Un desafortunado pero maravilloso incidente

Marni Bates

Fragmento

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A lo mejor creéis conocerme… y no os lo reprocho. Es probable que hayáis leído sobre mí en AOL o puede que hayáis oído a los presentadores de televisión Conan O’Brien o Jon Stewart hacer algún chiste a mi costa. Si no es así, tampoco pasa nada. Casi lo prefiero, la verdad. Pero seamos sinceros: el mundo entero ha oído hablar de lo patosa que es Mackenzie Wellesley. A lo mejor queda alguien en Myanmar o en Sudán que no se ha enterado de lo torpe que soy… pero ya me entendéis.

Ahora bien, pese a todo lo que han dicho de mí por ahí (y se han dicho muchas cosas) pocas personas saben cómo dejé de ser una estudiante normal y corriente para convertirme en un icono de la cultura pop en el transcurso de una semana. Por eso me voy a tomar la molestia de contarlo. No os preocupéis: no pienso imitar a esas celebridades que te largan el rollo de su biografía para quejarse de su sórdido pasado. Mi pasado no es sórdido, solo patético.

Empezaré diciendo que nunca he querido estar en el candelero. Es mi hermano pequeño, Dylan, el que se muere por ser el centro de atención. Ya sabéis: coger la pelota en el último segundo de la prórroga para marcar el tanto de la victoria. A mí, la mera idea de encontrarme en un estadio lleno de gente pendiente de mis movimientos me produce escalofríos. Seguramente el pánico escénico que siento se remonta a un festival de ballet en el que participé cuando iba a primaria. Lo recuerdo todo con pelos y señales. Cuando salí al escenario, vi a mi madre entre el público. Sostenía a Dylan, entonces de pocos meses, en el regazo. Estiré el cuello para buscar a mi padre entre la multitud, preocupada por si no aparecía. Entonces miré hacia un lateral y lo vi detrás de las cortinas… enrollándose con mi profesora de ballet.

Tenemos el festival grabado en vídeo. Cualquiera puede advertir el momento exacto en que mi mundo se hizo añicos por el modo en que abro los ojos desmesuradamente y la melena me cae sobre la cara mientras paso la vista desde mi padre hasta mi madre, que me saluda contenta. Pero la cosa no acaba ahí, ni mucho menos. Me quedé petrificada mientras las otras niñas giraban y hacían piruetas a mi alrededor. Me di media vuelta y (deslumbrada por los focos) tropecé con el cable de sonido y salí volando hacia las cortinas, que, al ceder, dejaron a la vista el careto de mi padre en pleno morreo. En aquel instante me di cuenta de que prefería mil veces ser invisible a pegarme un trompazo enfundada en un ridículo tutú rosa.

Freud diría que eso explica la fobia que siento a las multitudes y a la posibilidad de llamar la atención. Y por una vez creo que Freud tendría razón. Aquel maldito festival (y el divorcio) me volvieron paranoica. Podría decirse que ansío el anonimato. Así que no me importa que me consideren una pringada. Me parece genial que no me inviten a las fiestas. En el cole, me han puesto la etiqueta de bicho raro, y me he esforzado mucho en conservarla. Y si bien cualquier día normal asisto a un mínimo de tres clases preuniversitarias para alumnos avanzados, no me quejo. Es bastante estresante, pero me parece bien… sobre todo porque mi expediente impresionará a los comités encargados de decidir quién se queda con las becas.

De modo que sí, estoy contenta con mi vida. Tengo amigos, un trabajo y un media altísima que me abrirá las puertas de una buena universidad… o como mínimo, tenía todo eso hasta que me hice famosa.

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—Eh, Kenzie. ¿A que no sabes lo que me ha pasado?

Mi mejor amiga, Jane Smith, lleva once años saludándome con esas mismas palabras, casi a diario, cuando nos encontramos en el autocar que nos lleva al instituto. Sí, la pobre ostenta el triste récord de llevar el nombre más vulgar del mundo. También es la única persona que tiene permiso para dirigirse a mí por un nombre que no sea Mackenzie. Una tiene que hacer ciertas concesiones con las amigas de la infancia. Pero ni siquiera a Jane le permito llamarme Mack. Ese nombre está prohibido.

—Muy bien, ¿qué te ha pasado, Jane? —le contesté poniendo los ojos en blanco.

