Alcatraz contra los Bibliotecarios Malvados (Alcatraz contra los Bibliotecarios Malvados 1)

Brandon Sanderson

Fragmento

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Prólogo del autor 

No soy buena persona.

Sí, ya sé lo que cuentan las historias sobre mí. Me llaman Oculantista Dramatus, héroe, el salvador de los Diecisiete Reinos... Sin embargo, no son más que rumores. Algunos son exageraciones; otros, mentiras puras y duras. La verdad es mucho menos impresionante.

Cuando el señor Bagsworth vino a verme la primera vez para sugerirme que escribiera mi autobiografía, vacilé. No obstante, no tardé en darme cuenta de que era la oportunidad perfecta para explicarme ante el público.

Si no lo he entendido mal, este libro se publicará simultáneamente en los Reinos Libres y en Bibliolia Interior. Esto me supone un problema, ya que tendré que procurar que la historia se entienda en ambas zonas. Puede que los habitantes de los Reinos Libres no estén familiarizados con cosas como bazukas, maletines y pistolas. Por otro lado, los de Bibliolia —o las Tierras Silenciadas, como suelen llamarlas— seguramente desconocerán lo que son los oculantistas, los crístines y los entresijos de la conspiración bibliotecaria.

Para aquellos que viváis en los Reinos Libres, os sugiero buscar un libro de consulta —existen varias posibilidades— que explique los términos que desconozcáis. Al fin y al cabo, este libro se publicará como una autobiografía en vuestra tierra, así que no pretendo daros lecciones sobre las extrañas máquinas y las arcaicas armas de Bibliolia. Mi objetivo es mostraros la verdad sobre mí y probar que no soy el héroe que todos dicen que soy.

En las Tierras Silenciadas —las naciones controladas por los Bibliotecarios, como Estados Unidos, Canadá e Inglaterra—, este libro se publicará como una obra de fantasía. ¡Que no os lleven a engaño! Esto no es una obra de ficción, ni mi nombre real es Brandon Sanderson. Se trata de una artimaña para ocultar el libro a los agentes de los Bibliotecarios. Por desgracia, incluso con estas precauciones, sospecho que los Bibliotecarios descubrirán el libro y lo prohibirán. En tal caso, nuestros agentes de los Reinos Libres tendrán que colarse en las bibliotecas y librerías para colocarlo en los estantes. Consideraos afortunados si habéis encontrado uno de esos ejemplares secretos.

En cuanto a vosotros, habitantes de las Tierras Silenciadas, sé que mis vivencias os parecerán asombrosas y llenas de misterio, así que haré lo que pueda por explicarlas, aunque, por favor, recordad que mi objetivo no es entreteneros. Mi propósito es abriros los ojos a la verdad.

Sé que no haré muchos amigos escribiendo esto, ni en un mundo ni en el otro. A la gente no le gusta descubrir que sus creencias son falsas.

Pero es lo que debo hacer. Esta es mi historia, la historia de un imbécil egoísta y despreciable.

La historia de un cobarde.

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Capítulo

1

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Pues eso, allí estaba yo, atado a un altar fabricado con enciclopedias obsoletas, a punto de que un culto de Bibliotecarios malvados me sacrificara a los poderes oscuros.

Como supondréis, podría considerarse una situación alarmante. Correr un peligro como ese le hace cosas raras al cerebro; de hecho, a menudo te obliga a pararte a reflexionar sobre tu vida. Si nunca os habéis encontrado en una situación así, tendréis que aceptar mi palabra. Por otro lado, si alguna vez os habéis enfrentado a algo parecido, seguramente estaréis muertos y es poco probable que leáis esto.

En mi caso, encontrarme ante una muerte inminente me llevó a pensar en mis padres; cosa curiosa, porque no me había criado con ellos. De hecho, hasta que cumplí los trece años en realidad solo sabía una cosa sobre mis padres: que tenían un sentido del humor bastante retorcido.

¿Que por qué lo digo? Bueno, veréis, mis padres me llamaron Al. En la mayoría de los casos sería diminutivo de Albert, que es un buen nombre. De hecho, seguramente habréis conocido a un par de Albert a lo largo de vuestra vida, y casi seguro que eran tipos majos. Si no, fijo que no era culpa del nombre.

No me llamo Albert.

