Prólogo
Las dos piezas reunidas en este volumen son consideradas unánimemente como las cumbres de la obra dramática de Ramón del Valle-Inclán (1866-1936). Esto equivale a decir que se cuentan entre las cumbres indiscutibles del teatro español del siglo XX, sobre el que han ejercido una poderosa y persistente influencia. Lo son también del teatro europeo de entreguerras, a cuya vanguardia pertenecen.
Las dos piezas fueron escritas con escasa diferencia de tiempo, en unos años (1919-1920) de asombrosa productividad de su autor, con la que ponía fin a una prolongada crisis tanto personal como creativa. Las dos constituyen, de hecho, un punto de inflexión en su trayectoria. Cada una por su lado, suponen la culminación de dos vías literarias que, sirviéndose tanto de la narración como del drama, Valle venía explorando desde mucho atrás, y la desembocadura de ambas en la fórmula estética que poco a poco se fue abriendo paso a través de ellas: el esperpento.
Tanto Divinas palabras (publicada por entregas en 1919 y en forma de libro en 1920) como Luces de bohemia (publicada por entregas en 1920 y como libro en 1924) pueden ser leídas como cierre de una etapa y apertura de otra nueva. Ambas piezas decantan, a su manera tan distinta, la actitud de Valle en relación con los dos ámbitos en que se fraguó su propia conciencia como hombre y como artista: el del campo gallego, con sus reminiscencias de una sociedad arcaica, apegada a viejas tradiciones, y el de la ciudad de Madrid, escenario principal de las tensiones sociales a que daba lugar un país en todavía incipiente y traumático proceso de transformación. El esperpento proveerá de una estética común a los dos cauces en que, dentro de la obra de Valle, encuentra reflejo cada uno de estos ámbitos, para los que el autor no había dejado de ensayar, durante las dos décadas anteriores, diversas estrategias mediante las que expresar —ya fuera con acentos reaccionarios, subversivos o abiertamente críticos, paródicos o satíricos— su visceral rechazo al nuevo orden —social, político y espiritual— derivado de la Restauración.
Divinas palabras
Divinas palabras, presentada como «tragicomedia de aldea», es la versión final que Valle, nacido y criado en Villanueva de Arosa (Pontevedra), ofrece del mundo de su infancia, transcurrida en un entorno semirrural. Recuérdese que la madre del escritor, Dolores Peña Montenegro, provenía de una familia descendiente de mayorazgos campesinos, muy tradicionalista. Don Juan Manuel de Montenegro será, significativamente, el nombre que Valle adjudique al viejo mayorazgo que, junto con sus hijos, protagoniza la trilogía de las «Comedias bárbaras». Estas prefiguran en buena medida el marco en que se desarrolla Divinas palabras, obra a la que hubiera cuadrado bien ese calificativo de «bárbara». De igual manera, a las llamadas con toda ironía «comedias» hubiera convenido también el rótulo de «tragicomedias», que remite inequívocamente a una de las fuentes clásicas de que Valle se nutre a la hora de idear unas y otra: La Celestina.
Las dos primeras «Comedias bárbaras» —Águila de blasón, de 1907, y Romance de lobos, de 1908— fueron escritas por Valle poco después de concluido el ciclo modernista de las Sonatas (1902-1905), con las que establecen un acusado contraste. Pero en ellas se reconocen rasgos apuntados ya en una obra cuya redacción llevó a Valle varios años y no pocos trabajos: Flor de santidad (1904). En esta novelita cuajan por primera vez los intentos de Valle de conseguir un cuadro elocuente de ese entorno casi intemporal, surcado de supersticiones y leyendas, transido de religiosidad, del que él mismo se embebió siendo niño. Alonso Zamora Vicente describía este relato como un «enorme poema en prosa, levantado sobre un contorno de pasiones elementales, vertidas sobre una multitud abigarrada de romeros, pordioseros, tullidos, aldeanos, gentes enloquecidas, masa multiforme a la que Valle-Inclán trasciende arrancándola de lo rutinario y trasladándola a un clima de acendrada poesía». Esa multitud abigarrada es la misma que puebla, quince años después, los escenarios de Divinas palabras, donde ese «clima de acendrada poesía», sin embargo, ha quedado desplazado por un vendaval de furia y violencia en el que unos y otros parecen competir a la hora de revelar facetas a cuál más degradada de una humanidad sin entrañas, entregada a la rapacidad y a los más bajos instintos.
