INTRODUCCIÓN
Cuando en abril de 1719 se publicó Robinson Crusoe, Daniel Defoe tenía cincuenta y nueve años. Había entrado en la vida adulta como hombre de negocios y ambicioso emprendedor, pero la bancarrota y una condena por deudas en 1692 lo habían obligado a recurrir a la escritura para mantener a su numerosa familia (su mujer y siete hijos). En las primeras dos décadas del siglo XVIII, produjo una cantidad ingente de escritos como poeta, folletista político y económico, historiador, moralista y periodista de todos los temas. A Defoe se lo recuerda (vagamente) como el hombre que escribió Robinson Crusoe, pero este clásico es tan solo una fracción, en absoluto representativa, de su extensa producción literaria. En calidad de escritor profesional que luchaba por ganarse la vida en aquellos años, Defoe fue espectador de primera fila de unas transformaciones que anticipaban los modernos medios impresos de masas: la aparición en Londres, a principios del siglo XVIII, de un mercado considerable de material de lectura, y también de un nutrido público ávido de libros, folletos y periódicos en unas cantidades sin precedentes. Con independencia de lo que Robinson Crusoe haya supuesto para los millones de lectores que ha tenido desde los tiempos de su autor, Defoe la escribió con la misma intención que cualquier otra de las obras que produjo en su larga carrera: venderla a ese público nuevo del incipiente mercado de la cultura impresa. Robinson Crusoe debe de ser unos de los libros más populares jamás escritos, reeditado continuamente y traducido a multitud de lenguas (se calcula que hacia finales del siglo XIX se habían publicado ya setecientas ediciones, traducciones e imitaciones). El héroe de Defoe, con sus ropas de piel de cabra, es instantánea y universalmente reconocible; un arquetipo del heroico individualismo moderno y la autosuficiencia: el hombre que sobrevive por sí solo en una isla desierta. Pero a pesar de toda su capacidad de atracción, atemporal y sin fronteras, el libro surge en el contexto de este nuevo mercado de la letra impresa que tuvo su origen en la Inglaterra de principios del siglo XVIII y en el que el autor se ganaba su precario sustento.
Defoe nació en el otoño de 1660 en la parroquia de St. Giles, Cripplegate, al norte de la antigua City de Londres. Su padre, James Foe (este era el apellido de la familia), era velero, un comerciante que fabricaba y vendía velas de sebo animal, negocio en el que prosperó hasta convertirse en un comerciante eminente de la City. En 1662, los Foe y la congregación a la que pertenecían siguieron a su pastor, Samuel Annesley, y se hicieron disidentes: protestantes disconformes (presbiterianos) que se separaron de la Iglesia de Inglaterra, la iglesia establecida, después de que esta demandara lo que muchos consideraron una observancia inaceptablemente estricta de sus principios mediante la Ley de Uniformidad, que se promulgó aquel año. Los Foe pertenecían al sólido escalafón medio de la clase comerciante en la que estaba pensando Napoleón un siglo más tarde cuando dijo que Inglaterra era un país de tenderos. Defoe tuvo una infancia privilegiada y bastante cómoda en esta próspera y devota familia. El joven Daniel cursó estudios superiores en uno de los mejores centros, conocidos como academias, que se fundaron para los hijos de los adinerados disidentes, privados por ley de la mayoría de derechos civiles y, por tanto, excluidos de las universidades de Oxford y Cambridge. Ingresó en 1674 en la academia de Charles Morton, en Newington Green, y la excelente educación que le proporcionaron allí tal vez fuera mejor y sin duda más útil que la del currículum tradicional, que en las universidades al uso se basaba mayoritariamente en la literatura clásica. Morton era un clérigo y académico formado en Oxford (más tarde se convertiría en el presidente del Harvard College), y sus estudiantes recibían clases en inglés (y no en latín) de las materias tradicionales, además de lecciones de lenguas contemporáneas, ciencias modernas y filosofía, incluido el Ensayo sobre el entendimiento humano (1690) de Locke, que por aquel entonces estaba vetado en Oxford.
Los biógrafos de Defoe han llegado a la conclusión de que en 1681 se planteó seriamente hacerse clérigo, pero que después de lo que parece una crisis de fe y en su compromiso con la vocación, optó por dedicarse a los negocios. Esta elección, esta disyuntiva de caminos, seguirá resonando en toda su obra, en la que las exigencias, a veces en conflicto (aunque a menudo complementarias), de la religión y el comercio, de la devoción y la ambición secular, comparten escenario y ocupan los pensamientos tanto del autor como de sus personajes. En lugar de pastor, Defoe se hizo mayorista de medias, calcetero, dentro del mercado en expansión de prendas manufacturadas; una industria emergente en aquellos tiempos en que la producción doméstica de ropa fue dando paso a la producción en masa. También comerció con vino y tabaco, y realizó numerosos viajes por Inglaterra, y tal vez también por Europa continental a mediados de la década de 1680. Fue un ambicioso hombre de negocios, y al parecer hizo apuestas temerarias en la especulación de tierras. Los registros legales indican que estuvo envuelto en ocho demandas en aquellos años. En 1692, debido a las importantes pérdidas de mercancía en el mar durante la guerra con Francia, se fue a la bancarrota con una inmensa deuda de 17. 000 libras (el equivalente actual en poder adquisitivo a 675. 000 dólares), y los últimos años del siglo XVII sobrevivió gracias a una diversidad de empleos y puestos públicos bastante peculiares: sirvió como fideicomisario de la lotería del estado en 1695 y 1696, y entre 1965 y 1699 fue contable de los impuestos estatales sobre cristalería y botellas. En 1694 abrió una fábrica de ladrillos y tejas en Tilbury, al este de Londres, en el Támesis, que al parecer habría prosperado y le habría permitido liquidar muchas de sus deudas y establecerse como un importante propietario en las afueras de Londres. En 1697 publicó su primer libro, An Essay on Projects (una colección de propuestas para una reforma social y económica radical, como, por ejemplo, un sistema bancario racional, un departamento nacional de carreteras o mejoras en la asistencia social y la educación femenina). De ahí en adelante, el volumen de la producción literaria de Defoe es ya extraordinario: miles y miles de páginas sobre cualquier tema imaginable en una amplia variedad de registros y formatos. Durante los primeros años del siglo XVIII, fue un activo folletista político en defensa de las políticas de su héroe, el rey Guillermo III, príncipe holandés de Orange, que había subido al trono tras la abdicación forzosa de su cuñado, Jacobo II, en 1688. En 1703, Defoe se había convertido en escritor prácticamente a jornada completa, y en los años siguientes, en uno de los periodistas y autores políticos (y poetas) de mayor fama (mala fama, según sus enemigos). Parece ser que el gobierno de Guillermo III lo habría contratado para defender sus políticas, y para cuando la reina Ana lo sucedió en el trono en 1702, Defoe era ya sin duda un activo autor político a sueldo.
Un suceso clave en los comienzos de Defoe como escritor tuvo lugar en 1703, cuando lo arrestaron por la publicación, el año anterior, de un ataque satírico contra los extremistas conservadores de la Alta Iglesia, que querían intensificar la supresión de la disconformidad religiosa. The Shortest Way with the Dissenters parodia la postura más radical y ferozmente intolerante de la Alta Iglesia, y concluye exhortando a «crucificar a los ladrones [...] Hay que gobernar a los obstinados con mano de hierro». Al gobierno aquel panfleto le pareció incendiario y sedicioso, no tan solo irónico, y Defoe fue arrestado y condenado al cepo (un artilugio que sujetaba a una persona de pies y manos y muy a menudo la exponía a las agresiones de los espectadores, en ocasiones fatales) durante tres días y a cumplir una condena de cárcel por tiempo indefinido. Pasó seis meses en la prisión de Newgate, y cuando salió, gracias al perdón obtenido por medio de la influencia de Robert Harley, presidente de la Cámara de los Comunes, su fábrica de ladrillos y tejas había quebrado y él se encontraba de nuevo en la bancarrota. Se convirtió en informador y agente secreto de Harley, y fue en adelante un autor prolífico en volumen y en variedad. Lo más destacable fue A Weekly Review of the Affairs of France, Purged from the Errors and Partiality of News-Writers and Petty Statesmen of all Sides, una gaceta de noticias y análisis político que salía tres veces por semana y que Defoe editó sin ayuda alguna desde 1704 hasta 1713. En este período produjo además un torrente de obras periodísticas; más invectivas políticas; un tratado en verso de un volumen sobre el gobierno, Jure Divino (1706); una alegoría política en clave de sátira, The Consolidator (1705); una extensa historia de la reciente unión política de Inglaterra y Escocia, The History of the Union (1709), y dos obras de economía, An Essay Upon Public Credit y An Essay Upon Loans (1710).
Aunque oficialmente era un whig, Defoe trabajaba para el tory Harley, y el apoyo que prestó a los esfuerzos de su gobierno para poner fin a la guerra con Francia cuando llegó al poder en 1710 le granjearon los ataques de aquellos que lo consideraron un oportunista. Algo parecido a una crisis, para Defoe y quizá para el país, se presentó en 1713. Ninguno de los hijos de la reina Ana había sobrevivido, y según los términos de la Ley de Instauración, promulgada cuando Jacobo II fue obligado a abdicar, el derecho al trono no recaía en el pretendiente Estuardo, Jacobo (hermano de la reina Ana), que vivía exiliado en la corte francesa, sino al elector de Hannover, en Alemania. Los Estuardo contaban con un apoyo considerable en Inglaterra, y la amenaza jacobita era real y urgente, ya que no había muchas probabilidades de que la reina proporcionase un heredero. Defoe escribió rápidamente diversos panfletos incendiarios antijacobitas, entre ellos An Answer to a Question that Nobody Thinks of, viz. But What If the Queen Should Die? (1713), cuya ironía no se comprendió ni apreció. Una vez más, sus enemigos lograron que fuera arrestado. Fue preciso el perdón de la reina para liberarlo (obtenido por mediación del gabinete de ministros).
Cuando Harley y el gobierno tory perdieron el poder en 1714 debido a la muerte de la reina Ana y se produjo el ascenso al trono del alemán Jorge I, elector de Hannover, Defoe tuvo que arreglárselas para sobrevivir y encontrar nuevos patronos en su labor como escritor. Ahora sabemos que pasó a colaborar con el nuevo gobierno whig, ejerciendo una influencia moderadora y subrepticia en la opinión tory extremista a través de su periodismo político. A instancias del gabinete de ministros, editó el periódico mensual tory Mercurius Politicus, desde 1716 hasta 1720. En 1717 se infiltró también en el Mist’s Weekly Journal, rabiosamente tory, pero su voz pronto fue reconocida y recibió los ataques de panfletistas whig. En los años posteriores prosiguió con este socavamiento secreto de la oposición en su labor para otras publicaciones. Lo que hace que esta obra periodística resulte de interés para el estudiante moderno de Defoe, y en especial para los lectores de sus relatos de ficción, es su capacidad extraordinaria para el disfraz y la imitación, la facilidad para proyectarse a sí mismo en las personalidades e ideas de otra gente, para copiar y reproducir como un ventrílocuo las voces de otros de un modo tan efectivo.
Quizá no sea accidental que este periodista político y agente secreto, este topo del gobierno en la prensa opositora, saltara en 1719 a la ficción, ya que se había pasado la mayor parte de su vida interpretando papeles y adoptando identidades distintas a la suya. La vida y las extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe de York, navegante, a la que siguió unos meses más tarde su secuela Nuevas aventuras de Robinson Crusoe, marca el comienzo de una serie extraordinaria de relatos autobiográficos considerados hoy día novelas: Memorias de un caballero (1720); Aventuras del capitán Singleton (1720); Moll Flanders (1722); Diario del año de la peste (1722); Coronel Jack (1722) y Roxana, o la cortesana afortunada (1724). Pero incluso mientras escribía estos relatos a un ritmo intenso y constante, siguió siendo un autor prolífico en otros formatos y géneros. La lista de solo algunos de los libros que publicó durante los últimos doce años de su vida es extensa y variada: Religious Courtship (1722), A New Voyage Round the World (1724), A Tour thro’the Whole Island of Great Britain (3 volúmenes, 1724-1726), The Complete English Tradesman (2 volúmenes, 1725-1727), Historia del diablo (1726), Conjugal Lewdness; or Matrimonial Whoredom. A Treatise concerning the Use and Abuse of the Marriage Bed (1727), An Essay on the History and Reality of Apparitions (1727), A Plan of the English Commerce (1728) y The Compleat English Gentleman (escrito en 1729).
Al igual que estos tomos variopintos —manuales de conducta, invectivas morales, libros de viajes, tratados de economía y teología, recopilaciones de historias de fantasmas—, Robinson Crusoe es, por encima de todo, una respuesta a las posibilidades y oportunidades que ofrecía el mercado editorial de principios del siglo XVIII: el intento de Defoe de darle al público lo que creía que este compraría. Rentabilizando la popularidad instantánea del libro, Defoe escribió una secuela aquel mismo año, en la que Crusoe no solo regresa a su isla, sino que viaja al Lejano Oriente, a China; cruza Asia hasta llegar a Rusia, y desde allí, de vuelta al hogar, a Inglaterra. El subtítulo de la primera parte apela casi sin aliento a un público que se imagina ávido de relatos de viajes a lugares exóticos, de aventuras sensacionales y extraordinarias, y de maravillas y misterios sobrecogedores.