Al también podría ser diminutivo de Alexander. Tampoco me habría importado, ya que Alexander es un gran nombre; suena casi mayestático.

No me llamo Alexander.

Seguro que se os ocurren otros nombres de los que pueda ser diminutivo Al. Alfonso tiene una bonita sonoridad. Alan también sería aceptable, igual que Alfred, aunque la profesión de mayordomo no me atrae.

No me llamo ni Alfonso, ni Alan, ni Alfred. Tampoco me llamo Alejandro, ni Alton, ni Aldris, ni Alonzo.

Me llamo Alcatraz. Alcatraz Smedry. Ahora bien, puede que a algunos de vosotros, los de los Reinos Libres, os impresione mi nombre. Me parece fantástico, pero yo crecí en las Tierras Silenciadas; en Estados Unidos, en concreto. No sabía nada de oculantistas y demás, pero sí de cárceles.

Y por eso supuse que mis padres debían de tener un sentido del humor retorcido. ¿Por qué si no iban a ponerle a su hijo el nombre de la prisión más infame de la historia de Estados Unidos?

Cuando cumplí los trece años recibí la segunda confirmación de que mis padres eran, de hecho, unas personas crueles. Aquel fue el día en que, sin esperarlo, recibí por correo la única herencia que me dejaron.

Era una bolsa de arena.

Me quedé parado en la puerta mirando con el ceño fruncido el paquete que tenía en las manos mientras el cartero se alejaba. El paquete parecía viejo: las cuerdas estaban deshilachadas y el papel de embalaje marrón se veía gastado y descolorido. Dentro del paquete encontré una caja en la que había una sencilla nota:

Alcatraz:

¡Feliz decimotercer cumpleaños!

Aquí tienes tu herencia, tal como prometimos.

Con amor,

Mamá y papá

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Bajo la nota encontré la bolsa de arena. Era pequeña, puede que del tamaño de un puño, y estaba llena de arena marrón de playa, corriente y moliente.

Mi primer impulso fue pensar que el paquete era una broma. Seguramente vosotros habríais pensado lo mismo. Sin embargo, algo me hizo dudar. Solté la caja y alisé el arrugado papel de embalaje.

Un borde del papel estaba cubierto de garabatos, como los que se hacen cuando intentas que el boli pinte. Delante había escrito algo. Parecía viejo y desteñido, casi ilegible en algunas partes, pero mi dirección aparecía escrita a la perfección. La dirección de una casa en la que solo llevaba viviendo ocho meses.

«Imposible», pensé.

Entonces entré en mi casa y le prendí fuego a la cocina.

Bien, ya os advertí que no era una buena persona. Los que me conocieron cuando era joven nunca habrían pensado que un día me tildarían de héroe. La palabra «heroico» no me pegaba. Y la gente tampoco solía utilizar palabras como «amable» o «simpático» para describirme. Quizás usaran la palabra «listo», aunque sospecho que «taimado» habría sido más correcto. «Destructivo» era otro término que escuchaba mucho, pero no me gustaba (en realidad, no era demasiado preciso).

No, la gente no decía cosas buenas sobre mí. Las buenas personas no queman cocinas.

Todavía con el extraño paquete en la mano, me fui hacia la cocina de mis padres de acogida, sumido en mis pensamientos. Era una cocina muy bonita, moderna, con papel blanco en las paredes y un montón de electrodomésticos de reluciente acabado metálico. Cualquiera que entrase se daría cuenta de inmediato de que se trataba de la cocina de una persona que se enorgullecía de sus habilidades culinarias.

Dejé el paquete en la mesa y me acerqué a la cocina. Si sois de las Tierras Silenciadas habríais pensado que mi aspecto era el de un estadounidense bastante normal, vestido con vaqueros amplios y una camiseta. Me han dicho que era un chico guapo, incluso que tenía una «carita inocente». No era demasiado alto, tenía el pelo castaño oscuro y se me daba bien romper cosas.

Se me daba muy bien.

Cuando era pequeño, los otros críos me llamaban patoso. Siempre estaba rompiendo cosas: platos, cámaras, pollos... Parecía inevitable que, cogiera lo que cogiese, acabara soltándolo, cascándolo o liándola de algún modo. No es que sea el talento más inspirador que se pueda tener, lo sé. Sin embargo, normalmente intentaba hacerlo lo mejor posible, a pesar de ello.

