas, profesores maravillosos y líderes inspiradores que están trabajando de forma creativa para brindar a los alumnos la clase de educación personalizada, compasiva y orientada a la comunidad que necesitan. Hay distritos escolares enteros, e incluso sistemas nacionales, que están avanzando en esa dirección. Dentro de estos sistemas, personas de todas las clases sociales están exigiendo los cambios por los que yo abogo aquí.
En 2006 di una charla en el congreso organizado por la TED en California titulada «¿Las escuelas destruyen la creatividad?». La idea fundamental de aquella charla era que todos nacemos con grandes talentos naturales, pero que, después de pasar por la escuela, muchos hemos perdido esas cualidades. Como dije en esa ocasión, muchas personas brillantes no creen en sus capacidades porque aquello en lo que destacaban en la escuela no se valoraba o incluso se estigmatizaba. Las consecuencias son catastróficas para los individuos y para la salud de nuestras comunidades.
Mi charla ha sido la más vista desde que se creó la TED, con más de treinta millones de visualizaciones en línea, y se estima que la han visto trescientos millones de personas de todo el mundo. Evidentemente no he recibido tantas visitas como la cantante Miley Cyrus, pero yo no me contoneo como ella.
Desde que mi charla se publicó en internet, alumnos de diferentes nacionalidades se la han enseñado a sus profesores o a sus padres, y estos a sus hijos, y lo mismo han hecho muchos docentes con los directores de sus escuelas. También se mostraron interesados directores de distritos escolares que recomendaron su visionado a su comunidad. Es evidente, pues, que no soy el único que defiende esa opinión. Y cabe añadir que estas preocupaciones no son recientes.
En 2014 di una charla en un colegio universitario del Medio Oeste de Estados Unidos. Durante la comida, uno de los profesores me preguntó: «Ya llevas mucho tiempo con esto, ¿verdad?». Yo le respondí: «¿Con qué?». A lo que él contestó: «Intentando cambiar la educación. ¿Cuánto tiempo llevas ya? ¿Ocho años?». Yo le dije: «¿A qué te refieres con ocho años?». Y su respuesta fue: «Ya sabes, desde la charla para la TED». Yo repuse: «Sí, pero estaba vivo antes de eso....». Llevo más de cuarenta años trabajando en el ámbito de la educación como profesor, investigador, formador, examinador y asesor. También he colaborado con todo tipo de personas, instituciones y sistemas educativos, así como con empresas, gobiernos y organizaciones culturales. He dirigido iniciativas prácticas con escuelas, distritos y gobiernos; he impartido clases en universidades y he ayudado a fundar nuevas instituciones. En todas estas actividades, siempre he presionado para que la educación tenga un planteamiento más equilibrado, individualizado y creativo.
En estos últimos diez años he oído a muchas personas quejarse de los efectos letárgicos que los exámenes y la educación normalizada han tenido en ellas, en sus hijos o en sus amigos. A menudo, se sienten impotentes y afirman que no pueden hacer nada para cambiar la educación. Algunas me dicen que les gusta escuchar mis charlas en línea, pero que se sienten frustradas porque no especifico cómo pueden transformar el sistema educativo. Tengo tres respuestas. La primera es: «Era una charla de dieciocho minutos; deme un respiro»; la segunda: «Si de verdad le interesa lo que pienso, he publicado otros libros, informes y estrategias sobre el tema, que pueden serle de utilidad.1 La tercera respuesta es este libro.
La gente me hace a menudo las mismas preguntas: ¿qué le ocurre al sistema educativo y por qué? Si pudiera cambiar la educación, ¿cómo sería? ¿Habría escuelas? ¿Las habría de diversos tipos? ¿Cómo funcionarían? ¿Tendrían que asistir todos los niños, y a partir de qué edad? ¿Habría exámenes? Y, si usted afirma que yo puedo cambiar la educación, ¿por dónde empiezo?
