PRÓLOGO
Es en la introducción al escrito Sobre pedagogía, que Kant publica en 1803 poco después de la Antropología, donde sintetizó, en una frase muchas veces citada, esa perspectiva esencial de la formación humana: «El hombre sólo puede ser hombre por la educación. No es nada más que lo que la educación hace de él».
En el título mismo de la Antropología, había destacado el carácter pragmático desde el que pretendía llevar a cabo su análisis de los problemas educativos. El radicalismo expresado en esa tesis mostraba la importancia del horizonte cultural que se abría ante el «animal que habla». El «hablar en las palabras», el «pensar», era algo innato ya, no cercado por el espacio de la naturaleza, sino que presentaba el ser y la vida en el inmenso territorio de la posibilidad, de la creación. Un territorio que había que cuidar, que fomentar, que orientar. Tal vez por ello, la idea de cultura se expresó, entre los escritores griegos, con la misma palabra que «educación»: paideía. El «animal que tiene logos», que puede articular sonidos «semánticos» e indicar el mundo y descubrirlo, a través de esas significaciones, además debe «entender» esas palabras y aprender desde ellas y con ellas.
El desarrollo natural iba acompañado de la libertad que la educación podía darle. Porque otra tesis que aparece en ese escrito sobre educación es que «el hombre, por naturaleza, tiende necesariamente a la libertad». Parece, pues, que podría surgir una especie de enfrentamiento entre la libertad con que la naturaleza le sostiene y esa posibilidad que presenta la misma naturaleza para insertarse en el ilimitado y manipulable dominio de la cultura, de la educación.
Ilimitado porque la cultura es creación. Un territorio que no presenta más fronteras que las que se van abriendo ante los pasos dados en ese camino. Y la educación es, como sabemos, algo que tiene que comenzar en la infancia, porque es entonces cuando la libertad inicial de la mente puede quedar lastrada por todos los reflejos condicionados que los intereses de determinados grupos de poderes ideológicos o religiosos llegan a inocular. Educar es crear libertad, dar posibilidad, hacer pensar. Hay, sin embargo, instituciones que parecen haber nacido para combatir tal libertad y tal pensamiento, al levantar en la mente infantil un mundo de fantasmagorías que coagulan en atontamiento y en su consecuencia inmediata, el fanatismo y la violencia.
Podríamos completar la fórmula kantiana afirmando que uno de los trabajos social y humanamente más importantes y gratificadores es el ejercicio profesional de la educación. Por eso mismo no hay nada más triste que esos profesores —«ganapanes», Brotgelehrte les llamaba Schiller— sin amor a lo que enseñan y a los que enseñan.
El texto kantiano dejaba ver que la naturaleza en la que estamos instalados y, en definitiva, la naturaleza que somos, constituye la base sobre la que levantar un proceso dinámico, un «ser quien eres» que expresa la historia del desarrollo individual, de un «quien» personal, donde confluyen todas aquellas supuestas virtudes que, a lo largo de la cultura, han reflejado el lento proceso de la humanización. Virtudes que, en nuestros días, no necesitan resumirse en esas palabras claves del progreso humano y de las que se habla en algunas de las páginas que este libro. Tal vez, en nuestro recién estrenado siglo, hay que acudir, como resultado del horizonte de globalización tecnológica que nos circunda, a términos más cercanos que la inevitable y necesaria aspiración al bien o a la verdad. No a la verdad inmutable, sino a la verdad que se hace camino al andarla y que, como el bien o la justicia, se sustenta en algo tan aparentemente simple como la honradez, la decencia, la generosidad. Y, por supuesto, se opone incesantemente a la maldad encubierta por la hipocresía o por esa otra enfermedad de la corrupción mental, muchísimo peor que la ignorancia.
Para llevar a cabo una parte de este ideal pedagógico es preciso, sobre todo, una «promoción» de la inteligencia y un aliento de libertad. El apasionante camino que va de ese «quien» a un ser personal tiene que alimentarse de inteligencia y de autonomía. Una autonomía que es posible cuando desde la infancia se ha cultivado el desarrollo de la mente alejada de todo ese imperio vacío con el que se deforma, lenta e implacablemente, la fluidez de nuestras neuronas y produce, a lo largo de la existencia, una tara conceptual de la que no es fácil desprenderse.
El presente libro no trata de teorizar sobre estas cuestiones. En primer lugar, porque las palabras con las que expresamos nuestras preocupaciones acaban cayendo, sin merecerlo tal vez, en el pozo sin fondo de la irrealidad que a fuerza de «decirse sin hacer» es una forma bajo la que se oculta la deformación social. A estas alturas, las teorías pedagógicas «razonables» sólo deberán formularse para una política que sea capaz de realizarlas, para una política verdaderamente humana, casi me atrevería a decir, a pesar del deterioro del adjetivo, humanitaria, y desde una sociedad ilustrada que no cargue con el lastre de siglos de atontamiento que el egoísmo y la codicia oligárquica han fomentado.
Lo que aquí se expone es, más bien, el testimonio de unas preocupaciones que han ido surgiendo al ritmo y en la historia personal de una experiencia docente fuera y dentro de nuestro país. Una minibiografía en el contexto pedagógico de esa experiencia y que ha sido motivada, casi empujada, por ella. Por supuesto que la responsabilidad de lo que aquí se dice es exclusivamente mía, pero me alegraría que esta edición fuera digna del entusiasmo que Elena Martínez Bavière, mi editora, ha puesto en ella.
Estas páginas responden, pues, en sus referencias más inmediatas, a otros momentos de nuestra historia docente, y universitaria, pero al releerlas hemos descubierto que el relativo «destiempo» de algunos datos es una anécdota insignificante, ante la continuidad y persistencia de las categorías que se describen.
