La familia de Pascual Duarte

Camilo José Cela

Fragmento

Nota sobre esta edición

Nota sobre esta edición

Es difícil exagerar el impacto que tuvo La familia de Pascual Duarte en el momento de su aparición. Difícil, asimismo, exagerar su valor como hito fundamental de la narrativa española de posguerra.

La novela fue el primer libro de Camilo José Cela, quien terminó de escribirlo en los primeros días del año 1942. Tuvo dificultades para encontrar un editor. Finalmente fue el padre de su amigo Rafael Aldecoa, dueño de una pequeña imprenta en Burgos, quien lo publicó. Los primeros ejemplares de la novela llegaban a Madrid el 7 de diciembre, precedidos de la prepublicación, muy poco antes (el 5 de diciembre), en la sección «Libros sin abrir» del diario El Español, del primer capítulo. Apenas dos semanas después, aparecía la primera reseña, firmada por Enrique Azcoaga. Inmediatamente le siguieron muchas otras, que polarizaron a la opinión pública a favor y en contra de la novela, que por eso mismo gozó muy pronto de una amplia y sonada recepción. El autor que entonces se daba a conocer ocuparía el primer plano de la literatura española hasta su muerte, seis décadas más tarde, en enero de 2002, tras acaparar casi todos los galardones a los que podía aspirar, entre ellos el Premio Cervantes (en 1995) y el Nobel (en 1989).

Cela tenía veinticinco años cuando empezó a escribir La familia de Pascual Duarte. Nacido en Iria Flavia (La Coruña) el 11 de mayo de 1916, en 1925 Cela se instaló con su familia en Madrid, donde finalizó sus estudios secundarios. En 1931 una grave infección pulmonar lo retuvo durante largas temporadas en cama. Cela aprovechó para leer masivamente a Dostoievski, a Ortega y, uno tras otro, los más de sesenta tomos de la Biblioteca de Autores Españoles de Manuel Rivadeneyra, que lo familiarizaron con la literatura clásica española. En 1934 emprendió estudios de Medicina y de Derecho, pero consta que acudía como oyente a la Facultad de Filosofía y Letras, donde escuchaba las clases que allí impartían profesores como Menéndez Pidal, Américo Castro o Pedro Salinas (que lo animó a escribir). Poco a poco, se fue introduciendo en los ambientes literarios de la capital, resuelto a convertirse en escritor. Antes del Pascual Duarte, apenas había publicado un puñado escaso de cuentos y artículos, y tenía listo un poemario, Pisando la dudosa luz del día, que, si bien concluido en 1936, no daría a conocer hasta 1945.

La Guerra Civil, en la que participó como soldado en el bando «nacional», interrumpió sus años de formación y lo marcó indeleblemente. Fue aún bajo sus efectos como emprendió la redacción de su primera novela, buena parte de la cual escribió en las oficinas del Sindicato Nacional Textil, donde estaba empleado. Se ha discutido mucho la conexión de La familia de Pascual Duarte con el drama que acababa de asolar a España. Retrospectivamente, parece claro que, si bien el grueso de la novela transcurre en los años inmediatamente anteriores a la Guerra Civil, la historia de Pascual Duarte «ilustra» indirectamente, al menos en parte, la violencia y la brutalidad que emergieron durante aquel conflicto.

Son muchas las razones que explican el impacto de La familia de Pascual Duarte en una sociedad todavía traumatizada y en ruinas. La visión cruda y desideologizada del sangriento destino de Pascual Duarte constituía un contrapunto a las versiones más o menos heroicas de lo ocurrido en el país, y sugería que aquello respondía a razones que tocaban el fondo intemporal de la naturaleza humana. Cela, sin embargo, exageraba su extrañeza cuando, en una entrevista de 1979, declaraba: «Es curioso lo espantadiza que es la gente, que, después de asistir a la representación de una tragedia que duró tres años y costó ríos de sangre, encuentre tremendo lo que se aparte un ápice de lo socialmente convenido (no de la tradición literaria española)».