El germen del libro fueron, al parecer, las experiencias de un marinero real que vivió en una isla desierta, el escocés Alexander Selkirk (1676-1721), quien formaba parte de una expedición corsaria de varios barcos liderada por William Dampier, con el objetivo de saquear los buques mercantes españoles. En 1704, Selkirk se peleó con su capitán, Thomas Stradling, y pidió que lo dejaran en tierra en una de las pequeñas islas del archipiélago Juan Fernández, en el Pacífico, a unos 560 kilómetros de la costa de Chile. (Esta isla, Más a Tierra, hoy en día se llama oficialmente Robinson Crusoe, pese a que Defoe situó la isla de Crusoe ¡a miles de kilómetros al norte, en el Caribe!) Cuatro años y medio después, Selkirk fue recogido por un barco inglés al mando del capitán Woodes Rogers, que también había formado parte en su día de la expedición corsaria. De vuelta en Inglaterra, en 1711, Selkirk alcanzó una cierta fama después de que Richard Steele escribiera sobre él entre 1713 y 1714 en su periódico, The Englishman. Aunque el propio Defoe tal vez llegara a conocerlo, la historia del marinero proporcionó solo un escueto punto de partida. El relato de Selkirk es un titular de tabloide —¡MARINERO SOBREVIVE CUATRO AÑOS EN ISLA DESIERTA!—, la anécdota curiosa de una experiencia en la que, según cuenta Steele, el marinero retrocedió a una especie de estado natural, viviendo desnudo cuando sus ropas se desgastaron, aprendiendo a vivir sin pan ni sal con que acompañar la carne, cazando cabras corriendo tras ellas con los pies descalzos, encallecidos por el paso del tiempo. En la entrevista con Steele, Selkirk recordaba de una manera idílica sus días en la isla: «Esta forma de vivir se le fue haciendo tan exquisitamente agradable que no hubo un solo momento que se le hiciera pesado; las noches eran tranquilas y los días felices, gracias a la práctica de la moderación y el ejercicio. Tenía por costumbre acudir a unas horas y lugares determinados a practicar actos de devoción, que realizaba en voz alta con el fin de preservar las facultades del habla y para dirigirse a sí mismo con mayor energía». 1 Así pues, el relato de Selkirk celebra las virtudes del aislamiento: la regresión a un estado primitivo o natural acompañada de una complacencia sentimental e idealista en la deliciosa soledad. Le cuenta a Steele que «se lamentaba a veces de haber regresado al mundo, que no podía, aun con todos sus disfrutes, devolverlo a la calma de su soledad».2 La obra de Defoe evita en gran medida todos estos sentimentalismos populares y presenta en su lugar un relato detallado de la supervivencia física del narrador en la isla, que incluye asimismo una compleja exposición de su desarrollo psicológico y religioso en medio de una soledad alienante y peligrosa.
Los historiadores literarios han señalado Robinson Crusoe como, tal vez, el primer ejemplo auténtico en inglés de lo que llamamos novela realista. Se refieren a que el libro de Defoe presenta de un modo bastante consistente a su personaje principal y narrador, como un individuo concreto, situado en una historia y una sociedad recientes, y con toda su complejidad ideológica y moral. Crusoe no es solo, como declaraba el título original, un «navegante». Gracias a la riqueza y a las particularidades del narrador y del mundo que evoca, Robinson es una personalidad individualizada; un individuo, y no un simple arquetipo. Defoe subordina implícitamente los diversos temas morales y religiosos que explora al retrato de esa persona con toda su unicidad y singularidad. En lugar de la complacencia bucólica (y trillada) de Selkirk, Defoe pone en escena la profunda ambivalencia del héroe en relación con su vida y su identidad, su confusión, su soledad, el terror puro; el autodesprecio, el creciente autoconocimiento y la toma de consciencia religiosa a los que accede a través de la introspección, que lo conducen a la seguridad en sí mismo, a un poderoso control de la isla y, finalmente, a imponerse con éxito a los peligros que se presentan con la llegada de los caníbales y, más tarde, de los amotinados ingleses. El relato de Crusoe ofrece, a la larga, lo que aspira a representar especialmente la novela desde los tiempos de Defoe: el crecimiento personal, la autorrealización, el desarrollo y la maduración; ya que Robinson, en su aislamiento, se sobrepone a las limitaciones morales y físicas, y encuentra refugio y serenidad en la fe religiosa y la autonomía material, convirtiéndose en dueño de sí mismo y señor de la isla.
Sin duda alguna, para muchos lectores del siglo XX el libro de Defoe prefigura, más que consuma, la novela realista moderna a la que están habituados. En términos psicológicos e ideológicos, Crusoe pertenece necesariamente a su tiempo y su lugar, y no a los nuestros, y no todo el mundo encontrará fascinantes, o incluso convincentes, los conflictos con su fe en la Divina Providencia. La inmediatez que Defoe perseguía con el «Diario» de Crusoe no acaba de funcionar. Este diario es un recurso narrativo poco práctico que termina abruptamente cuando se le acaba la tinta, y el efecto neto de insertar ese registro cotidiano en la narración retrospectiva es al principio distractor y luego insignificante. A medida que se avanza, algunos lectores se cansarán del registro minucioso y prolijo de sus disposiciones domésticas en la isla. De hecho, puede que Defoe se diera cuenta de que la historia de la supervivencia de Crusoe tiende a ralentizarse, de modo que introdujo algo de animación con la llegada de los caníbales y los amotinados, y convirtió el libro en un relato de aventuras, apartándolo así del drama psicorreligioso de supervivencia.
No obstante, el elemento narrativo crucial de Robinson Crusoe, el rasgo que lo eleva por encima de un emocionante relato de aventuras, es la visión profundamente reflexiva y retrospectiva del narrador hacia su vida. Robinson rememora, desde la sabiduría de una avanzada mediana edad, los días inquietos y despreocupados de su juventud, cuando desoyó el consejo de su anciano padre de quedarse en casa en lugar de hacerse a la mar. El padre de Crusoe le recomienda la seguridad y la comodidad de la clase media al mismo tiempo que alude a la decadencia moral de la clase alta y la miseria de la clase obrera, pero, por descontado, si queremos una novela que leer, Crusoe debe hacer caso omiso a este sobrio consejo. Las escenas iniciales de la rebelión de Crusoe lo colocan en una posición paradójica que se prolongará en ciertos aspectos durante todo el libro. Cuando recuerda escenas de su vida, Crusoe evoca a un yo más joven, ambicioso y beligerante, mientras narra su historia desde la perspectiva de un hombre más experimentado y maduro, que ha descubierto las limitaciones de la acción y la ambición individuales y ha adquirido una noción ajustada de la influencia divina o providencial en los asuntos humanos. La personalidad dividida de Crusoe nos devuelve al joven Defoe, el devoto disidente, que se sintió tentado por la llamada de la vocación religiosa pero que acabó envuelto en los asuntos propios del emprendedor y hombre de negocios en el tumultuoso orden protocapitalista que estaba surgiendo en la Inglaterra y la Europa de finales del siglo XVII. Por un lado, Robinson Crusoe ejemplifica el audaz capitalista moderno, lleno de energía y de recursos ingeniosos: sus primeros años como joven comerciante en África (así como de esclavo en Marruecos) y plantador en Brasil dan muestra de su determinación y de su espíritu impávido.
Es un hombre presto a buscar beneficios enfrentándose a grandes riesgos y capaz de escapar con valentía de la esclavitud. Por otro lado, Crusoe despierta al terror y a la confusión existencial en la isla desierta, solo y temeroso de peligros que, por desconocidos e inciertos, son de lo más aterradores. En este aislamiento sortea la locura descubriendo a Dios, aprendiendo a leer la Biblia con atención y a encontrar en su difícil trance signos de un propósito y un designio divinos. Activo y beligerante, independiente y hecho a sí mismo, con el tiempo Robinson también se define por su paciente sometimiento a la voluntad de Dios, por su devota aceptación de un destino misterioso que no puede modificar.
Pero Defoe alcanza además una visión única de otro orden de realidad que comprende los reinos moral, social y teológico en los que se desarrolla el drama personal de Crusoe. La palabra «realismo» proviene del latín «res» (cosa, objeto, materia), y Robinson Crusoe es una obra pionera del realismo novelístico moderno por cuanto Defoe logra transmitir durante gran parte del relato la fuerza y la atmósfera del mundo material de Crusoe con una densidad sin precedentes y una inmediatez y una complejidad desbordantes de detalles. Aunque el relato está por fuerza muy centrado en los pensamientos y sentimientos del protagonista, Defoe dispone las cosas de tal modo que su héroe, especialmente en la isla, sitúe esas exploraciones interiores y subjetivas en un mundo exterior objetivo que es observado con precisión y a menudo al detalle. Echando la vista atrás, Crusoe nos muestra cómo se amoldó instintivamente a las secuencias de los fenómenos naturales, en sus movimientos y sus ritmos, y cómo sobrevivió así al naufragio y a la soledad. Esta relación anticipa su estrategia general en la isla, donde aprende a cooperar con la naturaleza del entorno, acomodándose a la forma y a la atmósfera de un mundo natural que debe cultivar y controlar para sobrevivir.
Hasta cierto punto, sin embargo, ese mundo natural se resiste a dicho control, y en un sentido filosófico más amplio se opone a la ordenación humana. Como ejemplo más conmovedor de esta tensión entre el mundo que retrata Crusoe y su propia ordenación y entendimiento, analicemos el fragmento siguiente, justo después del naufragio:
Me paseaba por la playa alzando no solo las manos sino todo mi ser en acción de gracias por mi rescate, haciendo mil ademanes que no podría describir y reflexionando sobre mis camaradas que se habían ahogado, siendo yo el único que había conseguido pisar tierra; nunca volví a verlos, ni siquiera encontré señales de ellos, salvo tres sombreros, una gorra y dos zapatos de distinto par. (3)
Este «rescate», léase salvación, es un suceso con resonancias morales y religiosas sobre el que Crusoe acabará meditando durante los primeros años en la isla y que aprenderá a comprender en un sentido específicamente teológico: es rescatado no solo de la muerte sino de la indiferencia espiritual y de su ignorancia acerca de los mecanismos de la Divina Providencia. Cabe destacar cómo este momento psicológico —el anhelo de compañía de Crusoe y el desconcierto ante su destino singular— queda inserto, por esa última y casi fortuita, aunque precisa, enumeración de objetos, en un mundo fielmente observado de material de todo punto aleatorio en el que las cosas se manifiestan sin consideración alguna por el orden o la trascendencia humana. El solitario trance de Crusoe dota a esos pecios de un tremendo patetismo. Por su aleatoriedad irreductible e impenetrable, por sus tenaces conexiones con la gente que en su día los llevó, esos sombreros, esa gorra y esos dos zapatos de distinto par evocan un mundo material de una arbitrariedad aterradora, impasible e indiferente a las emociones y al orden humano. Estos complementos misceláneos de sus camaradas muertos proporcionan una sombría respuesta a las reflexiones de Crusoe en torno a su supervivencia: no hay ningún sentido en los acontecimientos, solo azar y casualidad, incluido su singular destino. Como esa huella humana que halla Crusoe más adelante, estos objetos y sucesos desafían toda explicación y parecen excluir cualquier coherencia o consuelo. Pero incitan también en el protagonista el pensamiento creativo y la actividad transformadora, y eso es lo que hace de él una figura tan extraordinaria y de resonancias tan modernas. En medio de la aleatoriedad, y cara a cara con lo que parece una serie arbitraria de circunstancias, Crusoe lucha e impone un orden personal y satisfactorio.
Estas son implicaciones filosóficas en las que Crusoe no se detiene, y tampoco es un lenguaje que él o Defoe hubiesen comprendido. Desde sus primeros e inquietantes días en la isla (durmiendo en un árbol, temeroso de los animales salvajes y aún más de los enemigos humanos desconocidos), Robinson avanza sin titubeos hacia las tácticas de supervivencia. Ingenioso, eficiente y emprendedor, se pone rápidamente manos a la obra y comienza a desmantelar el barco naufragado para hacerse con todo lo que sea útil. El núcleo de la primera parte, y el centro de su episodio más largo, es el asentamiento de Crusoe en la isla, aprovechando los materiales y las herramientas (complementos tecnológicos esenciales para su propia inteligencia e ingenio) que rescata del barco; construyendo su cueva y reforzando sus fortificaciones; explorando el hábitat y categorizando su flora y fauna útil y comestible, registrando las mareas y estaciones; aprendiendo a cazar, a recolectar, a cultivar, a cocer pan, a domesticar animales, a hacer cazos, cestos y muebles; a confeccionar ropas bastas (y, al final, el más inglés de los artefactos, un paraguas) para sí mismo. Toda esta actividad ha demostrado desde entonces ejercer una fascinación perpetua para los lectores, y es el aspecto más influyente e imitado de la novela. En versiones adaptadas y modernizadas, Robinson Crusoe es uno de los libros infantiles más populares jamás escritos. Crusoe construyendo un fuerte y jugando a las casitas es, tal vez, lo que más deleita a los niños, aunque los caníbales y los amotinados que llegan después son también parte del perdurable atractivo del libro.