Jane sonrió y se recogió un mechón castaño detrás de la oreja.

—Pues estaba sentada en la biblioteca.

—No me lo puedo creer.

Al lado de Jane, hasta Hermione Granger pasaría por gandula entre los profesores. Cuando no tenía la cabeza hundida en un libro, los estaba clasificando en la librería de segunda mano Adictos a la Ficción.

—Qué graciosa. Pues estaba en la biblioteca acabando los deberes de cálculo avanzado cuando Josh me preguntó si había visto Galactica, estrella de combate —suspiró. En serio, suspiró—. Eso quiere decir que le gusto, ¿no?

Yo volví a poner los ojos en blanco e intenté ignorar el hecho de que mi mejor amiga se estuviera derritiendo por un chico que quería vivir en el interior del World of Warcraft. Al fin y al cabo, no puede evitar ser una romántica incorregible… igual que yo no puedo evitar ser una cínica.

—Ajá.

—Y luego nos pusimos a discutir sobre cuál era la mejor serie de ciencia ficción de todos los tiempos.

—Ya.

—Y eso significa…

—Que le gustas, está claro.

Sé muy bien qué respuesta se espera de una amiga solidaria, pero debió de faltarme convicción, porque aquella vez fue Jane la que puso los ojos en blanco.

—Estoy deseando que Corey vuelva del Torneo de Debate y Retórica.

Corey es el mejor amigo de las dos desde sexto. Cuando nos dijo que era gay, optamos por asistir a más acontecimientos deportivos para mirar a los chicos. Y puesto que tanto Jane como yo tenemos horarios de estudio en vez de vida social, era lógico que quisiera conocer la opinión de Corey.

Me reí mientras entrábamos en el instituto Smith. No, no lo bautizaron así por Jane; el nombre se debe tanto a una desgraciada coincidencia como a la vulgaridad del apellido. Vulgar también es el adjetivo que mejor define Forest Grove, Oregón, un barrio de las afueras de Portland y mi lugar de residencia. El instituto se llama así en honor a Alvin y Abigail Smith, que querían ser misioneros hasta que averiguaron que las enfermedades que los europeos trajeron consigo habían aniquilado a la población nativa. Es genial que hayan escogido a dos «misioneros» como símbolo del instituto, sobre todo porque representan la destrucción de toda una cultura. Esto último me lo callo. Me he dado cuenta de que ese tipo de comentarios no son bien recibidos en Forest Grove.

El caso es que Jane y yo nos dirigíamos hacia nuestras taquillas, evitando pasar por la zona del patio que queda entre los recintos, donde reinan los populares. Veréis, el instituto consta de dos grandes clases sociales: los populares (que habitan el reino de la divinidad) y los invisibles (como… bueno, ya os hacéis una idea). Jane y yo no éramos tan bobas como para pisar el suelo de los populares. Cuando perteneces al pelotón de los pringados, aprendes a pasar desapercibido y a desplazarte en grupo. Así que yo estaba fingiendo que no había oído a Jane quejarse otras tropecientas veces de que hubieran cancelado la serie Firefly de Joss Whedon cuando advertí que la más popular de las populares, Chelsea Halloway, se apartaba la melena rubia de la cara y buscaba mis ojos.

En el instituto Smith, una mirada de Chelsea significa catástrofe segura. Chelsea tiene un don especial para marginar a cualquier chica sin que la pobre sepa muy bien cómo ha sucedido. Ahora bien, cuando una se relaciona con alguien como Logan Beckett —el chico más popular del instituto— se libra de las jugarretas reservadas a los bichos raros. Y puesto que yo le daba clases particulares de Historia a Logan, estaba más o menos a salvo. Chelsea se limitaba a ignorarme. Aquel contacto visual carecía de precedentes.

—Huy —dijo Jane, incómoda—. Creo que Chelsea te está mirando.

Entonces no eran imaginaciones mías.

—¿Qué hago? —susurré.

—No sé. Hablar con ella y tal.

Intercambiamos una mirada nerviosa.

—Acompáñame, ¿vale? —cuchicheé. Luego me reí como una loca, como si Jane acabara de decir algo muy divertido.

—Esto… todo irá bien, Kenzie. Te esperaré a un metro de distancia, en las taquillas. Respira… busca a tu cazavampiros interior o lo que sea.

—Gracias, eres de gran ayuda —le dije con sarcasmo.

