Ciudades de papel

John Green

Fragmento

Prólogo

Supongo que a cada quien le corresponde su milagro. Por ejemplo, probablemente nunca me caerá encima un rayo, ni ganaré un Premio Nobel, ni llegaré a ser el dictador de un pequeño país de las islas del Pacífico, ni contraeré cáncer terminal de oído, ni entraré en combustión espontánea. Pero considerando todas las improbabilidades juntas, seguramente a cada uno de nosotros le sucederá una de ellas. Yo podría haber visto llover ranas. Podría haber pisado Marte. Podría haberme devorado una ballena. Podría haberme casado con la reina de Inglaterra o haber sobrevivido durante meses en medio del mar. Pero mi milagro fue diferente. Mi milagro fue el siguiente: de entre todas las casas de todas las urbanizaciones de toda Florida, acabé viviendo en la puerta de al lado de Margo Roth Spiegelman.

Nuestra urbanización, Jefferson Park, había sido una base naval. Pero llegó un momento en que la marina dejó de necesitarla, de modo que devolvió el terreno a los ciudadanos de Orlando, Florida, que decidieron construir una enorme urbanización, porque eso es lo que se hace en Florida con los terrenos. Mis padres y los padres de Margo empezaron a vivir puerta con puerta en cuanto se construyeron las primeras casas. Margo y yo teníamos dos años.

Antes de que Jefferson Park fuera Pleasantville, y antes de que fuera una base naval, era propiedad de un tipo que se apellidaba Jefferson, un tal Doctor Jefferson Jefferson. En Orlando hay una escuela que lleva el nombre del Doctor Jefferson Jefferson y también una gran fundación benéfica, aunque lo fascinante y lo increíble, pero cierto, del Doctor Jefferson Jefferson es que no era doctor en nada. Era un simple vendedor de zumo de naranja llamado Jefferson Jefferson. Al hacerse rico y poderoso, fue al juzgado, se puso «Jefferson» de segundo nombre y se cambió el primero por «Dr.», con D mayúscula.

Cuando Margo y yo teníamos nueve años, nuestros padres eran amigos, así que de vez en cuando jugábamos juntos, cogíamos las bicis, dejábamos atrás las calles sin salida y nos íbamos al parque, en el centro de la urbanización.

Me ponía nervioso cada vez que me decían que Margo iba a pasarse por mi casa, porque era la criatura más extraordinariamente hermosa que Dios había creado. La mañana en cuestión, se había puesto unos pantalones cortos blancos y una camiseta rosa con un dragón verde que lanzaba fuego de color naranja brillante. Me resulta difícil explicar lo genial que me pareció la camiseta en aquellos momentos.

Margo, como siempre, pedaleaba de pie, con el cuerpo inclinado sobre el manillar y con las zapatillas de deporte de color morado formando una mancha circular. Era un caluroso y húmedo día de marzo. El cielo estaba despejado, pero el aire tenía un sabor ácido, como si se avecinara una tormenta.

Por aquella época me creía inventor, así que, después de haber atado las bicis, mientras recorríamos a pie el corto camino que nos llevaría al parque infantil, le conté a Margo que se me había ocurrido un invento llamado Ringolator. El Ringolator sería un cañón gigante que dispararía enormes rocas de colores a una órbita muy baja, lo que proporcionaría a la Tierra anillos muy parecidos a los de Saturno. (Sigo pensando que sería una buena idea, pero resulta que construir un cañón que dispare rocas a una órbita baja es bastante complicado.)

Había estado en aquel parque tantas veces que me lo conocía palmo a palmo, así que apenas habíamos entrado cuando empecé a sentir que algo fallaba, aunque en un primer momento no vi qué había cambiado.

—Quentin —me dijo Margo en voz baja y tranquila.

Estaba señalando. Y entonces me di cuenta de lo que había cambiado.

A unos pasos de nosotros había un roble. Grueso, retorcido y con aspecto de tener muchos años. No era nuevo. El parque infantil, a nuestra derecha. Tampoco era nuevo. Pero de repente vi a un tipo con un traje gris desplomado a los pies del tronco del roble. No se movía. Eso sí era nuevo. Estaba rodeado de sangre. De la boca le salía un hilo medio seco. Tenía la boca abierta en un gesto que parecía imposible. Las moscas se posaban en su pálida frente.

—Está muerto —dijo Margo, como si no me hubiera dado cuenta.

Retrocedí dos pequeños pasos. Recuerdo que pensé que si hacía un movimiento brusco, se levantaría y me atacaría. Quizá era un zombi. Sabía que los zombis no existían, pero sin duda parecía un zombi en potencia.

Mientras retrocedía aquellos dos pasos, Margo dio otros dos, también pequeños y silenciosos, hacia delante.

—Tiene los ojos abiertos —me dijo.

—Vámonosacasa —contesté yo.

—Pensaba que cuando te mueres, cierras los ojos —dijo.

—Margovámonosacasaaavisar.

Dio otro paso. Ya estaba lo bastante cerca como para estirar el brazo y tocarle el pie.

—¿Qué crees que le ha pasado? —me preguntó—. Quizá se deba a un asunto de drogas o algo así.

No quería dejar a Margo sola con el muerto, que quizá se había convertido en un zombi agresivo, pero tampoco me atrevía a quedarme allí comentando las circunstancias de su muerte. Hice acopio de todo mi valor, di un paso adelante y la cogí de la mano.

—¡Margovámonosahoramismo!

—Vale, sí —me contestó.