Cabe trazar un hilo rojo que, desde Flor de santidad, conduce hasta Divinas palabras. Se lo puede rastrear en algunas de las piezas recogidas en Jardín umbrío (1914), también en algunos destacados pasajes de las Sonatas y del ciclo de «La guerra carlista» (1908-1910); se lo distingue muy perceptiblemente en el drama El embrujado (1913), y con posterioridad a Divinas palabras aún despunta en Cara de Plata (1923), la última de las «Comedias bárbaras». Siguiendo ese hilo rojo cabe apreciar el progresivo desencanto —por no decir pesimismo— con que Valle contempla ese mundo rural en que a sus ojos se preservaba el antiguo orden.
Apenas perceptible en medio del desfile de atrocidades en que consiste la acción de Divinas palabras, cabe distinguir a un personaje en el que se reconoce un eco remoto de Águeda, la inocente muchacha que protagoniza Flor de santidad. Se lo entrevé fugazmente en una acotación de la segunda jornada, donde se dice que por la carretera «una niña con hábito nazareno conduce un cordero encintado, sonriendo extática entre la pareja de sus padres, dos aldeanos viejos». Esa misma niña aparece poco más adelante en el hostal en que se desarrolla otra escena de la misma jornada, donde ella protagoniza el único gesto de genuina bondad que tiene lugar en toda la pieza, cuando se acerca a la criatura monstruosa por la que disputan los demás personajes y, sonriéndole, le ofrece un pan y un melindre. En medio del drama, e instantes antes de que tenga lugar uno de sus más macabros episodios, Valle introduce este puntual destello de piedad con el evidente propósito de subrayar la tenebrosa y salvaje brutalidad que ha terminado por adueñarse de aquella «masa multiforme» que en Flor de santidad se rendía ingenua y fervorosa al milagro de la fe.
El Valle que en las dos primeras décadas del siglo XX había abrazado el tradicionalismo carlista con voluntad de resistirse a la descomposición de un mundo aún intocado por el progreso, sabía bien, a la hora de ponerse a escribir Divinas palabras (después de su decisiva experiencia como reportero en las trincheras francesas durante la Primera Guerra Mundial, después también de su fracasado intento de vivir en el campo como un hacendado rural), que ese mundo estaba definitivamente condenado, debido entre otras cosas al derrumbe de los dos pilares que lo sostenían: la religión y el señorío. Si las «Comedias bárbaras» tratan de cómo los viejos mayorazgos campesinos son minados por la codicia de sus herederos, desentendidos de la moral de guerreros y patriarcas que los sostuvieron, Divinas palabras, alrededor de un tema tan tradicional como el del adulterio, pinta el goyesco aquelarre de un pueblo desamparado, sin señores y sin Dios, abandonado a sí mismo.
No cabe desatender el hecho de que Pedro Gailo, el marido cornudo de la brava Mari-Gaila, el mismo que, ebrio de vino, trata de vengar la infidelidad de su mujer acostándose con Simoniña, la hija de ambos, sea «sacristán de San Clemente», y se lo describa como «un viejo fúnebre, amarillo de cara y manos, barbas mal rapadas, sotana y roquete», que murmura para sus adentros «oraciones deshilvanadas». Como no cabe desatender tampoco el dato de que la desgracia le llegue a él mismo, como a la propia Mari-Gaila, por haberse lanzado esta a los caminos, adonde van a parar, en número creciente, quienes han perdido su lugar en la antigua pirámide social que, bajo la autoridad de un rey idealmente guiado por principios cristianos, aglutinaba a siervos, labradores, artesanos, eclesiásticos, guerreros y señores. Lo dice el mismo Pedro Gailo en el primer parlamento de la pieza: «Estos que andan muchas tierras, torcida gente. La peor ley. Por donde van muestran sus malas artes [...] ¡Todos de la uña! ¡Gente que no trabaja y corre caminos!...».
