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INVITACIÓN A SER MAESTRO
¿Por qué elegí ser maestro? Porque los maestros podemos abrir puertas y ventanas para que los niños se conviertan en personas plenas, porque está en nuestras manos el empujarles hacia delante para que ellos mismos construyan su presente y su futuro. Podemos hacerles que participen en la sociedad para que nos ayuden a cambiar las cosas. Y para eso también hemos de ofrecerles herramientas. Que sepan cómo expresar una emoción o un pensamiento, que conozcan cómo defender un argumento o aceptar las equivocaciones. Que consigan ser seres resilientes y que esa flexibilidad los transforme en personas más sociales, para poder luchar así por escapar de la individualidad y el egoísmo que, sin darnos cuenta, se convierten muchas veces en parte de nuestra vida.
Subestimamos a los niños constantemente. Llevan a cabo cosas increíbles si se las proponemos. Así, un lunes les animé a retirar los cuadernos de las mesas y prohibí que nadie hablara si no era en verso. Les di algunas pautas y tímidamente comenzaron a expresarse. Estuvimos así toda la semana y, para cuando llegó el viernes, aquello parecía una obra de teatro de Shakespeare. Lo he vivido en carne propia, no se trata de un espejismo: son niños y pueden hacer muchas cosas. Y además tienen una imaginación portentosa, son capaces de ver las cosas de manera diferente si logramos liberarlos de tantas reglas que se imponen en las escuelas. Precisamente por eso su participación en la sociedad resulta tan valiosa. Trabajemos el respeto a las demás personas pero también hacia ellos mismos; respeto al lugar donde viven y a los seres con quienes lo comparten. Es nuestra obligación convertirlos en ciudadanos globales, prepararlos para los retos que la vida les presentará. Las Matemáticas, el Inglés, etc., deberían dirigirse hacia ese camino, es decir, a facilitarles la vida y no a convertirse en meros objetivos de evaluación.
Los maestros llevamos unas gafas mágicas que olvidamos quitarnos a veces. Nuestra visión de la educación, de los niños y del mundo en general, suele ser excesivamente didáctica. Nos parece que todo ha de estar enfocado para enseñar cosas a los niños. Y es así, pero tampoco hemos de forzarlo. En la infancia aprendemos por curiosidad, una curiosidad innata que nos acompaña a lo largo de nuestra vida, pero que muchos dejan de lado conforme crecen. No hay más. En las escuelas nos empeñamos en enseñarles en lugar de invitarles a aprender. Estimular esa curiosidad a diario debería ser obligatorio para todos aquellos que quieran ser maestros.
Debemos aguijonear esa curiosidad, desde luego, pero también transformarnos nosotros mismos en una persona curiosa, con deseos de aprender de todo lo que nos rodea. Un maestro no solo se forma en los cursos homologados por no-sé-quién. Un maestro, una maestra debe atesorar en su interior una máquina de búsqueda repleta de preguntas: por qué, cómo es posible, de dónde, cuánto... ¿Y por qué no aprender con los alumnos, es decir, que sean ellos quienes nos enseñen a nosotros? Ésa es otra de las claves que me guían. Recordemos que si existe algo que le gusta a un niño es sentirse investigador. Aprovechemos para que nos enseñen cosas que desconocemos. Los niños y las niñas pueden sorprendernos, dejémosles espacio para que den un paso adelante.
Te reto a dar a conocer tus proyectos, no permitas que mueran en el aula. Abre las puertas y compártelos. ¿Funcionan con tus niños? Ofrécelos al mundo, comuniquémonos y crezcamos juntos. Miles de proyectos maravillosos jamás se conocerán porque un maestro o una maestra no se atrevieron a dar ese paso, muchas veces por vergüenza o por pensar que no son suficientemente buenos. ¿Ha resultado con un niño? ¡Queremos conocerlo!
En este libro me propuse realizar un recorrido por los proyectos que he llevado a cabo durante estos años, porque me ayudan a reflexionar sobre lo que he hecho como maestro y, además, me sirven de apoyo a la hora de desarrollar todos mis pensamientos y convicciones sobre la educación.
