Era mi última oportunidad. Por suerte, lo tenía a tiro.
Los miembros de mi equipo habían muerto, yo estaba herido y casi no me quedaba munición. Solo un misil de plasma. Si quería acabar con aquella criatura asquerosa y deforme, tendría que esforzarme. Corrí para esconderme detrás de unos depósitos de trigidium que había por allí, mientras el gortrug salpicaba ácido por todas partes y trataba de alcanzarme con sus tentáculos viscosos. Aquella cosa era igual, pero igualita, que Hugo, el guaperas de 6ºB. Un Hugo alienígena.
Cargué el lanzamisiles, apunté, contuve la respiración y…
Inés me lo volvió a fastidiar. El móvil pegó un zumbido, y yo me distraje y mandé el misil a la estratosfera, mientras «Hugo» me devoraba las entrañas.
Paré el Brain Eaters II: Extreme Missions y miré el móvil:
Seguro que estáis pensando que soy un viciado de la consola. Y la verdad es que un poquito sí. Pero es que el Brain Eaters es flipante. Me lo había dejado Max, que es mi mejor amigo y el chico más friki del curso. El juego va de unos soldados que tienen que cumplir una misión y además evitar que unos bichos asquerosos se les metan en el cerebro y los conviertan en zombis. Estaba a punto de pasármelo y, como la semana había sido movidita, no había tenido casi tiempo para jugar, así que me levanté temprano para intentar terminarlo. Si aquel no hubiera sido el primer día después de la olimpiada, habría hecho esperar a Inés. Pero tenía razón, para variar. Llegar tarde a primera hora con la Vieja es peor a que te coma el cerebro un bicho repugnante.
La Vieja es la profesora de Mates de 6ºA, nuestra clase. Y, además, la jefa de estudios del cole. Hasta ahora no le dejaban dar clase en 6º porque da mogollón de miedo. Pero miedo de verdad. Les da miedo hasta a los de la ESO, así que a los de 6º ya os podéis imaginar. A los de 6ºB les da Mates otro profe, el Pino, que es el que lleva dando clase en 6º desde que el colegio existe, pero a nosotros nos ha tocado comernos a la Vieja con patatas.
Siempre estamos igual: los asquerosos de 6ºB tienen una potra que no se la merecen. Cuando estábamos en 4º los llevaron de visita a una fábrica de chocolate, donde se pusieron morados. ¿Y nosotros qué hicimos? Morirnos del asco en una excursión al punto limpio. El año pasado el colegio organizó un viaje a la nieve de una semana con plazas limitadas. De 5ºB fueron quince y de nuestro curso ninguno, porque ni nos enteramos: los muy tramposos nos quitaron la nota de aviso del tablón de anuncios. Y este año nos había tocado a nosotros la Vieja en Mates y a este paso no iba a aprobar ni siquiera Inés, porque hasta ella, que es superlista, le tiene miedo.
La Vieja da mogollón de miedo porque no es de este mundo. Sí, ya sé que pensáis que soy un cagueta y que estoy exagerando, pero va en serio. La Vieja no es de este mundo por tres motivos:
1. Siempre ha sido vieja. La madre del Estorbo, que tiene por lo menos cincuenta tacos, venía de pequeña a nuestro colegio y, cuando le daba clase a ella, la Vieja ya era vieja. Debe de ser un vampiro, o una bruja, o dormir en un frigorífico para no pudrirse, o algo así.
2. Nunca tiene frío. La tía es capaz de entrar en clase en pleno diciembre solo con una bata. Y lo peor es que debajo no lleva ropa, solo un sujetador marrón horrible que se le ve cada vez que empieza a escribir en la pizarra agitando ese brazo tieso que tiene (que yo creo que no lo dobla porque es tan vieja que se le ha fosilizado) y a decir: «¡Aquí huele a humanidad!». Y, ¡zasca!, nos abre las ventanas llueva, nieve o haga sol.
3. Y, el tercer motivo (y el más terrorífico), es que la Vieja puede leerte el pensamiento. En serio. Te saca a la pizarra a restar y a ti se te olvida hasta cómo se hace, porque sientes que se te está metiendo en el cerebro a empujones con el poder de su mente. Gracias a este don puede saber, con pelos y señales, cuándo, dónde y cómo fue la última vez que te comiste un moco creyendo que nadie te veía (venga, hombre, no pongáis esa cara de asco, que los mocos se los come todo el mundo).
La idea de ponerme a simplificar fracciones en la pizarra, con la Vieja hurgándome el cerebro sin piedad, hizo que me entrara un escalofrío. Así que apagué la consola, me eché la mochila al hombro y bajé las escaleras pitando. Para variar, Inés me estaba esperando fuera, en el portal, con mirada asesina.
