Una educación

Tara Westover

Fragmento

cap-2

Prólogo

Estoy encima del vagón rojo abandonado, al lado del establo. Cuando el viento arrecia, el pelo me azota la cara y el frío se me cuela por el cuello abierto de la camisa. Los vendavales son fuertes cerca de la montaña, como si la cumbre misma exhalara. El valle está tranquilo, sin que nada lo perturbe. Entretanto, nuestra granja baila: las rotundas coníferas se balancean despacio mientras tiemblan la artemisa y los cardos, que se inclinan ante las ráfagas y las corrientes. Detrás de mí, una colina suave asciende para unirse a la base de la montaña. Si miro hacia arriba, veo la forma oscura de la Princesa India.

La colina está revestida de trigo almidonero. Si las coníferas y la artemisa son solistas, el trigal es un cuerpo de baile en el que cada tallo sigue a los demás en arranques de movimiento y un millón de bailarinas se comban, una tras otra, cuando el ventarrón les abolla la dorada cabeza. La forma de la abolladura se mantiene solo un instante, y es lo más cerca que estamos de ver el viento.

Al volverme hacia nuestra casa, situada en la ladera, percibo movimientos de un género distinto, sombras alargadas que se abren paso con rigidez entre las corrientes. Mis hermanos varones se han levantado y miran qué tiempo hace. Imagino a mi madre frente a los fogones, donde prepara tortitas de harina y salvado. Visualizo a mi padre encorvado junto a la puerta trasera, atándose los cordones de las botas de seguridad para luego enfundarse los guantes de soldador en las manos encallecidas. El autobús escolar pasa por la carretera sin detenerse.

Aunque solo tengo siete años, sé que ese hecho, más que ningún otro, diferencia a mi familia: nosotros no vamos a la escuela.

A papá le preocupa que el Gobierno nos obligue a ir, pese a que no puede obligarnos porque no sabe de nuestra existencia. De los siete hijos de mis padres, cuatro no tenemos partida de nacimiento. No tenemos historia clínica porque nacimos en casa y nunca hemos ido a una consulta médica o de enfermería.[1] No tenemos expediente escolar porque jamás hemos pisado un aula. Cuando cumpla nueve años, inscribirán mi nacimiento en el registro civil, pero ahora, según el estado de Idaho y el gobierno federal, no existo.

Sí existía, desde luego. Había crecido preparándome para los Días de Abominación, esperando a que el sol se oscureciera y la luna rezumara sangre. En verano elaboraba conservas de melocotón y en invierno reordenaba las provisiones según su caducidad. Cuando el Mundo de los Humanos se viniera abajo, mi familia seguiría adelante, incólume.

Me habían educado en los ritmos de la montaña, en los que el cambio no era esencial, sino tan solo cíclico. Todas las mañanas aparecía el mismo sol, que después de recorrer el valle descendía detrás del pico. La nieve caída en invierno se derretía en primavera. Nuestra vida era un ciclo —el ciclo del día, el ciclo de las estaciones—, un círculo de cambio perpetuo que, una vez completado, significaba que nada había cambiado. Creía que mi familia formaba parte de ese modelo inmortal, que en cierto sentido éramos eternos. Pero la eternidad pertenecía solo a la montaña.

Mi padre contaba una historia acerca del pico, antiguo y grandioso como una catedral. Si bien en la cordillera había otros más altos e imponentes, Buck’s Peak era el de factura más bella. Con una base que se extendía un kilómetro y medio, su masa oscura surgía de la tierra y se elevaba para formar un chapitel perfecto. Desde cierta distancia se distinguía la huella de un cuerpo femenino en la cara de la montaña: las enormes quebradas constituían las piernas; el pelo era un conjunto de pinos dispuestos en abanico sobre la cresta septentrional. Su actitud era imperiosa, con una pierna adelantada en un movimiento vigoroso, más una zancada que un paso.

Mi padre la llamaba la Princesa India. Todos los años, cuando la nieve empezaba a fundirse, emergía de cara al sur para observar el regreso de los búfalos al valle. Mi padre decía que los indios nómadas esperaban su aparición como un indicio de la primavera, una señal de que la montaña se deshelaba, de que el invierno había terminado y de que había llegado la hora de volver a casa.

Todos los relatos de mi padre giraban en torno a nuestra montaña, nuestro valle, nuestro abrupto pedacito de Idaho. Nunca me advirtió de lo que debía hacer si me marchaba de la montaña, si cruzaba océanos y continentes y acababa en un territorio desconocido, donde ya no podría buscar en el horizonte a la Princesa. Nunca me contó cómo sabría cuándo había llegado la hora de volver a casa.

cap-3

PRIMERA PARTE

cap-4

1

Escoger lo bueno

Mi recuerdo más vivo no es un recuerdo. Es algo que imaginé y que luego llegué a evocar como si hubiera sucedido. Se formó cuando tenía cinco años, poco antes de que cumpliera los seis, a partir de una historia que mi padre contó con tanto detalle que cada uno de mis hermanos y yo fraguamos nuestra propia versión cinematográfica, con tiros y gritos. En la mía había grillos. Es lo que oigo cuando mi familia se acurruca en la cocina, con las luces apagadas, para esconderse de los federales que rodean la casa. Una mujer alcanza un vaso de agua y su silueta queda iluminada por la luna. Resuena un disparo como un trallazo y la mujer se desploma. En mi recuerdo es mi madre quien cae, y lleva un bebé en brazos.

Lo del bebé no cuadra —soy la menor de los siete hijos de mi madre—, pero, como he dicho, nada de eso ocurrió.

Una noche, un año después de que mi padre nos contara esa historia, nos reunimos para escucharle leer a Isaías, la profecía sobre Emmanuel. Estaba sentado en nuestro sofá color mostaza, con una Biblia enorme abierta sobre el regazo y mi madre al lado. Los demás nos habíamos desperdigado sobre la mullida moqueta marrón.

—«Comerá mantequilla y miel —salmodiaba papá con voz débil y monótona, agotado tras una larga jornada acarreando chatarra—, hasta que sepa desechar lo malo y escoger lo bueno.»

Siguió una pausa densa. Permanecimos en silencio.

Pese a no ser alto, mi padre era capaz de imponerse en una habitación. Poseía prestancia, la solemnidad de un oráculo. Sus manos, recias y curtidas —las manos de un hombre que había trabajado mucho toda su vida—, agarraban con firmeza la Biblia.

Leyó el fragmento en voz alta una segunda vez; luego, una tercera y una cuarta. Con cada repetición su tono se volvía más agudo. Sus ojos, hinchados de cansancio poco antes, estaban muy abiertos y alertas. La frase contenía una doctrina divina, afirmó. Consultaría al Señor.

A la mañana siguiente sacó del frigorífico la leche, el yogur y el queso, y al atardecer regresó a casa con doscientos litros de miel en el camión.

—Isaías no dice qué es lo malo, si la mantequilla o la miel —comentó con una sonrisa de oreja a oreja mientras mis hermanos arrastraban las cubas blancas hasta el sótano—. Pero si le preguntáis, el Señor sí os lo dirá.

Leyó el versículo a su madre, que se le rio en la cara.

—Tengo unos peniques en el monedero —le dijo ella—. Más vale que te los quedes. Con tu sesera no conseguirás nada más.

La abuela tenía la cara delgada y angulosa y un surtido ilimitado de falsas joyas indias, todas de plata y turquesa, que le colgaban en racimos largos y finos de los dedos y el cuello. Como vivía más abajo que nosotros, cerca de la carretera, la llamábamos «abuela de colina abajo». Así la distinguíamos de la abuela materna, a la que llamábamos «abuela de la ciudad» porque vivía veinticinco kilómetros al sur, en la única ciudad del condado, que tenía un solo semáforo y un supermercado.

Papá y su madre se llevaban como dos gatos con las colas atadas entre sí. Podían pasarse una semana entera hablando sin ponerse de acuerdo en nada, pero les unía su veneración por la montaña. Mi familia paterna llevaba un siglo viviendo en la falda de Buck’s Peak. Mientras que las hermanas de papá se marcharon al casarse, él se quedó, construyó una casucha amarilla, que no llegó a terminar, más arriba de la vivienda de su madre y plantificó un desguace —uno de varios— en la base de la montaña, al lado del cuidado césped de la abuela.