Te propongo, a ti que ahora me lees, estimular la curiosidad de tus niños al menos una vez al día. Olvídate de que es la hora de Matemáticas o Lengua, Educación Física o Inglés. El hecho de aprender no debería estar encajonado, la curiosidad no entiende de límites.
Te reto a ser maestro, a redescubrir la esencia de este oficio si ya lo eres, y a contagiar a todas las personas que se crucen en tu camino con esa pasión que ha de acompañarnos siempre. Te reto a que tengas una actitud positiva y llena de pasión para que los niños deseen imitarte, y no te dejes contagiar por los que ya hace tiempo olvidaron la magia de esta profesión.
Que de lejos te vean llegar y digan: «Ahí viene el maestro», con orgullo, con toda la admiración que nuestra profesión se merece, porque de ella provienen todas las demás, y porque con ella se puede contribuir, y mucho, a hacer de este mundo un lugar mejor.
Y si eres padre, o madre, te invito a que des un paso adelante y trabajes hombro con hombro con los maestros que conozcas para que el factor humano esté por encima de los números. Te animo a ofrecer ideas, a proponer cambios, a ser una pieza más de este sistema educativo fresco y nuevo que todos queremos y del que todos somos parte. Por eso, precisamente, entre todos hemos de colocar la educación en el lugar que merece.
2
VIAJE EN EL TIEMPO.
LA INFLUENCIA DE LOS MAESTROS
Antes del 8 de diciembre de 2014, yo siempre solía decir que me encantaría visitar las facultades de Educación para hablar a los futuros maestros y maestras. No para enseñarles, claro que no. Mi idea era hablarles de actitud, de cuán importante es un maestro o una maestra en la vida de cientos de niños, de cómo vamos a influir en sus vidas. Y quería hablarles desde la experiencia de una persona que está en contacto con niños todos los días, pero también desde el adulto que recuerda con absoluta nitidez cómo se sentía con los maestros y maestras con los que aprendió a amar según qué cosas y a odiar otras.
Esos recuerdos me llevan a viajar en el tiempo, cuando era un niño, y en el espacio, a la escuela de Ainzón, mi pueblo. Allí estaba don Dionisio, frente a un atento César de ocho o nueve años que compartía pupitre con Dani, infatigable amigo que conocía como la palma de su mano en qué mes y en qué lugar nos esperaban las fresas, las cerezas o los albaricoques. Para mí siempre fue como esos expertos en mapas y localizaciones de las películas de comandos. De él me podía fiar.
Don Dionisio tenía un arte especial para mover el bigote si quería mostrar desacuerdo, y le bastaba fruncir el ceño para que no se oyera ni una mosca. Fue él quien me enseñó a sentir verdadera pasión por la lengua española, quien me animó a expresarme correctamente y a apreciar el valor de cada palabra y la fuerza de cada frase. A él le debo mis intentos continuos por hablar con propiedad y mi interés por hallar matices y aclarar conceptos.
Allí se encontraba también una maestra de cuyo nombre no quiero acordarme (qué bien me viene esta frase de don Miguel). Estaba en sexto, eso no lo olvidaré jamás. Dos acontecimientos permanecen en mi memoria del año que pasé con aquella mujer. El primero es que consiguió hacerme odiar las Matemáticas para toda la vida. Estoy seguro de que si hubiera tenido como maestra a alguien que adorara las mates, una persona que sintiera pasión por lo que hacía, esto no habría sucedido. He de decir que, bien mirado, le debo a ella mi decisión de lanzarme a las letras puras, con Latín y Griego, como escapatoria para huir de aquel martirio; y es gracias a ella, pues, que descubrí la mitología y todas las historias enrevesadas que constituyen la base de la literatura universal.
El recuerdo del otro acontecimiento que no se me olvidará jamás hace que todavía se dibuje una sonrisa en mi cara.