La pregunta fundamental es: ¿para qué sirve la educación? La gente discrepa mucho sobre este tema. Al igual que «democracia» y «justicia», «educación» es un ejemplo de lo que el filósofo Walter Bryce Gallie denominó «conceptos esencialmente controvertidos». Tiene un significado distinto para cada persona, en función de los valores culturales y de cómo se perciben cuestiones como el origen étnico, el sexo, la pobreza y la clase social. Pero eso no nos impide reflexionar sobre ella ni buscar soluciones al respecto; solo necesitamos tener claros los términos.2 Así pues, antes de proseguir, diré unas palabras sobre los términos «aprendizaje», «educación», «formación» y «escuela», que a veces se confunden.
«Aprendizaje» es el proceso durante el que se adquieren nuevos conocimientos y destrezas. Los seres humanos somos organismos vivos con una gran curiosidad por aprender. Desde que nacen, los niños tienen una sed de aprendizaje inagotable. Para muchos de ellos, demasiados, su paso por la escuela va apagando esa sed. Mantenerla viva es la clave para cambiar la educación.
«Educación» hace referencia a programas de aprendizaje organizados. La premisa de la educación reglada es que los niños necesitan saber, entender y hacer cosas que jamás podrían aprender solos. Cuáles son estas y cómo debería articularse la educación para ayudar a los alumnos a aprenderlas son temas centrales a este respecto.
«Formación» es un tipo de educación que se centra en aprender destrezas específicas. Cuando yo estudiaba, recuerdo acaloradas discusiones sobre la dificultad para distinguir entre «educación» y «formación». La diferencia quedaba patente cuando abordábamos la sexualidad. La mayoría de padres agradecen que sus hijos adolescentes reciban clase de educación sexual en la escuela; pero, probablemente, no aprobarían que les dieran formación sexual.
Con «escuelas» no me refiero únicamente a los centros convencionales para niños y adolescentes a los que estamos habituados, sino a cualquier comunidad de personas que se reúnen para aprender juntas. «Escuela», en mi acepción del término, comprende la educación en casa, la no escolarización y los encuentros informales tanto en persona como en línea desde la guardería hasta finalizada la universidad. Algunas características de las escuelas convencionales no fomentan el aprendizaje; es más, pueden entorpecerlo de forma activa. Necesitamos un cambio drástico, y para ello es necesario recapacitar sobre cómo funcionan las escuelas y qué se promueve en ellas. También requiere que confiemos en una educación distinta.
A todos nos encanta que nos cuenten historias, aunque no sean ciertas. Estas nos ayudan, a medida que crecemos, a conocer el mundo que nos rodea. Algunas se refieren a acontecimientos y a personajes de nuestro círculo de familiares y amigos. Otras forman parte de la cultura más amplia a la que pertenecemos: los mitos, las fábulas y los cuentos de hadas sobre nuestra forma de vida que han cautivado a la humanidad durante generaciones. En las historias que se cuentan a menudo, la línea entre la realidad y la ficción se desdibuja hasta tal punto que es fácil confundirlas. Esto mismo sucede con la versión que suele darse del sistema educativo y que muchas personas consideran cierta, aunque no lo sea ni, de hecho, no lo haya sido nunca. Dice así:
Los niños van a la escuela de enseñanza primaria fundamentalmente para adquirir conocimientos básicos en lectura, escritura y matemáticas. Estos son esenciales para que su rendimiento académico sea satisfactorio durante la enseñanza secundaria. Si siguen estudios superiores y se gradúan con nota, encontrarán un trabajo bien remunerado y el país también prosperará.