Una vez más se nos hace presente la tesis kantiana, con todo el complejo mundo al que esta se enfrenta. Porque a pesar del reconocimiento de ese hecho indiscutible, al entremezclarse con la realidad del mundo, con el duro presente de falsedad y crueldad que cerca la existencia de muchos seres humanos, la necesidad de la educación queda proyectada hacia el lejano horizonte de los buenos propósitos, de los sueños difícilmente realizables. Todas esas amenazas no deben, sin embargo, hacer tambalear el «ideal de la humanidad» que se propugna como logro del pensamiento ilustrado, y que los griegos expresaron con esa maravillosa palabra, «filantropía», que armoniza la existencia, la sociedad y su esperanza.
«Utopía» significa, etimológicamente, «lo que no tiene lugar», pero lo realmente utópico es ese conglomerado de despropósitos y desconciertos que la ignorancia y la corrupción mental producen en la vida personal y colectiva. Esto sí que es la más inhumana utopía que se alimenta de la forma suprema de negación, de lo que «no debe tener lugar». Pero este verbo «deber» nos lleva ya muy lejos de lo que quería indicar en el prólogo a un libro que se alimenta del ideal kantiano.
ENSEÑANZAS DE LA EDAD
1. Una forma de solidaridad con la vida es algo de lo que trata este libro. Pero la vida, la vida humana, está sometida a un incesante proceso donde ya no es la naturaleza del cuerpo sino el entorno familiar y social lo que va determinando las estructuras desde las que esa vida se configura. Con independencia de otros contenidos pragmáticos surgidos de la historia personal, me gustaría recordar las experiencias que pudieran contrastar con el espacio pedagógico y político en el que se encuentra hoy la juventud universitaria, la juventud trabajadora.
Porque el horizonte de una educación teórica, llena de propuestas que apunten a los ya sabidos ideales de la Ilustración, no puede perderse en las propias especulaciones. La educación tiene que enfrentarse hoy, como en otros tiempos, a los problemas que plantea cada presente en el espacio concreto de la historia que lo determina. Pero este «hoy» de hoy es, según se dice y escribe, un tiempo que, al parecer, está condicionado por dos repetidas, insistentes, palabras: globalización y digitalización, o tal vez mejor, aunque lingüísticamente sea un poco chocante: globalismo y digitalismo.
No sé si estos conceptos son reales, si, realmente, responden a las necesidades de una sociedad que, en principio, debe proyectarse hacia los ideales que han ido iluminándose a lo largo de la historia de la filosofía política. Porque podría ocurrir que el globalismo o el digitalismo fuesen invenciones fruto de intereses económicos que, desde las ideologías que los alumbraron, promocionasen una sociedad de consumidores entontecidos.
Desde la perspectiva de nuestro tiempo, donde dominan, muchas veces, la violencia y la crueldad de guerras cuyo origen nadie nos explica, cuesta trabajo recordar ese concepto de «filantropía», de amor a la humanidad, sobre el que había reflexionado la filosofía griega.
Por eso me pareció que todo lo que se intenta describir en estas páginas, aunque sea fruto de la experiencia personal de quien las escribió, podría buscar una referencia posible en un lector joven con el que, en el silencio de las letras, entablase una conversación el autor. Porque, a pesar de las distancias en el tiempo, de las nuevas costumbres y de las resonancias con que, atronadoramente muchas veces, agobian las distintas épocas, hay algo común a todas ellas y que, en cierto sentido, las homogeneiza.
Sobre todo porque el autor de estas líneas ha estado sumergido en el mundo de la enseñanza, como profesor. Un trabajo que durante todo ese tiempo, ha sido una fuente de felicidad y vida. Y no se trata de la retórica sentimental con que, a veces, la memoria nos acompaña por si nos invade la melancolía del tiempo que se aleja. Es más bien el sentimiento de haber, tal vez por el azar, encontrado en la educación uno de los trabajos más gratificantes de la existencia. Por ello pienso, de nuevo, que hay que encontrar los medios más firmes para poner en práctica ese supuesto idealismo.
2. Pensando, sin embargo, en la juventud, no puedo por menos de referirme a algunos de los peligros que, sin duda, la amenazan.
Es tal el poder de los medios digitales que han llegado a dominar el territorio de la información y la comunicación de mensajes.
Esos medios representan, claramente, un avance, y su capacidad de transmitir todas esas informaciones un adelanto en la comunicación. Pero, al lado de ello, son tan sustanciosas las ganancias del imperio económico que lo sostiene, que una política dominada, casi por completo, por el imperio de la avaricia y del consumo podría ejercer una feroz influencia sobre el indefenso y cegado consumidor.
No quisiera caer en una crítica trivial y tantas veces repetida en ámbitos privados y personales; pero es evidente que ese imperio digital, en sus amenazantes abusos, es una enfermedad para la racionalidad y el saludable desarrollo de la inteligencia, y para la libertad no tanto de expresión, como tan machaconamente se habla en nuestros días, sino para una más importante libertad previa, para la libertad de pensar, de sentir, de experimentar, de desear, de amar.
Ese hundimiento obsesivo en las pequeñas pantallas manuales, más propiamente dicho, digitales, donde los dedos, las manos dominadoras de la materia, creadoras del arte, de la cultura real, quedan convertidas en meras rozadoras, «sobadoras» de las minipantallas.
Es ineludible la asombrosa cita de Aristóteles sobre la mano, que es, «como el alma, todas las cosas», y que precisamente por ello piensa, entiende, crea realidad. Transformadoras de la materia, sentidoras de la vida y del gozo, podrían, sin querer, engañarnos, haciendo aparecer sobre esa pequeña superficie sin relieve alguno, sólo sombras, noticias de una realidad que no pesa, pero que manchan o que inquietan, o que atontan y enajenan.