Discutían a diario. Porfiaban sobre la suciedad del desguace y más a menudo sobre nosotros, los críos. La abuela opinaba que debíamos estar en la escuela en lugar de «vagar por la montaña como unos salvajes», según sus propias palabras. Mi padre afirmaba que la escuela pública era una artimaña del Gobierno para alejar de Dios a los niños. «Para el caso daría igual entregar a mis hijos al mismísimo diablo —decía— que enviarlos a la escuela.»

Dios ordenó a mi padre que compartiera la revelación con quienes vivían y trabajaban en la sombra de Buck’s Peak. Casi todos se reunían los domingos en la iglesia, una capilla de color nogal situada al lado de la carretera, con el campanario, pequeño y sobrio, típico de los templos mormones. Papá abordó a los padres cuando se levantaban de los bancos. Empezó por su primo Jim, quien le escuchó con aire afable mientras papá agitaba la Biblia y le informaba de que la leche era pecaminosa. Jim sonrió de oreja a oreja, le dio unas palmadas en la espalda y afirmó que ningún Dios justo privaría al hombre de un helado de fresa casero en las calurosas tardes de verano. Su mujer le tiró del brazo. Cuando Jim pasó por nuestro lado percibí un olorcillo a estiércol. Entonces lo recordé: la enorme granja lechera situada a menos de dos kilómetros al norte de Buck’s Peak era suya.

Después de que a mi padre le diera por predicar contra la leche, la abuela llenó de ella la nevera. Si bien el abuelo y ella solo la tomaban desnatada, no tardó en tener también semidesnatada, entera e incluso con chocolate. Por lo visto consideró importante mantenerse firme en ese aspecto.

El desayuno se convirtió en una prueba de lealtad. Todas las mañanas nos sentábamos alrededor de una gran mesa, de madera de roble rojo reciclada, a tomar un tazón de siete cereales con miel y melaza, o bien tortitas de siete cereales también con miel y melaza. Como éramos nueve, las tortitas siempre quedaban crudas por dentro. No me importaba comerme los cereales si podía remojarlos en leche para que la nata apelotonara el grano molido y penetrara en los grumos, pero desde la revelación nos los tomábamos con agua. Era como zamparse un tazón lleno de barro.

No tardé en pensar en toda la leche que se estropeaba en la nevera de la abuela. Entonces adquirí la costumbre de saltarme el desayuno todos los días para ir derecha al establo. Echaba de comer a los cerdos, llenaba el abrevadero de las vacas y los caballos, cruzaba de un brinco la valla del corral y rodeaba el establo para entrar en casa de la abuela por la puerta lateral.

Una de esas mañanas, mientras estaba sentada al mostrador de la cocina observando cómo la abuela llenaba de copos de maíz un tazón, me preguntó:

—¿Qué te parecería ir a la escuela?

—No me gustaría.

—¿Y cómo lo sabes, si nunca has ido? —me espetó.

Tras añadir la leche y tenderme el tazón se encaramó a un taburete del mostrador, enfrente de mí, y observó cómo me zampaba los cereales a cucharadas.

—Mañana nos vamos a Arizona —me informó, aunque yo ya lo sabía.

Todos los años los abuelos se marchaban a Arizona en cuanto el tiempo empezaba a cambiar. El abuelo decía que era demasiado viejo para los inviernos de Idaho; con el frío le dolían los huesos.

—Levántate temprano —añadió la abuela—, alrededor de las cinco, y te llevaremos con nosotros. Te matricularemos en una escuela.

Me removí en el taburete. Traté de imaginarme la escuela pero no pude. Me vino a la mente la escuela dominical, a la que asistía todas las semanas y que detestaba. Un niño llamado Aaron había contado a las niñas que yo no sabía leer porque no iba al colegio, y desde entonces ninguna me hablaba.

—¿Ha dicho mi padre que puedo ir? —le pregunté.

—No. Pero cuando se percate de tu ausencia ya estaremos muy lejos —respondió la abuela, que dejó mi tazón en el fregadero y miró por la ventana.

La abuela era una fuerza de la naturaleza: impaciente, enérgica, dueña de sí misma. Para mirarla había que retroceder un paso. Se teñía el pelo de negro, lo que realzaba la severidad de sus rasgos, en especial las cejas, que todas las mañanas se pintarrajeaba para formar gruesos arcos azabache. Se las dibujaba tan grandes que parecían estirarle la cara. Además se las trazaba muy altas, de modo que envolvían el resto de las facciones en una expresión de aburrimiento, casi de sarcasmo.

—Deberías ir a la escuela —dijo.

—¿Y no te obligará mi padre a traerme a casa? —le pregunté.

—Tu padre no puede obligarme a hacer nada de nada. —La abuela se irguió—. Si te quiere aquí, tendrá que ir a buscarte. —Dudó y por un momento pareció avergonzada—. Ayer hablé con él. No podrá ir a por ti durante una buena temporada. Lleva muy retrasado ese cobertizo que está construyendo en la ciudad. No puede liar el petate y largarse a Arizona mientras el tiempo aguante y los chicos y él tengan por delante largas jornadas de trabajo.

La abuela lo tenía bien planeado. Mi padre trabajaba de sol a sol las semanas anteriores a la primera nevada a fin de que el transporte de chatarra y la construcción de establos le proporcionaran dinero suficiente para pasar el invierno, cuando escaseaban los empleos. Aunque su madre se fugara conmigo, la pequeña de la familia, no podría dejar de trabajar hasta que el hielo recubriera la carretilla elevadora.

—Antes de marcharme tendré que dar de comer a los animales —dije—. Si las vacas rompen la valla para ir en busca de agua, papá se dará cuenta de que no estoy.

No dormí aquella noche. Me quedé sentada en el suelo de la cocina viendo pasar las horas. La una de la madrugada. Las dos. Las tres.

A las cuatro me levanté y dejé las botas junto a la puerta trasera. Sabía que la abuela no me permitiría subir con ellas al coche porque estaban cubiertas de estiércol seco. Las visualicé en su porche, abandonadas mientras yo me iba descalza a Arizona.

Imaginé qué ocurriría cuando mi familia reparara en mi ausencia. Mi hermano Richard y yo solíamos pasar días enteros en la montaña, por lo que con toda probabilidad nadie se daría cuenta hasta la puesta del sol, al ver que Richard volvía a casa para cenar y yo no. Imaginé a mis hermanos saliendo en tromba en mi busca. Primero mirarían en el desguace, donde levantarían las planchas de hierro por si alguna se hubiera deslizado y me hubiese dejado inmovilizada. Después peinarían la granja, treparían a los árboles y rastrearían el altillo del establo. Por último se dirigirían a la montaña.

Para entonces ya habría caído la tarde. Sería ese momento previo a la llegada de la noche en el que el paisaje se reduce a un contraste de claroscuros, y en el que el mundo que nos rodea, más que verse, se intuye. Imaginé a mis hermanos dispersándose por la montaña y buscando en la negrura de los bosques. No hablarían; todos tendrían los mismos pensamientos. En la montaña todo podía torcerse de forma terrible. Aparecían barrancos de improviso. Los caballos cimarrones de mi abuelo corrían a sus anchas por terrenos cubiertos de cicuta y abundaban las serpientes de cascabel. Ya habíamos realizado en alguna ocasión una batida cuando en el establo faltaba un ternero. En el valle lo encontrábamos herido; en la montaña, muerto.

Imaginé a mi madre escrutando la oscura cima junto a la puerta trasera cuando mi padre llegara a casa para informarle de que no me habían encontrado. Mi hermana, Audrey, aconsejaría que alguien fuera a preguntar a la abuela, y mi madre diría que la abuela se había marchado a Arizona de madrugada. Esas palabras flotarían un instante en el aire, hasta que todos cayeran en la cuenta de adónde me había ido. Imaginé la cara de mi padre —los oscuros ojos achicados, la boca comprimida en una mueca de disgusto— cuando se volviera hacia mi madre. «¿Crees que ha decidido irse?»

Su voz resonaría grave y apesadumbrada. Luego se impondrían los sonidos de un recuerdo evocado: grillos, disparos y, por último, silencio.