En esta versión del modelo educativo, la verdadera inteligencia es la que utilizamos en los estudios académicos: los niños nacen con distintos grados de inteligencia y, por tanto, algunos sirven para estudiar y otros no. Los que son muy inteligentes van a universidades prestigiosas con otros compañeros igual de brillantes en el ámbito académico. Los que se gradúan con nota tienen asegurado un trabajo profesional bien remunerado con despacho propio. El paso por la escuela de los alumnos que no poseen una inteligencia innata tan elevada no resulta tan satisfactorio. Algunos suspenderán o abandonarán los estudios. Aquellos que terminan la enseñanza secundaria pueden decidir no continuar estudiando y buscarse un trabajo mal pagado. Otros proseguirán los estudios, pero optarán por una formación técnico-profesional menos académica que les reportará un trabajo administrativo o manual decente, con una caja de herramientas propia.
Cuando se plantea de forma tan negativa, esta interpretación del sistema educativo acaba pareciéndose a una caricatura. Pero, cuando consideramos lo que sucede en muchas escuelas, cuando escuchamos las ambiciones que muchos padres tienen para sus hijos, cuando reflexionamos sobre lo que están haciendo numerosos legisladores en todo el mundo, parece que sí opinan que los sistemas educativos actuales son válidos en lo fundamental; aunque, según ellos, no funcionan tan bien como deberían porque ya no se exige tanto como antes. En consecuencia, casi todos los esfuerzos se centran en aumentar los niveles académicos recrudeciendo la competencia y exigiendo más responsabilidades a las escuelas. Tal vez usted esté de acuerdo con esta versión del modelo educativo y se pregunte qué hay de malo en ello.
Esta versión es un cuento que entraña muchos peligros, además de ser uno de los principales motivos por el que muchos intentos de reforma fracasan. Al contrario, a menudo agravan los problemas que afirman estar resolviendo, como las alarmantes tasas de abandono escolar y universitario, los índices de estrés y de depresión (incluso de suicidio) entre los alumnos y los profesores, la disminución de valor de las titulaciones universitarias y el vertiginoso aumento de su coste, además de las crecientes tasas de desempleo tanto entre los titulados universitarios como entre los no titulados.
Con frecuencia, los políticos no saben cómo abordar estos problemas. Algunas veces, castigan a las escuelas por no alcanzar el nivel exigido. Otras, financian programas educativos destinados a remediar sus deficiencias. Pero los problemas persisten y, en muchos aspectos, se están agravando. La razón es que muchos de ellos están causados por el propio sistema.
Todos los sistemas se rigen por sus propias normas. Cuando tenía unos veinte años, visité un matadero en Liverpool (ahora no recuerdo por qué; probablemente fui con una novia). Los mataderos están pensados para matar animales, y eso hacen; apenas sobrevive ninguno. Cuando llegamos al final de la visita, pasamos por delante de una puerta donde ponía VETERINARIO. Supuse que aquella persona debía de acabar la jornada bastante deprimida y pregunté al guía por qué el matadero disponía de los servicios de un veterinario. ¿Acaso resulta útil en un lugar como aquel? Él respondió que acudía de forma periódica para practicar autopsias al azar. Yo pensé: «A estas alturas, ya debe de haber encontrado un patrón de comportamiento».
Si creamos un sistema con un fin específico, no debemos sorprendernos si se logra esta meta. Si gestionamos un sistema educativo basado en la normalización y el amoldamiento que anulan la individualidad, la imaginación y la creatividad, no debemos sorprendernos que ocurra esto último.
Existe una diferencia entre síntomas y causas. La enfermedad que aqueja al actual modelo educativo presenta muchos síntomas que no remitirán a menos que comprendamos los problemas de base que los causan. Uno es el carácter industrial de la educación pública. En pocas palabras, el problema es este: la mayor parte de los países desarrollados carecían de sistemas públicos de enseñanza para la mayoría de la población antes de mediados del siglo XIX. Estos se desarrollaron en gran parte para satisfacer la demanda de mano de obra que produjo la Revolución Industrial, y estaban organizados según los principios de la producción en serie. En sus inicios, el propósito del movimiento de normalización del sistema educativo era mejorar la eficacia de este nuevo proceso de transformación económica, social y tecnológica exigiendo más preparación y responsabilidades a sus trabajadores. El problema radica en que, por su naturaleza, estos sistemas educativos ya no sirven para las necesidades completamente distintas del siglo XXI.