Es esta «gente que no trabaja y corre caminos» la que forma el coro de gritos, aullidos, carcajadas, lamentos y obscenidades que, de una escena a otra, eleva en Divinas palabras su infernal diapasón, sobre el que solo logra imponerse, «con su temblor enigmático y litúrgico», el eco remoto y ya ininteligible de una lengua y de una fe perdidas, que por un momento instilan en «las viejas almas infantiles [...] un aroma de vida eterna».
Como ocurre siempre con las obras maestras, resulta difícil darse por enteramente satisfecho con ninguna de las innumerables lecturas que se han propuesto de Divinas palabras. Es imposible determinar con precisión el grado de ironía o de solemnidad, de convencimiento o de desesperanza con que Valle brinda sutil y alevosamente, ya desde el título mismo, la «clave» interpretativa de su pieza.
La escena final de Divinas palabras cuenta con precedentes en la misma obra de Valle. Así, en Sonata de invierno (1905), ese momento en que, oyendo el sermón con que un fraile predica a los tercios vizcaínos «la guerra santa en su lengua vascongada», el Marqués de Bradomín dice haberse sentido conmovido: «Aquellas palabras ásperas, firmes, llenas de aristas como las armas de la edad de piedra, me causaban impresión indefinible: Tenían una sonoridad antigua: Eran primitivas y augustas, como los surcos del arado en la tierra cuando cae en ellos la simiente del trigo y del maíz. Sin comprenderlas, yo las sentía leales, veraces, augustas, severas». Años después, en La lámpara maravillosa (1916), Valle sostendrá que «los idiomas son hijos de arado», y recordará a san Bernardo, en el siglo XI, «predicando en la vieja lengua de oíl, por tierras extrañas donde no podía ser entendido», pese a lo cual «levantó un ejército para la Cruzada de Jerusalén». «Cierto que ninguno alcanzaba sus divinas razones —añade Valle—, pero era tan viva la llama de la fe que cegaba los caminos cronológicos del pensamiento y llegaba a las conciencias intuitivamente [...] Fue obrado este ardiente milagro por la gracia musical de las palabras, no por el sentido, que acaso entendidas cabalmente hubieran sido menos eficaces para mover los corazones».
Es inevitable trazar un paralelismo entre estos pasajes y Divinas palabras, donde no deja de producirse también una suerte de milagro, si bien quien lo obra queda tan lejos de estar iluminado, como san Bernardo, por el dolor y el amor por Cristo, como lo está la muchedumbre que lo escucha de sentir ninguna «devoción trágica». El idioma de esta, el idioma del pueblo, ha dejado de ser «hijo del arado y de la honda del pastor», y se ha convertido en un balbuceo casi animal que Valle acierta a plasmar magistralmente a fuerza de frases sincopadas, entrecortadas, hechas de interjecciones y de exclamaciones: un idioma desarticulado en el que las palabras se estrellan unas contra otras.
Lo que en cualquier caso queda patente, transcurridos cinco años desde El embrujado, es el pleno dominio que entretanto Valle ha adquirido de sus propios recursos, el atrevimiento y la radicalidad, pero también la madurez, con que plantea una dramaturgia de una extraordinaria plasticidad, abarrotada de personajes, sometida a continuos y súbitos cambios escénicos, llena de movimiento. En el «dramatis personae» de la pieza constan un «perro sabio», un «pájaro adivino», un «trasgo cabrío», incluso un «sapo anónimo que canta en la noche». La acción incluye explícitas escenas sexuales, aparatosos efectos especiales, un desnudo de mujer; las acotaciones sugieren movimientos casi imposibles de trasladar a las tablas, menos aún con la tecnología de la época. Valle extrema aquí su acusado sentido de lo grotesco, que iba a abocarlo muy poco después al esperpento, y hace gala de una libertad consecuente con su deliberado apartamiento del medio teatral español, al que reprochaba mediocridad y acartonamiento. En osada réplica al rechazo de que habían sido objeto sus intentos de estrenar El embrujado, en 1913, Valle propone con Divinas palabras un teatro sin limitaciones de ningún tipo, al que iba a endilgársele el tópico de su irrepresentabilidad, pero que en realidad se adelanta a su tiempo en el modo que tiene de incorporar técnicas del cine (que en esos años consolidaba su estatuto de «séptimo arte») y de servirse de las acotaciones escénicas para precisar con todo detalle el carácter y la gestualidad de los personajes, así como el efecto que sobre el espectador ha de tener el desarrollo de los diálogos y de los acontecimientos.