Nos estábamos acercando a Chelsea. Había llegado el momento de seguir adelante y hablar con ella… o salir corriendo. Por alguna razón, una frase acudió a mi mente: «inocente hasta que no se demuestre lo contrario». Entonces pensé: ¿No sería fantástico que a una la consideraran guay mientras no se demuestre que eres una pringada? En aquel momento recordé que:

1. El instituto no funciona así.

2. Ya había demostrado millones de veces que era una pringada.

3. A pesar de las clases particulares, mi imagen pública no podía empeorar mucho.

Y cuando Jane me dejó sola ante el peligro a pocos pasos de Chelsea, lo único que pude pensar fue: Mierda. No podía culparla por no querer implicarse. Hay cosas que no se le pueden pedir a una amiga, ni siquiera a tu mejor amiga.

Saludé a Chelsea con una especie de movimiento neurótico de la cabeza y estaba a punto de decirle algo digno (como «hola») cuando, sin saber por qué, la lengua se me desató.

—Bueno —mi tono de voz había aumentado una octava—. ¿Qué tal? ¿Cómo va todo, chicos? ¿Ya sabéis que vais a hacer este fin de semana?

Los populares me miraron asqueados.

—Sí —dijo Chelsea con dulzura—. Estamos deseando que llegue el viernes. Mira, necesito ayuda con un trabajo. Me pasaré por casa de Logan el sábado… si no tienes otros planes, claro.

Odio la facilidad que tienen algunas para hacer pedazos tu autoestima con una sola frase educada. En realidad, me estaba diciendo: «Eres una fracasada y estoy segura de que no tienes nada mejor que hacer. Te ordeno que estés a mi entera disposición. ¡Piérdete!».

Tenía toda la razón. Yo no tenía vida social; solo deberes.

—¡Genial! —respondí con entusiasmo. Entonces recordé que solo a los pringados les emociona la perspectiva de hacer los deberes de otro—. O sea, me va bien quedar en casa de Logan. Así mataré dos pájaros de un tiro —hice un gesto de dolor. Acababa de pronunciar la frase hecha más penosa del mundo—. Siempre que a él le vaya bien.

Vale, había mentido. No me hacía ninguna gracia que ella anduviera por allí si Logan tenía que concentrarse en la revolución estadounidense. Seguro que lo distraía sacudiendo la melena y enseñando escote. Y conste que no lo digo porque envidie sus tetas o sus curvas.

Haciendo un puchero, Chelsea se volvió a mirar a un tercero. Seguí su mirada y se me encogió el estómago. Cómo no, Logan Beckett estaba allí observando en silencio cómo su profesora particular de Historia perdía los papeles por una petición de nada. Así es mi vida.

—¿En tu casa hacia las dos? —ronroneó Chelsea—. ¿Qué tal te va?

Logan miró a Chelsea como si calara a la legua a las de su calaña. Lo cual me extrañó, pues sabía que habían salido juntos en secundaria. La gente se sorprendió mucho cuando sus majestades cortaron en segundo. Aunque todo quedó explicado cuando el nuevo novio de Chelsea —un estudiante de bachillerato— la llevó a la fiesta de antiguos alumnos de secundaria.

Desde que el novio de Chelsea se había marchado para estudiar en la universidad, circulaban rumores de que Logan y ella volverían. Corey y Jane incluso habían apostado al respecto.

De modo que allí estaba yo, esperando como una idiota, mientras Logan esbozaba su media sonrisa de costumbre. Tal vez debería haberme sentido aliviada al advertir que él estaba demasiado pendiente de las monerías de Chelsea como para prestarme atención, pero me sentí insultada. Me habían separado de mi amiga, me habían arrancado de mi zona de confort y me habían obligado a que aceptara dar una clase particular a cambio de nada —sí, fue coerción: tanto Chelsea como yo sabíamos los rumores que haría correr sobre mí si me negaba—, solo para ignorarme después ostensiblemente.

Como Logan Beckett era propenso a ese tipo de descortesías, había acabado por considerarlo poco más que una salvaguarda, además de una fuente de ingresos. Tampoco me importaba demasiado. Los chicos como Logan no se fijan en las chicas como yo… y si lo hacen, su interés se esfuma en cuanto ven unas piernas más largas o un escote más pronunciado. Deprimente pero cierto. Por otro lado, gracias a eso me libraba de descifrar sus medias sonrisas. Chelsea me habría dado pena, si no fuera porque tenía la personalidad de una barracuda sin ninguna de sus virtudes.

