Respiré.
Apreté manos, dientes y párpados.
Uno, dos... ¡tres! Y nos movimos juntos, sabiendo que atrás no solo dejaba distancia.
No me sueltes, no me sueltes, susurraba mi mente mientras era mi corazón el que gritaba: suéltame.
Y me soltó, y lo supe sin girarme.
Miré hacia delante, sin distinguir apenas nada, notando como, al ritmo de la velocidad, se me iba deshaciendo el miedo. Las caídas, el dolor, la rabia, las dudas... todo aquello se me olvidó en el momento en que comencé a notar el viento.
Avancé sin ser consciente de que, a cada metro, iba dejando atrás el presente. Me moví hacia delante como el explorador que no conoce el frío, como el escalador al que se le olvida mirar hacia el vacío. Comencé a sentir la felicidad, la alegría y lo más importante de todo: el orgullo de haberlo conseguido.
Tras unos segundos que fueron siglos, apreté el freno y dejé la bicicleta en el suelo; y al girarme lo vi corriendo hacia mí: «Lo has conseguido, lo has conseguido», me decía mientras zarandeaba en el aire mi cuerpo.
«Lo has conseguido, lo has conseguido», me repetía mientras me abrazaba con tanta fuerza que toqué el cielo.
Y fue en ese momento cuando, sin decirlo, me dijo «te quiero».
Incluso los que dicen que
no puedes hacer nada para cambiar tu destino,
miran al cruzar la calle.
STEPHEN HAWKING
Si tú no trabajas por tus sueños,
alguien te contratará para que
trabajes por los suyos.
STEVE JOBS
El cuento
—¿Has entendido lo que ha pasado hoy?
—Sí, papá.
—¿Seguro?
—¡Que sí! Que ya no soy tan niña.
—Entonces sabes que no estoy muerto, ¿verdad?
—¿Ah, no? ¿Seguro que no estás muerto? —Y comenzó a hacerme cosquillas.
Y yo a ella; y le agarré una de sus piernas con una mano mientras con la otra intentaba quitarle el calcetín. Lo conseguí, lo tiré al suelo y empecé a morderle los pequeños dedos de su pie.
—¡No, eso no! ¡Eso no! —me gritaba mientras reía—. ¡Eso no! —Mientras intentaba escapar a la pata coja.
Y continuamos jugando durante varios minutos por toda la habitación: ella saltaba sobre la cama y yo intentaba atraparla, se cubría con las sábanas, me golpeaba con la almohada, saltaba de nuevo al suelo... y yo la perseguía entre risas, gritos y vida. Finalmente, agotados, ambos nos situamos de pie: frente a frente, cogimos aire y nos abrazamos.
—Papá...
—Dime.
—¿Me cuentas un cuento?
—Así que no eres tan niña, ¿eh?
—¿Solo se les pueden contar cuentos a los niños pequeños?
—No, tienes razón, te cuento uno.
—¿Uno?, no; dos, hoy quiero dos.
—¿Dos?
—Sí, dos, porfa, porfa, porfa...
—Bueno, un cuento y una historia, ¿vale?
—¿Me lo prometes?
—Sí, claro.
—Aunque me duerma...
—Aunque te duermas.
Me dio un fugaz beso en la mejilla y un abrazo tan fuerte que consiguió rodear no solo mi cuerpo, sino también mi vida.
De un salto se metió en la cama y se tapó con el edredón hasta la nariz, lo justo para que el aire entrara en su cuerpo, lo justo para poder seguir mirándome con los ojos —todavía— abiertos.
—Bueno, este es uno de los cuentos que tu abuelo más veces me contó cuando yo era pequeño.
—¡Vale, vale! ¡De los del abuelo!
—Bien, empecemos. Había una vez dos hermanos que trabajaban en el campo desde hacía ya muchos años, en el mismo campo en el que lo hicieron sus padres y también sus abuelos. No eran ni ricos ni pobres, trabajaban la tierra cada día y eso les daba para poder vivir cómodamente.
»Un día, cuando llevaban más de dos horas preparando la tierra, uno de ellos encontró una botella enterrada, una botella con un papel en su interior.