Según descubriría más tarde, fue un suceso famoso —como la masacre de indios en Wounded Knee y el asalto de Waco—, pero la primera vez que mi padre nos lo contó tuve la impresión de que éramos los únicos que lo sabíamos en el mundo.

Empezó hacia el final de la estación de las conservas, que otros niños seguramente conocerán como «verano». Mi familia dedicaba los meses cálidos a envasar fruta, que según mi padre necesitaríamos en los Días de Abominación. Una noche llegó inquieto del desguace. Durante la cena se paseó por la cocina sin apenas probar bocado. Teníamos que ponerlo todo en orden, dijo. Quedaba poco tiempo.

Pasamos el día siguiente pelando e hirviendo melocotones en la olla a presión. Al ponerse el sol ya habíamos llenado decenas de tarros de tapa hermética, que estaban dispuestos en filas perfectas, todavía calientes. Mi padre supervisó el trabajo. Tras contar los recipientes murmurando para sí, se volvió hacia mi madre y dijo: «Es suficiente».

Aquella noche convocó una asamblea familiar y nos reunimos alrededor de la mesa de la cocina porque era ancha y larga y nos permitía sentarnos a todos. Teníamos derecho a saber a qué nos enfrentábamos, dijo en la cabecera de la mesa. Encaramados a los bancos, los demás observábamos los gruesos tablones de roble rojo.

—No lejos de aquí vive una familia que lucha por la libertad —añadió—. No quieren que el Gobierno lave el cerebro a sus hijos en las escuelas públicas, y por eso los federales han ido a por ellos. —Mi padre soltó una exhalación larga y lenta—. Los federales han rodeado la cabaña, los tienen acorralados desde hace semanas, y cuando un niño hambriento, un chiquillo, salió a escondidas para ir a cazar, lo mataron a tiros.

Miré a mis hermanos. Por primera vez percibí miedo en el rostro de Luke.

—Siguen en la cabaña —continuó papá—. Tienen las luces apagadas y andan a gatas, sin acercarse a las puertas ni a las ventanas. No sé cuánta comida les queda. Es posible que se mueran de hambre antes de que los federales desistan.

Nadie dijo nada. Al final, Luke, que tenía doce años, preguntó si podíamos echarles una mano.

—No —respondió papá—. Nadie puede ayudarlos. Están atrapados en su propia casa. De todos modos, tienen armas; seguro que por eso no han entrado los federales.

Se interrumpió para sentarse y se replegó sobre el banco de asiento bajo con movimientos lentos y rígidos. Lo vi envejecido, agotado.

—No podemos echarles una mano, pero podemos ayudarnos a nosotros mismos. Cuando los federales vengan a Buck’s Peak, estaremos preparados.

Esa noche subió del sótano un montón de macutos viejos del ejército. Dijo que eran nuestras mochilas «de huida a las montañas». Pasamos la noche llenándolas de provisiones: medicamentos herbales, purificadores de agua, eslabón y pedernal. Mi padre había comprado una gran cantidad de raciones de comida preparada del ejército, y embutimos tantas como pudimos en los macutos imaginando el momento en que, después de escapar de casa, nos las zamparíamos escondidos entre los ciruelos silvestres que crecían cerca del río. Algunos de mis hermanos metieron un arma en la mochila; yo, en cambio, solo tenía un cuchillo pequeño, pese a lo cual mi mochila acabó siendo tan grande como yo. Pedí a Luke que me la subiera a un estante del armario, pero papá me ordenó tenerla a mano, de modo que dormí con ella en la cama.

Me la colgaba a la espalda y corría para practicar, pues no quería quedarme rezagada. Imaginaba la huida, una fuga a medianoche hacia la protección de la Princesa. Deduje que la montaña era nuestra aliada. Se mostraba bondadosa con aquellos a quienes conocía, y traicionera con los intrusos, lo cual nos concedía una ventaja. Por otra parte, no entendía por qué preparábamos conservas de melocotón si íbamos a refugiarnos en la montaña cuando llegaran los federales. Nos resultaría imposible acarrear hasta el pico un millar de tarros, con lo que pesaban. ¿O acaso necesitábamos la fruta para atrincherarnos en casa, como los Weaver, y resolver el asunto a tiros?

Lo de los tiros parecía probable, sobre todo cuando unos días después papá llegó a casa con más de una docena de fusiles y carabinas excedentes del ejército, en su mayoría SKS, con la fina bayoneta plateada plegada pulcramente bajo el cañón. Las armas llegaron dentro de cajas estrechas de estaño y estaban cubiertas de Cosmoline, una sustancia pardusca con la consistencia del sebo que evitaba la oxidación y que había que retirar. Una vez limpias, mi hermano Tyler eligió un fusil y lo depositó sobre un plástico negro, lo envolvió con él y lo selló con un montón de cinta americana gris. Se lo colocó al hombro, bajó por la colina, lo soltó al lado del vagón rojo y empezó a cavar. Cuando el hoyo fue lo bastante ancho y hondo, depositó el arma en él, y yo observé cómo lo cubría de tierra y cómo apretaba las mandíbulas y se le hinchaban los músculos por el esfuerzo.

Poco después papá compró una máquina para fabricar balas con cartuchos usados. Así aguantaríamos más tiempo en un enfrentamiento, aseguró. Al pensar en mi mochila «de huida a las montañas», que aguardaba en la cama, y en el fusil escondido cerca del vagón empecé a preocuparme por la máquina de fabricar balas. Era voluminosa y estaba atornillada a un escritorio metálico que había en el sótano. Supuse que si nos pillaban desprevenidos no tendríamos tiempo de ir a recogerla. Me pregunté si no deberíamos enterrarla con el fusil.

Seguimos preparando conservas de melocotón. No recuerdo cuántos días habían pasado ni cuántos tarros habíamos añadido a nuestras reservas cuando papá nos contó algo más.

—Han disparado a Randy Weaver —dijo con voz apagada y vacilante—. Salió de la cabaña para ir a recoger el cadáver de su hijo y los federales le dispararon.

Nunca había visto llorar a mi padre, pero ese día las lágrimas le resbalaban por la nariz en un torrente continuo. No se las enjugó, sino que dejó que le cayeran en la camisa.

—Su mujer oyó el disparo y corrió hacia la ventana con su hijita en brazos. Entonces se produjo un segundo disparo.

Mi madre estaba sentada con los brazos cruzados y una mano sobre el pecho; con la otra se apretaba la boca. No levanté la vista del linóleo moteado mientras papá nos contaba que habían retirado al bebé de los brazos de la mujer y que tenía el rostro manchado de la sangre de su madre.

Hasta ese momento una parte de mí había deseado que se presentaran los federales, había anhelado la aventura. De pronto sentí verdadero miedo. Imaginé a mis hermanos agachados en la oscuridad, deslizando las manos sudorosas por los fusiles. Imaginé que mi madre, agotada y muerta de sed, se apartaba de la ventana. Me imaginé tumbada en el suelo oyendo, inmóvil y silenciosa, el agudo chirrido de los grillos en el campo. La veía levantándose y alargando la mano hacia el grifo de la cocina. Un fogonazo blanco, el estruendo de un disparo, y se desplomaba. Yo saltaba para coger al bebé.

Mi padre no nos contó el final. Como no teníamos televisor ni radio, tal vez no había llegado a enterarse de cómo acabó la historia. Lo último que recuerdo que dijo al respecto fue: «La próxima vez quizá seamos nosotros».

Esas palabras me acompañarían. Oiría su eco en el chirrido de los grillos, en el ruido húmedo de los melocotones al caer dentro del tarro de cristal, en el clic metálico de una SKS cuando la limpiaban. Las oiría todas las mañanas al pasar por delante del vagón y detenerme ante las pamplinas y los cardos borriqueros que crecían donde Tyler había enterrado el fusil. Mucho después de que papá olvidara la revelación de Isaías y mi madre volviera a tener en la nevera leche semidesnatada de la marca Western Family, seguiría acordándome de los Weaver.

Eran casi las cinco de la madrugada.