A fuerza de ver con el soplo, con el leve roce dactilar, ese chisporroteo entrecortado de imágenes, olvidamos la fuerza, el poder, la ternura del alma que crea la mano. Me parece que no soy injusto con los posibles logros de la era digital, pero de la misma manera que en el ya inmediato futuro se presenta el enrarecimiento del aire, y por lo tanto de la vida, por la polución atmosférica de la automoción y por la disparatada promoción que la publicidad ejerce sobre los consumidores, la nube de informaciones y noticias innecesarias —en el sentido epicúreo del término— puede ser tan funesta para las neuronas y su fluidez como la negra nube que se posa sobre los tejados de las ciudades y sobre nuestros ojos y nuestros pulmones.
No es extraño que en unos tiempos donde ya hay en las escuelas y universidades especialidades digitales, las llamadas Humanidades puedan parecer algo anacrónico, y que sectarios e ignorantes programadores de la educación quieran olvidarlas.
El bien de la sociedad, la solidaridad, por mucho que estos conceptos puedan resonar en un paisaje irreal, han estado siempre presentes en la historia. Habría que recordar la famosa tesis del filósofo: «Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos».
3. La experiencia que cada uno vive en su época y que, impulsivamente, se va haciendo consciente en la juventud, tiene o debería tener unos elementos comunes. Tal vez el más esencial sea la esperanza. Una esperanza que nos regala el tiempo. Siempre me ha llamado la atención ese dicho de que, en la juventud, se tiene toda la vida por delante. El tener tiempo, el que estemos empezando a dar pasos en el territorio en el que hemos nacido, conduce a un compromiso con el espacio social que nos rodea.
Ese compromiso nos hace ver que la existencia humana se sostiene en dos principios fundamentales. Uno de ellos es la sensación, el otro es la memoria. Sentir es el principio del conocimiento. Sentimos, vemos, oímos el mundo que nos rodea. Somos naturaleza que se descubre en nuestra misma estructura corporal. La naturaleza nos identifica con todo lo que podemos percibir. Nuestros ojos, como decía el poeta, «están hechos a la medida de la luz». Y esa luz que baña el mundo ilumina también el mundo interior, en el que se va a ir alumbrando el ser que debemos ser.
Pero frecuentemente, por esa digitalización a la que me refería, podemos dejar de mirar el mundo, de contrastar la mirada, de asombrarnos de su pujanza y fuerza: los árboles, los ríos, la tierra y sus frutos. No es, creo, una crítica fácil, pero sorprende el ver por las calles esas imágenes de jóvenes, y no sólo de jóvenes, mirando obsesivamente sus móviles.
Es llamativo el poder de sugestión que esos pequeños instrumentos provocan en nuestras vidas. Sin duda, se trata de un signo de los tiempos. Pero ¿qué señalan esos signos? ¿Qué buscamos en ellos que de tal manera nos inmovilizan?
La luz interior a la que el poeta se refería y que podría contrarrestar la obsesión tecnológica es la ya antigua idea de cultura, de educación. La cultura está hecha de «memoria», sobre la que se sostiene la personalidad individual. La memoria no se funda únicamente en la propia experiencia, en el propio reconocimiento, sino que se alimenta también de la experiencia ajena y se enriquece de ella. Y la experiencia de la cultura se solidifica en aquello que constituye la característica fundamental de los seres humanos: el lenguaje.
4. En nuestro tiempo, por las extraordinarias posibilidades de comunicación que se ofrecen y se manipulan, es más necesario que nunca el cultivo de ese lenguaje, de sus contenidos, de lo que nos dice y enseña en ese decir.
Los jóvenes se encuentran hoy ante problemas totalmente distintos de otras épocas, y uno de esos problemas tiene que ver, precisamente, con el lenguaje. El asalto a la información, a través de mensajes puntuales que apenas dan pie a la reflexión, va aniquilando, lentamente, la posibilidad, la necesidad de pensar, de entender, incluso de leer.
La lectura es el fundamento y el estímulo de la creación y maduración intelectual. Seguramente durante el bachillerato, en las clases de historia de la filosofía, se habló de los sofistas como revolucionarios de los sentidos del lenguaje. Le contarían, tal vez, que esos, digamos, profesores ambulantes, rompieron una buena parte de la ideología reinante en el lenguaje, con esa pregunta tan simple como «¿qué significa justicia, verdad, belleza?». ¿Qué significan las palabras?
Se ha dicho muchas veces que los seres humanos somos lenguaje. La política fue una forma de enhebrar y posibilitar ese lenguaje. Tal vez la política, la mala política, pretenda hacer que las «Humanidades» vayan desapareciendo de los planes de estudio. Por ejemplo, la Filosofía, que era una forma de plantearse los problemas de la existencia, los problemas que tienen que ver con el ser humano, con sus relaciones con el mundo y la sociedad, con los conceptos fundamentales sobre los que la vida social se construye.
Entender el mundo y la sociedad fue una necesidad de toda época. Esa necesidad expresaba los límites y las posibilidades de la convivencia. Nadie está pasivamente en el mundo. Cada existencia humana, instalada en una sociedad y en un lenguaje, está continuamente estimulada por situaciones que configuran su vida y, en ella, sus esperanzas y desvelos. La presión de la sociedad, que política y colectivamente desborda los deseos y las aspiraciones personales, se ha configurado, muchas veces, como favorecedora del individuo, o como destructora de su esperanza.
5. No quiero creer que esa obsesión por orientar, desde la escuela, desde la universidad, a los jóvenes para ganarse la vida, que, paradójicamente, es la forma más estúpida de perderla, esté condicionada por los errores de una sociedad cuyos negocios y pragmatismo lleva a convertirnos en animales de consumo, sin otros ideales que aquellos que acaban consumiendo al consumidor.
Porque dentro de las Humanidades, la Historia de la Literatura, por poner otro ejemplo, nos brinda la posibilidad de enriquecernos con lenguajes distintos del monótono y repetido que tenemos con nosotros mismos, con nuestras inmediatas y concretas preocupaciones, y llevarnos a dialogar con otras voces que siguen vivas en el ancho territorio de los libros.