Esta última precisión entre paréntesis apunta a algo que, más allá de las lecturas políticas o morales a que daba pie la novela, justifica su valor de hito de la narrativa española de posguerra. Partiendo de su buen conocimiento de «la tradición literaria española», Cela propone reanudarla sirviéndose de moldes clásicos muy reconocibles. Tanto en la forma como en el «espíritu» del Pascual Duarte se detectan, entre otros, ecos del Lazarillo y de la tradición picaresca, del Arcipreste de Hita y de La Celestina, de Quevedo, de Diego Torres y Villarroel, pero también de Valle y de Baroja, de la España negra de Goya y de Zuloaga. Sin desentenderse de la catástrofe ocurrida, la novela postulaba una continuidad con el pasado que, desde cierto punto de vista, resultaba reparadora. Lo que no obsta para conectarla, a su vez, con cierto «espíritu de época» que también resuena en ella, y que permite alinearla con las diferentes modalidades de realismo que surgieron en Europa durante y después de la Segunda Guerra Mundial, y muy en particular con cierta ética existencialista latente ya en una novela como El extranjero, de Albert Camus, publicada también en 1942, aunque concluida dos años antes. Los paralelismos entre las dos novelas ofrecen a veces coincidencias muy notables, y en cualquier caso permiten sostener, desde más de un punto de vista, que —como decía Josep Maria Castellet en 1962— el Pascual Duarte supuso para las letras españolas «algo parecido a lo que L’Étranger de Albert Camus significó para las francesas».

La polarización de la opinión pública acerca del valor y del escándalo que entrañaba la publicación de La familia de Pascual Duarte no dejó de tener implicaciones para la novela, cuya segunda edición, en 1943 (Aldecoa), fue secuestrada por la censura. La novela hubo de ser publicada en Buenos Aires en 1945 (Emecé), y hasta 1946 no conoció una nueva edición española (Barcelona, Ediciones del Zodíaco). El 18 de marzo de 1944 el semanario oficial de la Iglesia católica española calificaba la novela con un 3, puntuación que la señalaba como «Dañosa para la generalidad». Una carta de Tomás Cerro Corrochano, director general de Prensa en aquellos días, a Pedro Rocamora, director general de Propaganda, fechada en 11 de junio de 1946, resulta expresiva de cómo el Pascual Duarte fue leído por ciertos sectores de la sociedad española que reprobaban su inmoralidad. Se lee allí: «He tenido un pequeño incidente en censura, con motivo de una novela de don Camilo José Cela, titulada La familia de Pascual Duarte, que, en su cuarta edición, lleva un prólogo del Dr. Marañón. Me figuro que esta novela se ha publicado con la debida autorización. Por si te es de alguna utilidad, te diré que el protagonista describe el adulterio de su madre y el de su propia mujer, la vida de prostitución de su hermana, la escena en que viola a una chica de su pueblo en el cementerio y sobre la tumba en que acaba de ser enterrado su hermano (fruto adulterino de los amores de su madre antes aludidos), y todo ello lo hace “con brutal crudeza” (la frase no es mía, sino de la referencia bibliográfica publicada en el número 140 de Ecclesia), que sinceramente te confieso que por mi parte lo considero absolutamente intolerable». La respuesta de Pedro Rocamora, pocos días después, tampoco tiene desperdicio. Dice en ella: «Camilo José Cela me parece un hombre anormal: Tengo la satisfacción de haberle suspendido en Derecho civil. Su novela me la leí el otro día a la vuelta de Barcelona, en las dos horas que duró el viaje en avión. Después de llegar a mi casa me sentí enfermo y con un malestar físico inexplicable. Mi familia lo atribuía al avión, pero yo estoy convencido de que tenía la culpa Cela. Realmente es una novela que predispone inevitablemente a la náusea».