Volví al dormitorio con la cabeza llena de grillos y disparos. Audrey roncaba en la litera de abajo, un murmullo apagado y satisfecho que me invitaba a imitarla. Sin embargo, no lo hice. Subí a mi cama, crucé las piernas y miré por la ventana. Dieron las cinco. Las seis. A las siete apareció la abuela y la vi pasear por su patio y volverse cada pocos minutos para mirar colina arriba, hacia nuestra casa. Luego subió al coche con el abuelo y enfilaron hacia la carretera.

Cuando el vehículo se alejó, bajé de la litera y me comí un tazón de salvado con agua. Kamikaze, la cabra de Luke, me saludó apenas salí de casa, y me mordisqueó la camisa mientras me dirigía al establo. Pasé por delante del kart que Richard estaba construyendo con un cortacésped viejo. Eché de comer a los cerdos, llené el abrevadero y llevé los caballos del abuelo a otros pastos.

Al acabar las tareas me encaramé al vagón y contemplé el valle. No costaba imaginar que avanzaba y se alejaba veloz, que en cualquier momento el valle desaparecería a mi espalda. Había pasado horas proyectando esa fantasía, pero ese día la cinta no quiso girar. Me volví hacia el este, de espaldas a los campos, y miré el pico.

La Princesa siempre resplandecía más en primavera, apenas emergían de la nieve las coníferas, cuyas agujas mostraban un verde tan intenso que casi parecían negras contra los marrones leonados de la tierra y de la corteza de los troncos. Estábamos en otoño. La Princesa aún se veía, aunque comenzaba a desdibujarse: los rojos y amarillos de un verano moribundo opacaban su forma oscura. Pronto nevaría. Mientras que esas primeras nieves se derretirían en el valle, en la montaña persistirían y sepultarían a la Princesa hasta la primavera, cuando reaparecería, vigilante.

cap-5

2

La comadrona

—¿Tiene caléndula? —preguntó la comadrona—. También necesitaría lobelia y hamamelis.

Sentada al mostrador de la cocina, la mujer observaba cómo mi madre rebuscaba en las alacenas de contrachapado. Entre ambas había una balanza electrónica, en la que de vez en cuando mi madre pesaba hojas secas. Estábamos en primavera y la mañana era fresca pese a que brillaba el sol.

—Precisamente la semana pasada preparé un lote de tintura de caléndula —dijo mi madre—. Tara, corre a buscarla.

Se la llevé y la metió en una bolsa de plástico del supermercado junto con las hierbas secas.

—¿Algo más? —Mi madre se echó a reír. Era una risa aguda, nerviosa. La comadrona la intimidaba y, siempre que se sentía intimidada, mi madre adquiría un aire de ingravidez, de modo que volaba de un lado a otro cada vez que la mujer realizaba un movimiento con su lentitud y firmeza características.

La partera repasó la lista.

—Con esto bastará.

Era una mujer bajita y rechoncha de casi cincuenta años; tenía once hijos y una verruga rojiza en la barbilla. Yo nunca había visto una melena tan larga como la suya, una cascada del color de los ratones de campo que le llegaba hasta las rodillas cuando se soltaba el moño prieto que solía llevar. Sus facciones eran toscas y su voz rezumaba autoridad. No tenía diplomas ni permiso alguno. Ejercía de partera por la fuerza de su autoridad, lo que bastaba y sobraba.

Mi madre iba a ser su ayudante. Recuerdo que aquel primer día me dediqué a observarlas y a compararlas. Mi madre tenía la piel de pétalo de rosa y el cabello rizado en ondas suaves que le brincaban sobre los hombros. Los párpados le brillaban. Se maquillaba todas las mañanas, y si no tenía tiempo de hacerlo, se disculpaba el día entero, como si hubiera molestado a todos por no acicalarse.

La comadrona daba la impresión de no haber pensado en su aspecto desde hacía una década y con su comportamiento lograba que una se sintiera idiota por fijarse en él.

Se despidió con un gesto de la cabeza, los brazos cargados con las plantas medicinales de mi madre.

La vez siguiente acudió con su hija Maria, que, con un bebé apretado a su nervudo cuerpecillo de nueve años, se mantuvo al lado de la mujer e imitó sus movimientos. La miré ilusionada. No había conocido a muchas niñas como yo, que no fueran a la escuela. Me acerqué a ella poco a poco intentando atraer su atención sin conseguirlo, pues escuchaba absorta a su madre, que explicaba cómo había que administrar la agripalma para tratar las contracciones posteriores al alumbramiento. Maria asentía con la cabeza sin apartar la vista del rostro de la comadrona.

Me encaminé con desgana a mi habitación, sola, y al volverme para cerrar la puerta apareció delante con el bebé sobre la cadera. El niño era un rollizo fardo de carne, y para compensar su peso el torso de Maria se doblada de manera abrupta por la cintura.

—¿Vas a ir? —dijo.

No entendí la pregunta.

—Yo siempre voy —añadió—. ¿Has visto nacer un niño?

—No.

—Yo sí, un montón de veces. ¿Sabes lo que pasa cuando un niño viene de nalgas?

—No. —Lo dije como si fuera una disculpa.

La primera vez que mi madre ayudó en un parto se ausentó dos días. Al regresar cruzó la puerta trasera como si flotara, tan pálida que parecía traslúcida, y fue al sofá, donde se sentó temblando.

—Ha sido espantoso —susurró—. Hasta Judy ha dicho que estaba asustada. —Cerró los ojos—. La verdad es que no lo parecía.

Antes de contarnos lo ocurrido descansó unos minutos, hasta que recuperó un poco el color. El alumbramiento había sido largo, laborioso, y la parturienta había sufrido un desgarro muy grave cuando la criatura por fin salió. Había sangre por todas partes y la hemorragia no se detenía. Mi madre se dio cuenta de que el bebé tenía el cordón umbilical enrollado al cuello. Al ver que estaba morado pensó que había muerto. Palideció al relatar estos detalles, y luego se quedó callada, blanca como un huevo y rodeándose el torso con los brazos.

La llevamos a la cama después de que Audrey le preparara una infusión de manzanilla. Cuando papá llegó por la noche, mi madre volvió a contar lo sucedido.

—No puedo hacerlo —aseguró—. Judy sí que puede, pero yo no.

Papá le pasó un brazo por los hombros.

—Es una llamada del Señor —dijo—, y a veces el Señor pide cosas difíciles.

Mi madre no quería ser comadrona. Había sido idea de papá, formaba parte de su plan para ser autosuficientes. Nada le desagradaba tanto como depender del Gobierno. Afirmaba que algún día viviríamos completamente al margen del sistema. En cuanto reuniera el dinero necesario tenía pensado construir una tubería para llevar a casa el agua de la montaña, y después instalaría placas solares por toda la granja. De esa manera dispondríamos de agua y electricidad en el Fin de los Tiempos, cuando los demás beberían de los charcos y vivirían en la oscuridad. Mi madre era herbolaria, de modo que cuidaría de nuestra salud, y si aprendía el oficio de partera podría traer al mundo a los nietos cuando llegara el momento.

La comadrona la visitó unos días después del primer parto. Llevó consigo a Maria, que de nuevo me siguió a la habitación.

—Qué lástima que a tu madre le tocara uno malo la primera vez —comentó con una sonrisa—. El siguiente será más fácil.

Al cabo de unas semanas se puso a prueba esa predicción. Era medianoche. Como no teníamos teléfono, la comadrona llamó a la abuela de colina abajo, que subió cansada y malhumorada y espetó que había llegado el momento de que mi madre fuera a «jugar a los médicos». Aunque solo se quedó unos minutos, despertó a toda la casa.

—¡No acabo de entender por qué no podéis ir al hospital como todo el mundo! —gritó antes de salir dando un portazo.

Mi madre recogió la bolsa de viaje y la caja de aparejos de pesca que había llenado de frascos turbios de tintura, se encaminó despacio hacia la puerta y salió. Me sentía inquieta y no dormí bien. Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando regresó con el pelo revuelto y oscuras ojeras, sus labios dibujaban una sonrisa amplia. «Ha sido una niña», anunció. Acto seguido se fue a la cama y durmió todo el día.

Así transcurrieron los meses. Se marchaba a cualquier hora del día y volvía temblorosa y profundamente aliviada de que el asunto hubiera concluido. Cuando las hojas de los árboles empezaron a caer, había ayudado en una docena de alumbramientos; a finales del invierno, en varias docenas. En primavera le dijo a mi padre que era suficiente, que podía atender a una parturienta si hacía falta, si llegaba el Fin del Mundo, y que de momento lo dejaba.