Corrimos hacia las bicis. El estómago me daba vueltas por algo que se parecía mucho a la emoción, pero que no lo era. Nos subimos a las bicis y la dejé ir delante, porque yo estaba llorando y no quería que me viera. Veía sangre en las suelas de sus zapatillas moradas. La sangre de él. La sangre del tipo muerto.

Llegamos cada uno a nuestras respectivas casas. Mis padres llamaron a urgencias, oí las sirenas en la distancia y pedí permiso para salir a ver los camiones de bomberos, pero, como mi madre me dijo que no, me fui a echar la siesta.

Tanto mi padre como mi madre son psicólogos, lo que quiere decir que soy jodidamente equilibrado. Cuando me desperté, mantuve una larga conversación con mi madre sobre el ciclo de la vida, sobre que la muerte es parte de la vida, pero una parte de la que no tenía que preocuparme demasiado a los nueve años, y me sentí mejor. La verdad es que nunca me preocupó demasiado, lo cual es mucho decir, porque suelo preocuparme por cualquier cosa.

La cuestión es la siguiente: me encontré a un tipo muerto. El pequeño y adorable niño de nueve años y su todavía más pequeña y adorable compañera de juegos encontraron a un tipo al que le salía sangre por la boca, y aquella sangre estaba en sus pequeñas y adorables zapatillas de deporte mientras volvíamos a casa en bici. Es muy dramático y todo eso, pero ¿y qué? No conocía al tipo. Cada puto día se muere gente a la que no conozco. Si tuviera que darme un ataque de nervios cada vez que pasa algo espantoso en el mundo, acabaría más loco que una cabra.

Aquella noche entré en mi habitación a las nueve en punto para meterme en la cama, porque las nueve era la hora a la que tenía que irme a dormir. Mi madre me tapó y me dijo que me quería. Yo le dije: «Hasta mañana», y ella me contestó: «Hasta mañana», y luego apagó la luz y cerró la puerta casi hasta el fondo.

Estaba colocándome de lado cuando vi a Margo Roth Spiegelman al otro lado de mi ventana, con la cara casi pegada a la mosquitera. Me levanté y abrí la ventana, pero la mosquitera que nos separaba seguía pixelándola.

—He investigado —me dijo muy seria.

Aunque la mosquitera dividía su cara incluso de cerca, vi que llevaba en las manos una libretita y un lápiz con marcas de dientes alrededor de la goma. Echó un vistazo a sus notas.

—La señora Feldman, de Jefferson Court, me dijo que se llamaba Robert Joyner. Me contó que vivía en Jefferson Road, en uno de los pisos de encima del supermercado, así que me pasé por allí y había un montón de policías. Uno me preguntó si trabajaba en el periódico del colegio, y le contesté que nuestro colegio no tenía periódico, así que me dijo que, como no era periodista, contestaría a mis preguntas. Me contó que Robert Joyner tenía treinta y seis años. Era abogado. No me dejaban entrar en la casa, pero una mujer llamada Juanita Álvarez vive en la puerta de al lado, de modo que entré en su casa preguntándole si me podría prestar una taza de azúcar. Me dijo que Robert Joyner se había suicidado con una pistola. Entonces le pregunté por qué, y me contestó que estaba triste porque estaba divorciándose.

Margo se calló y me limité a mirarla, a observar su cara gris a la luz de la luna, que la mosquitera dividía en mil cuadraditos. Sus ojos, muy abiertos, pasaban una y otra vez de su libreta a mí.

—Mucha gente se divorcia y no se suicida —le dije.

—Ya lo sé —me contestó nerviosa—. Es lo que le dije a Juanita Álvarez. Y entonces me dijo… —Margo pasó la página de la libreta—. Me dijo que el señor Joyner tenía problemas. Y entonces le pregunté a qué se refería, y me contestó que lo único que podíamos hacer por él era rezar y que me fuera a llevarle el azúcar a mi madre. Le dije que olvidara el azúcar y me marché.

De nuevo no dije nada. Solo quería que Margo siguiera hablando con esa vocecita nerviosa por casi saber algo y que me hacía sentir que estaba sucediéndome algo importante.

—Creo que quizá sé por qué —dijo por fin.

—¿Por qué?

—Quizá se le rompieron los hilos por dentro —me contestó.

Mientras intentaba pensar en algo que contestarle, me incliné hacia delante, presioné el cierre de la mosquitera y la retiré de la ventana. La dejé en el suelo, pero Margo no me dio la oportunidad de hablar. Antes de que hubiera vuelto a sentarme, levantó la cara hacia mí y me susurró:

—Cierra la ventana.

Así que la cerré. Pensé que se marcharía, pero se quedó allí mirándome. Le dije adiós con la mano y le sonreí, pero sus ojos parecían mirar fijamente algo detrás de mí, algo monstruoso que le había hecho quedarse muy pálida, y tuve demasiado miedo para girarme a ver qué era. Pero detrás de mí no había nada, por supuesto… salvo quizá el tipo muerto.

Dejé la mano quieta. Nos miramos fijamente, cada uno desde su lado del cristal. Nuestras cabezas estaban a la misma altura. No recuerdo cómo acabó la historia, si me fui a la cama o se fue ella. En mi memoria no acaba. Seguimos todavía allí, mirándonos, para siempre.

A Margo siempre le gustaron los misterios. Y teniendo en cuenta todo lo que sucedió después, nunca dejaré de pensar que quizá le gustaban tanto los misterios que se convirtió en uno.

PRIMERA PARTE


Los hilos

1

El día más largo de mi vida empezó con retraso. Me desperté tarde, me entretuve demasiado en la ducha y al final tuve que disfrutar del desayuno en el asiento del copiloto del monovolumen de mi madre, a las 7.17 de la mañana de un miércoles.