En nuestras clases no había demasiado espacio y dejábamos los cuadernos y los libros junto a los pupitres hasta formar verdaderas pilas en el suelo. En un examen un compañero colocó el libro de Matemáticas encima del todo, de tal modo que caía a la altura de sus rodillas. ¿El objetivo? Tener bien cerca la fuente del conocimiento por si se viese necesitado de hacer uso de ella. Y así sucedió. Con mucho arte y en mitad del examen abrió el libro, halló la página donde estaba explicado el ejercicio y comenzó a copiar.
El día de la entrega de las notas, este muchacho mostraba la confianza de la que suele presumir quien sabe los resultados con antelación. Sin embargo, algo había salido mal. La señorita leyó su nombre e hizo una pausa larga. Todos estábamos atentos.
—Vamos a ver —habló la maestra mirándole con las cejas levantadas—, tú no habrás copiado, ¿verdad?
—¡No, no, señorita! ¡Para nada!
—Entonces ¿puedes explicarme qué significa esto?
Acto seguido, le tendió el examen de tal modo que quedó frente a los ojos de mi amigo. Con tanto entusiasmo había copiado, con tantas ganas, que incluso había añadido la referencia a los dibujos del libro. Y metido en un óvalo enorme marcado con bolígrafo rojo podía leerse:
«Véase figura 6».
Tal vez no sucedió así exactamente, pero de esa manera lo recordaré siempre. Y a ella, como el tipo de maestro que nunca querría ser.
3
UN MAESTRO APRENDE
DE LOS QUE TIENE A SU ALREDEDOR
No podemos olvidar jamás que si queremos enseñar, quienes primero tenemos que estar aprendiendo constantemente somos los maestros.
Cuando era alumno, pues, fueron dos maestros quienes me marcaron en los estudios. Y una vez que me convertí en adulto y empecé a trabajar en la educación, otras dos personas dejaron una huella imborrable en mi manera de entender la vida.
Yo tengo muchísimo que aprender, y seguiré aprendiendo de los compañeros y compañeras que estén a mi alrededor. No podemos olvidar jamás que si queremos enseñar, quienes primero tenemos que estar aprendiendo constantemente somos los maestros. Por eso no estoy de acuerdo cuando la gente dice: «El problema es que el parque de maestros y maestras en España está anticuado». En realidad, la anticuada es la actitud de muchos, quienes, incluso en algunos casos, acaban de comenzar su tarea como docentes. Mis dos grandes faros han sido dos maestros que ya no ejercen y con los que empecé trabajando codo con codo.
Tomás Giner se jubiló hace unos años. Él me enseñó a prestar atención a lo que les gusta a los niños y adolescentes, a pensar con sus cabezas; él me ayudó a desmitificar el rol del maestro solemne y traspasar la línea marcada a fuego que separa alumnos y docentes.
Carlos Sebastián nos dejó hace unos años (aunque me sigue inspirando cada día). Lo que recuerdo de él es una sonrisa eterna y su silueta siempre rodeada de niños correteando a su alrededor. Poseía una vitalidad que le convertía en uno más de ellos.
Ninguno de los dos era autoritario, ni miraba por encima del hombro a los alumnos; ninguno imponía castigos ejemplares. Eran maestros creativos, destilaban frescura, imaginación, cercanía y pasión por su profesión.
Cuando los veía trabajar me decía a mí mismo: «Ojalá que, cuando tenga su edad, mantenga esa ilusión cada día a la hora de ir al cole». Y sigo pensándolo: si algún día siento que he perdido la ilusión por mi trabajo, me dedicaré a otra cosa.
Para mí ésa es la primera gran lección que debe recordar cualquier maestro: da igual si tenemos veinte, treinta o cincuenta y tantos años. Cada día que vayamos a la escuela debemos hacerlo con ese entusiasmo, y vivir con pasión el regalo de ejercer esta profesión.
Por eso me siento especialmente bien cuando visito las facultades de Educación y empiezo por contarles todo esto a los futuros maestros y maestras; cuando soy consciente de que voy a hablar con gente que en poco tiempo tendrá en sus manos a cientos de niños siento una satisfacción indescriptible.