Igual que aquel día. Todavía con la cabeza puesta en el extraño paquete, llené un cazo de agua. Después saqué unos paquetes de fideos ramen instantáneos. Los dejé en la encimera, mirando a la cocina, que era muy sofisticada, con fuegos de gas. Mi madre adoptiva, Joan, no se conformaba con una cocina eléctrica.

A veces era desalentador lo fácil que se me daba romper cosas. Esa maldición tan sencilla parecía dominar toda mi vida. Quizá no debería haber intentado preparar la cena. Quizá debería haberme retirado a mi dormitorio, sin más. Pero ¿qué iba a hacer? ¿Quedarme allí encerrado para siempre? ¿No salir nunca por miedo a lo que pudiera romper? Claro que no.

Alargué una mano y encendí el fuego de gas.

Y, por supuesto, las llamas inmediatamente subieron por encima de los lados de la olla, mucho más alto de lo que debería haber sido posible. Intenté bajar el fuego a toda prisa, pero el mando se rompió. Intenté coger la olla y apartarla de la cocina, pero, por supuesto, el mango se rompió. Me quedé mirando el mango roto un momento y después levanté la vista hacia las llamas, que subieron hasta prenderles fuego a las cortinas. Las llamas empezaron a devorar la tela alegremente.

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«Bueno, pues nada», pensé, suspirando, mientras lanzaba el mango por encima del hombro. Dejé el fuego ardiendo —de nuevo, debo recordaros que no soy muy buena persona— y recogí mi extraño paquete antes de salir al cuarto de estar.

Allí quité el envoltorio marrón y lo aplasté sobre la mesa con una mano para mirar los sellos. Uno tenía la imagen de una mujer con gafas de aviadora y un anticuado avión detrás de ella. Todos los sellos parecían viejos, puede que tanto como yo. Encendí el ordenador, busqué una base de datos con las fechas de emisión de los sellos y descubrí que estaba en lo cierto: los habían impreso hacía trece años.

Alguien se había tomado muchas molestias para que pareciera que mi regalo se había embalado, escrito y sellado hacía más de una década. Sin embargo, era ridículo. ¿Cómo iba el remitente a saber dónde viviría? Durante los últimos trece años había pasado por docenas de parejas de padres de acogida. Además, la experiencia me dice que el número de sellos necesarios para enviar un paquete aumenta de improviso y sin orden ni concierto (estoy convencido de que, en ese aspecto, los trabajadores de correos son unos sádicos). Es completamente imposible que alguien supiera cuántos sellos le costaría enviar un paquete trece años después.

Sacudí la cabeza, me levanté y eché a la basura la tecla eme del teclado del ordenador. Ya había dejado de intentar volver a colocar las teclas que se caían: siempre volvían a soltarse. Saqué el extintor del armario de la entrada y me dirigí a la cocina, que estaba rebosante de humo. Dejé la caja y el extintor en la mesa, fui a por una escoba y, tranquilamente, contuve el aliento mientras sacudía con la escoba los restos hechos jirones de las cortinas para echarlos en el fregadero. Abrí el grifo y, por fin, utilicé el extintor para apagar el fuego del papel de la pared y los armarios, además del de la cocina de gas.

La alarma contra incendios no había saltado, por supuesto. Veréis, eso ya lo había roto antes. Lo único que hice fue apoyar la mano en ella un segundo; se rompió en pedazos.

No abrí la ventana, pero sí tuve la presencia de ánimo suficiente para coger unas pinzas y girar con ellas la válvula del gas. Después les eché un vistazo a las cortinas, que se habían convertido en un montón ceniciento que ardía a fuego lento en el fregadero.

«Bueno, pues se acabó —pensé, un poco frustrado—. Después de esto, Joan y Roy no querrán seguir aguantándome.»

A lo mejor pensáis que debería haberme sentido avergonzado, pero ¿qué iba a hacer? Como dije, no podía esconderme en mi dormitorio eternamente. ¿Tenía que evitar vivir solo porque mi vida era un poquito distinta a la de la gente normal? No. Había aprendido a aceptar mi extraña maldición. Suponía que a los demás no les quedaba más remedio que hacer lo mismo.