Solía ir al instituto en el coche de mi mejor amigo, Ben Starling, pero Ben había salido puntual, así que no pude contar con él. Para nosotros, «puntual» significaba media hora antes de que empezaran las clases, porque aquellos treinta minutos antes de que sonara el primer timbre eran el plato fuerte de nuestra agenda social. Nos quedábamos delante de la puerta lateral que daba a la sala de ensayo de la banda de música del instituto y charlábamos. Como la mayoría de mis amigos tocaban en la banda, yo pasaba casi todas las horas libres del instituto a menos de cinco metros de la sala de ensayo. Pero yo no tocaba, porque tengo menos oído para la música que un sordo. Aquel día iba a llegar veinte minutos tarde, lo que técnicamente significaba que aun así llegaría diez minutos antes de que empezaran las clases.

Mientras conducía, mi madre me preguntaba por las clases, los exámenes y el baile de graduación.

—No creo en los bailes de graduación —le recordé mientras giraba en una esquina.

Incliné hábilmente mis cereales para ajustarlos a la fuerza de gravedad. No era la primera vez que lo hacía.

—Bueno, no hay nada malo en ir con una amiga. Seguro que podrías pedírselo a Cassie Hiney.

Sí, podría habérselo pedido a Cassie Hiney, que era muy maja, simpática y guapa, pese a su tremendamente desafortunado apellido, que en inglés significa «culo».

—No es que no me gusten los bailes de graduación. Es que tampoco me gustan las personas a las que les gustan los bailes de graduación —le expliqué a mi madre.

Aunque en realidad no era cierto. Ben se había emperrado en ir.

Mi madre giró hacia el instituto, y sujeté con las dos manos el tazón casi vacío al pasar por un badén. Eché un vistazo al aparcamiento de los alumnos de último curso. El Honda plateado de Margo Roth Spiegelman estaba aparcado en su plaza habitual. Mi madre metió el coche en un callejón situado frente a la sala de ensayo y me dio un beso en la mejilla. Al bajar vi a Ben y a mis otros amigos, agrupados en semicírculo.

Me dirigí a ellos, y el semicírculo no tardó en abrirse para incluirme. Estaban hablando de mi ex novia, Suzie Chung, que tocaba el violonchelo y al parecer había creado un gran revuelo porque estaba saliendo con un jugador de béisbol llamado Taddy Mac. No sabía si era su nombre real. En cualquier caso, Suzie había decidido ir al baile de graduación con Taddy Mac. Otra víctima.

—Colega —me dijo Ben, que estaba delante de mí.

Movió la cabeza, se dio media vuelta, se alejó del círculo y entró. Lo seguí. Ben, un chico bajito y de piel aceitunada que a duras penas parecía haber llegado a la pubertad, era mi mejor amigo desde quinto, cuando al final ambos admitimos la evidencia de que seguramente ninguno de los dos iba a encontrar otro mejor amigo. Además, le puso mucho empeño, y eso me gustaba… la mayoría de las veces.

—¿Qué tal? —le pregunté.

Estábamos dentro, en un lugar seguro. Las demás conversaciones impedían que se oyera la nuestra.

—Radar va a ir al baile de graduación —me dijo malhumorado.

Radar era nuestro otro mejor amigo. Lo llamábamos Radar porque se parecía a un tipo bajito y con gafas de la vieja serie de televisión M*A*S*H al que llamaban así, salvo que: 1) El Radar de la tele no era negro, y 2) En algún momento después de haberle puesto el apodo, nuestro Radar creció unos quince centímetros y se puso lentillas, así que supongo que, 3) En realidad, no se parecía en nada al tipo de M*A*S*H, pero, 4) Como quedaban tres semanas y media para que se acabara el curso, no estábamos demasiado por la labor de buscarle otro apodo.

—¿Angela? —le pregunté.

Radar nunca nos contaba nada de su vida amorosa, lo que no nos disuadía de especular cada dos por tres.

Ben asintió.

—¿Recuerdas que había pensado invitar al baile a una novata, porque son las únicas que no conocen la historia de Ben el Sangriento?

Asentí.

—Bueno —siguió diciendo Ben—, pues esta mañana una novatilla muy mona se me ha acercado y me ha preguntado si era Ben el Sangriento. He empezado a explicarle que fue una infección de riñón, pero se ha reído y se ha largado. Así que se acabó.

Dos años atrás habían tenido que ingresar a Ben en el hospital por una infección renal, pero Becca Arrington, la mejor amiga de Margo, se dedicó a extender el rumor de que la verdadera razón de que orinara sangre era que se pasaba el día masturbándose. Pese a que era clínicamente inverosímil, desde entonces Ben cargaba con esa historia.

—Vaya mierda —le dije.

Ben empezó a contarme sus planes para encontrar a una chica, pero solo lo escuchaba a medias, porque entre la cada vez más densa masa de personas que llenaban el vestíbulo vi a Margo Roth Spiegelman. Estaba junto a su taquilla, al lado de su novio, Jase. Llevaba una falda blanca hasta las rodillas y un top estampado azul. Le veía la clavícula. Se reía como una histérica. Tenía los hombros inclinados hacia delante, las comisuras de sus grandes ojos arrugadas y la boca abierta. Pero no parecía reírse por algo que hubiera dicho Jase, ya que miraba hacia otra parte, hacia las taquillas del otro lado del vestíbulo. Seguí sus ojos y vi a Becca Arrington encima de un jugador de béisbol, como si el tipo fuese un árbol de Navidad y ella un adorno. Sonreí a Margo, aunque sabía que no podía verme.

—Deberías lanzarte, colega. Olvídate de Jase. Dios, la pava está para mojar pan.