—¡Vaya!, como los mensajes que hay en las botellas que se tiran al mar —me dijo ella.
—Sí, como esas, pero esta botella no la encontraron en el mar, esta botella la encontraron enterrada, eso era lo extraño.
»Ambos pararon de trabajar y se la llevaron al interior de la casa. Allí, al ver que no podían sacar el papel con facilidad, decidieron romperla para ver qué había dentro.
—¿Y qué había? ¡¿Qué había?!
—Era el plano de un tesoro.
—¡Halaaa! —exclamó con la voz y, sobre todo, con los ojos.
—Sí, era un mapa en el que había una cruz que indicaba la posición exacta del tesoro, el problema es que el lugar estaba muy, muy lejos de donde ellos vivían.
—¿Muy lejos?
—Sí, muchísimo.
—¿Y qué hicieron?
—Bueno, el hermano mayor perdió el interés rápidamente, pero el pequeño se quedó durante bastante tiempo observando el mapa.
»—Vaya, ¿y si vamos a buscarlo?, exclamó.
»—¿Para qué?, le respondió el mayor, eso no es más que una hoja que ha podido dibujar cualquiera, seguro que solo es una broma.
»—Pero, ¿y si de verdad hay un tesoro?
»—Deja de decir tonterías y sigamos a lo nuestro que se nos echa la tarde encima.
»Y así lo hicieron, ambos volvieron de nuevo al trabajo. Pero el hermano pequeño se guardó en el bolsillo el plano del tesoro y, cada día, al acostarse, lo miraba, lo comparaba con los planos de sus libros y veía que podía ser cierto: los países, la ruta para llegar... todo coincidía.
»Cuando ya había pasado más de un mes desde que encontraron el mapa, este habló de nuevo con su hermano mayor.
»—¿Sabes?, voy a ir a buscar ese tesoro, le dijo.
»—¿Qué?, ¿pero aún estás con eso?, ¿vas a dejar todo esto, tu casa, a tu familia, a tus amigos... simplemente por un trozo de papel? ¿Vas a dejarlo todo para nada?
»—Pero ¿y si hay un tesoro?, ¿y si es cierto?
»—Durante una semana toda la familia, amigos, vecinos... prácticamente todos los habitantes del pueblo intentaron convencerle de que no lo hiciera, de que era una locura... Bueno, no todos, los niños sí que le animaban a ir; de hecho, cada día, muchos niños se reunían a su alrededor y le preguntaban cómo iría, cuánto tiempo tardaría en llegar, dónde se encontraba exactamente el tesoro...
»Finalmente, un día, tras haber vendido todo lo que tenía y conseguir el suficiente dinero para el viaje, se marchó a la búsqueda del tesoro.
—¡Muy bien, muy bien! —contestó ella desde esa edad en la que todo es posible, en la que las distancias se miden en pasos y las horas en ratos, desde esa edad donde palabras como «límite» o «peligro» todavía no tienen significado.
—Y así comenzó su camino, un camino que duró más de dos años. Dos años en los que pasó por muchos países, dos años durante los que aprendió a montar a caballo, en camello...
—¡En camello!
—Sí, y también viajó en moto, en tren, en bicicleta e incluso subió en un globo.
—¡Vaya, en globo! Yo también quiero subir en globo, papá, yo también quiero subir en globo. ¿Puedo, puedo...?
—Algún día, algún día... —le contesté y, de inmediato, me di cuenta de que aquella no era la respuesta correcta—. Sí, lo haremos.
»Durante aquellos dos años aprendió a hablar en inglés, en francés y también en chino. Y lo más importante de todo, cada vez que paraba en alguna ciudad, conocía a muchas personas que acababan convirtiéndose en sus amigos.
»Finalmente, tras más de dos años de camino, llegó a donde se suponía que debía encontrar el tesoro.
—¿Y lo encontró, papá? ¿Lo encontró?
—Espera, espera. Había llegado a la ciudad, pero aún debía ir al lugar exacto que indicaba el mapa, una pequeña y preciosa playa.