En los últimos cuarenta años, la población mundial se ha duplicado de tres mil millones de habitantes a más de siete mil millones. Somos el mayor número de seres humanos que jamás ha habitado la Tierra, y las cifras aumentan de forma vertiginosa. Asimismo, las tecnologías digitales están transformando nuestra forma de trabajar, de jugar, de pensar, de sentir y de relacionarnos. Esta revolución apenas está empezando. Los viejos sistemas educativos no se crearon con este mundo en mente. Mejorarlos aumentando los niveles académicos convencionales no resolverá los desafíos a los que nos enfrentamos en la actualidad.
No me malinterprete; no estoy diciendo que todas las escuelas sean espantosas ni que el sistema entero sea un desastre. Por supuesto que no. La educación pública ha beneficiado a millones de personas de las más diversas formas, incluso a mí. De no ser por la educación pública que recibí en Inglaterra, ahora mi vida no sería esta. Al haberme criado en una familia numerosa de clase obrera en el Liverpool de los años cincuenta, mi vida podría haber tomado un rumbo completamente distinto. La educación me abrió la mente al mundo que me rodeaba y me proporcionó las bases sobre las que he construido mi vida.
Para muchísimas otras personas, la educación pública ha sido la vía que les ha permitido realizarse, salir de la pobreza o superar circunstancias desfavorables. Muchas han triunfado dentro del sistema y han prosperado siguiendo sus reglas; sería absurdo negar esta evidencia. Pero también son numerosas las que no se han beneficiado como deberían de los largos años de educación pública. La gran cantidad de personas que no triunfa en el sistema paga muy caro el éxito de quienes sí lo hacen. A medida que el movimiento de normalización cobra fuerza, mayor es el número de estudiantes que están abocados al fracaso. Y demasiado a menudo, aquellos que salen adelante lo consiguen a pesar de la cultura educativa dominante, no gracias a ella.
Así pues, ¿qué puede hacer al respecto? Si es usted estudiante, educador, padre, administrador o responsable de la política educativa e interviene en la educación del modo que sea, puede llegar a ser parte de ese cambio. Para ello necesita tres formas de discernimiento: una crítica de la situación actual, una visión de cómo debería ser y una teoría transformadora para pasar de una a otra. Esto es lo que ofrezco en este libro basándome en mi propia experiencia y en la de muchas otras personas, y recurriendo a la investigación, a ciertos principios y ejemplos.
Si queremos cambiar el sistema educativo, es importante identificar a qué clase pertenece. No es monolítico ni inalterable, razón por la cual podemos hacer algo al respecto. Tiene muchas facetas, numerosos intereses interconectados e infinidad de posibilidades de innovación. Saber esto ayuda a explicar por qué y cómo podemos cambiarlo.
La revolución por la que abogo se fundamenta en principios distintos a los del movimiento de normalización: en la fe en la valía del individuo, en el derecho a la autodeterminación, en el potencial de evolución y de realización personal del ser humano y en la importancia de la responsabilidad cívica y del respeto a los demás. A lo largo del libro iré desarrollando lo que yo considero los cuatro objetivos fundamentales de la educación: personal, cultural, social y económico. A mi modo de ver, la finalidad de la educación es capacitar a los alumnos para que comprendan el mundo que les rodea y conozcan sus talentos naturales con objeto de que puedan realizarse como individuos y convertirse en ciudadanos activos y compasivos.