No somos conscientes, muchas veces, de lo que significa esa inmensa conversación que la escritura nos presenta. Se dijo en una conocida definición del filósofo griego que el ser humano es un animal, como los otros mamíferos, pero que tiene la particularidad de que sale de su boca un «aire semántico», o sea un aire que indica, que señala el mundo. Un señalar que, aunque inicialmente nombraba la realidad presente, fue ampliando el horizonte de sus señales: una especie de creación de un nuevo mundo que ya no podíamos señalar, ni siquiera podíamos ver, si no era ya en el sueño de las palabras. Un sueño que inventaba otra realidad, la realidad de las «ideas».
«Idea» en griego clásico quiere decir algo que se «ve», que está presente con una presencia tan cercana e inmediata como la de las cosas. Esa idealización del mundo fue el origen de la cultura. Es sorprendente cómo se comenzó a construir, desde el lenguaje y sus palabras, ese otro territorio de referencias en el que los seres humanos se entienden.
Empezó a surgir, entonces, el espacio cultural en el que, por medio del lenguaje, comenzaba la convivencia, comenzaba la política. Y esa convivencia iniciaba, en sus logros y frustraciones, el pausado descubrimiento de dos palabras esenciales para la sociedad humana, amistad y enemistad.
6. En la raíz de la palabra «educación» está un verbo latino que significa «guiar», «conducir»; pero también sacar algo de alguien: guiar, pues, y desarrollar lo que yace en el fondo originario de cada naturaleza, que es dinamismo, posibilidad, evolución, progreso.
Esta forma especial de ser supone que la naturaleza en la que «estamos» y de la que formamos parte puede, además, ir más allá de los mismos límites que la cercan. En el principio mismo de la palabra griega physis estaba ya inmerso el desarrollo, el cambio, la posibilidad. Habitamos un cuerpo que se desarrolla en el espacio «físico» que lo constituye; pero «somos» en la cultura, en esa forma que en el movimiento de la naturaleza en la que estamos se va alumbrando, desde la educación, el ser que somos, el ser que podemos ser.
En la mutación, que empieza a desplegarse ya en la infancia, radica, pues, la educación. El dinamismo iniciado en la niñez tiene que cultivarse con el mismo cuidado con el que debemos tratar el mundo que nos rodea. Pero así como la naturaleza del cuerpo tiene los límites clausurados por la misma constitución «natural», la formación del ser que habla, que piensa y se comunica, del ser que necesita de los demás, es un proceso continuo, casi ilimitado, de creación.
7. No es extraño, pues, que esa palabra que se refiere al cultivo de lo humano, de lo que hace del «animal que tiene palabra y, en ella, pensamiento», fuese la misma que «infancia». A esos primeros pasos de la vida humana había que ofrecerle un camino adecuado que marcase el territorio de la sociabilidad y la racionalidad. Ese camino sería el lenguaje, una «lengua materna» que, así adjetivada, dejaba ver la perspectiva inicial e inevitable de estar en el mundo, de ser, filialmente, en él.
El universo humano, que el lenguaje va abriendo, va creando el mundo en el que tenemos que vivir. El lenguaje ofrece un horizonte de interpretaciones que, desde el balbuceo infantil, manifiesta, de alguna forma, el espacio social que nos sostiene.
«Lengua materna» es la expresión que define el nacimiento en el lenguaje. Es curiosa la expresión, que ha arraigado en muchas lenguas. Esa lengua materna que se ha ido formando a lo largo de los siglos manifestaba no sólo «visiones» e «ideas», perspectivas desde las que se comenzaba a sentir y a percibir, sino que configuraba la nueva realidad, la «idealidad». El lenguaje fue, pues, la cuna en la que empezó a mecerse ese ser humano sobre el incesante movimiento de los conceptos.
Pero esta relación entre la posibilidad de desarrollo humano y su realización se inicia en el espacio familiar en el que cada existencia se alumbra, y es en el ámbito de la escuela donde se consolida. El mundo familiar en el que, por azar, nos hemos encontrado, determina necesariamente el territorio de nuestra inicial sociabilidad, pero ese azar puede modificarse y deteriorarse en la escuela. Por ello es esencial la defensa de una escuela pública que haga desaparecer las azarosas e injustas diferencias que necesariamente impone la sociedad.
8. Todos los planteamientos teóricos se fundan en la praxis en que la teoría se desarrolla. Es cierto que en la sociedad contemporánea esa realidad tiene desarrollos distintos. Por supuesto que la educación por el Estado, como principio igualador y antidiscriminatorio, ha de asegurar ideales de libertad, de ilustración y racionalidad que no pueden quedar reducidos a la órbita de los buenos deseos. Cabe, además, el peligro de una educación propiciada por poderes políticos próximos a fanatismos y degeneraciones que imposibilitan cualquier forma de inteligencia y progreso.
En la base de los planteamientos educativos yacen, como columnas sustentadoras, las tres preguntas que Kant formuló en la Crítica de la razón pura: «Qué puedo saber; qué debo hacer; y qué he de esperar».
El saber que, partiendo del lenguaje, comunica y humaniza, depende siempre de aquello que la educación nos entrega. Un saber que al instalarse en nosotros y al guiarnos «pedagógicamente» nos lleva a preguntarnos por una cultura humana, en la que sea posible realizar todo ese inmenso tesoro que la escritura y los libros han puesto en nuestras manos.
Una lectura que anima la esperanza de liberarnos de la soledad en la compañía de quienes nos siguen hablando, el inacabable diálogo de la escritura y de sus libros.