Inés y yo somos amigos desde la guardería. Nuestras madres son como hermanas y nos hemos criado casi juntos. Inés es empollona y puntual. Yo soy de «suficiente» y un tardón. Inés no soporta los videojuegos y yo no abro un libro de esos que a ella le flipan ni aunque me obliguen. Pero tenemos algo en común: a los dos nos encanta gastar bromas. Nos lo pasamos genial planeándolas juntos y, si son pesadas, mejor. La gente nos teme cuando nos ve conspirando, y hacen bien. Tener una compinche de bromas mola un pegote.
Pero aquel curso, la verdad, nos habíamos pasado más tiempo peleando que pensando jugarretas. El problema era que a Inés le gustaba Hugo, que es un imbécil de 6ºB, rubio, de ojos azules y con tableta, como los guapos de las películas. Se pasa el recreo jugando al fútbol o al baloncesto, y presumiendo de musculitos y abdominales. Eso y metiéndose con Max y conmigo, llamándonos frikis y viciados. Inés dice que no, pero yo sé que estaba por él porque se le ponía cara de boba cada vez que lo miraba, y por eso últimamente habíamos estado un poco picados.
—Álber, tío, que llegamos tardísimo. ¿Qué hacías? Seguro que estabas enganchado a la consola… —me soltó en cuanto aparecí por el portal.
—No… —pero se me notaba a la legua que estaba mintiendo.
—Jo que no. Estáis todos viciados a ese juego. Ya te vale: sabes que si llegamos tarde nos la cargamos. ¡Que tenemos a la Vieja! ¡Hoy no nos podemos permitir un castigo! ¡Eh, el bus! —y ya no siguió echándome la bronca, porque el morro verde del bus asomó por la esquina y salimos disparados como balas.
Lo que Inés no llegó a decir es que, si la Vieja nos castigaba, seguro que anulaba todo el tema de la olimpiada. Y aquella era nuestra ocasión para vengarnos de 6ºB: les pensábamos restregar toda la vida que NOSOTROS habíamos ganado un premio alucinante…, ¡y ellos no! ¡PRINGADOS!
Llegamos a clase seis minutos antes de la hora. Perfecto, porque en las clases de la Vieja, si no estás sentado en tu silla a las 9:00, te pasas la hora entera en el pasillo. Luego, al final, te planta una hoja con cien ejercicios, que tú no tienes ni idea ni de qué van. Y al día siguiente te pregunta delante de todo el mundo mientras te lee la mente y tú, claro, te mueres de miedo.
Pero ese día todo el mundo estaba contento y relajado. Nos lanzábamos miradas cómplices de alivio y euforia porque nosotros, los «tontainas» de 6ºA, por fin se la habíamos dado con queso a esa panda de fantasmas. Lo peor había pasado y ahora nos tocaba disfrutar de la victoria, así que me despanzurré en la silla y esperé. Y ahí fue cuando todo se torció.
Porque ese viernes, a cuatro minutos de que la Vieja entrara por la puerta, escuché una especie de plic, plic, plic que venía del techo. Y fue mirar hacia arriba y quedarme azul. Nos levantamos todos como si nos hubiera picado un bicho en el culo. Sabíamos que teníamos que quedarnos sentados, pero es que habíamos descubierto algo que nos daba mucho más miedo que cien divisiones con decimales.
NOS LA ÍBAMOS A CARGAR.
Los de 6ºB nos la habían jugado pero bien, los muy cerdos. En cuanto miré hacia el techo, me acordé del primer nivel del Brain Eaters, cuando todavía no sabes bien de qué va el juego y los parásitos comesesos empiezan a caer del techo de un almacén abandonado para convertir a los soldados en marionetas sin cerebro. La jugarreta de las ratas de 6ºB iba a hacer que la Vieja nos comiera crudos, con sesos y todo: nos habían llenado el techo de tocino de jamón grasiento. Más bien, habían llenado el techo de estalactitas de tocino grasiento JUSTO ENCIMA del escritorio de la Vieja.
Solo teníamos dos minutos para llevar a cabo la OPERACIÓN VIEJA PRINGOSA. A las 08:58 de aquel viernes, en el aula de 6ºA no había nadie sentado en su sitio. Sabíamos la bronca que nos podía caer solo por eso, pero teníamos que arriesgarnos. Como un pelotón de marines del Brain Eaters, todos teníamos una tarea que cumplir para intentar salir vivos.