¿Teatro para leer, como tantas veces se ha pretendido? Sin duda, pero a la vez teatro que ensaya y que postula una manera novedosa y fecunda de redefinir la naturaleza del espectáculo teatral y el tipo de participación que en él se le asigna al público. El histórico montaje que en 1961 hizo José Tamayo de Divinas palabras despejaba todas las dudas acerca de la condición absolutamente teatral de una pieza que a partir de entonces no dejó de ganar adeptos no solo entre los lectores sino también entre empresarios y directores de escena persuadidos de la potencia incombustible de un drama que, casi un siglo después de haber sido escrito, sigue planteando toda suerte de exigentes y estimulantes retos.
Luces de bohemia
También sobre Luces de bohemia (en realidad, sobre casi todo el teatro de Valle, a partir de Águila de blasón) gravita el prejuicio de su presunta irrepresentabilidad. El mismo Valle, que nunca vio estrenada su obra, parece haberlo asumido. Luces de bohemia está compuesta por quince escenas, que se desarrollan en al menos trece escenarios diferentes, entre ellos «una calle enarenada y solitaria», un «paseo con jardines», «una calle del Madrid austriaco», «un patio en el cementerio del Este». La acción transcurre —puntualiza Valle— en «un Madrid absurdo, brillante y hambriento». El «dramatis personae» registra más de medio centenar de personajes, aparte de «turbas, guardias, perros, gatos, un loro». En la escena cuarta irrumpe una patrulla de «soldados romanos» a caballo. En la decimacuarta, el Marqués de Bradomín y Rubén Darío pasean y dialogan «por una calle de lápidas y cruces». Toda esta multiplicidad queda sujeta, sin embargo, por una estricta estructura circular y un riguroso tratamiento del tiempo: la acción ocupa en total veinticuatro horas, las que van de la «hora crepuscular» de la primera escena a la noche en ciernes de la última.
Luces de bohemia es la única obra de Valle que transcurre en una época estrictamente contemporánea a los años en que fue escrita. Su trasfondo histórico es en amplia medida documentable: a muchos de los personajes cabe atribuirles un modelo real, empezando por Max Estrella, el protagonista de la obra, en el que se reconocen rasgos de Alejandro Sawa (1862-1909), escritor y periodista de origen sevillano que destacó en los ambientes de la bohemia parisina y madrileña, y que murió en la extrema pobreza, «loco, ciego y furioso», como escribiera Valle a Rubén Darío poco después de su fallecimiento. El mismo Darío es un personaje de la pieza, en la que es llamado por su propio nombre. En otros casos, bajo el nombre del personaje en cuestión se disimulan apenas los rasgos de la personalidad histórica.
Personajes, datos y circunstancias, sin embargo, son superpuestos por Valle libremente. Algunas referencias remiten a los primeros años del siglo XX, otras son varios años posteriores. Haciendo caso omiso de estas incongruencias cronológicas, cabe situar la acción en los años inmediatamente anteriores a los de la publicación de la pieza. Nos hallamos en los estertores de la Restauración borbónica, el régimen que se prolongó en España desde 1874 hasta 1923: casi medio siglo, que abarca gran parte de la vida del mismo Valle. Este abominó siempre de la política de componendas, de chanchullos y de privilegios en que ese régimen se sustentó. Luces de bohemia eleva, de hecho, una violenta requisitoria tanto contra ese régimen como contra la sociedad a que dio lugar y que, en definitiva, lo toleró al precio de corromperse toda ella.