A pesar de este y otros juicios semejantes la novela obtuvo enseguida una recepción clamorosa por parte de los sectores más abiertos y perspicaces de la cultura española (si bien no faltaron las opiniones críticas procedentes de voces autorizadas, como la de Juan Luis Alborg, que tachaba el Pascual Duarte de «novela irresponsable», en la que se da «gato por liebre»). Casi todos los críticos y las publicaciones importantes del momento la comentaron y la celebraron, y personalidades como Baroja y Ortega no dejaron de aplaudirla. Para aludir a su carácter escabroso hubo quien empleó un término que hizo fortuna: el de tremendismo, con el que se etiquetó en adelante cierta tendencia de la narrativa española de la inmediata posguerra de la que el Pascual Duarte actuó como detonante. Cela mantuvo siempre sus reservas a propósito de esta etiqueta, que alguna vez calificó de «estúpida», y cuyo surgimiento explicaba así a la altura de 1953, en el prólogo a Mrs. Caldwell habla con su hijo: «En La familia de Pascual Duarte quise ir al toro por los cuernos y, ni corto ni perezoso, empecé a sumar acción sobre la acción y sangre sobre la sangre y aquello quedó como un petardo. Los novelistas de receta, al ver que había tenido cierto buen éxito, el cierto buen éxito que pueda tener un libro en un país donde la gente es poco aficionada a leer, empezaron a seguir sus huellas y nació el tremendismo».

Las cosas no fueron sin duda tan burdas como las pinta el autor, pero sí es cierto que el éxito de su novela abrió nuevas perspectivas a no pocos escritores del momento y en cualquier caso contribuyó a aliviar el sentimiento de intemperie y de orfandad en que tantos se hallaban al terminar la Guerra Civil.

La bibliografía en torno a La familia de Pascual Duarte es abrumadora. La novela ha sido objeto de toda clase de análisis e interpretaciones, entre las que no faltan las que, sin menoscabo del horror que inspira el destino de Pascual Duarte, destacan la cifra de ternura y de humor que esconde su tragedia.

Inspiradora tanto de escritores como de dramaturgos y artistas plásticos (entre ellos Carlos Saura, que la ilustró), la novela fue adaptada al cine por Ricardo Franco en 1975, y la película presentada en la sección oficial del Festival de Cannes de 1976, donde José Luis Gómez, que daba vida a Pascual Duarte, obtuvo el Premio a la Mejor Interpretación Masculina.

La siguiente edición se basa en el texto fijado por el propio autor en el volumen 1 de sus Obras completas publicado en 1989 por Destino (Planeta DeAgostini). Cela volvió muchas veces sobre su primera novela, y son incontables los textos que le ha dedicado. A modo de apéndice se recogen en el presente volumen, ordenados cronológicamente, cinco que se estiman particularmente relevantes. «Breve historia de esta novela» acompañaba la cuarta edición en español de la novela (Barcelona, Ediciones del Zodíaco, 1946); «Inevitable, rigurosamente inevitable» se publicó en el número CXLII (enero 1968) de Papeles de Son Armadans (Madrid-Palma de Mallorca, año XIII, tomo XLVIII), en el marco de un número monográfico que llevaba por título «Pascual Duarte, XXV años»; «1942-1982» apareció en Los Cuadernos del Norte. Revista cultural de la Caja de Ahorros de Asturias, año III, núm. 15 (septiembre-octubre 1982); «Andanzas europeas y americanas de Pascual Duarte y su familia» se incluyó en la quinta edición en español de la novela (Barcelona, Destino, 1951), y finalmente «Sobre los tremendismos» fue la primera de una serie de columnas que Cela empezó a escribir para el Correo Literario (Madrid) el 15 abril de 1952, cuando se cumplían diez años de la publicación de la novela.

Cierra este volumen, como todos los de esta Biblioteca de Camilo José Cela en Debolsillo, una somera cronología de la vida y obra del autor cedida por la Fundación Charo y Camilo José Cela.

IGNACIO ECHEVARRÍA

LA FAMILIA DE PASCUAL DUARTE

LA FAMILIA DE

PASCUAL DUARTE

Pascual Duarte, de limpio

PASCUAL DUARTE, DE LIMPIO

Pascual Duarte, a fuerza de llevar tiempo y tiempo sin mudarse de ropa, estaba sucio y casi desconocido. Muy limpio, lo que se dice muy limpio, no lo fuera nunca, bien cierto es, pero tan sucio como últimamente andaba tampoco era su natural. Los libros que tienen muchas ediciones acaban siempre por ensuciarse y, de cuando en cuando, conviene fregotearles la cara para volverlos a su ser. Esto de la higiene es arte capcioso pero necesario, arte que si bien debe usarse con cautela para no caer en sus garras, fieras como las del vicio, tampoco es prudente huirlo ni despreciarlo. En Orense vivía un señor que se llamaba don Romualdo Vaqueriza Duque, quien motejaba al bidet de cabeza de puente de la masonería en la vetusta civilización hispana; la gente, como no sabía bien lo que quería decir eso de vetusta, lo dejaba hablar. Don Romualdo, que era muy aparente, murió de un incordio anal que, según la ciencia, quizás hubiera podido desprendérsele con jabón. A mí no me agradaría que el recuerdo de Pascual Duarte —¡pobre Pascual Duarte, muerto en garrote!— muriese, como don Romualdo, de resultas de su miedo al agua.