La vida exterior y eficiente de Crusoe, una vida de diligencia racional, dedicada a dominar las artes «mecánicas» y a producir bienes de forma sostenida, tiene como contrapeso las inquietudes internas que esta provoca; la calma y el control exteriores compensan el recurrente caos interior que Crusoe consigna también para nosotros. Pasa buena parte de su tiempo interrogándose obsesiva y desesperadamente sobre el sentido de su situación. Después de una enfermedad que lo deja débil y desorientado, y tras una pesadilla que parece una señal divina, Crusoe reproduce el siguiente diálogo interior: «“¿Por qué Dios ha hecho esto conmigo? ¿Cuál ha sido mi culpa para ser tratado así?” Mi conciencia me impidió seguir más adelante en tales interrogaciones, como si fueran blasfemias, y me pareció que hablaba dentro de mí una voz: “¡Miserable! —decía— ¿Preguntas lo que has hecho? ¿Por qué no miras tu vida malgastada y te preguntas más bien qué es lo que no has hecho? ¿Por qué no preguntas la razón de no haber perecido mucho antes [...]?”» (6). La enfermedad parece regresar, de modo que Crusoe coge su Biblia y en ella encuentra palabras que parecen pensadas para él y que provocan una experiencia extática de conversión:
Empecé a interpretar el pasaje ya mencionado —«Invócame y te libraré»— en un sentido distinto del que antes le diera; porque hasta ese momento mi concepto de la liberación se refería únicamente al cautiverio en que me hallaba. Cierto que vivía libre en una isla, pero para mí era una cárcel en el más duro sentido de la palabra. Ahora principié a imaginar otro modo de libertad, al contemplar con horror mi pasada vida, y mis pecados surgieron tan terriblemente ante mí que mi alma solo ansiaba de Dios liberación de ese insoportable peso de culpas que la privaba de toda alegría. (6)
Una escuela de pensamiento ha señalado que Robinson Crusoe hunde sus raíces en la autobiografía espiritual puritana, un tipo de interpretación que nos lleva a considerar cruciales pasajes como este para los propósitos del libro. En el siglo XVII y a principios del XVIII, se animó a los puritanos y a otros devotos protestantes a llevar un diario religioso y a escribir autobiografías espirituales, relatos de cómo llegaron a sentir que estaban salvados, registros de sus sentimientos más profundos, con la intención de reafirmarlos en la gracia de Dios y animarlos a recordar siempre sus elevados destinos espirituales. La novela de Defoe encaja en este patrón hasta cierto punto, y puede decirse que el propio Defoe sancionó este enfoque con la publicación en 1720 de sus Serious Reflections during the Life and Surprising Adventures of Robinson Crusoe, una colección de ensayos y meditaciones religiosas que se presentaban como las reflexiones del protagonista en torno al sentido de su historia. Crusoe despierta de la indiferencia religiosa y espiritual y pasa a sentir en su vida la mano providencial de Dios. Por complejos y particulares que sean los sucesos de su vida, es la metanarrativa de la salvación cristiana la que acaba dándoles forma en su mente. En palabras de J. Paul Hunter, Crusoe es un «peregrino reticente»;3 para Defoe y sus lectores del siglo XVIII, lo que a nosotros nos parecen detalles realistas poseen connotaciones metafóricas y una trascendencia emblemática y al mismo tiempo particular por medio de la cual su historia funciona ante todo, como dice el prefacio, «aplicando religiosamente los hechos a los usos a los que los hombres sabios los destinan siempre; a saber, instruir a otros con el ejemplo y justificar y honrar la sabiduría de la Providencia en toda la diversidad de nuestras circunstancias, sean estas cuales sean» (Prefacio).
La Providencia, no obstante, actúa de un modo muy sutil, y Crusoe no tendrá ángeles visitadores ni milagros divinos que lo salven. La prosa de Defoe y su enfoque narrativo, con ese estilo empírico y de profunda observación, están hasta cierto punto reñidos con los deseos de su héroe, que suspira por encontrar algún indicio de designio divino en un mundo en el que los fenómenos materiales son lo único que existe con certeza. Una escena al comienzo de la parte del libro ambientada en la isla es especialmente reveladora en lo que respecta a esta tensión entre el anhelo religioso de pruebas de intervención divina y la narración del todo secular de hechos y fenómenos. Crusoe informa de que, un día, cuando lleva pocos meses en la isla, se queda atónito al descubrir unos tallos verdes que le parecen familiares y que resultan ser «cebada, el mismo tipo de cebada que se cultiva en Europa, sobre todo en Inglaterra». Esto lo deja muy conmovido, y Crusoe se apresura a sacar conclusiones entusiastas sobre la intervención de la Providencia en su vida:
Podéis imaginar cómo habré cuidado aquellas espigas, que recogí a su debido tiempo, es decir, a finales de junio. Me resolví a sembrar todo el grano, confiando que con el tiempo tendría bastante para hacer pan, pero recién al cuarto año pude permitirme separar algo de la cosecha para alimentarme, y esto con mucha prudencia [...] (5)
Pero el asombro de Crusoe remite considerablemente cuando comprende que la cebada ha crecido ahí a causa de un incidente que recuerda ahora con perfecta claridad; ese crecimiento milagroso es el resultado de una casualidad, la de que sacudiera un saco de grano para gallinas pensando que estaba vacío:
Encontré al registrar entre mis cosas un pequeño saco que, como ya lo he dicho antes, había contenido granos para el alimento de las aves que teníamos a bordo [...]. Lo poco que quedaba en el saco aparecía devorado por las ratas, y solo encontré polvo y cáscaras, de manera que precisando el casco para otro uso —creo recordar que para poner pólvora en él cuando me asustó el episodio del rayo— fui a sacudir las cáscaras a un lado de la empalizada, junto a las rocas. Esto sucedía un poco antes de las grandes lluvias ya citadas, y pronto olvidé que había vaciado allí los restos del saco, cuando aproximadamente un mes más tarde vi surgir en la tierra unos tallos verdes que me parecieron una planta desconocida; pero mi asombro fue inmenso al notar poco después que las plantas echaban diez o doce espigas que reconocí ser de cebada, el mismo tipo de cebada que se cultivaba en Europa, sobre todo en Inglaterra. (5)
La Providencia, intuye Crusoe, coopera con las casualidades, obra la voluntad de Dios por medio del fluir y el fluctuar de la experiencia cotidiana; y lo que parecen ser, según los relata Crusoe, incidentes meramente casuales y sucesos ordinarios, dan prueba, si se los analiza adecuadamente y en profundidad, de un designio divino. Podemos encontrar a Dios en los detalles accidentales tal como los presenta la narrativa realista; la disposición divina no es una cuestión de milagros espectaculares o de intervenciones en el orden natural de las cosas, sino que actúa de un modo sutil por medio de sucesos cotidianos y triviales. El Dios de Crusoe es, como Defoe, un empirista: respeta la deriva de los fenómenos materiales y, de algún modo, sus planes están inscritos en ellos. Pero es posible que un lector del siglo XVIII interpretara este incidente de una manera ligeramente distinta y que oyera ecos bíblicos en los detalles de la historia, que le recordaría a la parábola del sembrador que cuenta Jesús: las semillas del sembrador cayeron por distintos lugares, «parte cayó entre espinos; y los espinos crecieron, y la ahogaron. Pero parte cayó en buena tierra, y dio fruto, cuál a ciento, cuál a sesenta, y cuál a treinta por uno. El que tiene oídos para oír, oiga» (Mateo, 13:7-9). Crusoe aprende, poco a poco, a tomarse su supervivencia como un milagro, y esa capacidad para hablar de sus experiencias como algo natural y sobrenatural al mismo tiempo es una de las claves de su supervivencia.
Fuera lo que fuese lo que más importaba a algunos de sus devotos lectores del siglo XVIII, el público de Robinson Crusoe ha visto desde entonces muchos otros significados decididamente seculares en la historia, a tal punto que gran parte del poder perdurable del libro proviene de cualidades míticas o arquetípicas que han adquirido una vida propia bastante diferenciada de lo que en efecto ocurre en el libro. Como señalaba Ian Watt en su ensayo «Robinson Crusoe as a Myth»,4 este mito tiene tres aspectos: la vuelta a la naturaleza, la dignidad del trabajo y el homus economicus. El filósofo francés del siglo XVIII Jean-Jacques Rousseau veía en la parte de la isla una lección de cómo llevar una vida adecuadamente humana, un ejemplo de cómo ocupar un lugar fructífero en la naturaleza. En su Emilio, o de la educación (1762), el tutor del protagonista declara que Robinson Crusoe será el único libro que su pupilo, Emilio, tendrá permitido leer. Con su trabajo en la isla, Robinson le servirá de modelo de participación directa en las artes y las técnicas manuales a las que la vida moderna y la división del trabajo nos han vuelto a todos ajenos; y con su aislamiento, Crusoe ilustrará y reforzará la necesidad de un individualismo y una independencia radicales, de hacernos nuestro propio camino con nuestras propias condiciones. La isla de Crusoe es para Rousseau un paraíso, un refugio virtuoso lejos de la corrupción social. Pero para Crusoe, claro está, la isla es la mayor parte del tiempo que pasa allí una prueba terrible, una cárcel, una isla de desesperación, y su aislamiento es la fuente de una soledad y un anhelo de compañía constantes y profundos. Su independencia es un castigo; su individualismo, una necesidad desesperada.
Para Rousseau, la isla representa una naturaleza sin corromper, ofrece paz y belleza. Para Defoe y el capitalista occidental, para la cultura imperialista que este representa y glorifica, la isla ofrece una oportunidad de expropiación colonial, de desarrollos y mejoras (de explotación, dirían algunos) por medio de la tecnología humana. Cuando Crusoe explora la isla, se complace en pensar que le pertenece, que es su hacienda: «La región eran tan fresca, tan fértil y florida, que al ver ese derroche de vegetación se la hubiera tomado por un jardín en primavera. Exploré un lado de aquel delicioso valle, observándolo todo con secreto placer en el cual se mezclaba sin embargo la aflicción, y pensando que aquello era mío. Podía considerarme dueño y señor de esas tierras, con derechos incontestables, incluso el de legarlas si me parecía bien, al igual que cualquier lord de Inglaterra» (6). Pero Crusoe es consciente de que de no ser por las herramientas que rescató del barco jamás habría sobrevivido, o se habría visto obligado a llevar una existencia primitiva e incluso a vivir como una bestia. Su miedo a esa alternativa a la vida civilizada actúa como un potente trasfondo de la narración. Sin cuchillos ni escopetas, señala, «habría perecido de hambre. Aun así, ¿no hubiera sido mi existencia la de un salvaje? Suponiendo que la suerte me hubiera ayudado a capturar un pájaro o una cabra, no habría tenido cómo desollar o abrir esos animales, separar la carne de los huesos y las entrañas, sino que a modo de las bestias habría desgarrado y comido con mis uñas y dientes» (8), y se lamenta desde buen principio de la falta de medios suficientes para otros propósitos. Así, después de cultivar su primera cosecha de grano, describe sus dificultades: «No sabía cómo moler el grano para hacer harina, ni siquiera limpiarlo y cernirlo. Luego, aunque obtuviera la harina, ¿cómo arreglármelas para hacer pan si no tenía horno?».
Algunos de los pasajes más fascinantes del relato de Crusoe, por tanto, los momentos en los que parece sentirse más feliz y realizado, menos asediado por inquietudes y miedos, y estar totalmente ensimismado en su trabajo, son aquellos momentos en que logra sus propios avances tecnológicos, a medida que improvisa y aprende penosamente las técnicas básicas de producción; si bien acostumbra a recalcar que sus productos son burdas imitaciones, versiones laboriosas y poco prácticas de las auténticas manufacturas que elaboran los artesanos experimentados.