Oí un coche en la calle. Al final me di cuenta de que la cocina todavía apestaba a humo, así que abrí la ventana y empecé a usar un trapo para dispersarlo. Mi madre adoptiva, Joan, entró corriendo en la cocina un segundo después y se quedó allí, horrorizada, mirando los daños provocados por el incendio.

Tiré el trapo y me fui a mi dormitorio sin decir palabra.

—¡Ese chico es un desastre!

La voz de Joan subía hasta mi cuarto a través de la ventana abierta. Mis padres de acogida estaban en el estudio de la planta de abajo, su lugar favorito para charlar «tranquilamente» sobre mí. Por suerte, una de las primeras cosas de la casa que había roto eran los rodamientos de la ventana del estudio, así que nunca se cerraba del todo y me permitía escuchar lo que hablaban allí dentro.

—Tranquila, Joan —decía una voz reconfortante. Pertenecía a Roy, mi padre de acogida.

—¡Ya no lo aguanto más! —le espetó Joan—. ¡Destruye todo lo que toca!

Ahí estaba de nuevo aquella palabra: «destruir». Me fastidiaba tanto que se me ponía el vello de punta. «Yo no destruyo nada —pensé—. Solo lo rompo. Las cosas siguen ahí cuando termino con ellas, aunque ya no funcionen bien.»

—No lo hace con mala intención —contestó Roy—. Es un buen chico.

—Primero fue la lavadora —despotricaba Joan—. Después, el cortacésped. Después, el baño de arriba. Ahora, la cocina. ¡Todo en menos de un año!

—Ha tenido una vida muy difícil —dijo Roy—. El único problema es que le pone demasiado empeño... ¿Cómo te sentirías tú si te pasaran de familia en familia, sin tener nunca un verdadero hogar...?

—Bueno, ¿puedes culparlos por deshacerse de él? Porque...

Alguien llamó a la puerta y la interrumpió. Mis padres de acogida guardaron silencio un momento, y yo me imaginé lo que estaría pasando entre ellos. Seguro que Joan le estaba echando a Roy «la miradita». Normalmente era el marido el que le echaba «la miradita» a la mujer e insistía en que me echaran. Sin embargo, Roy siempre había sido el blando de esta pareja. Oí sus pisadas en dirección a la puerta de la casa.

—Entre —me llegó la voz de Roy, aunque más débil, ya que ahora estaba en la entrada.

Me quedé tumbado en la cama. Era primera hora de la tarde y el sol aún no se había escondido.

—Señora Sheldon —dijo una voz nueva desde abajo al saludar a Joan—. He venido en cuanto me he enterado del accidente.

Era una voz de mujer que me resultaba familiar. Formal, seca y bastante paternalista. Puede que eso tuviera algo que ver con el hecho de que la señora Fletcher no se hubiera casado.

—Señora Fletcher —dijo Joan, vacilando ahora que había llegado el momento; solía pasar—. Siento haber...

—No —la cortó la señora Fletcher—. Bastante han durado. Puedo arreglarlo para que se lleven al chico mañana.

Cerré los ojos y suspiré en voz baja. Joan y Roy habían durado mucho, sin duda mucho más que mis últimas parejas de padres de acogida. Ocho meses podía considerarse un valeroso esfuerzo cuando se trataba de cuidar de mí.

—¿Dónde está ahora? —preguntó la señora Fletcher.

—Arriba.

Esperé en silencio. La señora Fletcher llamó, pero no esperó a mi respuesta antes de abrir la puerta.

—Señora Fletcher, está usted muy guapa.

Era mucho decir. La señora Fletcher —la trabajadora social encargada de mi caso— podría haber sido guapa si no llevara siempre aquellas horrorosas gafas de montura de carey. Era rubia, pero siempre se recogía el pelo en un moño que apretaba tanto como los labios cuando estaba descontenta. Vestía una sencilla blusa blanca y una falda negra que le llegaba hasta la mitad de las pantorrillas. Para ella, se trataba de un conjunto atrevido; al fin y al cabo, los zapatos eran de color granate.

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—¿La cocina, Alcatraz? —preguntó—. ¿Por qué la cocina?

—Ha sido un accidente —mascullé—. Intentaba hacerles un favor a mis padres de acogida.

—¿Decidiste que el mejor favor que podías hacerle a Joan Sheldon, una de las mejores chefs de la ciudad, era quemarle la cocina?

Me encogí de hombros.