Mientras avanzábamos, seguí lanzándole miradas entre la multitud, rápidas instantáneas, una serie fotográfica titulada La perfección se queda inmóvil mientras los mortales pasan de largo. A medida que me acercaba, pensé que tal vez no estaba riéndose. Quizá le habían dado una sorpresa, un regalo o algo así. Parecía que no pudiera cerrar la boca.

—Sí —le dije a Ben.

Seguía sin prestarle atención, seguía intentando no perder a Margo de vista sin que se me notara demasiado. No es que fuera una belleza. Era sencillamente impresionante, y en sentido literal. Y entonces la dejamos atrás, entre ella y yo pasaba demasiada gente y en ningún momento me había acercado lo suficiente para escuchar lo que decía o entender cuál había sido la desternillante sorpresa. Ben movió la cabeza. Me había visto mirándola mil veces y estaba acostumbrado.

—La verdad es que está buena, pero no tanto. ¿Sabes quién está buena de verdad?

—¿Quién? —le pregunté.

—Lacey —me contestó, que era la otra mejor amiga de Margo—. Y tu madre, colega. Esta mañana he visto a tu madre dándote un beso y, perdóname, pero te juro por Dios que he pensado: «Joder, ojalá fuera Q. Y ojalá tuviera pollas en las mejillas».

Le pegué un codazo en las costillas, aunque seguía pensando en Margo, porque era el único mito que vivía al lado de mi casa. Margo Roth Spiegelman, cuyo nombre de seis sílabas solíamos decir completo con una especie de silenciosa reverencia. Margo Roth Spiegelman, cuyas épicas aventuras circulaban por el colegio como una tormenta de verano. Un viejo que vivía en una casa destartalada de Hot Coffee, Mississippi, había enseñado a Margo a tocar la guitarra. Margo Roth Spiegelman, que había viajado tres días con un circo, donde pensaban que tenía potencial para el trapecio. Margo Roth Spiegelman, que se había tomado un té de hierbas detrás del escenario de los Mallionaires después de un concierto en Saint Louis, mientras ellos bebían whisky. Margo Roth Spiegelman, que se había colado en aquel concierto diciéndole al segurata que era la novia del bajista, ¿no la reconocían?, vamos, chicos, en serio, soy Margo Roth Spiegelman, y si vais a pedirle al bajista que venga a ver quién soy, os dirá o que soy su novia, o que ojalá lo fuera, y entonces el segurata fue a preguntárselo, y el bajista dijo: «Sí, es mi novia, déjala entrar», y luego el bajista quiso enrollarse con ella, pero ella ¡rechazó al bajista de los Mallionaires!

Cuando comentábamos sus historias, siempre acabábamos diciendo: «Vaya, ¿te lo imaginas?». En general, no podíamos imaginárnoslas, pero siempre resultaban ser ciertas.

Y llegamos a nuestras taquillas. Radar estaba apoyado en la de Ben, tecleando en su ordenador de bolsillo.

—Así que vas a ir al baile —le dije.

Levantó la mirada y volvió a bajarla.

—Estoy des-destrozando el artículo del Omnictionary sobre un ex primer ministro francés. Anoche alguien borró toda la entrada y escribió «Jacques Chirac es un gay», que resulta que es incorrecto tanto semántica como gramaticalmente.

Radar es un activo editor del Omnictionary, una enciclopedia online que crean los usuarios. Dedica su vida entera a mantener y cuidar el Omnictionary. Y esa era una de las diversas razones por las que nos sorprendía que hubiera invitado a una chica al baile de graduación.

—Así que vas a ir al baile —repetí.

—Perdona —me contestó sin levantar la mirada.

Todo el mundo sabía que yo me negaba a ir al baile. No me llamaba lo más mínimo la atención: ni bailar lentos, ni bailar rápidos, ni los trajes, y todavía menos el esmoquin alquilado. Alquilar un esmoquin me parecía una excelente manera de pillar cualquier espantosa enfermedad del anterior arrendatario, y no era mi intención convertirme en el único virgen del mundo con ladillas.

—Colega —dijo Ben a Radar—, las novatas se han enterado de la historia de Ben el Sangriento. —Radar se guardó por fin el ordenador y cabeceó con expresión compasiva—. Así que las dos únicas estrategias que me quedan son buscar a una pareja para el baile en internet o volar a Missouri y raptar a alguna pava alimentada a base de maíz.

Yo había intentado explicarle a Ben que «pava» sonaba bastante más sexista y patético que «retroguay», pero se negaba a dejar de decirlo. Llamaba pava a su propia madre. No tenía arreglo.

—Le preguntaré a Angela si sabe de alguien —dijo Radar—. Aunque conseguirte pareja para el baile será más duro que convertir el plomo en oro.

—Conseguirte pareja para el baile es tan duro que solo de imaginarlo se pueden cortar diamantes —añadí.

Radar dio un par de puñetazos a una taquilla para expresar que estaba de acuerdo y después soltó otra frase:

—Ben, conseguirte pareja para el baile es tan duro que el gobierno de Estados Unidos cree que el problema no puede resolverse por la vía diplomática, sino que exigirá el uso de la fuerza.

Estaba pensando en otra ocurrencia cuando los tres a la vez vimos al bote de esteroides anabólicos con forma humana conocido como Chuck Parson acercándose a nosotros con algún propósito. Chuck Parson no participaba en deportes de grupo porque eso lo distraería de su principal objetivo en la vida: que algún día lo condenaran por homicidio.

—Hola, maricas —dijo.

—Chuck —le contesté lo más amigablemente que pude.