Ahora bien, Crusoe trabaja porque debe hacerlo para sobrevivir, no porque crea en el poder salvador o en la dignidad inherente al trabajo, pese a que algunos lectores posteriores hayan tomado su historia como ejemplo de ello. Debemos recordar que ha naufragado haciendo de encomendero en una expedición ilegal para comprar esclavos y que, para él, es motivo de felicidad descubrir, ya fuera de la isla, que su plantación en Brasil ha estado generándole dinero en su ausencia, que es de hecho un hombre rico. Crusoe es un capitalista audaz, así como un negrero (vende como a esclavo a Xury, el chico que lo acompaña desde la cautividad en Marruecos, al capitán portugués); es un administrador y un emprendedor (como Defoe) más que un trabajador. No obstante, sí extrae, en su soledad, ciertas lecciones económicas sobre la producción y el consumo, y en momentos como el que sigue invita a hacer una interpretación primitivista de su historia:
—¡Ah, metal inútil! —exclamé—. ¿Para qué me sirves? No mereces que me moleste en recogerte; cualquiera de esos cuchillos vale más que tú. ¡En nada podría emplearte y mejor es que te quedes donde estás y te hundas como un ser cuya vida no vale la pena salvar! (4)
Crusoe vive en lo que los filósofos de la época llamaban el estado de naturaleza, que en su caso tiene la ventaja de mostrarle la superioridad de los valores sencillos de la utilidad y de una vida natural de subsistencia frente a la producción artificial de excedentes y los valores consumistas de la sociedad; pero también tiene muchas desventajas, entre ellas la carencia de productos manufacturados y de servicios profesionales básicos. De modo que, a pesar de su virtuosa sencillez, la vida en la isla no es idílica, y su característica más preocupante es la falta de un orden cívico. En el estado de naturaleza, como sugería el filósofo Thomas Hobbes en su célebre Leviatán, o la materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil (1651), el hombre está en un estado de guerra permanente contra los demás hombres, temeroso de que vengan y lo maten y le quiten sus posesiones. Aunque Defoe no eran hobbesiano, su héroe vive desde su llegada a la isla sumido en un terror hacia enemigos desconocidos, y de hecho tiene motivos de peso para sentirse así, como descubrimos cuando aparecen los caníbales y cuando llegan a la isla los amotinados ingleses. La narración de Defoe es considerada como novela en parte por su atención a este tipo de complejidad, puesto que la isla y tantos otros elementos de la experiencia del héroe están abiertos a interpretaciones contradictorias y subjetivas. A diferencia de algunas versiones posteriores de la historia de Crusoe, la novela de Defoe nunca simplifica los significados de la historia. Es parte del genio del autor que se resista a convertir su relato en una mera ejemplificación de una tesis sobre la naturaleza humana o la sociedad.
El estado de ánimo de Crusoe tras descubrir una única huella en la playa destaca como uno de los grandes momentos psicológicos de la narrativa inglesa, y marca el comienzo de una nueva fase en el relato de su supervivencia:
Cierta mañana, a eso del mediodía, yendo a visitar mi bote, me sentí grandemente sorprendido al descubrir en la costa la huella de un pie descalzo que se marcaba con toda claridad en la arena. Me quedé como fulminado por el rayo, o como en presencia de una aparición. Escuché recorriendo con la mirada en torno mío; nada oí, nada se dejaba ver. Trepé a tierras más altas para mirar desde allí; anduve por la playa, inspeccionando cada sitio, pero nada encontré como no fuera esa única huella. Empecinado, me puse a buscar otra vez preguntándome si no me estaría dejando llevar por una fantasía. Pero pronto hube de desechar esa idea: la huella era exactamente la de un pie humano, con su talón, dedos y forma característica. No podía imaginarme la procedencia de aquel pie, y después de debatir en mí mismo innumerables y confusos pensamientos, regresé a mi fortificación sin sentir, como suele decirse, el suelo que pisaba; tanto era el terror que me había invadido. A cada paso me daba vuelta a mirar en torno, confundía los arbustos y árboles y creía ver un hombre en cada tronco. Imposible es describir las distintas formas en que la imaginación sobreexcitada me hacía ver las cosas, las extrañas ideas que cruzaban por mi mente y hasta qué punto me dejé arrebatar por sus enfermizas fantasías mientras hice el camino de regreso. (9)
Es un giro narrativo brillante. Crusoe ha explorado la isla y está instalado y bastante tranquilo. Este indicio aislado de otro ser humano, sea amigo o enemigo, marca una nueva crisis en el relato y restaura la tensión y la incertidumbre cuando el ritmo narrativo parecía darnos una tregua. Los momentos en Robinson Crusoe en que la realidad se vuelve más acuciante, como escenifica este pasaje, coinciden con las fantasías del héroe, que imagina temeroso posibilidades espantosas surgidas de fenómenos inexplicables: aquí, esa huella. Cabe señalar que su primer miedo es a algo sobrenatural, como si hubiese visto una aparición. Poco después piensa que debe de ser obra del diablo: «Tan aplastado quedé por el peso de mis fantasías en torno a lo que había descubierto, que a cada instante estas iban en aumento aunque ya era tiempo de serenarme. De pronto se me ocurría que la huella era del diablo, y hasta encontraba apoyo razonable a tal suposición, porque ¿cómo podía haber llegado otra criatura con forma humana a la isla?» (9). Pero, en cierto sentido, este momento de conjeturas descabelladas marca en Crusoe el abandono definitivo de su aislamiento y su búsqueda de una estructura providencial. En el largo debate que mantiene consigo mismo acerca de los caníbales (cuyas visitas ocasionales a la isla para consumir a sus prisioneros de guerra verifica en los años siguientes), establece una vinculación moral y política con otros seres humanos. Al entregarse a un monólogo interior que extiende a lo largo de los años su relación emocional e intelectual con los caníbales, sus rivales por la posesión de la isla, se define a sí mismo no en términos religiosos, sino en términos morales e históricos concretos, dado que sus pensamientos acerca de los caníbales le ayudan, paradójicamente, a comprenderse de un modo más profundo. Sus primeras reacciones son personales, viscerales y violentas. Cuando encuentra los restos de un banquete caníbal en la playa, vomita y jura exterminarlos. Obsesionado en un principio con los caníbales —«Llenaría un volumen mucho mayor que el presente el relatar todas las ideas que se me ocurrieron, y que rumiaba incesantemente, para destruir a aquellos salvajes» (10)—, Crusoe acaba tomando una posición inteligente tácticamente y sofisticada desde el punto de vista histórico. Al igual que los europeos carnívoros como él no tienen ningún problema en comer cerdo y bueyes, estos caníbales se comen a sus enemigos. Además, razona Crusoe, sus acciones no se alejan mucho del comportamiento europeo:
Cuando lo medité con más serenidad, necesariamente tenía que llegar a la conclusión de que estaba equivocado. Aquellos salvajes no eran más asesinos, en el sentido que me llevara antes condenarlos mentalmente, que aquellos cristianos que frecuentemente sentencian a muerte prisioneros apresados en la batalla; o aquellos otros que, en tantas ocasiones, pasan a cuchillo batallones enteros sin querer darles cuartel a pesar de haber rendido las armas.
En segundo término se me ocurrió que, aunque se devoraban unos a otros, nada de eso debía importarme. ¿Qué injurias me habían hecho aquellas gentes? (10)
Esta tolerancia ilustrada y este relativismo cultural dan paso, sin lugar a dudas, a la rabia y el asco cuando Crusoe examina los restos de otro banquete caníbal pocos años después.
En último término, la solución de Crusoe a su problema caníbal (además de hacer que su residencia sea lo más discreta e inaccesible posible) es un ejemplo de su estrategia general de supervivencia en la isla y sintetiza su madurez como personaje en este tramo final de la primera parte. Crusoe sigue sus instintos; observa las cosas con atención, buscando la oportunidad, listo para intervenir y obtener provecho y ventaja. Confía en que la Providencia Divina está obrando en su favor por vías sutiles y sorprendentes. Cuando sueña que uno de los prisioneros de los caníbales escapa y va hacia él, decide que intentará capturar a uno: «De inmediato se planteó el problema de llevar esto a la práctica, y no creo que haya tenido otro más arduo. No hallando por el momento solución plausible, me dediqué a hacer de centinela a la espera de que llegaran a tierra, dejando el resto confiado a los acontecimientos que por sí mismos me dictarían el camino a seguir» (11). Que las cosas ocurran exactamente, o casi exactamente como en el sueño es solo una posibilidad, podríamos decir, y no algo factible. Lo que sucede en realidad tiene sentido por cuanto Crusoe lo explica al detalle, pero que pase tal y como lo soñó plantea una extraña ambigüedad. De forma gradual y sin dar muchas muestras de ello, Crusoe se convierte en el dueño de su destino, con la suerte de cara; es ese hombre afortunado al que todo le viene rodado; para el que lo objetivo y lo subjetivo se unen y hacen sus deseos realidad. Se convierte, por tanto, en un héroe improbable reñido con la esencia de la novela realista, comprometida con lo mundano y lo ordinario; un personaje que los lectores esperan que triunfe de algún modo, aun en la peor de las situaciones y contra todo pronóstico. Los emocionantes sucesos que conforman el último tercio de la primera parte —la apropiación de Viernes, la matanza de caníbales, la derrota de los amotinados ingleses y la batalla contra los lobos hambrientos en los Pirineos— son aventuras extravagantes que contradicen en cierto modo el realismo cuidadoso y doméstico de la supervivencia de Crusoe en la isla y sus pequeños triunfos cotidianos. Y, sin embargo, esta extravagancia apasionante queda compensada y legitimada hasta cierto punto por la misma exactitud y precisión descriptiva que caracteriza el asentamiento de Crusoe en la isla. Calculador, comedido en su furia, preciso y eficiente cuando emprende un movimiento violento o la enumeración y descripción de sus resultados, Crusoe es al mismo tiempo un hombre de acción y un administrador. Incluso en el momento inmediatamente posterior al caos sangriento y la matanza de caníbales, nos ofrece entre jadeos un balance exacto, un recuento de cuerpos escalofriante y preciso, indicando quién mato a quién y dónde y cómo.
La transformación de Crusoe de superviviente aterrorizado y confundido a amo colonial y cacique vengador de su isla distingue a Robinson Crusoe como uno de los mitos modernos fundamentales de la cultura inglesa e incluso de la europea. Tras haber experimentado las compulsiones y los embates del destino, Crusoe adquiere, y de hecho encarna, la libertad y el dominio sobre la naturaleza y sobre los otros con sus acciones contundentes y seguras. De víctima a héroe, es ahora un hombre de acción y de imperiosa energía. Cayendo como un ángel vengador sobre los aterrorizados caníbales, o asombrando a los perplejos amotinados más adelante a la manera de un Próspero moderno (o como un predecesor del Mago de Oz) como gobernante todopoderoso de su isla, podría decirse que Crusoe se parece a esa deidad inescrutable que había imaginado antes: para los caníbales y los amotinados es una fuerza misteriosa e irresistible. Crusoe controla el destino de los demás; preside de súbito un nuevo orden político en la isla, aun cuando se toma esta autoridad recién adquirida como una especie de broma: «Mi isla estaba ahora poblada y, de pronto, me encontré rodeado de muchos súbditos; frecuentemente afirmaba yo en broma que de veras parecía un rey. Ante todo, la tierra era de mi absoluta propiedad, lo cual me aseguraba un indiscutible derecho de dominio. Segundo, mi pueblo estaba formado por sumisos vasallos, de los cuales era señor y juez; todos me debían la vida, y estaban dispuestos a entregarla por mí si la ocasión se presentaba» (14).
Resulta que Defoe era uno de los escritores favoritos de James Joyce. En una conferencia que dio sobre Defoe en Trieste en 1911 («Verismo ed idealismo nella letteratura inglese»), Joyce lo definió como la encarnación del imperialismo británico. El héroe de Defoe es «el auténtico estereotipo del colonialista británico, al igual que Viernes (el salvaje confiado que llega en un día nefasto) es el símbolo de las razas sometidas». Joyce veía en Crusoe «todo el espíritu anglosajón [...] la independencia varonil, la crueldad inconsciente, la inteligencia lenta pero eficiente, la apatía sexual, la religiosidad práctica y equilibrada, la taciturnidad calculadora». 5 Lo que hay que añadir a esta evocación y que debería quedar patente a cualquier lector de Robinson Crusoe es que el libro de Defoe no se limita a presentar ese estereotipo como algo dado, sino que registra el desarrollo de esa personalidad imperial en Crusoe. La importancia del libro en tanto que una de las primeras novelas inglesas reside en la narración de la lenta y penosa adquisición de esa identidad por parte del héroe. Ese equilibrio entre la crítica y la celebración hace de Robinson Crusoe algo más que simple propaganda de la expansión imperial británica; es también la escenificación de los orígenes psicológicos y los problemas morales que entrañan los fenómenos históricos, triunfantes aunque turbadores, del individualismo y el imperialismo occidental que Crusoe acaba encarnando.
JOHN RICHETTI
2001
CRONOLOGÍA
1660 Nace en Londres (se desconoce la fecha exacta), hijo de James y Alice Foe.
1662 Se promulga la Ley de Uniformidad. Los Foe siguen el ejemplo de su pastor, Samuel Annesley, y abandonan la Iglesia de Inglaterra para hacerse disidentes presbiterianos.
1665-1666 Gran Peste y Gran Incendio de Londres.
c. 1671-1679 Asiste a la escuela del reverendo James Fisher en Dorking, Surrey, y luego a la academia disidente del reverendo Charles Morton en Newington Green, al norte de Londres.
c. 1683 Se establece como comerciante de calcetería en Londres, con residencia en Cornhill, cerca del Royal Exchange.