Así lo expresa Alonso Zamora Vicente: «Luces de bohemia arremete contra “toda” una sociedad [...] De ahí ese repertorio múltiple y variopinto de sus héroes, procedentes de tantas escalas sociales, unos citados para ser puestos en sangrante evidencia, otros colocándose ellos mismos ante nuestros ojos con su egoísmo, su frivolidad, su palabrería vacua [...] No se trata de una queja contra instituciones o contra personalidades, ni contra supuestos previos. Es una crítica total».
La estética del esperpento es consecuente con esta impugnación a la totalidad de la realidad española. Supone una deformación sistemática de cuanto se ofrece a los ojos. Luces de bohemia contiene la más explícita formulación del modo en que esa deformación opera: Valle la pone en boca de Max Estrella, el protagonista de la obra, en el celebérrimo pasaje de la escena duodécima en que proclama con énfasis:
El esperpentismo lo ha inventado Goya. Los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato [un popular callejón de Madrid donde había instalados unos espejos cóncavos y convexos en que los paseantes se divertían contemplando su reflejo deformado]. Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida español solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada [...] España es una deformación grotesca de la civilización europea [...] Las imágenes más bellas, en un espejo cóncavo, son absurdas [...] La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta. Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas [...] Deformemos la expresión en el mismo espejo que nos deforma las caras y toda la vida miserable de España.
Nada ni nadie se libra de la crítica de Valle, que apenas deja un resquicio a la esperanza, como no sea la que emite un violento destello en las palabras de Mateo, el obrero catalán con el que Max Estrella comparte calabozo en la escena sexta de Luces de bohemia. Como en Divinas palabras el cándido gesto de la «niña con hábito nazareno» que se compadece del idiota, en Luces de bohemia son las incendiarias palabras de Mateo las que sugieren un sutil y efímero pero decisivo contrapunto a la falsedad, la ruindad, la clamorosa injusticia que segrega todo el resto de la obra. Aquella niña «extática», acompañada por «dos viejos de retablo», evocaba un pasado de inocencia y de armoniosa espiritualidad, de primitivo cristianismo, en el extremo opuesto a la bestialidad de su entorno. Por su parte Mateo invoca, con la mirada puesta en el futuro, «un ideal revolucionario» consistente en la completa y radical «destrucción de la riqueza», en aras de «otro concepto de la propiedad y del trabajo». Allí donde, en Divinas palabras, la estampa prerrafaelita sugerida por la niña delataba los viejos ideales tradicionalistas profesados por Valle, determinantes de la descarnada visión que ofrece de un mundo al que se le han sustraído los fundamentos que lo sostenían, así también, en Luces de bohemia, el diálogo que mantienen en el calabozo el obrero catalán y Max Estrella es indicativo de las nuevas simpatías de Valle por las doctrinas revolucionarias, que en los años siguientes lo alinearán con los intelectuales de izquierda. En un caso como en otro, se trata de las dos caras de un mismo rechazo al orden imperante. Si en una primera etapa Valle ponía la vista en el idealizado pasado que había recreado con la estética del simbolismo y del modernismo, en la etapa que se abre en 1920 un pesimismo radical lo mueve a perder la vista en un futuro en llamas. «Los ricos y los pobres, la barbarie ibérica es unánime», concluye Max Estrella en su emocionante diálogo con Mateo. A lo que añade: «¡Todos! ¿Mateo, dónde está la bomba que destripe el terrón maldito de España?».
Quien hace esta pregunta es «el primer poeta de España», como él mismo se proclama. Y por su boca parece hablar el propio Valle, cuyo modo de responder a aquella es, precisamente, el esperpento: una carga de profundidad contra la cáscara retórica que envuelve a la España de su tiempo, que salta por los aires poniendo en evidencia la miserable realidad que encubre, su falsedad ideológica y moral.