—¿Y estaba allí, papá? ¿Estaba allí, el tesoro?
* * *
Me mantuve en silencio, intentando generar la intriga suficiente para que me volviera a insistir.
—¡Va, papá! —me gritó.
—Pues no —le dije al fin—, estuvo cavando en muchos, muchos sitios, permaneció en aquella playa más de cinco días y cinco noches y allí no encontró nada.
—Vaya... —Y noté la tristeza de todo su cuerpo reflejada en sus ojos—. ¿Y qué hizo?
—Decidió que como había llegado hasta allí se quedaría una temporada a vivir, pues no le apetecía pasarse dos años más viajando para volver de nuevo a casa.
»Al principio comenzó trabajando para un hombre que hacía pequeñas vasijas de barro y, en unos pocos meses, aprendió el oficio. Después también trabajó para un carpintero, para un herrero y así, poco a poco, fue conociendo varios oficios. Finalmente, lo que más le gustó fue la carpintería, y a los dos años montó su propia empresa. Una carpintería que hacía las puertas y ventanas más bonitas de toda la ciudad.
—¡Qué bien!
—Y además de ganar bastante dinero, se convirtió en uno de los hombres más respetados de la zona.
—¡Bien!
—Sí, pero a los tres años las cosas le comenzaron a ir mal, pues de Oriente llegaban puertas también muy bonitas y mucho más baratas. Poco a poco perdió todo lo que había conseguido.
—Vaya... —asintió con pena.
—Pero volvió a empezar de nuevo con más ganas aún, y esta vez, en lugar de fabricar puertas y ventanas, se dedicó a comerciar con telas. Viajó por nuevos países y eso le permitió conocer a mucha más gente, y al poco tiempo volvió a tener éxito. Y así pasó muchos años, viajando de aquí para allá, comerciando, buscando nuevos productos y haciendo cada vez más amigos.
—Entonces, al final le salió todo bien, ¿no? —me preguntó ella con unos ojos que poco a poco se le iban cerrando.
—Sí, hasta que llegó el día en el que se dio cuenta de que se estaba haciendo mayor y ya tenía muchas ganas de volver a casa para ver a su familia. Dejó la empresa a sus amigos y se llevó el dinero necesario para el viaje.
»En esta ocasión todavía tardó más en regresar, pues volvió a visitar a todas esas personas que le ayudaron al principio, para darles las gracias y pasar unos días con ellas.
»Y, finalmente, una calurosa mañana de verano, llegó a su ciudad. Se acercó a la casa de su hermano mayor y en cuanto se vieron corrieron a abrazarse.
»—¡Hermano, querido hermano! ¡Pero cuánto tiempo! ¡Cuánto tiempo sin vernos!, le dijo.
»—Sí, cuánto tiempo, pero ya estoy aquí, para quedarme contigo.
»—¡Cómo te he echado de menos!
»—Y yo a ti querido hermano, y yo a ti...
»Y se fundieron de nuevo en otro gran abrazo.
»—¿Y qué tal?, ¿cómo ha ido todo por aquí?, preguntó el hermano que acababa de volver.
»—Pues bien, seguimos trabajando las tierras, no podemos quejarnos, yo me he hecho una casa más grande y he comprado algún terreno más. Pero no hablemos de mí, hablemos de ti, de tu aventura, de todo lo que has hecho, y sobre todo, de ese tesoro, ¿lo encontraste, hermano?, ¿encontraste aquel tesoro de la botella?
»—No, la verdad es que no, quizás aquel plano era falso, o quizás alguien ya había ido a buscar el tesoro antes, o quizá nunca existió.
»—Ves, te lo dije, te lo dije, no tendrías que haberte ido. Toda la vida fuera para qué, ¿para qué, hermano? ¿Para qué?
»El hermano menor le miró fijamente a los ojos, le cogió de los hombros y, con lágrimas en los ojos, le dijo: para vivir, hermano, para vivir...
Y la habitación se llenó de silencio.
—¿Te ha gustado? —le susurré.
Silencio.