Mi padre puso cara larga al oírlo. Le recordó que era la voluntad de Dios, que sería una bendición para nuestra familia.

—Tienes que ser comadrona. Tienes que atender los partos tú sola.

Mi madre negó con la cabeza.

—No puedo —dijo—. Además, ¿quién me contratará a mí pudiendo contratar a Judy?

Así llamó a la mala suerte, arrojó el guante a Dios. Poco después Maria me contó que su padre había encontrado trabajo en Wyoming. «Mi madre dice que la tuya debería relevarla», dijo. En mi imaginación tomó forma una imagen emocionante, una imagen de mi persona en el papel de Maria, la hija de la comadrona, segura de sí misma, entendida. Pero cuando me volví a mirar a mi madre, que estaba a mi lado, la imagen se evaporó.

En Idaho las parteras trabajaban al margen de la ley, sin formación ni permiso oficial. Por lo tanto, si un parto iba mal podían enfrentarse a la acusación de ejercer la medicina sin autorización; si iba muy mal, podían enfrentarse a la imputación de homicidio imprudente, incluso a penas de cárcel. Como pocas mujeres estaban dispuestas a asumir ese riesgo, las comadronas escaseaban: el día que Judy se marchó a Wyoming, mi madre se convirtió en la única en ciento cincuenta kilómetros a la redonda.

Empezaron a acudir a casa mujeres preñadas para pedirle que las atendiera en el alumbramiento. Mi madre se venía abajo solo de pensarlo. Un día una embarazada se sentó en el borde de nuestro descolorido sofá amarillo y, sin levantar la vista, contó que su marido trabajaba fuera y no tenían dinero para el hospital. Mi madre guardó silencio, con la mirada fija, los labios apretados y la expresión firme. Luego esa expresión se desvaneció y dijo con su vocecilla: «No soy comadrona, solo ayudante».

La embarazada volvió varias veces. Se sentaba en el sofá y describía sus partos, todos sin complicaciones. Al ver el coche de la mujer desde el desguace, mi padre solía entrar en casa por la puerta trasera sin hacer ruido, con el pretexto de que quería agua; se quedaba en la cocina dando sorbitos silenciosos, con el oído dirigido hacia la sala de estar. Apenas podía contener su entusiasmo cuando la mujer se marchaba, de modo que al final mi madre sucumbió a la desesperación de esta, a la euforia de mi padre o a ambas, y cedió.

El alumbramiento fue como la seda. La mujer tenía una amiga embarazada, a la que mi madre también ayudó a dar a luz. Esa mujer tenía una amiga. Mi madre buscó una ayudante. Al cabo de poco tiempo atendía a tantas parturientas que Audrey y yo nos pasábamos los días recorriendo el valle en coche con ella y observando cómo realizaba exámenes prenatales y recetaba hierbas. Se convirtió en nuestra maestra como no lo había sido hasta entonces, ya que rara vez nos daba clase en casa. Nos explicaba todos los remedios y calmantes. Si Fulanita tenía la presión alta, había que administrarle espino blanco para estabilizar el colágeno y dilatar las arterias coronarias. Si la señora Menganita presentaba contracciones prematuras, necesitaba un baño de jengibre para aumentar el aporte de oxígeno al útero.

Ejercer de comadrona cambió a mi madre. Pese a ser una mujer adulta con siete hijos, por primera vez en su vida era, sin objeciones ni salvedades, quien estaba al mando. En los días posteriores a un parto, en ocasiones percibía en ella parte de la fuerte presencia de Judy, ya fuera en el brío con que volvía la cabeza o en el arco imperioso de una ceja. Dejó de llevar maquillaje, y más tarde dejó de disculparse por no llevarlo.

Le pagaban unos quinientos dólares por parto, y ese fue otro motivo por el cual ejercer de comadrona la cambió: de repente tenía dinero. Mi padre opinaba que las mujeres no debían trabajar, pero supongo que consideró que estaba bien que mi madre cobrara, ya que su labor socavaba al Gobierno. Además, necesitábamos esos ingresos. Aunque papá trabajaba tanto como cualquier otro hombre que yo conociera, el desguace y la construcción de establos y cobertizos para el heno no daban grandes beneficios, de modo que era una ayuda que mi madre comprara comestibles con los sobres de billetes pequeños que guardaba en el monedero. En ocasiones, cuando pasábamos el día entero recorriendo el valle a toda prisa para entregar plantas medicinales o realizar exámenes prenatales, mi madre se gastaba ese dinero invitándonos a Audrey y a mí a comer fuera. La abuela de la ciudad me había regalado un diario rosa con un oso de peluche color caramelo en la tapa, y en él anoté la primera vez que mi madre nos llevó a un restaurante, que describí como «un verdadero ensueño, con carta y todo». Según la anotación, mi comida costó tres dólares con treinta.

Mi madre también empleó el dinero en mejorar como comadrona. Compró una bombona de oxígeno por si un recién nacido no podía respirar y asistió a una clase sobre la realización de suturas para estar en condiciones de coser a las mujeres que sufrían desgarros. Judy siempre las había enviado al hospital para que les dieran los puntos, pero mi madre estaba decidida a aprender. «Autosuficiencia», supongo que pensaba.

Con el resto del dinero instaló un teléfono en casa.[2] Un día apareció una furgoneta blanca, y una cuadrilla de hombres con monos oscuros empezó a trepar por los postes que bordeaban la carretera. Papá entró en tromba por la puerta de atrás y exigió saber qué diablos pasaba.

—Creía que querías un teléfono —le dijo mi madre, con unos ojos de sorpresa perfectos. Siguió hablando a borbotones—. Dijiste que sería un problema que una mujer se pusiera de parto y la abuela no estuviera en casa para atender la llamada. Pensé: «Tiene razón, ¡necesitamos un teléfono! ¡Qué tonta! ¿No te entendí bien?».

Papá se quedó varios segundos con la boca abierta. Claro que una comadrona necesita un teléfono, afirmó. A continuación regresó al desguace y no se volvió a hablar del asunto. Yo no recordaba que hubiéramos tenido nunca teléfono, y al día siguiente ahí estaba, sobre una base verde lima de acabado brillante que desentonaba junto a los tarros oscuros de cimífuga y escutelaria.

A los quince años, Luke preguntó a nuestra madre si podía conseguir una partida de nacimiento. Quería matricularse en una autoescuela porque Tony, el hermano mayor, cobraba bastante como conductor de tráileres, para lo cual se necesitaba permiso de conducir. Shawn y Tyler, mayores que Luke, tenían partida de nacimiento; éramos los cuatro menores —Luke, Audrey, Richard y yo— los que no la teníamos.

Mi madre empezó a presentar la documentación. Ignoro si habló antes con papá. Si así fue, no me explico qué lo llevó a cambiar de opinión, por qué de repente acabó sin peleas la política de no inscribir a nadie en el registro civil —una política que se había aplicado durante diez años—, aunque creo que quizá fuera el teléfono. Era casi como si hubiera llegado a aceptar que debíamos asumir algunos riesgos si de verdad queríamos luchar contra el Gobierno. Que mi madre fuera comadrona socavaría las bases de la medicina oficial, pero para serlo necesitaba un teléfono. Tal vez se aplicara la misma lógica al caso de Luke: necesitaría un sueldo con que mantener a la familia, comprar provisiones y prepararse para el Fin de los Tiempos, por lo que necesitaba la partida de nacimiento. La otra posibilidad es que mi madre no consultara a papá. Quizá concluyera por su cuenta que aceptaría la decisión. Es posible que por un tiempo la fuerza de mi madre lo desplazara incluso a él, un torbellino de hombre con un gran carisma.

Una vez iniciado el papeleo para Luke, mi madre decidió inscribirnos a los demás en el registro civil. Resultó más difícil de lo que esperaba. Puso la casa patas arriba buscando documentos que demostraran que éramos sus hijos. No encontró ninguno. En mi caso, nadie estaba seguro de cuándo había nacido. Ella recordaba una fecha, papá otra, y la abuela de colina abajo, que fue a la ciudad para hacer una declaración jurada de que yo era su nieta, aportó una tercera fecha.