EDUCACIÓN E IGUALDAD
En un texto del Gorgias platónico, donde con extraordinaria sinceridad y cinismo Caliclés defiende el amoralismo de un poder que no tiene que regirse por justicia alguna, Sócrates, asombrado de la radicalidad y dureza de esos planteamientos, pretende que precise tan feroces tesis:
Te entregas a la discusión, Caliclés, con noble franqueza. En efecto, estás diciendo ahora, muy a las claras, lo que los demás piensan pero no quieren decir. Te pido, pues, que no cejes en tu empeño, a fin de que se nos haga en realidad evidente cómo hay que vivir. Y dime, ¿afirmas que no se han de reprimir los deseos si se quiere ser lo que hay que ser, y que dejando que se hagan lo más grande que puedan, les demos satisfacción en todo lo que nos pidan, y que, además, en esto consiste la areté? (492d)
La pregunta socrática sobrevuela, efectivamente, la historia y nos empuja hacia ese paisaje ideal donde se formula muchas veces la inquietante pregunta de cómo hay que vivir. Una pregunta que no siempre sabemos hacernos, cerrados como estamos en el estrecho círculo de la naturaleza y su angustioso mensajero, el egoísmo que nos acosa realmente bajo diversas formas en las que se enmascara: el miedo, la falsedad, la violencia, el azar, el destino.
Desde distintas perspectivas se ha dado respuesta a este interrogante —la de Caliclés era una— y, con frecuencia, la filosofía ha pretendido orientarnos en ese camino de la vida en el que se hace patente la tensión provocada por esa «insociable sociabilidad» con la que, en certera expresión, definía Kant la paradoja de la existencia. Efectivamente, aquí se enfrentan el egoísmo natural del ser que quiere «persistir en el ser» y esa no menos natural tendencia a la solidaridad y el amor.
Siglos de reflexión, de filosofía, nos han ido desbrozando malezas, señalando atajos, para alcanzar ese estado de equilibrio que, arrancando espontáneamente del sentimiento de amistad hacia los semejantes, y en abierta oposición al misterioso interlocutor de Sócrates, se ha secularizado bajo el nombre de justicia, de díke. Una palabra que, entre otras cosas, encierra la intensa e ineludible verdad de que no estamos solos, de que no somos individuos solitarios sino que nos vemos obligados, en el peor de los casos, a soportarnos mutuamente sin perjudicarnos y, en el mejor, a dar pie, en ese soportar, a la convivencia, a la concordia, y a todo el inmenso universo de afectos que somos capaces también de crear.
Pero parece que, en la tensión de esas dos fuerzas que desgarran a los seres humanos y, en un principio, lo inclinan hacia el egoísmo y la enemistad, es este poder destructivo el que con más constancia ha ejercido su imperio, dejando al mundo de la idealidad los proyectos más concordes, las tendencias más altruistas que acaban convirtiéndose en dulces jaculatorias de piadosos e inconsistentes deseos.
Releyendo el Gorgias y el Trasímaco de Platón, entre el horror y la bestialidad de las recientes guerras, sufridas por muchos seres humanos, y ante la impotencia, la pasividad y la hipocresía de otros, pensamos si la historia entera de la cultura no es la manifestación de un inapelable retroceso, alimentado por el ofuscamiento que, por otra parte, produce lo que, con indudable eufemismo, se suele llamar la época científico-técnica. Todo ello nos lleva a una cierta desgana para volver a reflexionar sobre esos tópicos, o mejor de saludables utopías con las que tal vez enjugamos nuestra mala conciencia o, al menos, nuestro saludable y siempre estimulante malestar.
En este punto habría que recordar un conocido texto de Kant al comienzo de su Antropología:
Los hombres son tanto más comediantes cuanto más civilizados: aceptan la apariencia de la simpatía, del respeto a los otros, de la decencia y de la generosidad, sin que, por supuesto, nadie se llame a engaño, porque cada uno entiende que toda esa comedia no va en serio. Y, en el fondo, está bien [no importa] que sea así. Porque en la medida en que los hombres representan tales papeles, esas virtudes que, durante un tiempo, solo han sido aparentes y artificiales, se van poco a poco despertando y acaban pasando al acervo moral (Gesinnung, párr. 12).
Quizá a la mayoría de nosotros, meros espectadores de la historia, no nos quede otro remedio que representar esos papeles teóricos con la consciencia, sin embargo, de saber que son puro juego, simple especulación intelectual y que, al mismo tiempo, es un deber seguir jugándolos, seguir especulándolos. La feliz claudicación a la apariencia de esas palabras sustentadoras y orientadoras nos sirve, al menos, para mantener la esperanza de que, aunque nosotros no estemos todavía a la altura de esos ideales, podamos modestamente colaborar en su incorporación a un posible y realizable acervo moral.
Valga, pues, todo lo que antecede como testimonio de lo que se siente ante los sucesos de violencia y crueldad que vive la humanidad —¿el horror es también globalizable?—, que no hace sino añadirse a lo que siente cualquier persona que pretenda verdaderamente entender e interpretar los signos que, en la actualidad o en la memoria de pasadas experiencias, forman la cara más abotargada y monstruosa de la historia.
Creo que los términos cultura, política y educación abordan cuestiones esenciales para el desarrollo de la vida humana. Estos tres grandes horizontes han estado siempre presentes ante aquellos ojos que confiaron en el progreso. En los momentos más intensos y creativos de la humanidad, estas palabras han alentado a los que creían que vivir era algo más que someterse al imperio inevitable del egoísmo con el que se nos lanza a la difícil tarea de durar en el tiempo y, en muchos casos, a dominar o manipular a los otros.
La cultura llevaba dentro una ruptura con la desnuda naturaleza, un asombro filosófico ante el mundo exterior, un distanciamiento reflexivo y el deseo de superar la indigencia de los seres humanos con un mundo construido por ellos y del que fueran, efectivamente, los cuidadosos moradores. Ese mundo cultural se edificó, como señalo en «Sobre la identidad» y «Humanidades y paideía» y nunca será excesivo el repetirlo, sobre palabras elementales que expresaban las estructuras primeras de la vida: el agua, la tierra, el aire o el fuego. Paralelas a ellas, como se destalla en otro capítulo de este libro, la cultura inventó unos «elementos» ideales, tal vez cuatro también: el Bien, la Verdad, la Justicia, la Belleza.