—Solo quería preparar la cena. Supuse que ni siquiera yo podía liarla con unos fideos instantáneos.

La señora Fletcher resopló y por fin entró en el dormitorio, negando con la cabeza, y pasó junto a la cómoda. Pinchó el paquete de mi herencia con el índice y carraspeó con disimulo mientras observaba el papel arrugado y las cuerdas gastadas; la señora Fletcher tenía un problema con el desorden. Se volvió hacia mí.

—Nos estamos quedando sin familias, Smedry. A las otras parejas les llegan los rumores. Dentro de poco no quedará ningún sitio al que enviarte.

Guardé silencio, todavía tumbado en la cama.

La señora Fletcher suspiró, se cruzó de brazos y se puso a tamborilear con el índice en un brazo.

—Te darás cuenta, supongo, de que no vales nada.

«Allá vamos», pensé, con el estómago revuelto. Era la parte que menos me gustaba del proceso. Me quedé mirando el techo.

—No tienes padre ni madre —dijo la señora Fletcher—. Eres un parásito del sistema. Eres un niño al que le han dado dos, tres y hasta veintisiete oportunidades. ¿Y cómo pagas esa generosidad? ¡Con indiferencia, falta de respeto y destrucción!

—Yo no destruyo nada —repuse en voz baja—. Lo rompo. Hay una diferencia.

La señora Fletcher resopló, indignada. Después me dejó allí, salió por la puerta y la cerró de golpe. La oí despedirse de los Sheldon y prometerles que su ayudante llegaría por la mañana para ocuparse de mí.

«Es una pena —pensé, suspirando—. Roy y Joan son muy buenas personas. Habrían sido unos padres estupendos.»

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Capítulo

2

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Bueno, probablemente os estaréis preguntando por el principio del capítulo anterior, con sus referencias a Bibliotecarios malvados, altares de enciclopedias y esa sensación general de: «¡Oh, no! ¡Van a sacrificar a Alcatraz!»

Antes de llegar a eso, dejad que os explique algo sobre mí. He sido muchas cosas en la vida: estudiante, espía, sacrificio, planta de maceta... Sin embargo, en estos momentos soy algo muy distinto a todo eso, algo mucho más espeluznante.

Soy escritor.

Puede que os hayáis dado cuenta de que he empezado mi historia con una escena rápida y enérgica llena de peligro y tensión..., para después pasar a una exposición más aburrida sobre mi infancia. Bueno, eso es porque quería demostraros algo: que no soy buena persona.

¿Empezaría una buena persona con una escena tan emocionante para después obligaros a esperar casi todo un libro para leerla? ¿Escribiría una buena persona un libro que os revela la verdadera naturaleza del mundo a todos vosotros, ignorantes gentes de las Tierras Silenciadas, para sumiros en el caos? ¿Escribiría una buena persona un libro que demuestra que Alcatraz Smedry, el mayor héroe de los Reinos Libres, no fue más que un adolescente mezquino?

Claro que no.

Me desperté de mal humor a la mañana siguiente, molesto porque alguien estaba llamando a la puerta de casa. Salí de la cama y me puse un albornoz. Aunque en el reloj ponía que eran las diez de la mañana, seguía cansado. Me había quedado despierto hasta tarde, sumido en mis pensamientos. Después, Joan y Roy habían intentado despedirse, pero no les había abierto la puerta. Mejor cortar de raíz sin tanta efusividad.

No, no me hacía gracia que me hubieran despertado otra vez a las diez de la mañana; en realidad, me habría hecho la misma gracia a cualquier hora de la mañana. Bostecé mientras bajaba las escaleras y abrí la puerta, preparado para encontrarme con el ayudante que hubiera enviado la señora Fletcher para recogerme.

—Cojo... —dije.

Lo que pretendía decir no era una palabrota, claro, pero una voz escandalosa me cortó antes de terminar la frase y quedó un poco mal.

—¡Alcatraz, muchacho! —exclamó el hombre de la puerta—. ¡Feliz cumpleaños!

—... mis cosas y...

—¡Cuidado con el lenguaje, muchacho! —me cortó de nuevo el hombre mientras entraba en la casa.

Era un anciano que vestía un elegante esmoquin negro y unas extrañas gafas de cristales tintados de rojo. Estaba bastante calvo, salvo por un desordenado mechón de pelo blanco que le rodeaba la parte de atrás de la cabeza. Llevaba un bigote blanco igual de poblado, y esbozó una amplia sonrisa cuando se volvió para mirarme, el rostro arrugado, pero los ojos chispeantes de emoción.