Los escritores, por lo común, corregimos las pruebas de nuestras primeras ediciones y, a veces, ni eso. Las que siguen las dejamos al cuidado de los editores quienes, quizás por aquello de su conocida afición al noble y entretenido juego del pasabola, delegan en el impresor, el que se apoya en el corrector de pruebas que, como anda de cabeza, llama en su auxilio a ese primo pobre que todos tenemos, quien, como es más bien haragán, manda a un vecino. El resultado es que, al final, al texto no lo reconoce ni su padre: en este caso, un servidor de ustedes. Los libros, con frecuencia, mejoran con esta gratuita y tácita colaboración, pero los autores rara vez nos avenimos a reconocerlo y solemos preferir, quizás habitados por la soberbia, aquello que con mejor o peor fortuna habíamos escrito.

A veces pienso que escribir no es más que recopilar y ordenar y que los libros se están siempre escribiendo, a veces solos, incluso desde antes de empezar materialmente a escribirlos y aun después de ponerles su punto final. La cosecha de las sensaciones se tamiza en la criba de mil agujeros de la cabeza y, cuando se siente madura y en sazón, se apunta en el papel y el libro nace. Lo que sucede es que el libro, después de nacer, sigue creciendo —armónico o desordenado— y evolucionando: en la cabeza de su autor, en la imaginación o el sentimiento de los lectores y, por descontado, en las páginas de sus ulteriores ediciones. Estos crecimientos no son de la misma substancia, bien es verdad, pero todos le hacen crecer. Un niño crece de diferente manera que un cáncer, pero el cáncer —y eso es lo malo— también crece.

Con el Pascual Duarte casi he tenido —en esta ocasión— que recurrir a la cirugía para podarle lo que le sobraba tanto como para devolverle lo que le quitaron; al final, afortunadamente, bastó con una buena jabonadura. Aunque ahora, al releerlo al cabo de los años, me entraron tentaciones de acicalarlo con mayor esmero y pulcritud, he preferido dejar las cosas —en lo fundamental— como estaban y no andarle hurgando. «No la hurgues, que es mocita y pierde», oí decir por el campo de Salamanca, algo más arriba del paisaje extremeño de Pascual Duarte. Además, mi cabeza no es la misma de hace veinte años y este libro es producto de mi cabeza aquella y no de mi cabeza de hoy. Seamos respetuosos con el calendario.

Montaigne llamaba al orden virtud triste y sombría. Probablemente, Montaigne confundió el orden con su máscara, con su mera apariencia; es actitud frecuente entre gentes de orden, entre quienes llaman orden a lo que no es ritmo sino quietud y, a fuerza de no distinguir entre el culo y las cuatro témporas, acaban tomando el rábano por las hojas. Yo pienso que el orden es algo alegre, vivo y luminoso; lo que es triste y muerto y opaco es lo que suele darse, fraudulenta y enfáticamente, por orden, cuando en realidad no pasa de ser un vacío. El firmamento es un hermoso prodigio de orden. El orden público, por el contrario, no es más cosa, con harta frecuencia, que un caos silencioso al que se fuerza a fingir el límpido color del orden aunque, claro es, nadie acabe creyéndoselo.

Pero si a veces pienso que escribir y ordenar son una misma cosa, otras veces sospecho lo contrario y hasta llego a creer en la inspiración de que nos hablan los poetas románticos —esos grandes mixtificadores— y los críticos románticos —esos denodados paladines de la confusión—. Entiendo saludable —no sé si sabio— no pensar siempre lo mismo en lo adjetivo y sí, en cambio, variar poco en lo substantivo y permanente. Lo digo a cuenta de que tampoco me extrañaría poder llegar a incluir a la inspiración en la órbita del orden.