Logan Beckett, en cambio, lo tenía todo: un atractivo clásico, dinero, posición social y la capitanía del equipo de hockey del instituto. Pero tendréis que perdonarme si nada de eso me impresiona. Nacer rico con una genética impecable no es lo que yo llamo un logro personal. Y el asunto del hockey solo demuestra que eres capaz de golpear un disco. Añadid aquí unos ojos en blanco. Aunque a Logan no le he dicho nada de eso. Freud diría que estoy reprimida.

La verdad, la represión me compensaba en ese caso, literalmente. Necesitaba las clases particulares. Al paso que íbamos, sus padres, ambos médicos, me financiarían el portátil y los libros de la universidad. De modo que estaba decidida a no pifiarla.

—Me va bien —dijo Logan, sin borrar aquella media sonrisa de su cara.

Chelsea le dedicó una caída de ojos. El gesto pareció alargar aún más sus pestañas, un truco que nunca he dominado.

—¿No os molestaré?

Creí advertir una sonrisilla burlona en la cara de Logan, como si Chelsea acabara de hacer un chiste sin darse cuenta.

—Creo que podré soportarlo.

—Muy bien, pues —me sentía más y más patética por momentos—. Le daré clase a Logan el sábado desde las doce hasta las… ¿tres? —Chelsea asintió con entusiasmo y yo me retiré, casi tropezando por las prisas—. ¡Genial! Lo anoto en mi agenda. Nos vemos, pues.

En aquel momento, me di cuenta de que Patrick nos estaba escuchando. Prácticamente oí cómo mi organismo se revolucionaba. Puede que no me sintiera atraída por Logan, pero llevaba años enamorada en secreto de Patrick Bradford; desde el día que me preguntó en voz baja si le podía prestar doce dólares para pagar una multa de la biblioteca. Ni siquiera me importaba que jamás me los hubiera devuelto; no si era capaz de mirarme con aquellos ojitos tan dulces color chocolate.

Al advertir que Patrick estaba tan cerca, me puse frenética. Di media vuelta a toda prisa y golpeé con la mochila a uno de los machotes del equipo de fútbol americano. Con mucha fuerza. Alex Thompson presumía de ser la viva imagen de la virilidad; una imagen que se hizo añicos cuando una chica desgarbada de metro setenta y cinco lo derribó. Que conste que fue el peso de los libros lo que hizo que cayera escaleras abajo por los peldaños que separaban a los populares de los invisibles. Pero dudo mucho que él estuviera pensando en su fama de tipo duro cuando salió volando y aterrizó de mala manera.

Perdí la cabeza.

Corrí hacia él, me tropecé y prácticamente me tiré encima de Alex. No vi sangre, pero estaba pálido e inmóvil. Yo solo podía pensar: Ay, Dios mío, tengo que hacer algo. No me di cuenta de que pronunciaba las palabras en voz alta.

Le pasé una pierna por encima y, a horcajadas sobre su barriga, procedí a hacerle el masaje cardíaco. No me acordaba de que solo sirve en caso de infarto. Yo seguía allí, apretando, mientras llamaba a la enfermera y gritaba:

—¿ALGUIEN sabe si lo estoy haciendo bien? ¿NO LO ESTARÉ MATANDO? ¿ALGUIEN puede asegurarse de que NO LO ESTOY MATANDO?

Era presa de la histeria cuando dos manos me agarraron por los hombros y me separaron de Alex por la fuerza. Lo veía todo borroso, como si mirara a través de una cámara desenfocada, y me costaba respirar. Apenas me di cuenta de que me ponían la cabeza entre las rodillas como una vulgar damisela a punto de desmayarse. Por lo general, ese tipo de atenciones me saca de quicio. Me considero autosuficiente, muchas gracias. Pero aquella no era una situación normal.

Alex Thompson no se movía. No respiraba. Lo he matado, pensaba aturdida. Ha perdido la vida por culpa de mi torpeza. Sintiéndome como si me hubieran pasado los órganos por un triturador, lo observaba con la esperanza de advertir en él algún signo de vida.