4
GLOBAL TEACHER PRIZE:
EL PREMIO A LOS MAESTROS
La nominación por parte del Global Teacher Prize me ha colocado en un escenario mediático, y sonrío por ello. Sonrío porque soy un maestro más y soy plenamente consciente de que cuando todo esto pase, cuando este tsunami que está removiendo los cimientos de la educación haya amainado, yo seguiré divirtiéndome en clase tanto como lo hacía antes, tanto como ahora.
Me siento afortunado por formar parte de este huracán que ha removido los cimientos de la educación. Cada día recibo cientos de mensajes de padres, madres, maestros y maestras en los que me expresan que ellos también apuestan por este tipo de enseñanza, una educación que, sobre todo, se basa en el factor humano, algo que muchas veces cae en el olvido.
Cuando fui nominado como uno de los cincuenta mejores maestros de todo el mundo, que es como decir «cuando empezó todo», sentí una alegría contenida. Tal y como siempre he defendido, hay muchos compañeros y compañeras que hacen un trabajo maravilloso pero que, por desgracia, no se conoce, y ellos o ellas podrían perfectamente estar en mi lugar. ¿Qué me diferencia, pues, de ellos? Simplemente, que tengo un amigo cansino que se empeñó en nominarme. Para conocer el cómo, vamos a remontarnos seis años atrás.
Yo había hecho una película de cine mudo con los niños de una escuela unitaria pública y nos invitaron al Festival de Cine Mudo en Uncastillo, Zaragoza, para proyectarla. Cuando finalizó la película, de cuarenta minutos, alguien bajó la escalera manoteando y diciendo:
—César, permite que me presente: soy Jaime López y estoy entusiasmado. Soy el pianista encargado de poner la banda sonora a las películas, y desde ahora me gustaría que contaras conmigo para lo que quieras.
—Anda —respondí—. Pues precisamente...
Y allí mismo le propuse componer la música de un documental que estaba haciendo con unos abuelos. Nos hicimos amigos de forma instantánea.
Tiempo después, en agosto Jaime se enteró, mientras leía un periódico, de la existencia de un premio global al profesorado. Acto seguido me llamó y dijo:
—Voy a apuntarte a esto. Creo que tienes posibilidades.
Yo me reí. Me hacía gracia que incluso se lo planteara.
—¡Ni de coña! —solté—. Yo no hago nada extraordinario: solo me divierto en clase y seguro que hay gente excepcional por el mundo que tiene proyectos alucinantes o trabaja de formas inimaginables. Así que no es posible.
Insistió durante dos o tres semanas hasta que finalmente me dijo:
—Mira, eres maestro. Si fueras albañil o arquitecto no tendrías posibilidades, pero eres maestro. Este concurso es para maestros y creo que lo que haces merece la pena.
—De acuerdo —le respondí.
Preparé un vídeo donde resumía los seis años de experiencia en la educación pública y en el cual incluí los proyectos que había realizado en las distintas escuelas por donde había pasado.
Yo no hago nada extraordinario:
solo me divierto en clase.
Si nada hubiera sucedido, si no hubiera sido nominado, habría seguido siendo muy feliz. Pero confieso que el preparar la candidatura para el Global Teacher Prize y que ello me obligara a recopilar material de esos seis años, opiniones de los niños y los padres de los distintos lugares donde había sido maestro, de gente de la educación con la que había coincidido... fue uno de los mejores acontecimientos que podía imaginar. El resultado fue un vídeo de una hora y veintiséis minutos, un tesoro que guardaré conmigo para siempre. Eso, en sí mismo, era ya un premio.
Una vez terminado lo envié, y el jurado, compuesto por pedagogos y gente que trabaja en la educación de todo el mundo, consideró que mis propuestas entraban dentro de los criterios para colocarme entre esos cincuenta maestros. ¿Y cuáles eran dichos criterios? Según rezan las bases, el maestro debe ser innovador, debe estar comprometido con su entorno e inspirar a los alumnos y a la comunidad. Bases que, en realidad, deberían ser requisitos para cualquier maestro.