Pero precisamente tales principios fecundadores de la cultura tuvieron que purificarse, pulirse en el desarrollo social, en el territorio de lo colectivo. De ahí surgió la política. En el libro segundo de la República de Platón se dice: «La ciudad, la política, nace, en mi opinión, porque se da la circunstancia de que ninguno de nosotros se basta a sí mismo. Somos, pues, seres indigentes y estamos necesitados de muchas cosas» (II, 369b). Esta negación de la autarquía es, en el fondo, el motor de la solidaridad, de la problemática y apasionante sociabilidad. La política es, pues, búsqueda de equilibrio, necesidad de dar y prestar ayuda. En ningún momento debería convertirse en afirmación exclusiva de la individualidad o del clan, ni siquiera de la etnia o la nación.
La generosidad, por muy irreal que pudiera parecer, se anunció ya en los primeros escritos políticos de lo que se suele denominar cultura occidental. En la República se habla insistentemente de la felicidad de los guardianes, de si los protectores de la ciudad, los políticos, pueden ser felices porque, en un estado justo, no pueden poseer bienes materiales:
Ni manejar oro ni plata [...] porque si buscan el dinero se convertirán no en protectores y amigos de sus conciudadanos, sino en odiosos déspotas. Pasarán la vida entera aborreciendo y siendo aborrecidos, conspirando y siendo objeto de conspiraciones, temiendo, en fin, mucho más y con más frecuencia a los enemigos de dentro que a los de fuera. Correrán así en derechura al abismo y se hundirán ellos y, con ellos, la ciudad y sus ciudadanos (República, III, 417a-b).
La filosofía política griega se planteó esta extraña aporía y hay textos sorprendentes en los que se manifiesta. Efectivamente, en el mundo de la escasez, de las dificultades ante la vida, ser feliz era tener más, asegurar con la posesión de bienes, con su abundancia, la precariedad de la existencia, la inseguridad del futuro. Tener más era, en el fondo, poder vivir más. Pero hay un giro radical en la misma cultura griega en la que aparece una variante revolucionaria: la felicidad no consistirá ya en tener más sino en ser más. Y este ser más abría el espacio de la intimidad, la construcción de un ser dentro de nosotros mismos, cuya posesión y gozo eran infinitamente más reales que la posesión de las cosas. Todo ello iniciaba el descubrimiento del arte, de la belleza, de la justicia, de la concordia. Y este poder ser más no era un pequeño subterfugio de palabras que nos alimentasen y consolasen ante las frustraciones que arrastraban la escasez o la miseria. Era, por el contrario, la «reinvención de lo humano».
Pero otra gran intuición de esta cultura fue el comprobar que la plegaria de Sócrates, al final del Fedro, sobre la belleza interior (279b-c), no tenía aplicación alguna y que, como simple deseo, podía escaparse a los cielos de la irrealidad. El reconocimiento de que la cultura se creaba entre los entramados de la polis y de que la convivencia era algo más que la manifestación de los intereses del individuo o de su clan, trajo consigo el fundamento principal de la convivencia, la paideía, la educación, exigencia ineludible de la democracia.
El ciudadano, el habitante de la polis, tenía que hacerse igual ante la ley y ante la posesión y administración de la palabra. Conceptos que se expresaron con dos magníficas creaciones lingüísticas: isonomía e isegoría (la igualdad ante la ley y el derecho a la palabra). La igualdad no era, pues, un hecho sino un derecho. Y esta necesidad de igualdad no podía dejarse al cuidado de los deseos individuales o de las pasiones y ambiciones de los grupos de poder. La lucha por la igualdad intentaba remediar las tensiones que desarmonizaban las estructuras políticas y que podían ser causa de su destrucción. Es cierto que en la política griega y en el seno mismo de la democracia existió la inmensa incoherencia de la esclavitud; pero ese es un problema que se desplaza sobre un terreno distinto del que ahora me interesa analizar. Los civilizados hombres del siglo XXI no deberíamos escandalizarnos por el hecho de la esclavitud antigua. Vivimos entre formas de esclavitud mucho más sutiles y perversas que las que corroían los ideales de la democracia ateniense y, para colmo, a pesar de poderse ver con más claridad que entonces su radical inhumanidad, no son asumidas en el entorno real de un esfuerzo por la cultura de la igualdad.
El descubrimiento, pues, de que la democracia se sustenta en la educación constituyó la esencia del legado democrático. Educación significó fomento y ejercicio de la libertad: libertad para poder pensar. Esa lucha por el pensamiento que nació de una liberación del mito como explicación de las cosas, implicó algo que, bajo el sonido de palabras adormecedoras, trivializadas por el uso, como libertad de expresión, podría desviarnos de ese ejercicio de la libertad. Porque no se trata solo de poder decir, de poder expresarse sino de poder pensar, de aprender a saber pensar para, efectivamente, tener algo que decir. ¿Qué importa la libertad de expresión si lo que expresamos es el discurso estúpido y vacío de las palabras mal sabidas, de los conceptos manipulados, incluso por nosotros mismos, de las ideas estereotipadas, convertidas en pringue ideológica que se recalienta en el rescoldo de nuestros miedos y de nuestros intereses?
A esa creación de la libertad se oponía uno de los fenómenos psicológicos más característicos de nuestro tiempo, la «mala fe», a cuya descripción dedicó Sartre, en El ser y la nada, un importante capítulo. Esa expresión significa, fundamentalmente, el lento envilecimiento de la conciencia con el que ofuscamos la capacidad de entender en libertad, de asumir los resultados de la inteligencia y la racionalidad. Por la «mala fe» destruimos todo aquello que nos pueda sacar del estrecho cerco del interés individual y del egoísmo. Pensamos lo que nos conviene o como nos conviene pensar, queremos lo que «queremos» querer. Esa negación que introducimos en nuestra mente, para no ver sino aquello que fabricamos capciosamente, para quererlo ver, acaba incorporándose con tal fuerza que la inteligencia y la voluntad quedan aprisionadas en el grumo ideológico que ella misma condimenta. Ese modo de negarse a sí mismo es, también, una forma de negar a los otros. La mentira con la que se ciega la propia libertad produce, al mismo tiempo, la falsedad y la doblez hacia los demás. Para ello, la «mala fe» tiene que alimentarse del miedo. Vivimos, a causa de esa originaria indigencia, en una existencia arriesgada; pero ese riesgo del vivir que nos pone en guardia ante distintos peligros, asume otros miedos que los propios: los miedos con los que la «mala fe» de ciertos intereses del poder nos angustian y nos oprimen. De esta manera, se va levantando en el individuo el complejo universo de la enemistad por el acoso de reales o imaginarios peligros.