Mi madre telefoneó a Salt Lake City, a la sede de la Iglesia. Un administrativo encontró un certificado de inscripción de mi nombre siendo recién nacida y otro de mi bautismo, que, como todos los niños mormones, recibí a los ocho años. Mi madre solicitó copias, que llegaron por correo al cabo de unos días. «¡Por el amor de Dios!», exclamó al abrir el sobre. En cada documento constaba una fecha de nacimiento distinta, y ninguna de las dos coincidía con la que había puesto la abuela en la declaración jurada.

Aquella semana mi madre se pasó varias horas diarias al teléfono. Con el receptor apoyado en el hombro y el cable extendido a lo largo de la cocina, guisaba, limpiaba y filtraba tinturas de hidrastis y de cardo santo mientras mantenía la misma conversación una y otra vez.

—Claro que debería haberla inscrito cuando nació, pero no lo hice. De eso se trata.

Unas voces murmuraban al otro extremo de la línea.

—Ya se lo he dicho, y también a su subordinado y al subordinado de su subordinado y a otras cincuenta personas esta misma semana: no tiene expediente escolar ni informes médicos. ¡No los tiene! No los hemos perdido. No puedo solicitar copias. ¡No existen!

»¿Fecha de nacimiento? Digamos que el 27.

»No, no estoy segura.

»No, no tengo ningún documento.

»Sí, esperaré.

Las voces pedían a mi madre que esperase en cuanto admitía que ignoraba mi fecha de nacimiento. La pasaban a los superiores, como si el hecho de que desconociéramos en qué día había nacido yo deslegitimara por completo la idea de que tenía una identidad. Era como si dijeran: «Sin fecha de nacimiento no puede ser una persona». Yo no entendía por qué no. Hasta que mi madre decidió inscribirme en el registro civil, nunca me había parecido extraño ignorar mi fecha de nacimiento. Sabía que había venido al mundo a finales de septiembre y cada año elegía un día, uno que no cayera en domingo porque no es divertido pasar el cumpleaños en una iglesia. A veces habría deseado que mi madre me dejara el teléfono para explicarlo. «Sí que tengo una fecha de nacimiento, igual que usted —habría querido decirles a las voces—, pero la mía cambia. ¿Acaso no le gustaría poder cambiar el día de su cumpleaños?»

Con el tiempo mi madre convenció a la abuela de colina abajo de que hiciera otra declaración jurada afirmando que había nacido el 27, si bien la abuela seguía creyendo que era el 29, y el estado de Idaho me inscribió en el registro y expidió una partida de nacimiento fuera de plazo. Me acuerdo del día en que llegó por correo. Experimenté una curiosa sensación de desposeimiento al recibir aquella primera prueba legal de mi condición de persona: hasta entonces no se me había ocurrido pensar que esa prueba fuera necesaria.

Al final obtuve mi partida de nacimiento mucho antes que Luke la suya. Cuando mi madre contaba a las voces del teléfono que le parecía que yo había nacido la última semana de septiembre, enmudecían. En cambio, cuando les decía que no estaba muy segura de si Luke había nacido en mayo o en junio, se alborotaban.

El otoño en que cumplí nueve años acompañé a mi madre a un parto. Llevaba meses pidiéndoselo, recordándole que a mi edad Maria ya había presenciado una docena de alumbramientos. «Yo no tengo un bebé al que dar el pecho —decía ella—. No tengo motivos para llevarte conmigo. Además, no te gustaría.»

Al cabo de un tiempo la contrató una mujer que tenía varios hijos pequeños. Acordaron que yo cuidara de ellos durante el parto.

Recibimos la llamada en plena noche. El timbre mecánico taladró el pasillo y contuve la respiración con la esperanza de que no fuera alguien que se hubiese equivocado de número. Al cabo de un instante mi madre se acercó a mi cama.

—Ha llegado el momento —dijo, y corrimos juntas hacia el coche.

A lo largo de quince kilómetros repasamos lo que yo debía decir si ocurría lo peor y se presentaban los federales. Bajo ningún concepto debía revelarles que mi madre era comadrona. Si me preguntaban qué hacíamos en la casa, no diría nada. Era «el arte de cerrar el pico», en palabras de mi madre.

—Limítate a decirles que estabas dormida y que no has visto nada, que no sabes nada ni te acuerdas de por qué hemos ido. No les des más soga para colgarme de la que ya tienen.

Guardó silencio. Mientras conducía la observé. Las luces del salpicadero le alumbraban el rostro, que se veía blanco como el de un fantasma contra la negrura de las carreteras rurales. Llevaba el miedo grabado en las facciones, en las arrugas de la frente y en los labios apretados. A solas conmigo dejaba a un lado la imagen que mostraba a los demás. Volvía a ser como antes, frágil, de voz velada.

Oí susurros apagados y me percaté de que los emitía ella. Salmodiaba para sí una lista de «y si». ¿Y si algo salía mal? ¿Y si había algún antecedente médico del que no la hubieran informado, alguna complicación? ¿Y si pasaba algo corriente, un problema habitual, y el pánico la paralizaba y no conseguía detener la hemorragia? Al cabo de unos minutos llegaríamos a nuestro destino y tendría dos vidas en sus manitas temblorosas. Hasta ese momento yo no me había dado cuenta del riesgo que asumía.

—La gente muere en los hospitales —murmuró, con los dedos aferrados con fuerza al volante, como una aparecida—. A veces Dios los llama y nadie puede hacer nada. Pero si le pasa a una comadrona… —Se volvió hacia mí—. Un solo fallo, e irás a visitarme a la cárcel.

Mi madre se transformó en cuanto llegamos. Impartió una orden tras otra, al padre, a la parturienta y a mí. Casi se me olvidó hacer lo que me mandaba, pues no podía apartar la vista de ella. Ahora comprendo que aquella noche la vi por primera vez, percibí su secreta fortaleza.

Dio órdenes a voz en grito y nos movimos en silencio para obedecerlas. La criatura nació sin complicaciones. Aunque ser una testigo íntima de ese giro del ciclo de la vida tuvo algo de irreal y romántico, mi madre estaba en lo cierto: no me gustó. Fue largo y agotador y olía a sudor de ingles.

No le pedí que me llevara al siguiente parto. Mi madre volvió a casa pálida y estremecida. Con voz trémula nos contó a mi hermana y a mí lo que había ocurrido: la frecuencia cardíaca del feto había descendido de forma preocupante hasta un simple temblor; mi madre había pedido una ambulancia y luego, tras concluir que no podían esperar, había llevado en su coche a la parturienta. Condujo a tal velocidad que llegó al hospital con una escolta policial. En el servicio de urgencias procuró facilitar a los médicos la información necesaria sin parecer demasiado entendida, para que no sospecharan que era una comadrona sin autorización.

Se practicó una cesárea de urgencia. La mujer y el recién nacido pasaron varios días ingresados, y cuando les dieron el alta mi madre ya había dejado de temblar. De hecho, se mostraba eufórica y había empezado a contar otra versión de los hechos, en la que saboreaba el momento en que el policía la mandaba detenerse en el arcén y se quedaba de una pieza al encontrar en el asiento trasero a una mujer, a todas luces de parto, que gemía de dolor. «Hice el numerito de la mujer atolondrada —nos contó a Audrey y a mí, con voz cada vez más alta—. A los hombres les gusta creer que salvan a las descerebradas que se meten en líos ellas solitas. ¡Solo tuve que apartarme a un lado y dejarle hacerse el héroe!»

El momento de mayor peligro para mi madre llegó unos minutos después, en el hospital, una vez que se llevaron a la parturienta en una silla de ruedas. Un médico la paró para preguntarle por qué estaba presente al iniciarse el parto. Mi madre sonreía al recordarlo. «Le hice las preguntas más tontas que se me ocurrieron. —Ponía una voz aguda, coqueta, muy distinta de la suya—. ¡Anda! ¿Eso era la cabeza del bebé? ¿Es que no salen primero los pies?» El médico se convenció de que era imposible que fuera una comadrona.