Cuando vi que se sentaba, me quedé de una pieza. Supongo que cuesta bastante incorporarse cuando una chica de sesenta y cinco kilos se abalanza sobre ti y empieza a golpearte el pecho. Tal vez no lo parezca, pero soy muy fuerte. Algo que Alex Thompson descubrió de la peor manera posible… y que no le hizo ninguna gracia.

—Pero ¿tú de qué vas? —me espetó cuando recuperó el aliento—. ¡Por Dios, estás como una cabra!

Sentí tanto alivio al oír su voz que sus palabras no me afectaron lo más mínimo.

—Cuánto lo siento. Lo lamento muchísimo. De verdad. ¿Te encuentras bien? Perdona. Ha sido sin querer. Cuando te he visto ya te había derribado… delante de todo el mundo. Vaya sitio para tirarte. No quiero decir que haya un buen sitio para tirar a nadie —me callé cuando advertí, desconsolada, que no sería capaz de formular una sola frase inteligente—. ¿Necesitas ayuda? ¿O prefieres que me vaya? Mejor me voy, ¿no?

Alex se limitó a ignorarme. Se levantó y se dio la vuelta para mirar a Logan, que debía de ser el propietario de las misteriosas manos que habían interceptado mi triste intento de masaje cardíaco.

—¿Cómo permites que esa cretina te siga dando clases, tío?

En aquel momento deseé que no se hubiera recuperado, pero antes de que pudiera decir nada me topé con la mirada de Jane. Estaba de pie junto a las taquillas, con una mano en la boca, y enseguida supe lo que estaba murmurando, porque siempre dice lo mismo cuando me pongo en ridículo.

—Oh, Kenzie.

No sé cómo lo hace, pero Jane consigue insuflar a esas dos palabras una mezcla de pena, incredulidad, compasión e indulgencia, como si no pudiera creer lo que está presenciando y al mismo tiempo lo hubiera visto venir.

Jo.

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Me largué de allí a toda prisa. Oír los insultos de Logan y Alex no es mi entretenimiento favorito, así que hice mutis por el foro. El timbre de las clases sonó justo cuando repasaba mentalmente lo sucedido durante los últimos cinco minutos. Me las había arreglado para desvariar, derribar a un jugador de fútbol (y montarme encima de él), hacer el peor masaje cardíaco de la historia y luego parlotear un poco más; resumiendo, mi imagen había quedado por los suelos… aun siendo quien soy.

La clase me ayudó a borrar de mi mente la expresión que tenía Alex —una combinación de dolor y sorpresa— en el momento de la caída. Aunque después de su insulto me sentía mucho menos culpable. Me pregunté qué le habría contestado Logan. A lo mejor le había dicho algo como: «Me saca las castañas del fuego, tío». O quizás, para cargarles el muerto a sus padres, hubiera informado a todo el mundo de que lo hacía para que lo dejasen en paz. O puede que, pensé amargamente, se hubiera encogido de hombros sin decir nada.

Fue Logan quien me pidió que le diera clases particulares, la primera semana del curso. Iba atrasado con las lecturas y se quedó allí plantado, con el flequillo moreno y alborotado sobre sus ojos color azul grisáceo, esperando a que yo acabase de guardar mis cosas en la mochila. Su actitud me dejó de piedra porque no estoy acostumbrada a que el tío más bueno del instituto me espere.

—Esto… ¿puedo ayudarte? —le pregunté, como haría una bibliotecaria a alguien que le trae libros con retraso.

—A lo mejor —me contestó.

Yo miré a mi alrededor con desconfianza, preguntándome si habría algún popular mirando. Suelen desplazarse en grupo.

—Muy bien. ¿Ahora mismo? Porque tengo clase y supongo que tú también. ¿Nos entretendremos mucho? Porque de ser así, quizás no sea el mejor momento…

—¿Me darías clases particulares? —le oí decir, aliviada.

—¿Ahora? Es que la Historia estadounidense no se puede resumir tanto, o sea, bueno, quizás no sea tan larga como, pongamos, la europea pero…

Me miró como si yo fuera una idiota integral, algo muy comprensible dadas las circunstancias.

—Mis padres te pagarán las clases…, si te interesa el trabajo.

Lo miré boquiabierta, una expresión que no acentúa mi atractivo precisamente.

—¿Tus padres están dispuestos a pagarme por enseñarte la misma asignatura que yo estoy cursando? —le pregunté con incredulidad.