Este libro abunda en ejemplos de muchos tipos de escuelas. Se inspira en la labor de miles de personas y organizaciones que trabajan para cambiar el sistema educativo. También está respaldado por las investigaciones más recientes sobre la puesta en práctica de este trabajo. Mi propósito es ofrecer una visión general y coherente de los cambios que deben llevarse a cabo dentro y fuera de las escuelas, lo que abarca el contexto educativo en proceso de transformación, la dinámica de las escuelas en fase de cambio y aspectos clave del aprendizaje, de la enseñanza, del plan de estudios, de los sistemas de evaluación y de la política de educación. Pero cuando uno trata de abordar un tema desde una perspectiva global, se ve forzado a relegar numerosos detalles. Por esa razón, a menudo le remito a obras de otros autores que sí analizan en mayor profundidad determinadas cuestiones.
Soy plenamente consciente de las fuertes presiones políticas existentes sobre el ámbito de la educación, las cuales se ejercen a través de unas leyes que debemos cuestionar y cambiar. Parte de mi llamamiento (por así decirlo) va dirigido a los responsables de estas leyes para que ellos también respalden la necesidad de un cambio radical. Pero las revoluciones no suelen esperar a que se modifique la legislación; surgen de forma natural en el entorno comunitario en el que se mueve la gente. La educación no se imparte en las salas de reuniones de las asambleas legislativas ni se ve afectada por la retórica de los políticos, sino que se lleva a cabo en las escuelas. Si es usted profesor, entonces representa el sistema para sus alumnos; si es director de escuela, lo será para su comunidad, y si ejerce de legislador cumplirá esa función para las escuelas que regula.
Si interviene en la educación del modo que sea, tiene tres alternativas: puede realizar cambios dentro del sistema, presionar para que este cambie o bien adoptar iniciativas fuera de él. Gran parte de los ejemplos que aparecen en este libro son de innovaciones dentro del sistema. Los sistemas también pueden cambiar de forma radical y, en muchos sentidos, ya lo están haciendo. Cuantas más innovaciones se produzcan dentro de ellos, más probabilidades hay de que evolucionen por completo.
Durante la mayor parte de mi vida residí y trabajé en Inglaterra. En 2001, mi familia y yo nos trasladamos a Estados Unidos. Desde entonces, he viajado mucho por todo el país para colaborar con profesores, distritos escolares, colegios profesionales y distintos cargos de la política educativa. Por estas razones, este libro trata sobre todo de lo que ocurre en Estados Unidos y en Reino Unido. No obstante, los problemas que afectan al sistema educativo son de ámbito global y por ello expongo ejemplos de otras partes del mundo.
Este libro se centra fundamentalmente en la educación desde la primera infancia hasta el término de la etapa secundaria. Los problemas que abordamos también tienen importantes consecuencias para la educación superior, y gran parte del ámbito universitario está cambiando de forma radical junto con el mundo que le rodea. Me referiré a estos cambios de manera general, ya que se necesitaría otro libro para abordarlos en mayor profundidad.
En una entrevista reciente me preguntaron por mis teorías y respondí que no se trataban de simples conceptos abstractos. Si bien ofrezco diversas perspectivas teóricas para el enfoque que propongo, mis argumentos no parten de hipótesis. Se fundamentan en una larga experiencia y en el estudio de lo que realmente funciona en educación, de lo que motiva a alumnos y a profesores a desarrollar todo su potencial y lo que no. Con esto, me sumo a una larga tradición. Lo que yo planteo tiene profundas raíces en la historia de la enseñanza y del aprendizaje desde la Antigüedad. No es una moda ni una tendencia; se basa en principios que siempre han inspirado una educación transformadora y que el sistema educativo fruto de la Revolución Industrial, pese a todos sus otros logros, ha marginado de forma sistemática.
Los desafíos a los que nos enfrentamos en este mundo tampoco son teóricos; son muy reales y en su mayoría son fruto de acciones humanas. En 2009, la serie Horizon de la BBC emitió un episodio sobre la cantidad de personas que podría albergar la Tierra. Se titulaba «¿Cuántas personas pueden vivir en el planeta Tierra?» (La BBC tiene un don especial para los títulos.) En la actualidad, nuestro planeta tiene siete mil doscientos millones de habitantes. Esto supone prácticamente el doble que en 1970, y vamos camino de ser nueve mil millones a mediados de este siglo y doce mil millones a su término. Todos tenemos las mismas necesidades básicas de aire puro, de agua, de alimento y de combustible para la vida que llevamos. Así pues, ¿a cuántas personas puede sustentar la Tierra?