A mi novela La familia de Pascual Duarte, después de lo mucho que sobre ella he trabajado, voy a procurar no tocarla más. Su texto original queda fijado (quizás fuera menos pedante decir: establecido) en esta edición y a ella procuraré remitirme siempre que lo necesite. Sus traducciones habrá que admitirlas tal como están, salvo que mis futuros traductores prefieran ajustarse al texto de hoy, cosa que habría de agradecerles. Como es de sentido común, las traducciones casi siempre he tenido que darlas por buenas porque, para revisarlas y comentarlas, precisaría de unos conocimientos que estoy muy lejos de poseer. En mis tiempos de La Coruña conocí y admiré mucho a un guardia municipal que se llamaba Castelo y que llevaba bordadas en la manga siete banderitas, una por cada país cuya lengua hablaba. No es mi caso y no me duelen prendas al reconocer que no hubiera podido servir para guardia urbano o, al menos, para guardia urbano coruñés; a lo mejor, en Jaén o en Cáceres exigen menos requisitos y sabidurías.

En fin: Pascual Duarte está de limpio, que es lo importante. Ahora se dispone a empezar a morir de nuevo, poco a poco.

Palma de Mallorca, 23 de agosto de 1960

Dedico esta edición a mis enemigos,

que tanto me han ayudado en mi carrera

Nota del transcriptor

NOTA DEL TRANSCRIPTOR

Me parece que ha llegado la ocasión de dar a la imprenta las memorias de Pascual Duarte. Haberlas dado antes hubiera sido quizás un poco precipitado; no quise acelerarme en su preparación, porque todas las cosas quieren su tiempo, incluso la corrección de la errada ortografía de un manuscrito, y porque a nada bueno ha de conducir una labor trazada, como quien dice, a uña de caballo. Haberlas dado después no hubiera tenido, para mí, ninguna justificación; las cosas deben ser mostradas una vez acabadas.

Encontradas, las páginas que a continuación transcribo, por mí y a mediados del año 39, en una farmacia de Almendralejo —donde Dios sabe qué ignoradas manos las depositaron—, me he ido entreteniendo, desde entonces acá, en irlas traduciendo y ordenando, ya que el manuscrito —en parte debido a la mala letra y en parte también a que las cuartillas me las encontré sin numerar y no muy ordenadas— era punto menos que ilegible.

Quiero dejar bien patente, desde el primer momento, que en la obra que hoy presento al curioso lector no me pertenece sino la transcripción; no he corregido ni añadido ni una tilde, porque he querido respetar el relato hasta en su estilo. He preferido, en algunos pasajes demasiado crudos de la obra, usar de la tijera y cortar por lo sano; el procedimiento priva, evidentemente, al lector de conocer algunos pequeños detalles —que nada pierde con ignorar—; pero presenta, en cambio, la ventaja de evitar el que recaiga la vista en intimidades incluso repugnantes, sobre las que —repito— me pareció más conveniente la poda que el pulido.

El personaje, a mi modo de ver, y quizás por lo único que lo saco a la luz, es un modelo de conductas; un modelo no para imitarlo, sino para huirlo; un modelo ante el cual toda actitud de duda sobra; un modelo ante el que no cabe sino decir:

¿Ves lo que hace? Pues hace lo contrario de lo que debiera.

Pero dejemos que hable Pascual Duarte, que es quien tiene cosas interesantes que contarnos.

Carta anunciando el envío del original .

CARTA ANUNCIANDO EL ENVÍO

DEL ORIGINAL

Señor don Joaquín Barrera López.

Mérida.

Muy señor mío:

Usted me dispensará de que le envíe este largo relato en compañía de esta carta, también larga para lo que es, pero, como resulta que de los amigos de don Jesús González de la Riva (que Dios haya perdonado, como a buen seguro él me perdonó a mí) es usted el único del que guardo memoria de las señas, a usted quiero dirigirlo por librarme de su compañía, que me quema sólo de pensar que haya podido escribirlo, y para evitar el que lo tire en un momento de tristeza, de los que Dios quiere darme muchos por estas fechas, y prive de esa manera a algunos de aprender lo que yo no he sabido hasta que ha sido ya demasiado tarde.