1684 Se casa con Mary Tuffley y recibe una dote de 3. 700 libras.
1685-1692 Combate en la rebelión contra el rey Jacobo II liderada por el duque de Monmouth. Se convierte en un próspero hombre de negocios en el comercio de calcetería, tabaco, vino y otros productos. Hace numerosos viajes de negocios por Inglaterra y también por la Europa continental.
1688 Jacobo II se ve obligado a abdicar y Guillermo de Orange se convierte en el rey Guillermo III de Inglaterra.
1692 Se declara en bancarrota con una deuda de 17. 000 libras y cumple una condena por estas.
1694 Funda una fábrica de ladrillos y tejas en Tilbury, Essex.
1695 Comienza a presentarse como Defoe.
1697 Publica su primer libro, An Essay on Projects, una serie de propuestas para una reforma social y económica radical.
1697-1701 Ejerce de agente para Guillermo III en Inglaterra y Escocia.
1701 The True-Born Englishman, una sátira poética de la xenofobia y una defensa del rey (holandés) Guillermo III.
1702 Muere Guillermo III y asciende al trono la reina Ana. Publica The Shortest Way with the Dissenters, un ataque satírico contra los extremistas de la Alta Iglesia.
1703 Es arrestado por escribir el panfleto satírico The Shortest Way with the Dissenters, acusado de sedición, encerrado en la cárcel de Newgate y condenado al cepo durante tres días. Se publican el poema A Hymn to the Pillory y una colección autorizada de sus escritos. Es liberado gracias a las influencias del poderoso político Robert Harley, pero su fábrica de ladrillos y tejas se va a pique mientras cumple condena. Se encuentra de nuevo en la bancarrota.
1704-1713 Ejerce de agente secreto y periodista político para Harley y otros ministros; viaja por toda Inglaterra y Escocia promoviendo la unión de ambos países. Escribe sin ayuda de nadie lo que se titula en un primer momento A Weekly Review of the Affairs of France y más tarde A Review of the State of the English Nation, una gaceta afín al gobierno que aparece hasta tres veces por semana.
1707 Unión de Inglaterra y Escocia.
1710 Los tories llegan al poder.
1713-1714 Es arrestado varias veces por deudas y por sus textos políticos, aunque queda libre gracias a la intervención del gobierno.
1714 Fallece la reina Ana y asciende al trono Jorge I, elector de Hannover; cae Robert Harley y el gobierno tory.
1715 The Family Instructor, el primero de los manuales de conducta de Defoe.
1719 Robinson Crusoe y Más aventuras de Robinson Crusoe.
1720 Memorias de un caballero, Aventuras del capitán Singleton, Serious Reflections during the Life and Surprising Adventures of Robinson Crusoe.
1722 Moll Flanders, Religious Courtship, Diario del año de la peste, Coronel Jack.
1724 Roxana, A General History of the Pyrates, A Tour Thro’ the Whole Island of Great Britain (3 volúmenes, 1724-1726).
1725 The Complete English Tradesman (volumen II en 1727).
1726 Historia del diablo.
1727 Conjugal Lewdness, An Essay on the History and Reality of Apparitions, A New Family Instructor.
1728 Augusta Triumphans, A Plan of the English Commerce.
1729 The Compleat English Gentleman (no se publicó hasta 1890).
1731 Muere el 24 de abril en Ropemaker’s Alley, en Londres, endeudado y escondiéndose de los acreedores.
Robinson Crusoe
PREFACIO
Si alguna vez el relato de las aventuras de algún hombre de este mundo fue digno de darse a conocer, y aceptable una vez publicado, el editor de esta crónica considera que este será el caso.
Lo asombroso de su vida excede todo cuanto (así lo cree el editor) puede encontrarse disponible hoy; la vida de un solo hombre difícilmente podría contener mayor variedad.
La historia se relata con modestia, con seriedad, y aplicando religiosamente los hechos a los usos a los que los hombres sabios los destinan siempre; a saber, instruir a otros con el ejemplo y justificar y honrar la sabiduría de la Providencia en toda la diversidad de nuestras circunstancias, sean estas cuales sean.
El editor considera la obra una historia por entero verídica, sin rastro alguno de invención en ella: comoquiera que sea, dado que estas cosas son siempre motivo de debate, es de la opinión que el provecho, así como el entretenimiento y la instrucción que reportarán al lector serán los mismos; y como tal considera, sin mayores cortesías, que le hace con su publicación un gran servicio al mundo.
PRIMERA PARTE
1
PRIMERAS AVENTURAS DE ROBINSON
Nací en el año 1632 en la ciudad de York, de buena familia aunque no del país, pues mi padre, oriundo de Bremen, se había dedicado al comercio en Hull, donde logró una buena posición. Desde entonces, y luego de abandonar su trabajo, se radicó en York, donde casó con mi madre; esta pertenecía a los Robinson, una distinguida familia de la región, y de ahí que yo fuera llamado Robinson Kreutznaer, aunque por la habitual corrupción de voces en Inglaterra se nos llama Crusoe, nombre que nosotros mismos nos damos y escribimos y con el cual me han conocido siempre mis compañeros.
Siendo el tercero de los hijos, y no preparado para ninguna carrera, mi cabeza empezó a llenarse temprano de desordenados pensamientos. Mi anciano padre me había dado la mejor educación que el hogar y una escuela común pueden proveer, y me destinaba a la abogacía; pero yo no ansiaba otra cosa que navegar y mi inclinación a los viajes me hizo resistir tan fuertemente la voluntad y las órdenes de mi padre, así como las persuasiones de mi madre y mis amigos, que se hubiera dicho que existía algo de fatal en esa tendencia que me arrastraba directamente hacia un destino miserable.
Mi padre, hombre prudente y serio, trató con sus excelentes consejos de hacerme abandonar el intento que había adivinado en mí. Una mañana me llamó a su habitación, donde lo retenía la gota, para hacerme cordiales advertencias sobre mis proyectos. Con su tono más afectuoso me rogó que no cometiera una chiquillada y me precipitara a desdichas que la naturaleza y mi posición en la vida parecían propicias a evitarme; no tenía yo necesidad de ganarme el pan puesto que él me ayudaría con su impulso a obtener la situación acomodada que me había destinado; en fin, si no lograba una posición en el mundo sería solo por culpa mía o del destino, sin que tuviera él que rendir cuentas de ello, ya que cumplía con su deber al prevenirme contra actitudes que solo redundarían en mi desgracia; en una palabra, me aseguró que haría mucho por mí si me quedaba en casa, pero que no quería tener participación alguna en mis desventuras alentándome a partir. Para terminar me señaló el ejemplo de mi hermano mayor, con el cual había empleado el mismo género de persuasiones a fin de evitar que fuera a las guerras de Flandes, no pudiendo sin embargo impedir que sus juveniles impulsos lo llevaran a la lucha donde encontró la muerte. Me aseguró que no dejaría de rogar por mí, pero que se aventuraba a decirme que si me dejaba arrastrar por mi impulso Dios no me acompañaría, quedándome sobrado tiempo para lamentar haber desoído los consejos paternales y ello cuando ya nadie pudiera acompañarme en mi arrepentimiento.
Sus palabras me afectaron profundamente, como es natural, y resolví abandonar toda idea de viajes estableciéndome en casa de acuerdo con la voluntad paterna. Mas, ¡ay!, muy pocos días disiparon los buenos propósitos, y unas semanas después me decidí a evitar lo que consideraba importunidades de mi padre yéndome de su lado. Sin embargo, no permití que el calor de mi resolución me arrastrara. Y acudiendo a mi madre un día en que la creí de mejor humor que otras veces le confié que mis deseos de conocer el mundo eran tan irresistibles que jamás podría dedicarme a cosa alguna que me lo impidiera, y agregué que mi padre haría mejor en darme su consentimiento que obligarme a partir sin él. Ya tenía yo dieciocho años, edad demasiado avanzada para entrar de aprendiz en cualquier comercio o como pasante en un bufete, y si me forzaban a ello estaba seguro de escapar de mi amo a toda costa y lanzarme al mar. Por fin le aseguré que si convencía a mi padre de que me dejara partir y a mi regreso encontraba yo que el viaje no me había gustado, le prometía no volver a intentarlo jamás y rescatar, con todo celo y diligencia, el tiempo perdido.
Todo esto solo sirvió para encolerizar a mi madre. Me dijo que era vano hablar a mi padre del asunto, que lo sabía demasiado seguro de cuál era el camino provechoso para dar un consentimiento que solo sería mi desgracia, y se maravilló de que pudiera insistir después de la conversación que había tenido con él y las tiernas y bondadosas frases que había empleado conmigo; en fin, si yo estaba dispuesto a perderme no había manera de impedirlo, pero jamás mi intención lograría el consentimiento de ambos; por su parte no estaba dispuesta a colaborar en mi ruina y nunca podría decirse de ella que había obrado contra la voluntad de su esposo.
Aunque se cuidó de decir todo esto a mi padre, vine a saber más tarde que le contó lo ocurrido y que el anciano, tras de mostrar gran preocupación, dijo suspirando:
—El muchacho sería dichoso si se quedara en casa, pero si se lanza a viajar será el hombre más infeliz que haya pisado la tierra. No puedo darle mi consentimiento.
Solo un año después de todo esto dejé mi casa, aunque entretanto me mantuve sordo a toda proposición que se me hizo de dedicarme al comercio, y discutía frecuentemente con mis padres sobre lo que yo consideraba su empecinamiento contra mis más ardientes inclinaciones. Pero un día, hallándome casualmente en Hull y sin la menor intención de escaparme en esa oportunidad, encontré un amigo que se embarcaba para Londres en el barco de su padre y que me instó a que lo acompañara, valiéndose del cebo habitualmente empleado por los marinos, esto es, que el pasaje no me costaría nada. Sin consultar a mis padres ni comunicarles mi partida, dejándolos que se enteraran como pudiesen; sin pedir la bendición de Dios ni la de mi padre y sin cuidado alguno de las circunstancias y las consecuencias de mi acción, en un día aciago como Dios sabe, el primero de septiembre de 1651 me embarqué en aquel navío rumbo a Londres. No creo que las desgracias de ningún muchacho aventurero hayan comenzado tan pronto y durado tanto. Apenas habíamos salido del Humber cuando se desató el viento y las olas empezaron a encresparse horriblemente; yo, que jamás había estado en el mar, sufrí a la vez el padecimiento del cuerpo y el terror del alma. Me puse a pensar seriamente en lo que había hecho, y con qué justicia me castigaba el cielo por mi perversa conducta al abandonar la casa de mi padre y mi deber.
Entretanto la tormenta crecía y el mar, aún desconocido para mí, parecía levantarse, aunque nunca en la forma en que lo vi más adelante; no, nunca como lo vi unos días después. Pero entonces bastaba para impresionar a un joven marino que no tenía noción alguna al respecto. Me parecía que cada ola iba a tragarnos, y que cada vez que el barco se hundía, en lo que a mí me daba la impresión de ser el fondo del mar, jamás volvería a surgir a la superficie. En tal estado de terror hice solemnes promesas y adopté la resolución de que si Dios llevaba su bondad a perdonarme la vida y me permitía desembarcar a salvo, iría directamente a la casa de mis padres para no volver a pisar la cubierta de una nave en lo que me quedara de vida. Prometí también que seguiría el consejo paterno sin precipitarme nunca más en tan miserables andanzas; veía claramente ahora la justeza de sus palabras acerca de una cómoda medianía en la vida, cuán fácil y confortable había transcurrido para él la existencia, lejos de toda tempestad en el mar y conflicto en la tierra; y decidí volver, como el hijo pródigo, a casa de mis padres.
Mis prudentes y sosegados pensamientos duraron lo que la tormenta y hasta un poco más; pero al día siguiente el viento había amainado, el mar estaba menos revuelto y yo comencé a habituarme a ambos. No obstante me mantuve serio todo el día, a lo que hay que sumar un resto de mareo, pero hacia la tarde el tiempo aclaró completamente, el viento cesó en absoluto y tuvimos un hermoso crepúsculo. Con igual claridad que al ponerse se levantó el sol a la siguiente mañana; soplaba apenas una brisa, el mar estaba terso y el sol, brillando sobre las aguas, componía el más hermoso de los espectáculos que me fuera dado ver.
Habiendo dormido profundamente me sentía ya libre del mareo, y lleno de ánimo miraba maravillado el mar tan terrible el día anterior y capaz de mostrarse tan sereno y agradable muy poco después. Entonces, como para impedir que continuaran mis buenas resoluciones, el camarada que me había impulsado a embarcarme se me acercó y me dijo, palmeándome el hombro:
—Y bien, Bob... ¿cómo lo has pasado? Apuesto a que te diste un buen susto anoche, y eso que no sopló más que una ráfaga.
—¿Le llamas ráfaga? —exclamé—. ¡Pero si fue una terrible tormenta!
—¡Tormenta! —dijo mi amigo—. ¿Le llamas tormenta a eso, gran tonto? ¡Pero si no fue nada! Con un buen barco y mar abierto no nos preocupamos por un viento como ese. Es que tú eres marino de agua dulce, Bob. Ven, apuremos un jarro de ponche y nos olvidaremos de todo. ¿No ves qué hermoso tiempo hace ahora?