—Eso es —me lanzó una de sus miradas de soslayo—. ¿Eres capaz de caminar mientras miras fijamente?

Me levanté en silencio y me eché la mochila al hombro. Tenía la incómoda sensación de que se me escapaba algo. Sospechaba que me estaban gastando una broma. O sea, ¿cuál era la trampa? Nadie invita a las chicas vulgares como yo (pelo castaño, ojos marrones, camisetas de mercadillo manchadas) a relacionarse con los populares. Las utilizan y luego se las quitan de encima, eso sí, pero no les ofrecen un trabajo semipermanente.

—O sea, ¿que me ofreces dinero —pregunté para evitar malentendidos— por darte clases de Historia?

—¿Preferirías que te pagase de algún otro modo? —pese a su talante impasible, lo dijo con sorna—. Porque de ser así…

—No, no, el dinero me parece bien —lo interrumpí, maldiciendo mis genes italoirlandeses, que me encendían las mejillas—. Pero ¿por qué necesitas una profesora? Pareces bastante inteligente.

—Y solo los tontos de remate necesitan clases particulares, ¿no?

Su expresión divertida se transformó en indignación. Me sentí como un gusano.

—Yo no he dicho eso —musité, aunque sí que lo había pensado—. ¿Por qué quieres una profesora particular?

Se impacientó.

—No la quiero. Pero me resignaré si a ti te parece bien. ¿Qué dices? ¿Trato hecho?

Vale, seguro que os estáis preguntando por qué demonios acepté la oferta. Resulta que si le daba clases, podría dejar los canguros. Y, por más defectos que tuviese Logan, como mínimo sabía ir solo al baño.

—¿Me pagarás algo más que la tarifa mínima?

—Sí.

—¿Con qué frecuencia?

—Tendremos que adaptarnos a mis entrenamientos. Cada dos días y los sábados.

Volví a mirarlo de hito en hito. No pude evitarlo.

—¿En serio?

Suspiró, y su boca se torció con desaliento.

—¿Tengo cara de estar hablando en broma?

Negué con la cabeza y me sentí aún más cohibida. O sea, Logan Beckett es un popular. Y un chico. Y yo no suelo relacionarme con personas pertenecientes a ninguno de esos dos grupos demográficos.

—Trato hecho.

A lo mejor debería habérmelo pensado un poco, pero sabía que Corey y Jane me matarían si rechazaba la oportunidad de darle clases al maldito Logan Beckett. Ese tipo de cosas puede redimir tu imagen pública en el instituto Smith.

Hacía dos meses de aquello. Una plusmarca bastante buena para una marginada como yo, teniendo en cuenta las circunstancias. Sin embargo, había albergado la esperanza de conservar las clases más tiempo antes de que los populares me expulsasen. Y las desgracias solo acababan de empezar.

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Cuando sonó el timbre que indicaba el final de la clase de Historia avanzada, intenté hablar con Logan. No para comentar lo sucedido con Alex, ni para acompañarlo por el pasillo, sino a causa del estúpido examen de prueba del señor Helm. Lo había puesto, en teoría, para que supiéramos si estábamos preparados para los exámenes de selectividad. Si a Logan le había ido bien, no tendría que preocuparme de que Chelsea usurpase nuestra próxima sesión de estudio. En cambio, si había suspendido, debería pensar una solución, y cuanto antes.

Logan caminaba mucho más deprisa que yo, seguramente porque no era desgarbado, ni tan patoso, ni iba siempre por ahí cargado con un montón de libros de texto. En realidad, casi nunca llevaba mochila, solo una libreta con el boli encajado en la espiral. De vez en cuando el boli se le caía y tenía que pedir uno prestado, lo que seguramente inspiraba muchas entradas en los diarios de las marginadas. Es probable que dedicaran toda una página a escribir: «¡Oh, Dios mío! ¡Le he tocado! ¡Nuestras manos se han rozado!».

Qué cutre.

Sea como sea, él ya se alejaba por el atestado pasillo cuando yo salí de clase, de modo que tuve que gritar para llamar su atención.

—¡Oye!

Quizás debería haber sido más específica, porque una docena de chicos y chicas se dieron la vuelta para mirarme, pero ninguno era Logan.

—Esto… ¡Logan! —volví a probar. Él se crispó al oír mi voz, como si se estuviera alejando a toda prisa para evitarme. Como os podéis imaginar, me sentí de maravilla. Ja.