Puesto que en Wyoming no había herbolarias tan buenas como mi madre, unos meses después del episodio del hospital Judy vino a Buck’s Peak para aprovisionarse. Las dos charlaron en la cocina, Judy encaramada en un taburete, mi madre inclinada sobre el mostrador, con la cabeza apoyada perezosamente en una mano. Fui al almacén con la lista de hierbas. Maria, cargada con otro bebé, me siguió. Mientras sacaba de los estantes hojas secas y líquidos turbios hablé entusiasmada de las hazañas de mi madre, que concluí con el enfrentamiento del hospital. Maria tenía sus propias anécdotas sobre federales burlados, y en cuanto empezó a contar una la interrumpí.

—Judy es una buena comadrona —dije sacando pecho—, pero a la hora de tratar con polis y médicos, nadie se hace la tonta tan bien como mi madre.

cap-6

3

Zapatos color crema

Mi madre, Faye, era hija de un cartero. Se crio en la ciudad, en una casa amarilla con una valla blanca bordeada de lirios azules. Su madre era costurera, la mejor del valle a decir de algunos, por lo que de joven Faye llevaba ropa bonita, de hechura perfecta, desde chaquetas de terciopelo y pantalones de poliéster hasta trajes pantalón de lana y vestidos de gabardina. Iba a la iglesia y participaba en las actividades escolares y comunitarias. Su vida poseía un aire de intenso orden, de normalidad y de respetabilidad incuestionable.

Fue su madre quien tejió con sumo cuidado ese aire de respetabilidad. Mi abuela, LaRue, alcanzó la mayoría de edad en los años cincuenta, en la década de la fiebre idealista desatada tras la Segunda Guerra Mundial. Su padre era alcohólico en una época en que aún no se había inventado el lenguaje de la empatía y la adicción, cuando a los alcohólicos no se les llamaba alcohólicos sino borrachos. LaRue pertenecía a una «mala familia» y se encontraba inmersa en una piadosa comunidad mormona que, como otras muchas, castigaba en los hijos las faltas de los padres. Los hombres respetables de la ciudad no la consideraban adecuada como esposa. Cuando se casó con mi abuelo —un joven bondadoso recién licenciado de la armada—, LaRue se dedicó a construir la familia perfecta, o cuando menos la apariencia de la familia perfecta. Creía que así protegería a sus hijas del desprecio social que tanto dolor le había causado a ella.

Un resultado de esa determinación fue la valla blanca y el armario con ropa confeccionada a mano. Otro fue el matrimonio de la hija mayor con un joven severo de cabello azabache y ansia inconformista.

Es decir, mi madre reaccionó de forma deliberada a la respetabilidad que había recibido en abundancia. La abuela quería regalarle el don que ella nunca había tenido, el de nacer en una buena familia. Pero Faye no lo quiso. Aunque no era una revolucionaria —incluso en el apogeo de su rebeldía mantuvo la fe mormona, con su veneración por el matrimonio y la maternidad—, al parecer los disturbios sociales de la década de 1970 tuvieron al menos un efecto en ella: no quiso la valla blanca ni los vestidos de gabardina.

Mi madre me contó decenas de historias sobre su niñez, sobre la inquietud de la abuela por la posición social de su primogénita, por si su vestido de piqué tenía el corte adecuado y sus pantalones de terciopelo el tono de azul correcto. Casi todas concluían con la irrupción de mi padre, que cambiaba los pantalones de terciopelo por unos vaqueros. Recuerdo una anécdota en particular. Tengo siete u ocho años y estoy vistiéndome en mi habitación para ir a la iglesia. Me he pasado un trapo húmedo por la cara, las manos y los pies; me froto tan solo la piel que quedará a la vista. Mi madre me mira mientras me pongo un vestido de algodón que he elegido porque es de manga larga y así no tendré que lavarme los brazos, y la envidia le ilumina los ojos.

—Si fueras hija de la abuela —dice—, nos habríamos levantado al despuntar el día para arreglarte el pelo. Habríamos pasado el resto de la mañana dándole vueltas a qué zapatos causarían mejor impresión, los blancos o los crema.

La cara de mi madre se tuerce en una sonrisa desagradable. Se esfuerza por adoptar un tono de buen humor, pero el recuerdo es negativo.

—Al final elegiríamos los crema y de todos modos llegaríamos tarde porque en el último momento a la abuela le entraría el pánico e iría a casa de la prima Donna para que nos prestara sus zapatos color crema, que tenían el tacón más bajo.

Mi madre se queda mirando por la ventana. Se ha replegado en sí misma.

—¿Blancos o crema? ¿No son el mismo color? —pregunto.

Yo solo tenía un par para ir a la iglesia. Eran negros, o al menos lo habían sido cuando pertenecían a mi hermana.

Con el vestido puesto, me vuelvo hacia el espejo y, mientras me restriego el escote para eliminar la roña, pienso en la suerte que tuvo mi madre al escapar de un mundo en el que existía una diferencia importante entre el blanco y el crema, y donde por asuntos como ese podía desperdiciarse una mañana espléndida, una mañana que podría haberse dedicado a saquear el desguace de mi padre en compañía de la cabra de Luke.

Mi padre, Gene, era uno de esos jóvenes que consiguen parecer al mismo tiempo serios y traviesos. Tenía un físico impresionante: cabello negro como el ébano, rostro anguloso y severo, nariz como una flecha apuntando fiera al frente, ojos hundidos. A menudo apretaba los labios en una sonrisa guasona, como si poseyera el mundo entero para reírse de él.

Aunque viví mi infancia en la misma montaña en que mi padre había pasado la suya y eché sobras a los cerdos en el mismo comedero de hierro que él, sé muy poco acerca de su niñez. Jamás hablaba de ella, de modo que solo puedo basarme en los comentarios de mi madre, que me contó que el abuelo de colina abajo había sido violento, de genio pronto. Me extrañaba que usara las palabras «había sido». Todos sabíamos que no debíamos contrariar al abuelo. Tenía malas pulgas, no cabía duda, y cualquier vecino del valle lo habría dicho. La intemperie le había curtido por dentro y por fuera, era recio y nervudo como los caballos que corrían a sus anchas por la montaña.

La madre de papá trabajaba en la ciudad, donde vendía pólizas de seguros. De adulto mi padre expresaría opiniones encendidas respecto a que las mujeres tuvieran un empleo, radicales incluso en nuestra comunidad rural mormona. «El lugar de la mujer es su casa», decía siempre que veía a una mujer casada trabajando en la ciudad. Ahora que soy mayor me pregunto a veces si su enardecimiento tenía que ver con su madre más que con la doctrina. Me pregunto si habría deseado que la abuela se hubiera quedado en casa, con lo que él no habría pasado largas horas soportando el mal genio del abuelo.

Las labores de la granja ocuparon la infancia de papá. Dudo que se planteara ir a la universidad; ni siquiera estoy segura de que terminara la enseñanza secundaria. En cualquier caso, según lo cuenta mi madre, papá rebosaba de energía, júbilo y garbo. Conducía un Volkswagen Escarabajo azul celeste, vestía trajes extravagantes de telas coloridas y lucía un grueso bigote a la moda.

Se conocieron en la ciudad. Un viernes por la noche, mi padre y un grupo de primos suyos fueron a la bolera, donde Faye trabajaba de camarera. Era la primera vez que mi madre lo veía, por lo que de inmediato dedujo que no era de la ciudad y que debía de haber llegado de las montañas que rodeaban el valle. La vida en la granja había convertido a Gene en un joven distinto de los demás: era serio para su edad, poseía un físico soberbio y un carácter independiente.

La vida en una montaña proporciona una sensación de autonomía, una idea de privacidad y aislamiento, incluso de dominio. Es posible surcar ese vasto espacio a solas durante horas, vagar entre los pinos, arbustos y rocas. La quietud nace de la pura inmensidad; apacigua con su propia magnitud, que vuelve intrascendente lo meramente humano. Esa hipnosis alpina, ese enmudecimiento del drama humano, conformó a Gene.

En el valle, Faye trataba de desoír los incesantes cotilleos de una ciudad pequeña, cuyas opiniones penetraban por las ventanas y se colaban por debajo de las puertas. Mi madre solía describirse como una persona complaciente: decía que no podía dejar de pensar en cómo querían los demás que fuera y de retorcerse de manera compulsiva, a su pesar, para adaptarse a esos deseos. En su respetable hogar del centro de la ciudad, encajado entre otras cuatro casas, tan cerca las unas de las otras que era posible espiar por las ventanas y emitir un juicio entre susurros, Faye se sentía atrapada.