Yo, por ejemplo, debía vigilar por el rectángulo de metacrilato que hay en la puerta de la clase. Mi misión era controlar el pasillo y avisar a las 3As en cuanto la sombra de la Vieja doblara la esquina. Las 3As (Áurea, Alejandra y Adriana) son como los pañuelos y los mocos: inseparables. Funcionan como un cuerpo con tres cabezas, pero guapas: las tres son rubias, van siempre vestidas casi igual y se mueven a la vez, como si su vida fuera una coreografía. Pasan bastante de los demás, pero todo el mundo las imita en la manera de vestir y de moverse (hasta las admiradoras de Hugo de 6ºB, que se hacen llamar la Hugomanía). Además, son la presidenta, la vicepresidenta y la vicevicepresidenta del club de fans de Johnny Ahumada, que es un cantante con un flequillo horrible por el que están coladas todas las chicas del mundo, y se pasan los recreos haciendo performances delante de la vidriera del gimnasio.
Con la agilidad de un chimpancé (o de tres, más bien), se convirtieron en una especie de castillo humano sobre la mesa del profesor e intentaron despegar el tocino del techo.
Antón y Ro-róber aguantaban el tablero de la mesa con todas sus fuerzas, para que no se cayeran las acróbatas. Inés, que es que es superlista, fabricó en un segundo una especie de espátula telescópica con un paraguas, una regla y dos tubos de cartón.
Los únicos que estaban como en otro planeta eran la Sombra, que estaba hecha una bola en su rincón, y el estratega de Max, que miraba al techo y susurraba: «Brillante, es brillante…».
Treinta segundos después, las canas de la Vieja aparecieron por el pasillo y yo di la voz de alarma. Pero estaba tan nervioso que, en vez de decir «¡Vieja a las doce!», como un auténtico marine, lo que grité como un loco fue «¡Ahhh!». Áurea, que estaba subida encima de Alejandra, se asustó. Se le resbaló la mano en el techo con la grasa del tocino y casi estrangula a su amiga al cerrarle las piernas alrededor del cuello. Alejandra, roja como un tomate, le soltó una patada voladora a Adriana mientras esta la sujetaba para evitar que cayera del escritorio del profesor. Casi se caen al suelo de morros las tres.
Habíamos perdido unos valiosísimos segundos y, encima, no habíamos cumplido con nuestra misión.
Las 3As estaban fuera de juego y la mitad de la clase tenía cara de pánico. Los zapatones de la Vieja se acercaban por el pasillo, marcando el ritmo de la cuenta atrás.
Como era imposible quitar a tiempo ese pringue, todos pensamos que lo mejor sería que, al entrar, nos encontrara sentados; así nos castigaría por una sola cosa en vez de por dos. Yo iba a correr a mi sitio a toda pastilla, apartando a un par de compañeros a empujones, pero me di un buen porrazo contra la espalda del Estorbo, y justo entonces tuve una idea.
El Estorbo se llama Joaquín, o Joaco, pero nosotros siempre lo llamamos Estorbo y a él no le molesta porque sabe que se lo decimos con cariño. Pero es que siempre está en medio, el pobre. Le pusimos el mote un día que estábamos jugando al fútbol en el patio y él se quedó ahí, quieto en el centro del campo, como si lo hubiesen plantado. Yo le grité: «Joaco, tío, eres un estorbo, quítate», y con Estorbo se quedó.
Pero el día de la Operación Vieja Pringosa, su superpoder de estar siempre en medio nos podía hacer ganar algo de tiempo.
Las 3As seguían tiradas en la mesa del profesor, mientras Antón corría alrededor como poseído. A Antón le gusta una de las 3As, pero son tan parecidas que a veces se lía y no se sabe decidir por una. Aquel día, en medio del follón, estaba intentando averiguar cuál de las tres era la que le gustaba para ayudarla a bajar y ponerse a salvo. Porque fijo que si la Vieja entraba en ese momento pensaría que habían sido ellas las que habían pegado el tocino al techo.
De los demás, solo unos diez de los treinta que somos en clase habían llegado a sus pupitres. Todo iba como a cámara lenta. La bata amarillenta de la Vieja ya asomaba por el rectangulito de metacrilato. El pobre Estorbo daba vueltas sobre sí mismo muy cerca de la puerta, como si no supiera dónde estaba su mesa. Se nos acababa el tiempo, así que actué sin pensar:
—Estorbo, tío. ¡Perdona, pero hay que hacerlo! —me medio disculpé y, a continuación, le di un rodillazo en los cataplines (no muy fuerte, a ver qué os vais a pensar, que tampoco soy tan bestia), abrí la puerta de la clase y lo empujé fuera mientras él gritaba:
—Álber, tronco, pero ¿qué haces?
Y, andando como un pingüino estreñido, casi se come a la Vieja.