—Oye —dije como una boba cuando llegué a su altura—. Esto, bueno, ¿qué tal te ha ido el examen de prueba? —mi presión sanguínea aumentó cuando noté las miradas de los demás alumnos puestas en mí—. Me ha parecido bastante difícil. Sobre todo la parte tipo test. Menos mal que aún falta bastante para la selectividad porque…

Sí, ya lo sé. Tiendo a desvariar. Estoy intentando corregirlo.

Logan, sin embargo, no me interrumpió. Se diría que mi parloteo le hacía gracia, como si yo fuera un experimento científico andante que tratara de controlar sus propias funciones motoras. Me callé.

—Entonces, ejem, ¿qué tal te ha ido el examen? —repetí incómoda.

Él se encogió de hombros y echó a andar otra vez por el pasillo.

—¡Espera! ¿Eso significa que te ha ido bien? ¿Por eso te has encogido de hombros?

No lo pensaba en realidad, pero preguntar nunca está de más.

—Es un examen de prueba. Ya tengo el resultado.

—Ya, pero yo necesito verlo.

Logan señaló con un gesto el aula vacía.

—El señor Helm nos ha dicho que no nos sintamos obligados a revelar la nota a los compañeros.

Lo dijo en un tono de fingida solemnidad.

—Sí. A los compañeros. Pero yo soy tu profesora particular. Y forma parte de mi trabajo conocer los resultados. ¿Qué te parece si me enseñas el examen?

No quería formular la frase en tono de pregunta, pero darle órdenes a Logan Beckett no es algo que yo haga con naturalidad. Otra cosa que debo corregir.

Logan mantuvo el examen fuera de mi alcance. Soy alta para ser una chica, pero aun así él me aventaja en varios centímetros y varios músculos. No tenía modo de ver su examen a no ser que me lo tendiese o le diera un puntapié en la espinilla. Y me pareció preferible reservar aquella medida extrema para algo más importante que un examen de prueba.

—¿O qué? —preguntó como un niño pequeño. Genial, volvíamos a la época de preescolar.

—¿O se lo diré a tus padres?

Maldita sea.

Logan sonrió al advertir un tono de duda en mi voz.

—Ya. En el cole casi no te atreves a hablar, pero te vas a chivar a mis padres.

—Vale, seguramente no lo haré —decidí recurrir a una pequeña falacia—. Pero si no me lo enseñas, no sabré en qué temas flojeas, en cuyo caso no podré ayudarte, por lo que el examen de selectividad te resultará más difícil. Y las consecuencias de eso…

—Vale —dijo Logan, seguramente para hacerme callar—. Te lo enseñaré si tú me enseñas el tuyo.

Perfecto, habíamos avanzado al nivel de primaria.

—¿Por qué no me enseñas tu examen y ya está?

Logan se limitó a negar con la cabeza, sacudiendo el flequillo de un modo encantador.

—No. ¿Por qué no me lo quieres enseñar? ¿No lo has clavado?

Le brillaron los ojos ante la idea.

Era absurdo seguir con aquello. Abrí la mochila, saqué el examen y lo sostuve con fuerza ante mí.

—Muy bien, a la de tres.

Logan no me hizo caso e intercambió los exámenes sin esfuerzo. Tenía un veintinueve por ciento de aciertos. Yo había alcanzado un noventa y ocho por ciento. No estoy segura de cuál de los dos se sintió más incómodo al ver los resultados del otro.

—Noventa y ocho por ciento —Logan no parecía sorprendido, solo impresionado y bastante divertido—. ¿Cómo diablos lo has conseguido?

Yo me miré las puntas de las Converse negras.

—Pues… ¿estudiando? —Dios, ¿se puede ser más cretina?—. Mucho. He estudiado mucho. La historia siempre se me ha dado bien así que… —me quedé mirando el examen que tenía en las manos—. Creo que deberíamos quedar un día más para estudiar, quizás probar alguna técnica nueva o…

Logan me devolvió mi examen y asintió.

—¿Qué tal el domingo?

No había el menor rastro de sonrisa en su semblante.

Por lo general intento tener los domingos libres, así que no me volvía loca la idea de pasarlo hablando de los colonos… otra vez.