Valle no deja de incluir entre sus objetivos el preciosismo modernista en que militó durante su juventud. Ya en 1910, con Cuento de abril, había emprendido el trabajo de demolición de aquella estética en la que había militado tan brillantemente. El paso siguiente fue la «farsa sentimental y grotesca» de La Marquesa Rosalinda, de 1913, seguida de las tres farsas (la de La cabeza del dragón, la de La enamorada del Rey y la de La Reina castiza) reunidas más adelante en Martes de Carnaval (1926). Para entonces ya había dejado definitivamente atrás, después de un prolongado adiós teñido de humor y de melancolía, el ideario modernista, al que en Luces de bohemia da un definitivo carpetazo, no sin hacer desfilar a algunas figuras muy ligadas al mismo. Se ha mencionado ya a Rubén Darío, el gran maestro de los modernistas, y al Marqués de Bradomín, el protagonista de las Sonatas. Pero en el «tropel de ruiseñores modernistas» que a ratos escolta y aclama a Max Estrella se reconocen no pocos personajes reales, a los que Alonso Zamora Vicente se tomó el trabajo de identificar, como es el caso de Dorio de Gadex, poeta y bohemio que firmaba bajo este mismo nombre; o el de Pedro Luis de Gálvez (nombrado simplemente Gálvez), cuya leyenda truculenta ha llegado hasta nuestros días. En cuanto a los demás «epígonos del Parnaso Modernista», como se los llama en la obra, son —en palabras de Zamora Vicente— «los poetas secundarios que aparecen con más o menos regularidad en los periódicos del tiempo [...] toda una flotante teoría de gentes con preocupaciones económicas, vocación de versificador y paisaje noctámbulo. Figuras espectrales casi, que forman el poso aliquebrado de los vencidos».
El Madrid «absurdo, brillante y hambriento» de Luces de bohemia es el mismo en que Valle se abrió camino armado de una fe en los poderes de la palabra que, por los años en que escribe esta pieza, ha devenido en fatal descreimiento sobre la capacidad del lenguaje para obrar ese «milagro» sobre el que Divinas palabras ironiza de modo tan ambiguo. Lo que en adelante hará Valle será poner su prodigioso talento idiomático al servicio de la denuncia de una sociedad cuya irreparable fragmentación se pone de manifiesto en la multiplicidad de registros de un habla cuya variedad es síntoma inequívoco de la imposibilidad creciente de una comunicación verdadera. Desde la pompa con que se expresan el Ministro de la Gobernación o Don Filisberto, el redactor jefe del diario El Popular, hasta la críptica jerga tabernaria o propia del hampa que emplean Pica Lagartos, Enriqueta la Pisa Bien o el Rey de Portugal, pasando por el oropel retórico del «cotarro modernista» o la cháchara teosófica de Basilio Soulinake, el portentoso despliegue de voces que tiene lugar en Luces de bohemia, estrictamente realista pero con efectos paródicos, produce la impresión de una Babel condenada a perpetuar un estado de cosas que es consecuencia, en última instancia —y en ello Valle sintoniza con la más avanzada literatura de su tiempo—, de la quiebra cada vez más irreparable entre lo que las palabras expresan y lo que significan.
Obras, como ya se ha dicho, cruciales en la trayectoria de Valle, Divinas palabras y Luces de bohemia son frutos de una madurez artística cuya primera virtud es la de acertar a reorientar sus propios recursos. Su autor es un hombre entrado ya en la cincuentena que con admirable lucidez es capaz de asumir la inviabilidad de los ideales de su juventud y encauzarlos en una estética nueva más acorde con los tiempos, a los que, lejos de doblegarse, opone sin embargo un fiero espejo en el que la época entera queda retratada.