—Bueno, muchacho, ¿qué se siente con trece años?

—Pues lo mismo que ayer —respondí, bostezando—, que es cuando era mi cumpleaños de verdad. La señora Fletcher se ha equivocado al darle la fecha. Todavía no he hecho la maleta, va a tener que esperar.

Empecé a subir las escaleras con aire cansado.

—Espera —me llamó el anciano—. ¿Tu cumpleaños fue... ayer?

Asentí con la cabeza. No había visto nunca a aquel hombre, pero la señora Fletcher tenía varios ayudantes y no los conocía a todos.

—¡Por la rugiente Rawn! —exclamó el hombre—. ¡Llego tarde!

—No —respondí mientras subía las escaleras—, en realidad llega temprano. Como decía, tendrá que esperar, tengo que coger mis cosas.

El anciano subió corriendo las escaleras detrás de mí.

Me volví con el ceño fruncido.

—Puede esperar abajo.

—¡Deprisa, muchacho! —me urgió el anciano—. No puedo esperar. Dentro de nada recibirás un paquete por correo y...

—Pare. ¿Sabe lo del paquete?

—Claro que lo sé, por supuesto. No me digas que ha llegado ya...

Asentí con la cabeza.

—¡Por el borboteante Brooks! —exclamó el anciano—. ¿Dónde, chaval? ¿Dónde está?

Fruncí el ceño.

—¿Lo ha enviado la señora Fletcher?

—¿La señora Fletcher? No he oído hablar de ella. ¡Esa caja la enviaron tus padres, muchacho!

«¿Que nunca ha oído hablar de ella? —pensé, dándome cuenta en ese momento de que no había verificado la identidad del hombre—. Genial, he dejado entrar a un lunático en la casa.»

—¡Ay, rayos! —exclamó el hombre mientras se metía la mano en el bolsillo del traje y sacaba unas gafas de cristales amarillos. Se cambió a toda prisa las rojas por las amarillas y miró a su alrededor—. ¡Ahí! —exclamó mientras corría escaleras arriba y me dejaba atrás.

—¡Oiga! —lo llamé, pero no se detuvo.

Mascullé en voz baja y lo seguí. El anciano tenía una agilidad sorprendente para su edad y llegó a la puerta de mi dormitorio en unos cuantos segundos.

—¿Es este tu cuarto, muchacho? —me preguntó—. Hay un montón de huellas que llevan hasta él. ¿Qué le ha pasado al pomo de la puerta?

—Se cayó. Mi primera noche en la casa.

—Qué curioso —repuso el anciano mientras abría la puerta—. Bueno, ¿dónde está esa caja...?

—Mire, tiene que irse —le dije, parado en la puerta—. Si no se va, llamo a la policía.

—¿La policía? ¿Y por qué ibas a llamarla?

—Porque está en mi casa. Bueno, en mi antigua casa, por lo menos.

—Pero me has dejado entrar, chaval —comentó el anciano.

—Bueno —respondí al cabo de un segundo—, pues ahora le pido que se marche.

—Pero ¿por qué? ¿No me reconoces, muchacho?

Arqueé una ceja.

—¡Soy tu abuelo, chaval! ¡El abuelo Smedry! Leavenworth Smedry, Oculantista Dramatus. No me digas que no me recuerdas, ¡si estuve presente en tu nacimiento!

Parpadeé, y después fruncí el ceño y ladeé la cabeza.

—¿Que estuvo allí...?

—Sí, sí —respondió el anciano—. ¡Hace trece años! Pero no me has visto desde entonces, claro.

—¿Y se supone que tengo que acordarme?

—¡Bueno, por supuesto! Los Smedry tenemos una memoria excelente. Ahora, en cuanto a la caja...

«¿Abuelo? —El hombre estaba mintiendo, por supuesto—. Ni siquiera conozco a mis padres, ¿por qué voy a tener un abuelo?»

Ahora, volviendo la vista atrás, me doy cuenta de que era una estupidez de idea: todos tenemos abuelo. De hecho, tenemos dos abuelos y dos abuelas. Solo porque no los hayamos visto no significa que no existan. En ese sentido, los abuelos son un poco como los canguros.