Chuck no nos había causado ningún problema grave en los dos últimos años, porque alguien del bando de los guays había dado la orden de que nos dejaran en paz, así que Chuck ni siquiera nos dirigía la palabra.

Quizá porque fui yo el que le había contestado, o quizá no, apoyó las dos manos en la taquilla, conmigo en medio, y se acercó lo suficiente para que considerara qué marca de dentífrico utilizaba.

—¿Qué sabes de Margo y Jase?

—Uf —le contesté.

Pensé en todo lo que sabía de ellos: Jase era el primer y único novio serio de Margo Roth Spiegelman. Habían empezado a salir a finales del año anterior. Los dos iban a ir a la Universidad de Florida al año siguiente. A Jase le habían dado una beca para jugar en el equipo de béisbol. Nunca había entrado en casa de Margo, solo pasaba a buscarla. A Margo no parecía gustarle tanto, pero la verdad es que nunca parecía que le gustase nadie tanto.

—Nada —le contesté por fin.

—No me jodas —gruñó.

—Apenas la conozco —le dije, y puede decirse que en los últimos tiempos era cierto.

Consideró un minuto mi respuesta, y yo intenté con todas mis fuerzas no desviar la mirada de sus ojos bizcos. Movió muy suavemente la cabeza, se apartó de la taquilla y se marchó a su primera clase de la mañana: Mantenimiento de los Músculos Pectorales. Sonó el segundo timbre. Faltaba un minuto para que empezaran las clases. Radar y yo teníamos cálculo, y Ben tenía matemáticas finitas. Nuestras clases estaban una al lado de la otra. Nos dirigimos juntos a ellas, los tres en fila, confiando en que la marea humana se abriera lo suficiente para dejarnos pasar, y así fue.

—Conseguirte una pareja para el baile es tan duro que mil monos tecleando en mil máquinas de escribir durante mil años no escribirían «Iré al baile de graduación con Ben» ni una sola vez —dije.

Ben no pudo resistirse a machacarse a sí mismo:

—Tengo tan pocas posibilidades que hasta la abuela de Q me ha rechazado. Me ha dicho que estaba esperando a que se lo pidiera Radar.

Radar asintió despacio.

—Es verdad, Q. A tu abuela le encantan tus colegas.

Era patéticamente fácil olvidarse de Chuck y hablar del baile de graduación, aunque me importaba una mierda. Así era la vida aquella mañana: nada importaba demasiado, ni las cosas buenas ni las malas. Nos dedicábamos a divertirnos, y nos iba razonablemente bien.

Pasé las tres horas siguientes en clase, intentando no mirar los relojes de encima de las diversas pizarras, y luego mirándolos y sorprendiéndome de que solo hubieran pasado unos minutos desde la última vez que había mirado. Aunque contaba con casi cuatro años de experiencia mirando aquellos relojes, su lentitud nunca dejaba de sorprenderme. Si alguna vez me dicen que me queda un día de vida, me iré directo a las sagradas aulas de la Winter Park High School, donde se sabe que un día dura mil años.

Pero, por más que pareciera que la física de la tercera hora no iba a acabar nunca, acabó y de repente estaba en la cafetería con Ben. Radar comía más tarde con los demás amigos, así que Ben y yo solíamos sentarnos solos, con un par de asientos entre nosotros y un grupo de tipos de teatro. Aquel día los dos comíamos minipizzas de pepperoni.

—La pizza está buena —dije.

Ben asintió distraído.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Nazza —dijo con la boca llena de pizza. Tragó—. Ya sé que crees que es una gilipollez, pero quiero ir al baile.

—Uno: sí, creo que es una gilipollez; dos: si te apetece ir, ve, y tres: si no me equivoco, ni siquiera se lo has pedido a nadie.

—Se lo he pedido a Cassie Hiney en la clase de mates. Le he escrito una nota.

Alcé las cejas en un gesto interrogante. Ben metió una mano en un bolsillo del pantalón corto y me deslizó un trozo de papel muy doblado. Lo aplané:

Ben:

Me encantaría ir al baile contigo, pero ya he quedado con Frank. Lo siento.

C.

Lo doblé de nuevo y volví a deslizarlo por la mesa. Recordé haber jugado al fútbol de papel en aquellas mesas.

—Vaya mierda —le dije.

—Sí, ya ves.

El sonido ambiental parecía echársenos encima. Nos quedamos callados un momento, y luego Ben me miró muy serio y me dijo:

—Voy a dar mucho juego en la facultad. Saldré en el Libro Guinness de los Récords, en la categoría «Ha dejado a más pavas satisfechas».

Me reí. Estaba pensando que los padres de Radar aparecían realmente en el Libro Guinness cuando vi por encima de nosotros a una guapa afroamericana con pequeñas rastas de punta. Tardé unos segundos en darme cuenta de que era Angela, la novia de Radar, supongo.

—Hola —me dijo.

—Hola —le contesté.

Conocía de vista a Angela porque había ido a alguna clase con ella, pero no nos saludábamos en los pasillos ni cuando nos encontrábamos por ahí. Le indiqué con un gesto que se sentara y acercó una silla a la mesa.

—Chicos, supongo que conocéis a Marcus mejor que nadie —dijo empleando el nombre real de Radar, con los codos en la mesa.

—Es un trabajo de mierda, pero alguien tiene que hacerlo —le contestó Ben sonriendo.

—¿Creéis que se avergüenza de mí o algo así?

Ben se rió.

—¿Qué? No —le contestó.

—Técnicamente —añadí—, deberías ser tú la que se avergonzara de él.

Miró hacia arriba y sonrió. Una chica acostumbrada a los piropos.

—Pues nunca me ha invitado a salir con vosotros.