—¡Genial! —le dije. Tonta, más que tonta—. Me parece… esto… genial. Entonces quedamos para estudiar el sábado y el domingo. Un fin de semana dedicado a la Historia.

A lo largo de nuestra conversación, habíamos ido avanzando hacia las taquillas. Cuanto más nos acercábamos a la escena de mi metedura de pata más reciente, más desgarbada me sentía yo, como si un miniacelerador de crecimiento me estuviera estirando varios centímetros más. Y creedme, tengo altura de sobra.

Además, la gente había empezado a fijarse en nosotros. Bueno, en mí no tanto, pero sin duda en Logan. Los populares lo saludaban al pasar, y él les respondía con un gesto de asentimiento mientras yo procuraba no paralizarme ni tropezar.

El entusiasmo con el que había acogido la idea de pasarme el fin de semana estudiando me valió otra de esas miradas suyas que parecen decir: «Eres un bicho raro». Noté que enrojecía. Con un rubor nada favorecedor. La cara se me congestiona y eso me disimula las pecas pero, por lo demás, mi fisionomía sale bastante perjudicada en esos casos.

—Bueno —intentaba no parecer tan gilipollas—, ya sé que a nadie le emociona pasarse el fin de semana estudiando, pero a lo mejor podemos dar un apretón en…

¿Por qué los chicos guapos aparecen como por arte de magia justo cuando dices algo que, sacado de contexto, tiene connotaciones sexuales? Spencer, otro jugador de hockey popular, se acercó a tiempo para interrumpir mi parloteo diciendo:

—Vaya, eso promete.

Lo cual tuvo su gracia, debo reconocerlo. Infantil y tópico, pero gracioso de todos modos. Mi cara se tiñó de un rojo tomate aún más intenso mientras Logan sonreía y se ponía en plan machote.

—Eh, qué pasa, Spencer.

Al momento me sentí fuera de lugar. Yo no podía hablar de hockey ni de fiestas ni de nada mínimamente guay. Lo mejor que podía hacer era cerrar la boca.

—Acabo de suspender Geometría —dijo Spencer como si hablara del tiempo—. A lo mejor la próxima vez te la pido prestada.

Spencer sonrió de buen rollo a la vez que me daba un repaso con la mirada.

—Dudo que sea tu tipo —respondió Logan como si yo no estuviera allí—. Y no dirías lo mismo si Mack te estuviera chinchando con tus notas. Para eso ya tienes a tus padres. Nos conformaremos con que saques un notable en el taller de carpintería para que te puedas quedar en el equipo.

Logan Beckett está a un pelo de que lo odie. Y para que conste, debería haber dicho: «Tú no eres su tipo». Spencer es el típico alumno de aprobado justito, y si no hubiera sido tan buen atleta, ya lo habrían expulsado del equipo. Bueno, y si sus padres no hubieran donado un edificio al instituto. Los colegios privados no son los únicos que se dejan tentar por el dinero a espuertas. Incluso aquí, en Oregón, el soborno lo puede todo, desde una rinoplastia discreta hasta unas buenas notas. No lo sabía de primera mano, pero había oído historias al respecto… y veía la televisión por cable.

Spencer redujo el paso.

—Ya sabes que odio levantarme temprano para ir a clase. A las ocho de la mañana… No hay derecho.

—No si te levantas con un buen resacón, desde luego.

—Has dado en el clavo. ¿Mañana irás a la fiesta de Kyle? El fin de semana empieza el jueves, tío.

—Hoy es jueves —lo corregí oportunamente. Y no, el fin de semana empieza el viernes.

—¡Genial! Razón de más para que vengas. ¿Contamos contigo?

Esperé, con la esperanza de oírle decir: «Lo siento, tío, pero tengo que estudiar».

No hubo suerte.

—Allí estaré.

Había llegado a mi clase (Legislación preuniversitaria) y tenía que despedirme con educación, algo que resulta muy difícil cuando los populares apenas recuerdan que estás presente.

—Nos vemos el sábado entonces —le dije a Logan.

—Hasta la vista, Mack —respondió sin mirarme siquiera.

Spencer y él desaparecieron por la esquina antes de que yo pudiera protestar por el diminutivo. Odio que la gente me llame Mack. Lo detesto con toda mi alma. Me quedé allí, acompañada de cero populares pero de un montón de cerebritos, murmurando para mí:

—Mackenzie, no Mack.

Patético.