En el citado documental se consultó a algunos de los expertos más destacados en materia de población, agua, producción alimentaria y energía. Concluyeron que, si todos los habitantes de nuestro planeta consumieran al mismo ritmo que un ciudadano medio de la India, la Tierra podría sustentar a una población máxima de quince mil millones. Según este parámetro, estamos a medio camino de alcanzar esa cifra. El problema es que no todos consumimos en la misma medida. Según parece, si lo hiciéramos en igual proporción que un ciudadano medio estadounidense, el planeta podría sostener a una población máxima de mil quinientos millones; y ya nos situamos casi cinco veces por encima de esa cifra.
Así pues, si el mundo entero decidiese consumir como Estados Unidos, y parece que así es, a mediados de siglo nos harían falta otros cinco planetas para que esto fuera viable. La necesidad de un cambio radical en nuestra forma de pensar, de vivir y de relacionarnos difícilmente podría ser más urgente. De momento, seguimos divididos (como es habitual en nosotros) por diferencias culturales y la competencia económica por conseguir los mismos recursos.
A menudo se dice que hay que salvar el planeta. Yo no estoy tan seguro. La Tierra existe desde hace casi cinco mil millones de años y le quedan otros tantos antes colisionar con el Sol. Por lo que sabemos, los seres humanos tal como somos hoy en día surgieron hace menos de doscientos mil años. Si enmarcásemos toda la historia de la Tierra en un solo año, nosotros apareceríamos el 31 de diciembre, poco antes de medianoche. Lo que está en peligro no es el planeta, sino nuestra supervivencia en él. La Tierra podría muy bien concluir que, después de poner a prueba a la humanidad, no está en absoluto impresionada. Las bacterias plantean muchos menos problemas, lo que quizá explica por qué han sobrevivido durante miles de millones de años.
Probablemente, esto es lo que el escritor de ciencia ficción y futurista H. G. Wells tenía en mente cuando dijo que la civilización es una carrera entre la educación y la catástrofe. La educación es, en efecto, nuestra mayor esperanza. No el viejo estilo de enseñanza fruto de la Revolución Industrial, creado para satisfacer las necesidades del siglo XIX y de la primera parte del XX, sino un nuevo sistema educativo que nos ayude a enfrentarnos a los desafíos actuales y que potencie los talentos naturales que todos llevamos dentro.
Ante un futuro tan incierto, la respuesta no es mejorar la situación, sino ir en otra dirección. El desafío no consiste en reparar el sistema, sino en cambiarlo; no se trata de reformarlo, sino de transformarlo. Hay algo de irónico en todo ello, pues sabemos cómo tratar los síntomas de la enfermedad que aqueja al sistema educativo actual, y sin embargo no aplicamos los tratamientos adecuados a una escala lo suficientemente amplia. Hoy en día, estamos en una situación inmejorable para utilizar nuestros recursos creativos y tecnológicos con el fin de cambiar la situación actual. Tenemos infinitas oportunidades para captar la imaginación de los jóvenes y brindarles métodos de enseñanza y de aprendizaje con un alto grado de personalización.
Aunque el sistema educativo actual es un problema que afecta al ámbito mundial, el proceso del cambio debe, inevitablemente, iniciarse en las distintas comunidades. Entender esto es la clave para poder llevar a cabo esa transformación. El mundo está experimentando cambios radicales, así que también necesitamos una revolución en el terreno de la educación. Como casi todas las grandes transformaciones, esta lleva mucho tiempo gestándose, y en numerosos lugares ya está en marcha. Y no viene de arriba, sino de abajo, como debe ser.