—Ahhh —dije; por fin lo pillaba—. Eso es porque se avergüenza de nosotros.

Se rió.

—Parecéis bastante normales.

—Nunca has visto a Ben esnifando Sprite por la nariz y sacándolo por la boca —le dije.

—Soy como una enloquecida fuente carbonatada —añadió Ben, impávido.

—De verdad, chicos, ¿vosotros no os preocuparíais? No sé, llevamos cinco semanas saliendo y ni siquiera me ha llevado a su casa. —Ben y yo intercambiamos una mirada cómplice, y yo me estrujé la cara para no soltar una carcajada—. ¿Qué pasa? —preguntó Angela.

—Nada —le contesté—. Sinceramente, Angela, si te obligara a salir con nosotros y te llevara a su casa cada dos por tres…

—Sin la menor duda significaría que no le gustas —terminó Ben.

—¿Sus padres son raros?

Pensé en cómo responder sinceramente a su pregunta.

—No, no. Son guays. Solo algo sobreprotectores, supongo.

—Sí, sobreprotectores —convino Ben un poco demasiado deprisa.

Angela sonrió y se levantó diciendo que tenía que ir a saludar a alguien antes de que acabara la hora de comer. Ben esperó a que se hubiera marchado para abrir la boca.

—Esta chica es impresionante —me dijo.

—Lo sé —le contesté—. Me pregunto si podríamos sustituir a Radar por ella.

—Aunque seguramente no es muy buena con los ordenadores. Necesitamos a alguien bueno. Además, apuesto a que no tiene ni idea del Resurrection, nuestro videojuego favorito. Por cierto, una buena salida decir que los viejos de Radar son sobreprotectores.

—Bueno, no es cosa mía decírselo —le respondí.

—A ver cuánto tarda en ver la Residencia Museo del Equipo de Radar —dijo Ben sonriendo.

La pausa casi había terminado, así que Ben y yo nos levantamos y dejamos las bandejas en la cinta transportadora, la misma a la que Chuck Parson me había lanzado el primer año de instituto, lo que me envió al inframundo de la plantilla de lavaplatos de Winter Park. Nos dirigimos a la taquilla de Radar, y allí estábamos cuando llegó corriendo, justo después del primer timbre.

—En la clase de política he decidido que sería capaz de chuparle los huevos a un burro, literalmente, si con eso pudiera librarme de esa clase hasta el final del trimestre —dijo.

—Puedes aprender mucho sobre política de los huevos de un burro —le contesté—. Oye, hablando de las razones por las que deberías hacer la pausa del mediodía una hora antes, acabamos de comer con Angela.

—Sí —dijo Ben sonriéndole con suficiencia—, quiere saber por qué nunca la has llevado a tu casa.

Radar lanzó un largo soplido mientras giraba la cerradura de combinación para abrir la taquilla. Soltó tanto aire que pensé que iba a desmayarse.

—Mierda —dijo por fin.

—¿Te avergüenzas de algo? —le pregunté sonriendo.

—Cállate —me contestó pegándome un codazo en la barriga.

—Vives en una casa preciosa —le dije.

—En serio, colega —añadió Ben—. Es una chica muy maja. No entiendo por qué no se la presentas a tus padres y le enseñas la Finca Radar.

Radar lanzó sus libros a la taquilla y la cerró. El ruido de conversaciones que nos rodeaba se silenció un poco mientras levantaba los ojos al cielo y gritaba:

—NO ES CULPA MÍA QUE MIS PADRES TENGAN LA COLECCIÓN MÁS GRANDE DEL MUNDO DE SANTA CLAUS NEGROS.

Aunque había oído decir a Radar «la colección más grande del mundo de Santa Claus negros» unas mil veces en la vida, nunca dejaba de parecerme divertido. Pero no lo decía en broma. Recordé la primera vez que había ido a su casa. Tenía yo unos trece años. Era primavera, varios meses después de las Navidades, pero los Santa Claus seguían en las repisas de las ventanas. Santa Claus negros de papel colgaban de la barandilla de la escalera. Velas con Santa Claus negros adornaban la mesa del comedor. Un cuadro de Santa Claus negro estaba colgado encima de la chimenea, en cuya repisa se alineaban también figuritas de Santa Claus negros. Tenían un dispensador de caramelos PEZ con cabeza de Santa Claus negro comprado en Namibia. El Santa Claus negro de plástico y con luz que colocaban en el diminuto patio desde el día de Acción de Gracias hasta Año Nuevo pasaba el resto del año vigilando con orgullo en una esquina del cuarto de baño de invitados, un cuarto de baño empapelado con un papel casero con Santa Claus negros pintados y una esponja en forma de Santa Claus. Todas las habitaciones de la casa, menos la de Radar, estaban llenas de Santa Claus negros de yeso, plástico, mármol, barro, madera, resina y tela. En total, los padres de Radar tenían más de mil doscientos Santa Claus negros de todo tipo. Como constaba en una placa por encima de la puerta de la calle, la casa de Radar era un Monumento a Santa Claus oficial, según la Sociedad Navideña.

—Solo tienes que contárselo, tío —le dije—. Solo tienes que decirle: «Angela, me gustas, de verdad, pero hay algo que tienes que saber: cuando vayamos a mi casa y nos enrollemos, dos mil cuatrocientos ojos de mil doscientos Santa Claus negros nos observarán.

—Sí —convino Radar pasándose una mano por el pelo rapado y moviendo la cabeza—. No creo que se lo diga exactamente así, pero ya se me ocurrirá algo.