—¡Joaquín! ¿Se puede saber qué haces fuera de tu sitio? Ahora mismo me cierras la puerta por fuera y cuando termine la clase hablamos —le escupió la Vieja mientras se sacudía la bata, como si el Estorbo tuviera algo contagioso.
El Estorbo, que aún tenía las manos en la entrepierna, se pispó de por qué le había dado precisamente ahí:
—Perdón, Vie…, digo, profe. Pero es que… —y, de puros nervios, se le escapó—: ¡Es que me meo!
La Vieja le miró, no muy convencida, por debajo de esas cejas como felpudos que hacen que parezca un búho cabreado. A mí se me había ocurrido darle la patada porque el año anterior la Vieja no había dejado salir al baño a un chico de la ESO mientras le hacía un examen oral, y el pobre se meó encima. Los padres del chaval pusieron una queja y, desde entonces, los profes tenían mucho cuidado con ese tema.
Se le quedó mirando durante treinta preciosos segundos. En ese tiempo, las 3As se levantaron y corrieron a sus pupitres y los demás pusimos cara de no haber roto un plato en la vida. Al final, con cara de mochuelo congestionado, la Vieja dijo:
—Ve al baño, Joaquín. Pero mejor no entres cuando vuelvas: estás castigado por salir de clase sin pedir permiso.
—Pero… —intentó protestar el Estorbo, pero se calló en cuanto se dio cuenta de que nos esperaba una buena bronca y que era mejor quedarse fuera.
Cuando por fin la Vieja entró en el aula, todos estábamos en nuestros sitios, como petrificados, un poco rojos por el ajetreo y tratando con todas nuestras fuerzas de no mirar al techo, donde los pegotes de tocino goteaban peligrosamente como asquerosas estalactitas a punto de caer.
Así estuvimos dos minutos, lo que tardó la Vieja en llegar al escritorio y ponerse a escribir números y símbolos en la pizarra con su brazo tieso. Debió de notar algo raro, porque empezó a decir:
—¿Qué habéis estado haciendo? No lleváis ni un minuto en clase y aquí ya huele a humani… —se dirigía con la nariz arrugada a abrir la ventana que hay detrás de su escritorio cuando, ¡chof!, un trozo bien gordo de tocino grasiento y asqueroso le cayó en la bata. Ella no se dio cuenta, pero nosotros sí y, aunque nos miramos y nos dijimos mentalmente que no podíamos gritar, a alguno se le escapó un ruidito de sorpresa.
La Vieja no terminó la frase. Nos miró con cara de sospecha y ya iba a ir hacia los pupitres para descubrir qué habíamos hecho cuando, ¡chof!, le cayó otro pegotón en pleno cristal derecho de las gafas. Y luego otro en la coronilla, y otro en todo el centro de la frente. Lo que cayó después fue una verdadera avalancha de trozos de tocino grasiento, que manchó por completo a la Vieja desde los pelos tiesos de la cabeza a la punta de los zapatones ortopédicos que lleva siempre.
Debajo de aquella capa de porquería vimos cómo se ponía blanca, luego roja y después morada. Cambió la cara de mochuelo congestionado por la de jabalí con hemorroides. Hinchó las mejillas como un pez globo y rugió:
—¡Vais a estar castigados las próximas tres semanas! ¡Qué tres semanas! ¡Tres años! ¡Para siempre! ¡Vais a estar haciendo inecuaciones pegados a vuestros pupitres hasta que averigüe quién ha sido! ¡Despedíos del festival de cachivaches ese…!
Estábamos fritos. Lo que más nos preocupaba no era la montaña de inecuaciones, sino que probablemente no nos dejarían ir a la Gametrón Week. Justo cuando creíamos que ya teníamos el premio en las manos. Y, todavía peor, había volado la oportunidad de dejar en ridículo a los de 6ºB. ¡Ya estaba bien de ser siempre los pringados del colegio!
Aquello no podía estar pasando. ¡Era una injusticia total!
El Estorbo, que estaba espiando por el rectángulo de metacrilato de la puerta, me miró como para preguntarme qué había pasado. Yo moví la cabeza de lado a lado para confirmarle que aquello era un game over fulminante. Y él sonrió y dibujó un dónut con los dedos. Qué paciencia había que tener…
Luego miré a Inés y vi que se le ponían los ojos brillantes. Casi podía escuchar cómo se le movían los engranajes del cerebro. Quizá nos quedásemos sin festival, pero les íbamos a machacar. Iban a desear que se les comiera el cerebro un insecto mutante.
Los de 6ºB acababan de ganar una batalla importante…
…pero la guerra de 6ºA aún no estaba decidida.