En otro descubrimiento de Aristóteles, el incomparable teórico de la amistad, se nos enseña que el principio de las relaciones afectivas con los otros arranca de la forma con que nos queramos a nosotros mismos. A ese sentimiento le llamó philautía, aceptación amistosa de uno mismo, amistad hacia uno mismo, y lo distinguió claramente del escueto y duro egoísmo, que no es capaz de levantarse por encima de la simple animalidad (E.N. IX, 1169b5). Quererse a sí mismo por encontrar querible esa mismidad, fue el principio de la querencia a los otros, de la universal philía que Epicuro añoraba: «La amistad hace su ronda alrededor del mundo y, como un heraldo, nos convoca a todos para que nos despertemos a colaborar en la mutua felicidad» (G.V. 52). El vínculo de amistad a los demás, al mundo y a los seres humanos, constituye un componente esencial del vivir, por mucho que la doctrina del «hombre, lobo del hombre» haya tenido, por desgraciadas razones, un inmerecido éxito entre los «loboides» si se me permite utilizar esta expresión.
La «mala fe», el autoengaño, no pueden levantar sino negación y enemistad. Azuzado, pues, por el miedo con que la «mala fe» se reproduce, el hombre destruye su posibilidad de unión, de entrega, de afecto y de solidaridad. Pero, tal vez, lo más grave es su incapacidad de pensar y entender en libertad.
La idea de que el ser humano se hacía o se deshacía al aire de un aprendizaje de la capacidad de juzgar por sí mismo, fue la más honda manifestación de libertad. Para ello era preciso entender que la construcción de la sensibilidad y de la mente se levanta desde la infancia, y que buena parte de los errores que destrozan la vida individual y la colectiva se fomentan precisamente en esos primeros años. No debe sorprendernos, pues, que determinados intereses ideológicos hayan estado obsesionados por apoderarse de la educación, sobre todo cuando se ha descubierto que la mejor forma de dominar a los otros es mediante el poder que se instala en la intimidad personal, en el fondo de nuestra mente, de nuestra facultad de entender y sentir. Perdemos, así, la posibilidad de convertirnos en seres personales, en individuos reales, capaces de idear la construcción de un mundo cultural y político más habitable y humano.
¿Cómo pueden resonar estos ecos de la tradición en el tiempo histórico en el que nos ha tocado vivir? Alejados del poder y de la política, o sea, de incidir directamente en la organización de la sociedad, queda a la mayoría la posibilidad de entender y juzgar las circunstancias sociales o personales. A ello se opone la abundancia de medios que tienen determinados grupos, económica y políticamente superiores, para corromper la capacidad intelectual de los ciudadanos.
Frente a lo real, de lo que entendemos desde la personal e intransferible experiencia, surge lo virtual, lo que permite crear apariencia de ser, sin ser. Lo virtual constituye, pues, la etérea sustancia del mundo fenoménico y presupone un trastrueque ontológico. La virtualidad conserva, además, un poder efectivo: el de modificar o promover comportamientos, de inducir actitudes.
Pero esto no es nada nuevo. El medio tradicional de la virtualidad fue siempre el lenguaje. Las palabras producían de alguna forma, al evocarlas, efectos semejantes a las cosas mismas. Y las palabras fueron siempre, mediante la mentira y la falsificación, eficaces instrumentos para el dominio de la gente y para, a través de ese dominio, exigir actuaciones y decisiones reales. También y esencialmente las palabras fueron las creadoras del fenómeno decisivo para la constitución de la existencia humana: la abstracción y, con ella, la suprema virtualidad, la de poder interpretar el mundo y la sociedad, la de leer el libro del mundo y, con los exclusivos presupuestos del pensamiento abstracto y en cierto modo incontaminado, modificar lo real desde el espacio de lo ideal.
El tener claridad sobre esas dos vertientes del lenguaje es algo decisivo en la educación. La pedagogía que utiliza las palabras como elementos de una terminología ideológica que, ya desde la infancia, toma las expresiones lingüísticas a la manera de una reflexología que, como en el sugerente experimento de Pavlov, produce una serie de falsas respuestas es la manipulación más burda y funesta de la educación.
Esto es lo que precisamente se busca, en muchos casos, con el discurso de la pedagogía matizada ideológicamente, empedrada de alienación y ofuscación. Un hecho, por cierto, repetido en la vida de la escuela y de la enseñanza y que, en buena parte, explica la creciente estupidización y fanatización. El Estado que pretenda realmente ser un Estado democrático, tiene que ser un Estado laico, en el sentido más amplio de esta palabra, un Estado que no permita las múltiples formas de manipulación, de corrupción intelectual, la más despiadada, por cierto, de las corrupciones. Apenas si es incorrecto políticamente afirmar que la mayoría de las aberraciones de los hombres, de su violencia y crueldad, proviene de esa fanatización que hemos ido provocando en las mentes infantiles y juveniles con formas de educación amedrantadoras y falsificadoras y, desde luego, con la miseria y marginación real.