Para abreviar esta lamentable parte de mi relato, diré que seguimos el camino de todos los marinos; el ponche fue servido, yo me embriagué con él y en el desorden de aquella noche abandoné todo arrepentimiento, mis reflexiones sobre el pasado y mis resoluciones acerca del futuro. En algunos momentos de meditación, empero, aquellos pensamientos parecían esforzarse por retornar a mí, pero me apresuraba a rechazarlos y me salía de ellos como de una enfermedad. Así, dedicándome a beber y a alternar con los camaradas, pronto dominé aquellos ataques —como yo los llamaba— y en cinco o seis días logré la más completa victoria sobre la conciencia que pudiera desear un muchacho resuelto a no escucharla. Pero otra prueba me esperaba, y la Providencia, tal como lo hace en casos así, resolvió dejarme esta vez sin la menor excusa en mi futura conducta; porque si el primer episodio podía no parecerme una advertencia, el siguiente fue tal que el peor y más empedernido miserable entre nosotros hubiera admitido a la vez el peligro y la gracia.
Al sexto día de navegación entramos en la rada de Yarmouth; con viento contrario y tiempo sereno, habíamos avanzado muy poco desde la tormenta. Nos vimos obligados a anclar en la rada y quedarnos allí, mientras el viento soplaba continuamente del sudoeste, por espacio de siete u ocho días, durante los cuales muchos barcos provenientes de Newcastle entraron en la rada, puerto común donde los navíos podían aguardar viento favorable para remontar el río.
Sin embargo, no hubiéramos permanecido tanto tiempo allí sin remontar el río de no levantarse un viento que, entre el cuarto y quinto día, empezó a soplar con furia. Con todo, aquellas radas eran consideradas tan seguras como un puerto y estábamos muy bien y sólidamente anclados, por lo cual nuestros hombres no se preocupaban, en un todo ajenos al peligro, y pasaban el tiempo en diversiones y descanso como todo marino. Pero en la mañana del octavo día el viento arreció, y fue necesario que toda la tripulación se lanzara a calar los masteleros y aligerar lo bastante para que el buque se mantuviera fondeado lo mejor posible. A mediodía creció el mar, y el castillo de proa se hundía mientras las olas barrían la cubierta, al extremo de que llegamos a creer que el ancla se había cortado y el capitán mandó echar el ancla de esperanza, con lo cual el barco se mantuvo con dos anclas y los cables tendidos hasta las bitas.
Esta vez era verdaderamente un terrible temporal, y yo comencé a ver señales de espanto hasta en el rostro de los marinos. El capitán atendía las maniobras para preservar el barco, pero mientras entraba y salía de su cabina y pasaba cerca de mí le oí decir varias veces:
—¡Dios se apiade de nosotros, nos ahogaremos todos, estamos perdidos!
Durante los primeros momentos, yo permanecí en mi camarote de proa como petrificado, y no podría describir lo que pasaba por mí. Me dolía recordar mi primer arrepentimiento, del que aparentemente me había sido tan fácil librarme y contra el cual me había endurecido; pensaba que no había peligro de muerte y que el temporal amainaría como el otro. Pero cuando el capitán pasó cerca de mí y le oí decir que estábamos todos perdidos me espanté horriblemente y levantándome de mi cucheta me asomé fuera. Jamás había visto un espectáculo tan espantoso; el mar se hinchaba como si fueran montañas y nos barría a cada instante; cuanto veían mis ojos en torno era desolación. En dos barcos anclados cerca de nosotros habían cortado los mástiles por exceso de arboladura, y nuestros marineros gritaban que un navío fondeado a una milla del nuestro acababa de naufragar. Otros dos barcos que habían perdido sus anclas eran arrebatados de la rada hacia el mar, librados a su suerte. Los barcos livianos resistían mejor el embate, pero dos o tres de ellos pasaron desmantelados frente a nosotros, huyendo con solo la botavara al viento.
Hacia la tarde, el piloto y el contramaestre pidieron al capitán que les dejara cortar el palo de trinquete. Aunque se negó al principio, las protestas del contramaestre que aseguraba que el buque se hundiría en caso contrario lo llevaron a consentir; pero cuando cayó el mástil se vio que el palo mayor quedaba suelto y sacudía de tal manera el barco que fue necesario cortarlo a su vez y dejar la cubierta arrasada.
Cualquiera puede inferir en qué estado de ánimo estaría yo a todo esto, siendo un novato en el mar y habiendo pasado poco antes tanto miedo por una simple ráfaga. Pero —si me es posible describir ahora los pensamientos que me asaltaban entonces— recuerdo que sentía diez veces más miedo por haber abominado de mis anteriores resoluciones recaído en los malos designios que por la idea de la muerte. Eso, agregado al espanto de la tormenta, me ocasionó un estado de ánimo que jamás podría narrar. Y sin embargo lo peor no había sobrevenido aún; el temporal continuaba con tal furia que los mismos marineros aseguraban no haber visto jamás uno semejante. Teníamos un buen barco, pero excesivamente cargado y calaba tanto que los marineros esperaban verlo irse a pique a cada momento. El único alivio que se me brindó entonces fue ignorar el sentido de la expresión «irse a pique», hasta que lo supe más tarde. Pude entonces ver en medio de la furia de la tormenta algo que no es frecuente: al capitán, al contramaestre y algunos otros más cuerdos que el resto, elevando sus ruegos mientras el navío parecía zozobrar a cada instante. A mitad de la noche, y para colmo de nuestras desventuras, uno de los marineros que descendiera de intento para observar la cala volvió gritando que el barco hacía agua, otro hombre aseguró que ya había cuatro pies en la bodega. De inmediato se llamó a todos a las bombas, y cuando oí esa palabra el corazón pareció dejar de latirme en el pecho y caí de espaldas sobre la cucheta donde había estado sentado. Pronto, sin embargo, los marineros vinieron a decirme que si hasta entonces no había sido capaz de ayudar en nada, bien podía hacerlo en una bomba como cualquier otro. Me levanté y obedecí poniendo todas mis fuerzas en el trabajo. Entretanto el capitán había divisado algunos barcos carboneros que, incapaces de resistir anclados la tormenta, se veían obligados a salir de la rada y lanzarse al mar; como habían de pasar cerca de nosotros, ordenó el capitán disparar un cañonazo en demanda de socorro. Yo no sabía lo que eso significaba y me sorprendí tanto que me pareció que el barco se había partido en dos o que acababa de ocurrir alguna otra cosa tremenda. Para decirlo en una palabra, me desmayé. En aquella hora cada uno tenía su propia vida que cuidar, y naturalmente nadie se preocupó por lo que pudiera haberme ocurrido; otro marinero que vino a la bomba me hizo a un costado con el pie, creyendo seguramente que había muerto, y pasó un largo rato antes de que recobrara el sentido.
Trabajábamos más y más, pero el agua crecía en la bodega y era evidente que terminaríamos por hundirnos; aunque la tormenta había decrecido un poco no parecía probable que pudiéramos sostenernos a flote hasta entrar en puerto, por lo cual el capitán siguió disparando cañonazos. Un barco pequeño que estaba anclado justamente delante de nosotros osó enviar un bote en nuestro auxilio. Fue harto afortunado que el bote pudiera acercarse, pero nos resultaba imposible transbordar a él así como al bote mantenerse al costado, hasta que los remeros, con un supremo esfuerzo en el que exponían sus vidas para salvar las nuestras, consiguieron alcanzar el cable que por la popa les tiramos con una boya al extremo, y después de infinitas dificultades los remolcamos hasta nuestra popa y pudimos así transbordar. No era su propósito volver al navío de donde partieran, de modo que estuvimos de acuerdo en dejarnos llevar por el viento y solamente encaminar en lo posible el bote hacia tierra firme; nuestro capitán, por su parte, aseguró que si la embarcación se averiaba al tocar la costa, él indemnizaría a su dueño y con eso, remando algunos y otros dirigiendo el rumbo, fuimos hacia el norte sesgando la costa casi a la altura de Winterton Ness.
Mientras los hombres se inclinaban sobre los remos tratando de acercar el bote a tierra, y en los momentos en que este, al montar sobre una ola, nos permitía la visión de la costa, podíamos distinguir una gran cantidad de gentes corriendo por ella con intención de ayudarnos. Pero avanzábamos con gran lentitud y no pudimos alcanzar la costa hasta más allá del faro de Winterton, donde hace una entrada hacia el oeste en dirección a Cromer y, por tanto la misma tierra protege al mar contra la violencia del viento. Allí desembarcamos no sin bastantes dificultades, y fuimos a pie hacia Yarmouth donde nuestra desgracia fue aliviada por la generosidad de todos, desde los magistrados de la ciudad que nos dieron buen alojamiento hasta los comerciantes y propietarios de barcos, que nos facilitaron suficiente dinero para ir a Londres o retornar a Hull, según nuestra voluntad.
Si hubiera tenido entonces bastante sensatez para volver a Hull y a mi hogar, habría encontrado allí la felicidad, y mi padre, como un emblema de la parábola de Nuestro Señor, habría matado para mí el ternero cebado; en verdad, al enterarse de la desgracia ocurrida en la rada de Yarmouth al barco en el cual yo había huido, pasó largo tiempo inquieto hasta asegurarse de que no me había ahogado.
Pero mi mala estrella seguía impulsándome con una fuerza que nada podía resistir, y aunque muchas veces me sentí agobiado por el pensamiento y la voluntad de volver a casa, no encontré fuerza suficiente para hacerlo. Ignoro qué nombre debo dar a esto, ni pretendo que se trate de una secreta predestinación que nos lleva a ser instrumentos de nuestra propia ruina, aun cuando la estemos viendo y corramos hacia ella con los ojos abiertos. Por cierto que solo una desdicha inevitablemente destinada a mí, y de la cual me era imposible escapar, podía haberme arrastrado contra todo sensato razonamiento y las persuasiones de mi propia meditación, máxime teniendo en cuenta las dos evidentes advertencias que acababa de recibir en mi primera tentativa.
El camarada que me había empujado en mi decisión, y que era el hijo del capitán, parecía ahora mucho menos animoso que yo. La primera vez que me habló en Yarmouth, es decir, dos o tres días más tarde, porque nos alojábamos en lugares distintos, me dio la impresión de que estaba cambiado, y luego de preguntarme con aire melancólico y moviendo la cabeza cómo estaba mi salud, se volvió hacia su padre y le dijo quién era yo y cómo había intentado ese viaje a manera de prueba para más distantes expediciones. Su padre se volvió a mí con un aire a la vez grave y afectuoso, para decirme:
—Joven, no os embarquéis nunca más. Lo que ha ocurrido debe bastaros como indudable signo de que no estáis destinado a ser marino. Estad seguro de que si no volvéis al hogar, en cualquier sitio adonde vayáis encontraréis desastres y decepciones, hasta que las palabras de vuestro padre se hayan cumplido en vos.
Nos separamos al rato, sin que yo le hubiera contestado gran cosa, y no sé qué fue más tarde de él. Por lo que a mí respecta, dueño de algún dinero, me fui por tierra a Londres y allí, lo mismo que en el curso del viaje, sostuve duras luchas conmigo mismo para decidir cuál debería ser mi camino, si volvería a casa o al mar. De ir a casa me detenía la vergüenza, opuesta a mis mejores impulsos; se me ocurría que todos iban a reírse de mí, que no solo me humillaría presentarme ante mis padres sino a los vecinos y amigos; y puedo decir que desde entonces he observado cuán absurdo e irracional es el carácter de los hombres, en especial en los jóvenes, que los lleva a no avergonzarse de sus faltas y sí de su arrepentimiento, que no se reprochan los actos por los cuales merecen el nombre de insensatos mientras que los humilla el retorno a la verdad que les valdría en cambio la reputación de hombres prudentes.
Tuve suerte al hallarme a poco de mi llegada a Londres en muy buena compañía, cosa no muy frecuente en jóvenes tan libres y mal encaminados como lo era yo entonces, ya que el diablo no tarda en prepararles sus trampas. En primer lugar conocí al capitán de un barco que venía de Guinea y que, habiendo tenido allá muy buena fortuna, estaba resuelto a volver. Mi conversación, que en aquel entonces no era del todo torpe, le agradó mucho y oyéndome decir que ansiaba conocer el mundo me propuso hacer el viaje con él sin que me costara nada; sería su compañero de mesa y su camarada, sin contar que, llevando alguna cosa conmigo para comerciar, tendría todas las ventajas del intercambio y tal vez eso acrecentara mi decisión.
Acepté la propuesta y habiéndome hecho muy amigo del capitán, que era hombre simple y honesto, emprendí viaje con él llevando conmigo una modesta pacotilla que, gracias a la desinteresada probidad de mi compañero aumentó considerablemente. Había comprado por valor de cuarenta libras las baratijas y chucherías que el capitán me aconsejaba llevar, y ese dinero fue el producto de la ayuda de algunos parientes con los cuales me mantenía en contacto, de donde infiero que mi padre, o por lo menos mi madre, contribuyeron con ello a mi primera aventura.