Me dirigí a la clase de política, y Ben a una optativa sobre diseño de videojuegos. Contemplé relojes durante dos clases más y, al final, cuando terminé, mi pecho irradiaba alivio. El final de cada día era como un anticipo de nuestra graduación, para la que faltaba poco más de un mes.

Volví a casa. Me comí dos sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada para merendar. Vi póquer en la tele. Mis padres llegaron a las seis, se abrazaron y me abrazaron a mí. Cenamos macarrones. Me preguntaron por el instituto. Luego me preguntaron por el baile de graduación. Se maravillaron de lo bien que me habían educado. Me contaron que en su época habían tenido que tratar con gente a la que no habían educado tan bien. Fueron a ver la tele. Yo fui a mi habitación a revisar el correo. Escribí un rato sobre El gran Gatsby para la clase de literatura. Leí otro rato el Federalista para preparar con tiempo el examen final de política. Chateé con Ben y luego Radar se conectó también. En nuestra conversación utilizó cuatro veces la frase «la colección más grande del mundo de Santa Claus negros» y yo me reí cada vez. Le dije que me alegraba de que tuviera novia. Me comentó que el verano sería genial. Estuve de acuerdo. Era 5 de mayo, pero podría haber sido cualquier otro día. Mis días eran apaciblemente idénticos entre sí. Siempre me había gustado. Me gustaba la rutina. Me gustaba aburrirme. No quería, pero me gustaba. Y por eso aquel 5 de mayo habría podido ser cualquier otro día… hasta justo antes de las doce de la noche, cuando Margo Roth Spiegelman abrió la ventana de mi habitación, sin mosquitera, por primera vez desde aquella noche en que me había pedido que la cerrara, hacía nueve años.

2

Al oír que la ventana se abría, me giré y vi que los ojos azules de Margo me miraban fijamente. Al principio solo vi sus ojos, pero en cuanto se me adaptó la vista me di cuenta de que tenía la cara pintada de negro y de que llevaba una sudadera negra.

—¿Estás practicando cibersexo? —me preguntó.

—Estoy chateando con Ben Starling.

—Eso no responde a mi pregunta, pervertido.

Me reí con torpeza y luego me acerqué a la ventana, me arrodillé y me coloqué a solo unos centímetros de su cara. No podía imaginarme por qué estaba allí, en mi ventana, y con la cara pintada.

—¿A qué debo el placer? —le pregunté.

Margo y yo seguíamos teniendo buen rollo, supongo, pero no hasta el punto de quedar en plena noche con la cara pintada de negro. Para eso ya tenía a sus amigos, seguro. Yo no estaba entre ellos.

—Necesito tu coche —me explicó.

—No tengo coche —le contesté, y era un tema del que prefería no hablar.

—Bueno, pues el de tu madre.

—Tú tienes coche —le comenté.

Margo infló las mejillas y suspiró.

—Cierto, pero resulta que mis padres me han quitado las llaves del coche y las han metido en una caja fuerte, que han dejado debajo de su cama, y Myrna Mountweazel, la perra, está durmiendo en su habitación. Y a Myrna Mountweazel le da un puto derrame cerebral cada vez que me ve. Vaya, que perfectamente podría colarme en la habitación, robar la caja fuerte, forzarla, coger las llaves y largarme, pero el caso es que no merece la pena intentarlo, porque Myrna Mountweazel se pondrá a ladrar como una loca en cuanto asome por la puerta. Así que, como te decía, necesito un coche. Y también necesito que conduzcas tú, porque esta noche tengo que hacer once cosas, y al menos cinco exigen que alguien esté esperándome para salir corriendo.

Cuando yo no enfocaba la mirada, Margo era toda ojos flotando en el espacio. Luego volvía a fijar la mirada y veía el contorno de su cara, la pintura todavía húmeda en su piel. Sus pómulos se triangulaban hacia la barbilla, y sus labios, negros como el carbón, esbozaban apenas una sonrisa.

—¿Algún delito? —le pregunté.

—Hum —me contestó Margo—. Recuérdame si el allanamiento de morada es un delito.

—No —repuse en tono firme.

—¿No es un delito o no vas a ayudarme?

—No voy a ayudarte. ¿No puedes reclutar a alguna de tus subordinadas para que te lleve?

Lacey y/o Becca hacían siempre lo que ella decía.

—La verdad es que son parte del problema —me dijo Margo.

—¿Qué problema? —le pregunté.

—Hay once problemas —me contestó con cierta impaciencia.

—Sin delitos —dije yo.

—Te juro por Dios que no te pediré que cometas ningún delito.

Y en aquel preciso instante se encendieron todos los focos que rodeaban la casa de Margo. En un rápido movimiento, saltó por mi ventana, se metió en mi habitación y se tiró debajo de mi cama.

En cuestión de segundos, su padre salió al patio.

—¡Margo! —gritó—. ¡Te he visto!

Desde debajo de la cama me llegó un ahogado «Ay, joder». Margo salió rápidamente, se levantó, se acercó a la ventana y dijo:

—Vamos, papá. Solo intento charlar con Quentin. Te pasas el día diciéndome que sería una influencia fantástica y todo eso.

—¿Solo estás charlando con Quentin?

—Sí.

—Y entonces ¿por qué te has pintado la cara de negro?

Margo dudó solo un instante.

—Papá, responderte a esa pregunta exigiría horas y sé que seguramente estás muy cansado, así que vuelve a…

—¡A casa! —gritó—. ¡Ahora mismo!

Margo me agarró de la camisa, me susurró al oído «Vuelvo en un minuto» y salió por la ventana.