Pero no sólo el lenguaje sino también las imágenes elaboradas y manoseadas son una continua fuente de perversión y elemento inicial para toda forma de «mala fe». Nunca como hoy ha sido posible mirar tanto, ver tanto. Y no precisamente el mundo real, sino esa capciosa forma de virtualidad que son los millones de pantallas con las que se nos hace presente el mundo, lo que en él pasa y sobre lo que en él construimos. Aquí aparece otra de las grandes lacras de la parcialmente globalizada existencia. Pocas veces se hace tan patente la contradicción y claudicación en la que vivimos, como el ver reflejados, por tan eficaces medios, la crueldad, el desgarramiento y la degeneración de la existencia. Y no sólo porque ese reflejo muestra una cara bestial de la realidad. Después de todo, bien estaría conocerla, aunque tal vez no tan despiadadamente y, por supuesto, no tan manoseadamente. Lo verdaderamente incomprensible es la fabricación y el montaje de la otra bestialidad, la bestialidad presentada en esos miles de telefilmes llenos de inhumanidad, de vileza y de perversión.
¿Es posible que no nos parezca grotesco hablar de derechos humanos, de educación y cultura, al tiempo que permitimos, fomentamos e incluso justificamos —con argumentos deleznables, por cierto— semejante basura, por decirlo con el término usual? ¿Cómo educar a nuestros descendientes en la justicia, la solidaridad, los buenos sentimientos, si la mirada fría e impasible de miles de pantallas está continuamente mostrando y ensalzando las más sofisticadas armas y la más bestial manera de manejarlas? ¿Qué mundo futuro, mínimamente humano, puede alumbrarse con tan despiadada producción de inhumanidad? ¿No deberíamos reclamar también derechos humanos para nuestros maltratados ojos? Por cierto, en algún periódico, digamos progresista, se ha hecho una defensa de los videojuegos que cultivan la violencia y la bestialidad. Uno de los argumentos en que se funda esa falaz y repugnante tesis consiste en afirmar que los niños, los jóvenes, han leído tebeos de héroes violentos y visto películas de acentuada crueldad. El carácter «pedagógico» de tales productos ya sería discutible, pero mucho más discutible e inaceptable son esos juegos que te entrenan en la «actividad»: eres tú mismo el que pulsa determinadas teclas para matar o destruir al monigote adversario, el que se está habituando, como los perros de Pavlov, a responder mecánicamente a los reflejos condicionados que te están inculcando. El «espectador» se convierte así en asesino virtual para el que podría llegar el momento en que lo virtual y lo real se confundieran, en que la sangre vista en la pantalla se convirtiera, de verdad, en sangre derramada. Una degeneración que obedece, sobre todo, al lucro de una industria que abusa de un manipulado concepto de liberalismo económico.
Todas estas preguntas y otras muchas que pudiéramos formular no son expresiones retóricas ni manifestación de catastrofismo o pesimismo alguno. Constituyen, por el contrario, un hecho cotidiano y real que exige una respuesta real y una concreta serie de decisiones. De lo contrario, habría que echarse a temblar al descubrir en qué manos estamos.
Por lo que respecta a esa mundialización de la mirada, hay en las imágenes que se nos ofrecen no sólo violencia y crueldad; hay también otras imágenes que, presentadas como entretenimiento y diversión, constituyen expresión lamentable de la estupidización y la cretinización. Los medios de comunicación, dicen algunos de sus practicantes y teóricos, tienen que servir para divertir y alegrar. Probablemente, pero no así. La lamentable programación de esos esperpentos implica un desprecio terrible a la sociedad, a los espectadores, a los que se rebaja a los niveles más profundos de la animalidad. No es entretenimiento lo que nos dan esos espectáculos. Por parte del programador es la instalación en la ignorancia, en la idiotez y en un desprecio afascistado hacia los espectadores, y por parte de éstos es la precipitación en un mundo que va minando y distorsionando su sensibilidad, situándola en el subsuelo de la más absoluta humillación y degeneración de la que, para sarcasmo, apenas son conscientes.
Para concluir, insistiré en un tema que creo importante: el de la educación en la igualdad y, por consiguiente, en la defensa de la enseñanza pública. Estoy convencido de que algunos de los grandes países europeos deben su indudable supremacía científica y cultural a la ayuda prestada a la enseñanza pública, que ocupa el nivel más importante de todo el sistema educativo. El permitir que el poder económico pueda determinar la calidad de la enseñanza o, lo que es más sarcástico, que el Estado subvencione con dinero público ciertos intereses ideológicos de una buena parte de colegios más o menos elitistas, parece, en principio, no sólo una aberración pedagógica sino una clamorosa injusticia.
Movidos por un loable idealismo, hemos creído alguna vez en el ya realizado sueño de la igualdad y no queremos ver las desigualdades reinantes. No, no somos iguales. Debido a las múltiples posibilidades de desigualdad, comprobamos el duro hecho de no poder entendernos con los otros, de apenas comprender el lenguaje que hablan, a pesar de que sean las palabras de una misma lengua. Somos, de hecho, desiguales. Nos encontramos ya, al nacer, instalados en la desigualdad. Y no en la desigualdad de culturas o costumbres que pueden enriquecer la saludable diversidad, sino en una desigualdad radical, en una desigualdad de futuro y de posibilidad. En la desigualdad provocada por los diferentes intereses, por los opuestos y, a veces, enmascarados valores o falsedades que se han hecho con nuestro ser.
El reconocimiento de la desigualdad real no debe, sin embargo, desanimarnos en la tensión ideal por la igualdad. Sólo las sociedades que luchan por la igualdad son las que pueden producir más riqueza cultural, más bienes materiales. Los pueblos marcados por grandes diferencias entre sus clases sociales son los más amenazados por la destrucción y la aniquilación, los más vencidos.
El principio esencial de ese sueño igualitario es la educación. Su más equitativo y generoso instrumento: la educación pública, con la pedagogía de la justicia y la solidaridad. El mal más terrible que puede instalarse en la consciencia democrática es, por el contrario, el cultivo solapado e hipócrita de la diferencia, de la desigualdad.