Voy a explicarme un poco. Como desgraciadamente no se me oculta que mi recuerdo más ha de tener de maldito que de cosa alguna, y como quiero descargar, en lo que pueda, mi conciencia con esta pública confesión, que no es poca penitencia, es por lo que me he inclinado a relatar algo de lo que me acuerdo de mi vida. Nunca fue la memoria mi punto fuerte, y sé que es muy probable que me haya olvidado de muchas cosas incluso interesantes, pero a pesar de ello me he metido a contar aquella parte que no quiso borrárseme de la cabeza y que la mano no se resistió a trazar sobre el papel, porque otra parte hubo que, al intentar contarla, sentía tan grandes arcadas en el alma que preferí callármela y ahora olvidarla. Al empezar a escribir esta especie de memorias me daba buena cuenta de que algo habría en mi vida —mi muerte, que Dios quiera abreviar— que en modo alguno podría yo contar; mucho me dio que cavilar este asuntillo y, por la poca vida que me queda, podría jurarle que en más de una ocasión pensé desfallecer cuando la inteligencia no me esclarecía dónde debía poner punto final. Pensé que lo mejor sería empezar y dejar el desenlace para cuando Dios quisiera dejarme de la mano, y así lo hice; hoy, que parece que ya estoy aburrido de todos los cientos de hojas que llené con mi palabrería, suspendo definitivamente el seguir escribiendo para dejar a su imaginación la reconstrucción de lo que me quede todavía de vida, reconstrucción que no ha de serle difícil, porque, a más de ser poco seguramente, entre estas cuatro paredes no creo que grandes nuevas cosas me hayan de suceder.

Me atosigaba, al empezar a redactar lo que le envío, la idea de que por aquellas fechas ya alguien sabía si había de llegar al fin de mi relato, o dónde habría de cortar si el tiempo que he gastado hubiera ido mal medido y esa seguridad de que mis actos habían de ser, a la fuerza, trazados sobre surcos ya previstos, era algo que me sacaba de quicio. Hoy, más cerca ya de la otra vida, estoy más resignado. Que Dios se haya dignado darme su perdón.

Noto cierto descanso después de haber relatado todo lo que pasé, y hay momentos en que hasta la conciencia quiere remorderme menos.

Confío en que usted sabrá entender lo que mejor no le digo, porque mejor no sabría. Pesaroso estoy ahora de haber equivocado mi camino, pero ya ni pido perdón en esta vida. ¿Para qué? Tal vez sea mejor que hagan conmigo lo que está dispuesto, porque es más que probable que si no lo hicieran volviera a las andadas. No quiero pedir el indulto, porque es demasiado lo malo que la vida me enseñó y mucha mi flaqueza para resistir al instinto. Hágase lo que está escrito en el libro de los Cielos.

Reciba, señor don Joaquín, con este paquete de papel escrito, mi disculpa por haberme dirigido a usted, y acoja este ruego de perdón que le envía, como si fuera al mismo don Jesús, su humilde servidor.

Pascual Duarte

Cárcel de Badajoz, 15 de febrero de 1937

Cláusula del testamento ológrafo…

CLÁUSULA DEL TESTAMENTO OLÓGRAFO

OTORGADO POR DON JOAQUÍN BARRERA LÓPEZ,

QUIEN POR MORIR SIN DESCENDENCIA LEGÓ SUS BIENES

A LAS MONJAS DEL SERVICIO DOMÉSTICO

Cuarta: Ordeno que el paquete de papeles que hay en el cajón de mi mesa de escribir, atado con bramante, y rotulado en lápiz rojo diciendo: Pascual Duarte, sea dado a las llamas sin leerlo, y sin demora alguna, por disolvente y contrario a las buenas costumbres. No obstante, y si la Providencia dispone que, sin mediar malas artes de nadie, el citado paquete se libre durante dieciocho meses de la pena que le deseo, ordeno al que lo encontrare lo libre de la destrucción, lo tome para su propiedad y disponga de él según su voluntad, si no está en desacuerdo con la mía.


Dado en Mérida (Badajoz) y en trance de muerte,

a 11 de mayo de 1937

A la memoria del insigne patricio

don Jesús González de la Riva, Conde de Torremejía,

quien, al irlo a rematar el autor de este escrito,

le llamó Pascualillo y sonreía.

P. D.