LUCES DE BOHEMIA
Esperpento
Dramatis personae
Max Estrella, su mujer Madame Collet
y su hija Claudinita
Don Latino de Hispalis
Zaratustra
Don Gay
Un pelón
La chica de la portera
Pica Lagartos
Un coime de taberna
Enriqueta la Pisa Bien
El Rey de Portugal
Un borracho
Dorio de Gadex, Rafael de los Vélez, Lucio Vero, Mínguez, Gálvez, Clarinito y Pérez, jóvenes modernistas
Pitito, capitán de los équites municipales
Un sereno
La voz de un vecino
Dos guardias del orden
Serafín el Bonito
Un celador
Un preso
El portero de una redacción
Don Filiberto, redactor en jefe
El Ministro de la Gobernación
Dieguito, secretario de Su Excelencia
Un ujier
Una vieja pintada y la Lunares
Un joven desconocido
La madre del niño muerto
El empeñista
El guardia
La portera
Un albañil
Una vieja
La trapera
El retirado, todos del barrio
Otra portera
Una vecina
Basilio Soulinake
Un cochero de la funeraria
Dos sepultureros
Rubén Darío
El Marqués de Bradomín
El Pollo del Pay-Pay
La periodista
Turbas, guardias, perros, gatos, un loro
La acción en un Madrid absurdo, brillante y hambriento
Escena primera
Hora crepuscular. Un guardillón con ventano angosto, lleno de sol. Retratos, grabados, autógrafos repartidos por las paredes, sujetos con chinches de dibujante. Conversación lánguida de un hombre ciego y una mujer pelirrubia, triste y fatigada. El hombre ciego es un hiperbólico andaluz, poeta de odas y madrigales, Máximo Estrella. A la pelirrubia, por ser francesa, le dicen en la vecindad Madama Collet.
MAX. Vuelve a leerme la carta del Buey Apis.
MADAMA COLLET. Ten paciencia, Max.
MAX. Pudo esperar a que me enterrasen.
MADAMA COLLET. Le toca ir delante.
MAX. ¡Collet, mal vamos a vernos sin esas cuatro crónicas! ¿Dónde gano yo veinte duros, Collet?
MADAMA COLLET. Otra puerta se abrirá.
MAX. La de la muerte. Podemos suicidarnos colectivamente.
MADAMA COLLET. A mí la muerte no me asusta. ¡Pero tenemos una hija, Max!
MAX. ¿Y si Claudinita estuviese conforme con mi proyecto de suicidio colectivo?
MADAMA COLLET. ¡Es muy joven!
MAX. También se matan los jóvenes, Collet.
MADAMA COLLET. No por cansancio de la vida. Los jóvenes se matan por romanticismo.
MAX. Entonces, se matan por amar demasiado la vida. Es una lástima la obcecación de Claudinita. Con cuatro perras de carbón, podíamos hacer el viaje eterno.
MADAMA COLLET. No desesperes. Otra puerta se abrirá.
MAX. ¿En qué redacción me admiten ciego?
MADAMA COLLET. Escribes una novela.
MAX. Y no hallo editor.
MADAMA COLLET. ¡Oh! No te pongas a gatas, Max. Todos reconocen tu talento.
MAX. ¡Estoy olvidado! Léeme la carta del Buey Apis.
MADAMA COLLET. No tomes ese caso por ejemplo.
MAX. Lee.
MADAMA COLLET. Es un infierno de letra.
MAX. Lee despacio.
Madama Collet, el gesto abatido y resignado, deletrea en voz baja la carta. Se oye fuera una escoba retozona. Suena la campanilla de la escalera.
MADAMA COLLET. Claudinita, deja quieta la escoba, y mira quién ha llamado.
LA VOZ DE CLAUDINITA. Siempre será Don Latino.
MADAMA COLLET. ¡Válgame Dios!
LA VOZ DE CLAUDINITA. ¿Le doy con la puerta en las narices?
MADAMA COLLET. A tu padre le distrae.
LA VOZ DE CLAUDINITA. ¡Ya se siente el olor del aguardiente!
Máximo Estrella se incorpora con un gesto animoso, esparcida sobre el pecho la hermosa barba con mechones de canas. Su cabeza rizada y ciega, de un gran carácter clásico arcaico, recuerda los Hermes.
MAX. ¡Espera, Collet! ¡He recobrado la vista! ¡Veo! ¡Oh, cómo veo! ¡Magníficamente! ¡Está hermosa la Moncloa! ¡El único rincón francés en este páramo madrileño! ¡Hay que volver a París, Collet! ¡Hay que volver allá, Collet! ¡Hay que renovar aquellos tiempos!
MADAMA COLLET. Estás alucinado, Max.
MAX. ¡Veo, y veo magníficamente!
MADAMA COLLET. ¿Pero qué ves?
MAX. ¡El mundo!
MADAMA COLLET. ¡A mí me ves!
MAX. ¡Las cosas que toco, para qué necesito verlas!