Se presentaron 5.000 candidaturas de 127 países; de éstas, quedaron preseleccionadas 1.300 y de ahí se eligió a los cincuenta finalistas.
El hecho de que hubiera un español entre los finalistas provocó que todos los medios de comunicación se hicieran eco de la noticia. Radios, periódicos y televisiones hablaban sobre el premio mundial al profesorado. En las peluquerías se charlaba sobre los maestros que habían marcado las infancias y sobre métodos más o menos buenos. Durante un tiempo se hablaba de educación y deporte indistintamente. Parece surrealista, ¿cierto?
En definitiva, se estaba hablando de educación en positivo, y eso, en España, parecía casi un milagro, después de tanto tiempo en el que la palabra «educación» se había estado asociando a aspectos negativos y siempre mejorables. La palabra «maestro» no era muy bien considerada, y los resultados PISA y demás baremos internacionales no favorecían demasiado el que se nos tratara con el respeto que esta profesión merece.
De esa fase se pasó a seleccionar a los diez finalistas. Y el día anterior al que anunciaban a los diez elegidos, mis compañeros, reunidos en la sala de profesores de la escuela Puerta de Sancho, me decían:
—Y ¿vas a poder dormir bien esta noche? ¿No estás nervioso?
—Pues sí. Claro que voy a dormir muy bien. Y no, no estoy nervioso.
—No sé cómo puedes —resoplaba una compañera.
—Mirad. —Me senté—. Era muy difícil entrar entre los cincuenta; no esperéis que esté entre los diez.
Dormí bien, y al día siguiente supe que no había sido seleccionado. Cuando llegué a la escuela, las compañeras ponían cara de apesadumbradas y manifestaban su desilusión, dándome fuerzas mientras me sujetaban el brazo.
—Lo siento, César, lo siento.
Yo les animaba:
—Nada de «losientos». No sientas nada. Esto ha sido un regalo. Hace tres meses no había nada y ahora tenemos todo esto. Por fin se está hablando de educación en positivo en España. Y esto va más allá de que esté yo o no, trasciende del hecho de que yo esté aquí: otra persona podría ocupar este lugar.
En definitiva, les animaba a pensar en todo lo bueno que estaba sucediendo y que puede desarrollarse a partir de ahora.
Por cierto, el premio lo ganó Nancie Atwell, una estadounidense. Pero la aparición de un maestro en un late show un sábado noche había sido trending topic en España. Meses después, a diario seguía hablándose en los medios de comunicación de que una nueva educación estaba surgiendo; proyectos que ya se realizaban antes de que nadie supiera de César están saliendo a la luz; se habla de metodologías que llevaban años probándose en distintos colegios y que ahora acaparan artículos de opinión. Sin duda, todo esto se debe a la aparición del Global Teacher Prize y a la Fundación Varkey Gems. Pero, insisto, yo me siento un maestro entre tantos que fue invitado a la fiesta del cambio y que ve lo que sucede desde una posición privilegiada en un momento que probablemente recordaremos durante años.
Que se hable de educación en positivo: ése es el verdadero premio.
Otra de las recompensas que este premio trae de la mano es el hecho de que mucha gente, muchos maestros y maestras en España y en muchas partes del mundo, van a sentirse valorados porque nunca han descuidado el factor humano en su trabajo. Y quizá donde antes la gente decía «qué cosas tan raras hacen éstos en clase», ahora se aprecie esa labor en su justo valor, pues coloca a los niños en el centro de importancia. Tocará que madres y padres que se mostraban reacios a esa metodología hasta entonces «curiosa» apoyen sin reservas a estos maestros locos que se empeñaban en trabajar más la empatía y la sensibilidad de sus hijos. Puede ser que directores o directoras de centros abran los ojos ante la tendencia de escuchar a los niños; que algunos compañeros o compañeras no se muestren tan reacios ante proyectos que impliquen a todos los niños y al contexto donde viven; que algunas administraciones apoyen a esta gente que decide arriesgar y dedicar su tiempo a dar protagonismo a los niños y las niñas.