En cuanto hubo salido, cogí las llaves del coche de encima de la mesa. Las llaves son mías, aunque lo trágico es que el coche no. Cuando cumplí dieciséis años, mis padres me hicieron un regalo muy pequeño. Supe en cuanto me lo dieron que eran las llaves de un coche, y casi me meo encima, porque me habían repetido una y mil veces que no podían comprarme un coche. Pero cuando me entregaron la cajita envuelta, pensé que me habían tomado el pelo y que al final tendría un coche. Quité el envoltorio y abrí la cajita, que efectivamente contenía una llave.

La observé y descubrí que era la llave de un Chrysler. La llave de un monovolumen Chrysler. Exactamente del monovolumen Chrysler de mi madre.

—¿Me regaláis una llave de tu coche? —le pregunté a mi madre.

—Tom —le dijo a mi padre—, te dije que le daría falsas esperanzas.

—No me eches la culpa a mí —le respondió mi padre—. Estás sublimando tus propias frustraciones por mi sueldo.

—¿Este análisis que me sueltas no tiene algo de agresión pasiva? —le preguntó mi madre.

—¿Y las acusaciones de agresión pasiva no son agresiones pasivas por naturaleza? —le contestó mi padre.

Y siguieron así un rato.

La cuestión era la siguiente: tendría acceso a ese fenómeno vehicular que es el monovolumen Chrysler último modelo, menos cuando mi madre lo utilizara. Y como mi madre iba al trabajo en coche cada mañana, yo solo podría utilizarlo los fines de semana. Bueno, los fines de semana y en mitad de la puta noche.

Margo tardó más del prometido minuto en volver a mi ventana, aunque no mucho más. Pero durante su ausencia empecé a cambiar de opinión.

—Tengo clase mañana —le dije.

—Sí, lo sé —me contestó Margo—. Mañana tenemos clase, y pasado mañana, y si lo pienso demasiado, acabaré zumbada. Así que sí, es una noche antes de clase. Por eso tenemos que irnos ya, porque tenemos que estar de vuelta por la mañana.

—No sé…

—Q —me dijo—. Q. Cariño. ¿Cuánto hace que somos muy amigos?

—No somos amigos. Somos vecinos.

—Joder, Q. ¿No soy amable contigo? ¿No ordeno a mis compinches que se porten bien con vosotros en el instituto?

—Uf —le contesté con recelo, aunque lo cierto era que siempre había supuesto que había sido Margo la que había impedido que Chuck Parson y los de su calaña nos putearan.

Parpadeó. Se había pintado de negro hasta los párpados.

—Q —me dijo—, tenemos que irnos.

Y fui. Salté por la ventana y corrimos por la pared lateral de mi casa con la cabeza agachada hasta que abrimos las puertas del monovolumen. Margo me susurró que no cerrara las puertas —demasiado ruido—, así que, con las puertas abiertas, puse el coche en punto muerto, empujé con el pie en el asfalto, y el monovolumen rodó por el camino. Avanzamos despacio hasta dejar atrás un par de casas y luego encendí el motor y las luces. Cerramos las puertas y conduje por las sinuosas calles de la interminable Jefferson Park, con sus casas que todavía parecían nuevas y de plástico, como un pueblo de juguete que albergara decenas de miles de personas reales.

Margo empezó a hablar.

—El caso es que ni siquiera les importa, solo creen que mis hazañas les hacen quedar mal. ¿Sabes lo que acaba de decirme mi padre? Me ha dicho: «No me importa que te jodas la vida, pero no nos avergüences delante de los Jacobsen. Son nuestros amigos». Ridículo. Y no te imaginas lo que me ha costado salir de esa puta casa. ¿Has visto esas películas en las que se escapan de la cárcel y meten ropa debajo de las sábanas para que parezca que hay alguien en la cama? —Asentí—. Sí, bueno, mi madre ha puesto en mi habitación una mierda de monitor de bebés para oír toda la noche mi respiración mientras duermo. Así que he tenido que darle a Ruthie cinco pavos para que durmiera en mi habitación y luego me he vestido en la suya. —Ruthie es la hermana menor de Margo—. Ahora es una mierda de Misión imposible. Hasta ahora se trataba de escabullirse como en cualquier puta casa normal, subir a la ventana y saltar, pero, joder, últimamente es como vivir en una dictadura fascista.

—¿Vas a decirme adónde vamos?

—Bueno, primero iremos al Publix. Porque, por razones que te explicaré después, necesito que me compres unas cosas en el supermercado. Y luego iremos al Walmart.

—¿Cómo? ¿Vamos a ir de gira por todas las tiendas de Florida? —le pregunté.

—Cariño, esta noche tú y yo vamos a corregir un montón de errores. Y vamos a introducir errores en algunas cosas que están bien. Los primeros serán los últimos, los últimos serán los primeros, y los mansos heredarán la tierra. Pero antes de que podamos reorganizar totalmente el mundo, tenemos que comprar varias cosas.

Así que me metí en el aparcamiento del Publix, casi vacío, y aparqué.

—Oye, ¿cuánto dinero llevas encima? —me preguntó.

—Cero dólares y cero céntimos —le contesté.

Apagué el motor y la miré. Metió una mano en un bolsillo de sus vaqueros oscuros y ajustados, y sacó varios billetes de cien dólares.

—Por suerte, Dios ha provisto —me contestó.

—¿Qué mierda es esto? —le pregunté.

—Dinero del bat mitzvah, capullo. No tengo permiso para acceder a la cuenta, pero me sé la contraseña de mis padres porque utilizan «myrnamountw3az3l» para todo. Así que he sacado dinero.

Intenté disimular mi sorpresa, pero se dio cuenta de cómo la miraba y me sonrió con suficiencia.

—Será básicamente la mejor noche de tu vida.