MADAMA COLLET. Siéntate. Voy a cerrar la ventana. Procura adormecerte.
MAX. ¡No puedo!
MADAMA COLLET. ¡Pobre cabeza!
MAX. ¡Estoy muerto! Otra vez de noche.
Se reclina en el respaldo del sillón. La mujer cierra la ventana, y la guardilla queda en una penumbra rayada de sol poniente. El ciego se adormece, y la mujer, sombra triste, se sienta en una silleta, haciendo pliegues a la carta del Buey Apis. Una mano cautelosa empuja la puerta que se abre con largo chirrido. Entra un vejete asmático, quepis, anteojos, un perrillo y una cartera con revistas ilustradas. Es Don Latino de Hispalis. Detrás, despeinada, en chancletas, la falda pingona, aparece una mozuela: Claudinita.
DON LATINO. ¿Cómo están los ánimos del genio?
CLAUDINITA. Esperando los cuartos de unos libros que se ha llevado un vivales para vender.
DON LATINO. Niña, ¿no conoces otro vocabulario más escogido para referirte al compañero fraternal de tu padre, de ese hombre grande que me llama hermano? ¡Qué lenguaje, Claudinita!
MADAMA COLLET. ¿Trae usted el dinero, Don Latino?
DON LATINO. Madama Collet, la desconozco, porque siempre ha sido usted una inteligencia razonadora. Max había dispuesto noblemente de ese dinero.
MADAMA COLLET. ¿Es verdad, Max? ¿Es posible?
DON LATINO. ¡No le saque usted de los brazos de Morfeo!
CLAUDINITA. ¿Papá, tú qué dices?
MAX. ¡Idos todos al diablo!
MADAMA COLLET. ¡Oh, querido, con tus generosidades nos has dejado sin cena!
MAX. Latino, eres un cínico.
CLAUDINITA. Don Latino, si usted no apoquina, le araño.
DON LATINO. Córtate las uñas, Claudinita.
CLAUDINITA. Le arranco los ojos.
DON LATINO. ¡Claudinita!
CLAUDINITA. ¡Golfo!
DON LATINO. Max, interpón tu autoridad.
MAX. ¿Qué sacaste por los libros, Latino?
DON LATINO. ¡Tres pesetas, Max! ¡Tres cochinas pesetas! ¡Una indignidad! ¡Un robo!
CLAUDINITA. ¡No haberlos dejado!
DON LATINO. Claudinita, en ese respecto te concedo toda la razón. Me han cogido de pipi. Pero aún se puede deshacer el trato.
MADAMA COLLET. ¡Oh, sería bien!
DON LATINO. Max, si te presentas ahora conmigo en la tienda de ese granuja y le armas un escándalo, le sacas hasta dos duros. Tú tienes otro empaque.
MAX. Habría que devolver el dinero recibido.
DON LATINO. Basta con hacer el ademán. Se juega de boquilla, Maestro.
MAX. ¿Tú crees?...
DON LATINO. ¡Naturalmente!
MADAMA COLLET. Max, no debes salir.
MAX. El aire me refrescará. Aquí hace un calor de horno.
DON LATINO. Pues en la calle corre fresco.
MADAMA COLLET. ¡Vas a tomarte un disgusto sin conseguir nada, Max!
CLAUDINITA. ¡Papá, no salgas!
MADAMA COLLET. Max, yo buscaré alguna cosa que empeñar.
MAX. No quiero tolerar ese robo. ¿A quién le has llevado los libros, Latino?
DON LATINO. A Zaratustra.
MAX. ¡Claudina, mi palo y mi sombrero!
CLAUDINITA. ¿Se los doy, mamá?
MADAMA COLLET. ¡Dáselos!
DON LATINO. Madama Collet, verá usted qué faena.
CLAUDINITA. ¡Golfo!
DON LATINO. ¡Todo en tu boca es canción, Claudinita!
Máximo Estrella sale apoyado en el hombro de Don Latino. Madama Collet suspira apocada, y la hija, toda nervios, comienza a quitarse las horquillas del pelo.
CLAUDINITA. ¿Sabes cómo acaba todo esto? ¡En la taberna de Pica Lagartos!