Aquel fue el único viaje que puedo llamar excelente entre todas mis andanzas, y lo debo a la honesta integridad de mi amigo el capitán junto al cual adquirí además un discreto conocimiento de las matemáticas y las reglas de navegación, aprendí a llevar un diario de ruta, calcular la longitud y latitud para determinar la posición del buque y, en resumen, comprender aquellas cosas que deben ser conocidas por un marino. Es verdad que así como él tenía placer en enseñarme yo lo tenía en aprender; y en realidad aquel viaje hizo de mí a la vez un comerciante y un marino. Traje de regreso cinco libras y nueve onzas de oro en polvo a cambio de mi pacotilla, y ello me reportó en Londres no menos de trescientas libras, terminando de llenarme de ambiciosos proyectos que desde entonces me han traído a la ruina.
Y con todo, aun en aquel viaje tuve inconvenientes, por ejemplo, una continua enfermedad, producto de la elevada temperatura del clima que me producía calenturas; comerciábamos en la costa, desde los 15 grados hasta el mismo ecuador.
Podía considerarme ya un comerciante de Guinea, y cuando para desdicha mía a poco de desembarcar falleció mi amigo, me resolví a emprender nuevamente el viaje y embarqué en el mismo barco capitaneado ahora por el que había sido piloto en la anterior travesía. Nadie hizo nunca un viaje menos afortunado, pues aunque solo llevé conmigo cien libras de mi nueva fortuna, dejando las doscientas restantes en manos de la viuda de mi amigo, que las guardó celosamente, las desgracias llovieron sobre mí. La primera ocurrió cuando nuestro barco navegaba hacia las islas Canarias o, mejor, entre aquellas y la costa africana, pues fuimos sorprendidos una mañana por un corsario turco de Sallee que empezó a perseguirnos con todas las velas desplegadas. De inmediato soltamos cuanto trapo eran capaces de soportar los mástiles, pero nuestra esperanza de ganar distancia se vio pronto desmentida por el avance de los piratas, por lo cual nos dispusimos a la lucha contando con doce cañones contra los dieciocho que tenía el buque pirata. A las tres de la tarde se puso a tiro, pero en vez de soltarnos su andanada por la popa como parecía dispuesto vino sesgando para alcanzarnos más de lleno, permitiéndonos asestarle ocho cañones de ese lado y enviarle una andanada que lo obligó a alejarse, no sin antes responder a nuestro fuego agregando a los cañones una nutrida fusilería de los doscientos hombres que tenía a bordo. Por suerte no habían herido a nadie y nuestros hombres se mantenían a cubierto. Vimos que se preparaba a atacar nuevamente pero esta vez se aproximó por la otra borda lanzándose al abordaje contra el castillo de proa, donde unos sesenta piratas que consiguieron saltar se precipitaron con hachas y cuchillos a cortar los mástiles y aparejos. Los recibimos con fusilería, atacándolos también con bayonetas y granadas de mano, hasta conseguir despejar por dos veces la cubierta. Pero resumiendo esta triste parte de mi relato, después que nuestro barco quedó desmantelado, con tres marineros muertos y ocho heridos, no tuvimos otro remedio que rendirnos y los piratas nos condujeron prisioneros a Sallee, puerto que pertenecía a los moros.
2
CAUTIVERIO Y EVASIÓN
El trato que me dieron en Sallee no resultó tan duro como yo había esperado; ni siquiera me llevaron al interior del país con destino a la corte del emperador como les ocurrió a mis compañeros, sino que el capitán pirata me conservó como su parte en el botín, considerándome un esclavo joven y listo y por lo tanto apropiado para esa clase de andanzas.
Mi nuevo amo me había conducido a su casa, donde yo vivía en la esperanza de que me llevara consigo cuando volviera a embarcarse, confiando que el destino lo hiciera caer tarde o temprano prisionero de algún marino español o portugués y eso me valiera la libertad. Pronto, sin embargo, tuve que abandonar mi esperanza, porque cuando el pirata se embarcó me puso al cuidado del jardín y a cargo del resto de las tareas que son propias de los esclavos; y cuando volvió de su viaje me hizo subir a bordo para que me quedara vigilando el barco. Yo no hacía más que pensar en mi fuga y la manera de llevarla a cabo, pero no se me presentaba la más mínima ocasión y para mayor desgracia no tenía a nadie a quien participar mis intenciones y convencer de que se embarcara conmigo. Así pasaron dos años, en los que mi imaginación no descansó un momento, pero en los cuales jamás tuve oportunidad de utilizar mis ideas.
Pasados los dos años se presentó una ocasión bastante curiosa que volvió a animar en mí la esperanza de escaparme. Hacía mucho tiempo que mi amo permanecía en su casa sin alistar el barco para hacerse a la mar, según oí, por falta de dinero; dos veces a la semana, cuando el tiempo estaba bueno, acostumbraba salir de pesca en la pinaza del barco. En aquellas ocasiones me llevaba consigo, así como a un joven morisco, para que remáramos; ambos le placíamos mucho, en especial yo por mi habilidad en la pesca, tanto que terminó por enviarme algunas veces con un moro pariente suyo y el joven morisco a fin de que pescáramos para su mesa.
Aconteció que estando en la pinaza una mañana de mucha calma, se levantó tan espesa niebla que a media legua de la costa no podíamos verla, y remábamos sin saber en qué dirección; así pasamos todo el día y toda la noche hasta que al despuntar la mañana encontramos que habíamos salido al mar en vez de volver a tierra, de la que nos separaban por lo menos dos leguas. Con gran trabajo pudimos retornar, ya que el viento arreciaba y estuvimos en peligro, pero lo que más molestaba era el hambre.
Nuestro amo, advertido por la aventura, resolvió ser más precavido en el futuro, y disponiendo de la chalupa del buque inglés que había apresado se decidió a no salir de pesca sin llevar una brújula y algunas provisiones, ordenando al carpintero del barco —que era también un esclavo inglés— que le construyera una pequeña cabina en el centro de la chalupa, como las que tienen las falúas, con bastante espacio atrás para dirigir el timón y halar la vela mayor, y delante para que un marinero o dos pudiesen maniobrar el velamen.
Con esta chalupa salíamos frecuentemente y mi amo no me dejaba nunca en tierra porque apreciaba mi destreza en la pesca. Ocurrió que habiendo invitado a bordo, con intenciones de paseo o de pesca, a dos o tres moros distinguidos, hizo llevar provisiones en cantidad extraordinaria, ordenando que por la noche se cargara la chalupa con todo lo necesario y mandándome que alistara las tres escopetas que había a bordo con las correspondientes balas y pólvora, ya que les agradaba tanto cazar como pescar.
Hice todo lo que me había indicado y a la mañana siguiente esperaba con la chalupa perfectamente limpia, su bandera y gallardetes enarbolados y todo lo necesario para recibir a los huéspedes, cuando vino mi amo a decirme que sus amigos habían renunciado al paseo a causa de imprevistos negocios, por lo cual me mandaba que saliera con el moro y el muchacho que eran mis acompañantes habituales a pescar para la cena, ya que aquellos amigos comerían en su casa; agregó que tan pronto hubiera pescado lo bastante me apresurara a llevarlo a la casa, todo lo cual me dispuse a ejecutar.
Fue entonces cuando mis contenidas ansias de libertad me asaltaron con renovada violencia al darme cuenta de que tendría a mi disposición un pequeño barco, y cuando mi amo se alejó me apresuré a proveerme, no para una partida de pesca sino para un viaje; cierto que no sabía hacia dónde iba a encaminar mi rumbo, pero ni siquiera me detuve a pensarlo; cualquier camino que me llevara lejos de allí era mi camino.
Mi primera medida fue convencer al moro de que necesitábamos embarcar con nosotros algunas provisiones para no sentir hambre durante la pesca, y aduje que no correspondía que tocáramos los alimentos que el amo había almacenado en la chalupa. A él le pareció bien y pronto vino trayendo un gran canasto de galleta o bizcochos y tres tinajas de agua. Yo sabía dónde guardaba mi amo sus licores, encerrados en una caja que, por el aspecto, era indudablemente de fabricación inglesa, sin duda botín de algún navío apresado; mientras el moro estaba en tierra llevé la caja a bordo como para hacer creer que el amo lo había ordenado así anteriormente. Llevé también un gran pedazo de cera que pesaba más de cincuenta libras, un rollo de bramante, una hachuela, una sierra y un martillo, todo lo cual nos sería muy útil más adelante, especialmente la cera para hacer velas. Equipados con todo lo necesario salimos del puerto a pescar, y los guardianes del castillo que defiende el puerto nos conocían tan bien que no nos molestaron, por lo que seguimos más de una milla fuera hasta encontrar sitio donde arriar las velas y principiar la tarea. El viento soplaba del N-NE, y por tanto no me convenía, mientras que viniendo del sur me hubiera llevado con seguridad a la costa española y a la bahía de Cádiz. Pero mi resolución estaba tomada; soplara de donde soplase yo me fugaría de aquel horrible lugar dejando el resto en manos del destino.
Estuvimos largo rato sin pescar nada, pues cuando yo sentía picar no alzaba el anzuelo, hasta que dije al moro:
—Este lugar es malo y si nos quedamos en él nuestro amo no será servido como se merece; tenemos que alejarnos más.
Sin sospechar nada, el moro asintió y se puso a tender las velas mientras yo piloteaba la chalupa hasta una legua más allá donde nos detuvimos como para pescar; entonces, dejando el timón al muchacho, me fui hasta donde estaba el moro y fingiendo inclinarme para levantar algo a sus espaldas lo tomé de las piernas y lo precipité por la borda al mar. Salió inmediatamente a la superficie porque nadaba como un pez y me suplicó lo dejara subir a bordo asegurándome que iría conmigo a cualquier parte. Nadaba tan rápidamente detrás de la chalupa que pronto la hubiera alcanzado, ya que apenas había viento, de modo que corrí a la cabina y tomando una de las escopetas le apunté diciéndole que no le deseaba ningún mal y que si desistía de subir a bordo no tiraría sobre él.
—Sabes nadar lo bastante como para llegar a tierra —agregué— y el mar está tranquilo, de modo que vuélvete ahora mismo; si insistes en subir a la chalupa te tiraré a la cabeza, porque estoy dispuesto a recuperar mi libertad.
Oyendo estas palabras giró en el agua y lo vimos volverse hacia la costa, adonde no dudo habrá llegado fácilmente, pues ya he dicho lo bien que nadaba.
Hubiera preferido tener al moro a mi lado y tirar por la borda al muchacho, pero no me fiaba de aquel. Cuando se hubo alejado me volví hacia mi compañero, que se llamaba Xury y le dije:
—Xury, si me eres fiel tendrás una gran recompensa; pero si no te golpeas la cara (es decir, si no juraba por Mahoma y la barba de su padre) tendré que tirarte también al agua.
El muchacho, sonriendo con inocencia, dijo tales palabras y me hizo tales juramentos de que iría conmigo hasta el fin del mundo, que no me quedó ninguna desconfianza.
Mientras estuvimos al alcance de la mirada del moro, que seguía nadando, mantuve la chalupa al pairo inclinándola más bien a barlovento para que me creyera encaminado hacia la boca del estrecho. Pero tan pronto como oscureció cambié el rumbo y puse proa al sudeste, ligeramente hacia el este para no perder de vista la costa; con buen viento y el mar en calma navegamos tanto que a las tres de la tarde del día siguiente, cuando calculé la posición, deduje que habíamos recorrido no menos de ciento cincuenta millas al sur de Sallee, mucho más allá de los dominios del emperador de Marruecos y probablemente de todo otro imperio, ya que en la costa no se veía a nadie.
Pero era tal el miedo que me inspiraban los moros y desconfiaba tanto de caer en sus manos que no quise detenerme para bajar a tierra, ni siquiera anclar, sino que aprovechando el buen viento seguimos navegando por espacio de cinco días; entonces el viento cambió al cuadrante sur y como yo sabía que aquello perjudicaba igualmente a todo buque perseguidor, me aventuré a acercarme a la costa y anclamos en la desembocadura de un riacho tan desconocido como la latitud, el país y los habitantes. Por cierto que prefería no ver a nadie, siendo única razón del desembarco la necesidad de agua dulce. Llegamos por la tarde al riacho, decidiendo nadar de noche hasta la costa y explorar los alrededores, pero así que oscureció empezamos a oír tan horribles rugidos, ladridos y aullidos de los animales salvajes que el pobre Xury se moría de miedo y me rogó que no bajase a tierra hasta que viniera el día.
Yo estaba tan asustado como el pobre muchacho, pero nuestro espanto creció cuando oímos a uno de aquellos enormes animales que venía nadando hacia la chalupa. No alcanzábamos a verlo, pero comprendíamos por sus resoplidos que debía ser un animal enorme y furioso. Xury sostenía que se trataba de un león —lo que acaso era cierto— y me rogaba que levantáramos anclas y huyéramos.
—No, Xury —le dije—. Podemos soltar el cable con la boya y dejarnos llevar hacia el mar; los animales no osarán nadar tanta distancia.