En cualquier caso, sin duda tenía que haber llamado a la policía para denunciar a aquel intruso de la tercera edad. Ha sido la principal fuente de todos mis problemas desde entonces. Por desgracia, no lo eché, sino que me limité a observarlo mientras se quitaba las gafas amarillas y volvía a ponerse las rojas. Entonces, por fin, localizó la caja en mi cómoda, con el papel marrón garabateado todavía a su lado. El anciano corrió hacia él con impaciencia.

«¿Lo ha enviado él?», me pregunté.

Metió la mano en la caja y sacó la nota casi con veneración, curiosamente. La leyó, sonrió con cariño y me miró.

—Entonces, ¿dónde está? —preguntó el abuelo Smedry... o quien fuera.

—¿Dónde está el qué?

—¡La herencia, chaval!

—En la caja —respondí, señalando el paquete.

—Aquí solo está la nota.

—¿Qué? —pregunté, acercándome.

Efectivamente, la caja estaba vacía: la bolsa de arena había desaparecido.

—¿Qué ha hecho con ella? —le pregunté.

—¿Con qué?

—Con la bolsa de arena.

El anciano dejó escapar el aire, pasmado.

—Entonces, ¿de verdad llegó? —susurró, con los ojos como platos—. ¿De verdad había una bolsa de arena dentro de la caja?

Asentí con la cabeza, despacio.

—¿De qué color era la arena, chaval?

—Pues... ¿color arena?

—¡Por el galopante Gemmells! —exclamó—. ¡He llegado demasiado tarde! Deben de haber pasado por aquí antes que yo. Deprisa, chaval, ¿quién ha entrado en esta habitación desde que recibiste la caja?

—Nadie —respondí.

A estas alturas, como os podéis imaginar, empezaba a estar un poco frustrado y cada vez más perplejo. Por no mencionar hambriento y todavía algo cansado. Y una pizca dolorido por la clase de gimnasia de la semana anterior, pero eso no es demasiado relevante, ¿no?

—¿Nadie? —repitió el anciano—. ¿Nadie más ha entrado en esta habitación?

—Nadie —le solté—. Nadie en absoluto. —Salvo... Fruncí el ceño—. Salvo la señora Fletcher.

—¿Quién es esa señora Fletcher que no dejas de mencionar, chaval?

—Mi trabajadora social —respondí, encogiéndome de hombros.

—¿Qué aspecto tiene?

—Gafas. Cara de pija. Normalmente lleva el pelo recogido en un moño.

—Las gafas... —dijo el abuelo Smedry muy despacio—. ¿Esas gafas tenían montura de carey?

—Casi siempre.

—¡Por la hiperventilada Hobb! —exclamó—. ¡Una Bibliotecaria! Deprisa, chaval, ¡tenemos que irnos! Vístete; ¡yo iré a robarles algo de comer a tus padres de acogida!

—¡Espere! —grité, pero el anciano ya había salido pitando del dormitorio, llevado por una premura repentina.

Me quedé allí, pasmado.

«¿La señora Fletcher? —pensé—. ¿Que ella ha cogido la herencia? Qué estupidez, ¿para qué iba a querer una absurda bolsa de arena?»

Sacudí la cabeza sin saber bien cómo tomarme todo aquello. Al final me limité a acercarme a mi cómoda. Al menos, vestirme parecía buena idea. Me puse unos vaqueros, una camiseta y mi chaqueta verde favorita.

Cuando estaba terminando, el abuelo Smedry entró de nuevo en mi dormitorio cargado con dos de los maletines de repuesto de Roy. Me fijé en que media hoja de lechuga asomaba por uno de ellos, mientras que el otro goteaba un poco de kétchup.

—¡Toma! —me dijo, pasándome el maletín de la lechuga—. He preparado la comida. ¡A saber cuándo podremos pararnos a comprar algo de comer!

Alcé el maletín y lo miré con el ceño fruncido.

—¿Ha metido la comida en unos maletines?

—Así parecerán menos sospechosos. ¡Tenemos que encajar! Venga, vámonos ya. Es posible que los Bibliotecarios ya estén trabajando con esa arena.

—¿Y?