He imaginado muchas veces el momento en que Gene llevó a Faye a lo alto de Buck’s Peak y, por primera vez, ella no pudo ver las caras de sus vecinos de la ciudad ni oír sus voces. Estaban muy lejos. Empequeñecidos por la montaña, enmudecidos por el viento.

Se prometieron poco después.

Mi madre contaba una anécdota ocurrida antes de que se casaran. Como estaba muy unida a su hermano Lynn, lo llevó a conocer al hombre que esperaba que se convirtiera en su marido. Era verano, de anochecida, y los primos de mi padre armaban jaleo, como siempre después de una cosecha. Lynn llegó y, al ver una sala llena de gamberros patiestevados que se gritaban los unos a los otros y golpeaban el aire con los puños apretados, pensó que presenciaba una pelea salida de una película de John Wayne. Quiso llamar a la policía.

«Le ordené que escuchara —decía mi madre con lágrimas en los ojos de tanto reír. Siempre relataba del mismo modo esta historia, que era nuestra preferida, hasta el punto de que, si se apartaba del guion habitual, la contábamos nosotros—. Le mandé prestar atención a las palabras que intercambiaban a gritos. Daba la impresión de que estaban fuera de sí, pero en realidad tenían una conversación encantadora. Había que escuchar lo que decían, no cómo lo decían. Le dije: “¡Es que los Westover hablan así!”»

Cuando terminaba la historia solíamos estar tirados en el suelo. Nos reíamos a carcajadas hasta que nos dolían las costillas al imaginar el momento en que nuestro remilgado tío catedrático veía a la rebelde cuadrilla de papá. A Lynn le repugnó tanto la escena que no volvió, por lo que nunca lo vi en la montaña. Le estuvo bien empleado —pensábamos—, por entrometerse, por tratar de arrastrar a nuestra madre al mundo de los vestidos de gabardina y los zapatos color crema. Nos dábamos cuenta de que la disolución de la familia de nuestra madre representaba la inauguración de la nuestra. No podían coexistir. Solo una podía tener a Faye.

Sabíamos que su familia se había opuesto al noviazgo pese a que nunca nos lo dijo. Quedaban vestigios que las décadas no habían logrado borrar. Mi padre rara vez ponía los pies en casa de la abuela de la ciudad, y cuando iba se mostraba hosco y no apartaba los ojos de la puerta. De niña apenas vi a mis tíos y primos maternos. Casi nunca los visitábamos —ni siquiera sabía dónde vivían la mayoría—, y ellos venían a la montaña menos veces aún. La excepción era mi tía Angie, la hermana menor, que vivía en la ciudad y se empeñaba en ver a mi madre.

Lo que sé sobre el noviazgo me ha llegado de manera fragmentaria, en su mayor parte a través de las anécdotas que contaba mi madre. Sé que tenía el anillo antes de que papá se fuera de misionero —como debían hacer los varones mormones devotos— y pasara dos años haciendo proselitismo en Florida. Lynn aprovechó esta ausencia para presentarle a todos los hombres casaderos que encontró a este lado de las Rocosas, pero ninguno consiguió que mi madre olvidara al adusto granjero que gobernaba su propia montaña.

Gene regresó de Florida y se casaron.

LaRue cosió el vestido de novia.

He visto una única fotografía de la boda. Es de mis padres, que posan delante de una cortina vaporosa de color marfil pálido. Ella lleva el tradicional vestido de seda con abalorios y encaje veneciano, y un escote por encima de la clavícula. Un velo bordado le cubre la cabeza. Él viste un traje color crema con anchas solapas negras. Están ebrios de felicidad. Mi madre luce una sonrisa relajada y papá una tan ancha que asoma por debajo de las puntas del bigote.

Me cuesta creer que ese joven apacible de la fotografía sea mi padre. Se me presenta con mayor claridad como un hombre cansado de mediana edad, temeroso y angustiado, que almacena comida y municiones.

Ignoro en qué momento el hombre del retrato se convirtió en el hombre que conozco como mi padre. Quizá no hubiera un único momento. Papá se casó a los veintiún años y tuvo su primer hijo, mi hermano Tony, a los veintidós. A los veinticuatro pidió permiso a mi madre para contratar a una herbolaria que ayudara a traer al mundo a mi hermano Shawn. Ella aceptó. ¿Fue el primer indicio o sencillamente Gene se comportó como Gene, que, excéntrico y original, quiso escandalizar a su familia política, que lo miraba con malos ojos? Al fin y al cabo, veinte meses más tarde Tyler nació en un hospital. Mi padre tenía veintisiete cuando nació Luke, en casa, con la asistencia de una comadrona. Decidió no inscribirlo en el registro civil, y la misma decisión tomó con Audrey, con Richard y conmigo. Al cabo de unos años, más o menos al cumplir los treinta, sacó a mis hermanos de la escuela. Aunque no lo recuerdo porque ocurrió antes de que yo naciera, me pregunto si quizá fue ese el punto de inflexión. En los cuatro años siguientes se deshizo del teléfono y optó por no renovar el permiso de conducir. Dejó de matricular y asegurar el coche. Luego empezó a almacenar comida.

En esta última parte es fácil reconocer a mi padre, pero no al padre que recuerdan mis hermanos mayores. Papá acababa de cumplir los cuarenta cuando los federales sitiaron a los Weaver, un suceso que confirmó sus peores temores. Después de ese hecho declaró la guerra, si bien esa guerra solo se desarrolló en su cabeza. Quizá por eso al mirar la fotografía Tony ve a su padre, mientras que yo veo a un desconocido.

Catorce años después del incidente de los Weaver, sentada en un aula universitaria, oiría a un profesor de psicología describir algo llamado «trastorno bipolar». Hasta ese momento no había oído hablar de las enfermedades mentales. Sabía que algunas personas enloquecían —llevaban gatos muertos sobre la cabeza o se enamoraban de un nabo—, pero jamás se me había ocurrido pensar que alguien pudiera ser funcional, lúcido y persuasivo, y aun así tener un problema.

El catedrático enumeró los datos con voz mortecina y prosaica: la enfermedad aparece por término medio a los veinticinco años; es posible que antes no se aprecie ningún síntoma.

La paradoja es que si mi padre era bipolar —o estaba aquejado de cualquiera de la docena de trastornos que podían explicar su comportamiento—, la misma paranoia que era síntoma de la enfermedad impediría que se le diagnosticara y tratara. Nadie lo sabría nunca.

La abuela de la ciudad falleció hace tres años, a los ochenta y seis.

No la conocí bien.

En todos aquellos años que entré y salí de su cocina, jamás me contó lo que había supuesto ver cómo su hija se encerraba a cal y canto, emparedada por fantasmas y paranoias.

Cuando la recuerdo ahora evoco una única imagen, como si mi memoria fuera un proyector de diapositivas y el carro se hubiera atascado. Está sentada en un banco acolchado. El cabello le brota en rizos apretados, y estira los labios en una sonrisa educada, que está soldada en el sitio. Su mirada es agradable pero ociosa, como si contemplara la representación de un drama.

Esa sonrisa me obsesiona. Era constante —la única cosa eterna—, inescrutable, distante, desapasionada. Ahora que soy adulta y me he tomado la molestia de conocerla, sobre todo a través de mis tías y tíos, sé que la abuela no era nada de eso.

Asistí al acto conmemorativo. El ataúd estaba abierto y me sorprendí escudriñando su cara. Los embalsamadores no le habían puesto bien los labios: le habían arrancado la sonrisa cortés que había llevado como una máscara de hierro. Por primera vez la veía sin ella y entonces caí en la cuenta: la abuela era la única persona que habría entendido lo que me pasaba. Que la paranoia y el fundamentalismo troceaban mi vida, que me apartaban de aquellos a quienes quería y dejaban en su lugar diplomas y licenciaturas (un aire de respetabilidad). Lo que ocurría ya había sucedido antes. Era la segunda ruptura entre madre e hija. La cinta reproducía en bucle la misma película.