Apenas había dicho esto cuando vi al monstruo (fuera lo que fuese) a dos remos de distancia de la chalupa. Venciendo mi sorpresa tomé una de las escopetas de la cabina y tiré sobre él, viéndolo girar de inmediato en el agua y volverse hacia la costa.
Sería imposible describir los horribles sonidos, el aullar y rugir que se elevó en la costa y desde muy adentro del país como un eco a mi disparo, ruido que probablemente aquellas bestias oían por vez primera. Aquello me convenció de que sería insensato desembarcar de noche, pero también durante el día. Caer en manos de salvajes era tan desastroso como caer en las garras de tigres y leones; ambas cosas nos parecían igualmente funestas.
Sea lo que fuese, necesitábamos obtener agua de alguna manera, puesto que no teníamos ni una pinta. Pero ¿cómo? Fue entonces que Xury me rogó que lo dejara desembarcar con una de las tinajas para buscar y traerme agua. Le pregunté por qué quería ir él en vez de quedarse esperándome en la chalupa. La respuesta del muchacho me hizo quererlo profundamente desde ese momento.
—Si hombres salvajes venir —dijo— ellos comerme a mí, vos salvaros.
—Muy bien, Xury —le contesté—, entonces iremos los dos y si vienen los salvajes los mataremos para que no nos coman.
Le di un pedazo de galleta y un trago del licor que saqué de la caja ya mencionada, y tras de acercar la chalupa todo lo posible a la costa desembarcamos sin otra defensa que nuestros brazos y dos tinajas para el agua.
No me atrevía a perder de vista la chalupa por miedo a que los salvajes salieran del río en canoas y la abordaran; entretanto el muchacho había visto un terreno bajo a una milla aproximadamente y corrido hacia él, hasta que de improviso lo vi volver a toda carrera. Pensé que algún salvaje lo perseguía o que había tenido miedo de las fieras, por lo que fui en su ayuda, pero cuando estuvo más cerca vi que traía algo colgando del hombro, un animal que acababa de cazar parecido a una liebre, pero de patas más largas y distinto color. Nos alegramos mucho y su carne nos pareció excelente, aunque la mayor alegría de Xury fue hacerme saber que había encontrado agua potable y ningún salvaje en los alrededores.
Yo había navegado por aquellas costas y sabía que las islas Canarias así como las de Cabo Verde no podían estar muy distantes. Me faltaban sin embargo instrumentos para calcular la latitud; no recordaba con precisión la de las islas, de manera que no sabía si continuar en una u otra dirección para encontrarlas; salvo esto, hubiera sido muy simple tocar tierra en ellas. Mi esperanza estaba en seguir la línea de la costa hasta las regiones donde comercian los ingleses, y dar con alguno de sus barcos mercantes que nos rescatara de nuestras desdichas.
Una o dos veces me pareció ver el Pico de Tenerife, la cresta culminante de las montañas de Tenerife en las Canarias, y por dos veces intenté llegar a las islas, pero los vientos contrarios me lo impidieron, así como un mar demasiado agitado para nuestro barquichuelo; entonces me resigné a proseguir el viaje sin perder de vista la costa.
Muchas veces nos vimos obligados a desembarcar en procura de agua dulce, y recuerdo una ocasión en que anclamos muy temprano al pie de un promontorio bastante alto, esperando que la marea nos llevara aún más adentro. Xury, que tenía mejor vista que yo, me llamó de pronto para decirme que haríamos mejor en levar anclas cuanto antes.
—Mirad allá —agregó— ese horrible monstruo que duerme en la ladera de la colina.
Seguí la dirección que me apuntaba y vi ciertamente al monstruo: un enorme león tendido sobre la playa y protegiéndose del sol por una proyección rocosa de la colina.
—Xury —dije al muchacho—, irás a la tierra y lo matarás.
Me miró aterrado.
—¿Yo matarlo? ¡Él comerme de un boca! —exclamó, queriendo significar un bocado.
No le dije más nada, pero indicándole que se quedara quieto tomé la escopeta más grande, cuyo calibre era casi el de un mosquete, y la cargué con suficiente pólvora y dos pedazos de plomo; metiendo dos balas en otra escopeta, puse en la tercera cinco plomos pequeños. Apunté lo mejor posible con la primera arma, buscando darle en la cabeza, pero como dormía con una pata tapándole parcialmente la nariz los plomos le alcanzaron la rodilla y le rompieron el hueso. Se levantó gruñendo, pero al sentir la pata rota volvió a caer para enderezarse luego sobre tres patas y exhalar el más horroroso rugido que haya escuchado en mi vida. Me sorprendía no haberle acertado en la cabeza, por lo cual le apunté con la segunda escopeta y, aunque se movía de un lado a otro, tuve el placer de verlo desplomarse ya sin rugir, pero todavía luchando en su agonía. Xury, que había recobrado los ánimos, me pidió que lo dejara desembarcar y cuando se lo consentí saltó al agua, con una escopeta en la mano y nadando con la otra hasta llegar junto al león, y apoyándole el caño en la oreja le disparó el tiro de gracia.
Todo ello nos había divertido un buen rato, pero sin darnos alimentos, tanto que empecé a lamentar haber desperdiciado aquella pólvora y balas en un animal que de nada nos servía. Xury quería conservar algo de él y cuando vino a bordo me pidió permiso para llevar el hacha a tierra.
—¿Para qué la quieres, Xury? —pregunté.
—Yo cortarle cabeza —me contestó. Pero aunque hizo lo posible no pudo cortársela y se conformó con una pata que trajo a bordo y que era monstruosamente grande. Entonces se me ocurrió que la piel del león podía sernos de alguna utilidad y resolvimos desollarlo. Xury fue mucho más hábil que yo en esta tarea que me resultaba muy difícil. Trabajamos el día entero, pero al fin le sacamos la piel y la pusimos sobre el techo de la cabina, donde el sol la secó en un par de días, tras de lo cual me sirvió para dormir sobre ella.
Nuevamente embarcados, seguimos hacia el sur sin interrupción durante diez o doce días, tratando de ahorrar las provisiones que disminuían rápidamente y bajando a tierra solo cuando la sed nos obligaba. Mi intención era llegar hasta el río Gambia o Senegal —es decir, a la altura de Cabo Verde—, donde confiaba encontrar algún barco europeo; de no tener esa suerte ignoraba qué iba a ser de mí, ya fuera buscando las islas o pereciendo a mano de los negros. Sabía que todos los barcos que navegan de Europa a la costa de Guinea, Brasil o las Indias Orientales, tocan en el Cabo o en aquellas islas; en una palabra, depositaba mi entera suerte en el hecho de encontrar un barco y de lo contrario solo podía esperar la muerte.
Mientras trataba de poner en práctica esa intención, y en el transcurso de aquellos diez días, empecé a notar que la tierra estaba habitada; en dos o tres lugares vimos en las playas gentes que nos miraban pasar, advertimos que eran negros y que estaban completamente desnudos. Me inclinaba yo a trabar relación con ellos, pero Xury era mi mejor consejero y repetía:
—No, no ir, no ir.
Acerqué sin embargo la chalupa a distancia suficiente para hablar, pero los negros echaron enseguida a correr por la playa. Noté que no llevaban armas, salvo uno que tenía una especie de largo bastón que Xury dijo ser una lanza que aquellos salvajes arrojan con gran puntería y a larga distancia. Me mantuve, pues, alejado, pero traté de entenderme con ellos por signos haciendo aquellas señales que se refieren al acto de comer. Me contestaron a su modo que anclara la chalupa y que me darían alimentos, y mientras yo arriaba la vela y quedaba a la espera, dos de ellos fueron tierra adentro, de donde regresaron a la media hora trayendo consigo dos grandes pedazos de carne seca y grano como el que produce su país.
Aunque no teníamos idea de lo que podían ser tales alimentos los aceptamos de inmediato, pero el problema estaba en cómo recibirlos, pues ni yo me animaba a desembarcar ni ellos a llegarse hasta la chalupa; pronto vi, sin embargo, que habían encontrado un procedimiento satisfactorio para ambos, ya que dejaron la carne y los granos en la playa, se alejaron a gran distancia y me dieron tiempo de ir a buscarlos, tras lo cual volvieron a acercarse.
Teníamos, pues, provisiones y agua, y separándonos de aquellos cordiales negros seguimos navegando otros once días aproximadamente sin volver a arrimar a la costa, hasta que un día vi una tierra que penetraba profundamente en el mar a una distancia de cuatro o cinco leguas de donde estábamos; como el día era sereno, dimos una gran bordada para llegar a ella, y por fin, cuando doblamos la punta a unas dos leguas de la costa, distinguimos con toda claridad tierras al otro lado, mirando hacia el mar. Supuse que la tierra más próxima era Cabo Verde y la otra las islas que llevan su mismo nombre. Desgraciadamente estaban a una enorme distancia y no me decidía a lanzarme en su dirección por miedo a que una borrasca me sorprendiera a mitad de camino y sin poder llegar a una ni otra.
En este dilema me fui a la cabina a pensarlo mejor, dejando a Xury en el timón, cuando repentinamente le oí gritar:
—¡Señor, señor, un barco con vela!
El pobre muchacho estaba mortalmente asustado, temiendo que se tratara de algún navío enviado por el moro para perseguirnos y sin pensar que ya estábamos demasiado lejos de su alcance. Salté de la cabina y conocí de inmediato que el barco era portugués y que se dirigía sin duda a Guinea en procura de negros. Con todo, observando la ruta que seguía, me convencí de que el barco iba a otra parte y no mostraba intenciones de acercarse a tierra, por lo que saqué la chalupa mar afuera, resuelto a hablar con aquellos marinos si estaba a mi alcance.
Soltando todo el trapo que teníamos, vine a descubrir que no solo era imposible acercarnos al navío sino que este se alejaría antes de que me fuera posible hacerle señal alguna; pero mientras yo, después de haber intentado todo lo imaginable, empezaba a desesperar, parece que ellos alcanzaron a ver la chalupa con ayuda de su anteojo descubriendo que se trataba de un bote europeo, por lo cual imaginaron que un barco había naufragado y se apresuraron a arriar velamen para que yo pudiera ganar terreno. Esto me llenó de alegría, y como conservaba la bandera de mi antiguo amo la enarbolé en señal de socorro y disparé un tiro de escopeta, cosas ambas que observaron desde el barco, pues más tarde me dijeron que habían visto el humo aunque no les llegó el ruido del disparo. Tales señales los determinaron a detener el barco y esperarme; tres horas después subía yo a bordo.
Me hicieron muchas preguntas que no entendí, hablándome en portugués, español y francés, hasta que un marinero natural de Escocia se dirigió a mí y pude explicarle que era inglés y cómo me había fugado de los moros en Sallee, siendo de inmediato muy bien recibido a bordo con todos mis efectos.
Es fácil de comprender la inmensa alegría que tuve al considerarme librado de tan desdichada situación; de inmediato ofrecí cuanto tenía al capitán como compensación por mi rescate, pero él no quiso aceptar nada y me dijo generosamente que todo lo mío me sería devuelto cuando llegásemos al Brasil.
—Al salvar vuestra vida —me aseguró— he procedido tal como quisiera ser tratado yo mismo si alguna vez me encontrara en las mismas circunstancias. Además si os llevara a un lugar tan lejano de vuestra patria y os privara de lo que es vuestro, sería como condenaros a perecer de hambre y quitaros así la misma vida que acabo de salvar. No, no, señor inglés, os llevaré allá sin recibir nada, y lo que poseéis os servirá para vivir en el Brasil y pagar el pasaje de retorno.
Pronto comprendí que sus actos se ajustaban celosamente a sus promesas; ordenó a los marineros que nadie tocara lo mío, lo puso bajo su propia responsabilidad y mandó hacer un inventario que me entregó, donde se incluían hasta las tres tinajas de barro.
Cuando vio mi chalupa, que era excelente, quiso comprármela para incorporarla a su barco y me preguntó en cuánto estimaba yo su valor. Le contesté que había sido tan generoso conmigo que no me correspondía fijar el precio sino que lo dejaba en sus manos. Me propuso entonces librarme una letra pagadera en el Brasil por valor de ochenta piezas de a ocho, y que si al llegar allí alguien ofrecía más por la chalupa él compensaría la diferencia. Me ofreció también sesenta piezas de a ocho por Xury, pero me desagradaba recibirlas, no porque me preocupara la suerte del muchacho junto al capitán sino porque me dolía vender la libertad de quien tan fielmente me ayudara a lograr la mía. Cuando dije esto al capitán me contestó que era muy justo, pero que para tranquilizarme se comprometía a firmar una obligación por la cual Xury sería libre al cabo de diez años siempre que se hiciera cristiano. Satisfecho con esto, y más cuando el mismo Xury me manifestó su conformidad, se lo cedí.
Tuvimos buen viaje al Brasil y a los veintidós días llegamos a la bahía de Todos los Santos. Nuevamente me había salvado de la más miserable situación en que puede verse un hombre, y otra vez debía enfrentar el problema de mi futuro destino.