—¡Y! —exclamó el anciano—. ¡Chaval, con esa arena, los Bibliotecarios podrían derrocar reinos, destruir culturas, dominar el mundo! Tenemos que recuperarla. Habrá que golpear deprisa y puede que nuestra vida corra grave peligro, ¡pero así nos las gastamos los Smedry!

Bajé el maletín.

—Si usted lo dice...

—Antes de irnos, necesito saber con qué recursos contamos. ¿Cuál es tu Talento, chaval?

—¿Talento? —pregunté, frunciendo el ceño.

—Sí, todos los Smedry tenemos un Talento. ¿Cuál es el tuyo?

—Pues... ¿Tocar el oboe?

—¡No hay tiempo para bromas, chaval! —repuso el abuelo Smedry—. ¡Esto es serio! Si no recuperamos esa arena...

—Bueno —respondí, suspirando—, se me da bastante bien romper cosas.

El abuelo Smedry se quedó paralizado.

«Quizá no es buena idea jugar con el viejo —pensé, sintiéndome culpable—. Puede que sea un demente, pero eso no es motivo para burlarse de él.»

—¿Romper cosas? —preguntó el abuelo Smedry, al parecer asombrado—. Entonces, es cierto. Vaya, hacía siglos que no se veía un Talento semejante...

—Mire —dije, levantando las manos—, estaba de broma. No quería decir...

—¡Lo sabía! —exclamó el abuelo Smedry, emocionado—. ¡Sí, sí, esto aumenta nuestras posibilidades! Venga, chaval, tenemos que irnos.

Se volvió, salió de nuevo del cuarto cargado con su maletín y se puso a bajar las escaleras a toda prisa.

—¡Espere! —grité mientras lo perseguía. Sin embargo, cuando llegué a la puerta de la calle, me detuve.

Había un coche aparcado en la acera. Un coche viejo. Ahora bien, seguro que al leer las palabras «coche viejo» os imagináis un vehículo destartalado u oxidado que apenas anda. Un coche que es viejo en el mismo sentido que las cintas de casete son viejas.

No era esa clase de coche. No era viejo como las cintas de casete; ni siquiera era viejo como los vinilos. No, este coche era viejo en plan Beethoven. O, al menos, eso parecía. Para mí —y seguramente para la mayoría de los que vivís en las Tierras Silenciadas—, el coche parecía una antigüedad, como un Modelo T de Ford.

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Sin embargo, eso no era más que mi suposición.

El asunto es que muchas veces lo primero que supone una persona sobre algo —o sobre alguien— no es correcto. O, al menos, le faltan datos. Por ejemplo, mirad al joven Alcatraz Smedry. Después de leer mi historia hasta este punto, seguramente habréis supuesto unas cuantas cosas. Quizás, a pesar de todos mis esfuerzos, os caiga simpático. Al fin y al cabo, los huérfanos suelen quedar bien como héroes con los que empatizar.

Puede que penséis que mi hábito de usar el sarcasmo no sea más que una forma de ocultar mi inseguridad. Puede que hayáis decidido que no era un chico cruel, sino simplemente un chico que estaba hecho un lío. Puede que hayáis concluido que, a pesar de mi fingida indiferencia, no me gustaba romper cosas.

Resulta obvio que sois personas con un criterio bastante lamentable. Os pediría que os abstuvierais de sacar conclusiones que no os pida yo explícitamente. Es un mala costumbre muy fea que fastidia un montón a los autores.

Yo no era ninguna de esas cosas. No era más que un chico desagradable al que no le importaba nada si quemaba cocinas o no. Y ese chico tan desagradable era el que estaba en la puerta de la calle, observando al abuelo Smedry, que le hacía gestos de impaciencia para que lo siguiera.

Bueno, quizá deba reconocer que sentía un poco de añoranza. Una especie de anhelo, se podría decir. Recibir un paquete que decía ser de mis padres me había hecho recordar días pasados —antes de darme cuenta de lo tonto que estaba siendo—, cuando me moría por conocer a mis verdaderos padres. Días en los que había deseado encontrar a alguien que tuviera que quererme, aunque solo fuera por su parentesco conmigo.

Por suerte, había superado aquellos sentimientos. Mi momento de debilidad pasó muy deprisa, después de lo cual cerré la puerta con llave, conmigo dentro, y dejé al anciano fuera. Después fui a la cocina a desayunar.

Sin embargo, fue entonces cuando alguien me apuntó con una pistola.