Su respuesta fue un breve ronroneo. Sus ojos se habían cerrado pero su mano continuaba aferrada a la mía. Sabía que aunque no me escuchaba me seguía oyendo.
Podría haberme ido y dejarla allí, tranquila, durmiendo, pero se lo había prometido, le había prometido una historia, y ese tipo de promesas son de las que se cumplen.
En realidad sabía que no se la contaba a ella.
En realidad quien necesitaba oírla era yo.
—Papá, y la historia... —me susurró desde el precipicio en el que se mezclan realidad y sueño.
—Sí, claro —le dije—, ahora la historia...
La historia
Aparqué mi coche junto a un vehículo vacío: el suyo.
Se había dejado la puerta abierta, quizá por olvido, quizá porque no tenía intención de volver.
Comencé a buscarlo con la mirada desdibujada por el miedo, asustado, temblando... olvidando un aliento que solo volví a recuperar cuando, a los pocos metros, descubrí una figura que acariciaba con los pies la orilla. Se movía lentamente, incrustando sus huellas en la arena, pisando con tanta fuerza que sus pasos podrían haber conseguido que dejase de girar el mundo.
De vez en cuando se detenía y miraba hacia el mar, seguramente sin verlo, seguramente buscando el lugar donde se despierta de los malos sueños.
Aquel era un día gris, nublado en demasiados sentidos: él acababa de perder a su esposa, y yo, a mi madre.
* * *
Lo estuve observando durante más tiempo del necesario. Quizá porque no sabía muy bien qué decirle, quizá porque durante los últimos años nos habíamos estado alejando de la misma forma en que lo hacen los continentes: lentamente, sin que nadie lo note.
A veces pienso que ni nosotros mismos nos dimos cuenta de ese distanciamiento hasta que vimos que de una orilla a la otra ya no llegábamos con un solo salto. Hasta que nos dimos cuenta de que nos uníamos a través de puentes formados por frases demasiado cortas: ¿cómo va todo? Bien, ¿y tú, qué tal? Bien, bien.
De pronto vi cómo metía los pies en el agua, y andaba; y después los tobillos... y andaba, y después las rodillas...
Tuve miedo, mucho miedo de perderlo también a él, tuve miedo de que aquel mar se lo tragara y, sobre todo, tuve miedo de que él se dejara tragar.
Eché a correr.
Seguramente, él, hasta ese momento apenas había rozado la realidad. Las últimas horas las había pasado de abrazo en abrazo, entre palabras de consuelo, cariños y silencios... Hasta ese momento había conseguido evitar el dolor porque este prefiere atraparte cuando te quedas a solas.
Por eso, cuando llegó a casa y comenzó a encontrarse con las ausencias: un hogar en silencio, la habitación vacía, el sofá desnudo, la cocina sin vida... la propia vida sin vida... fue en ese preciso momento cuando dolor y persona se miraron por primera vez de frente y uno de los dos tuvo que cerrar los ojos... y huir.
Por eso, cuando llegué a su casa y no lo encontré allí, supuse que se habría ido al lugar donde se conocieron: esa playa que le traería los suficientes recuerdos para, de momento, compensar las ausencias.
Pero el dolor que él consiguió evitar en aquella playa fue el mismo que, en cuanto me vio correr sobre la arena, se aferró a mí con violencia: como un puño invisible que te golpea en el interior del alma, entre la piel y la memoria.
Al correr hacia él me di cuenta de lo valiosas que son las personas cuando ya no podemos tenerlas, de lo importante que es el tacto cuando ya no hay con quien utilizarlo, de lo esenciales que son esas palabras que se quedan perdidas entre la boca y el aire, suspendidas en el viento, esperando alcanzar a quien ya nunca podrá escucharlas...
Me di cuenta de que ya no la tenía. De que no habría nadie al otro lado del teléfono cuando marcara su número; de que no estaría allí cuando, entre abrazos y risas, celebráramos que habíamos vivido otro año más; me di cuenta de que no sabría dónde esconder el corazón cuando mi hija me preguntase por su abuela; me di cuenta de todo lo que la quería, de todo lo que la necesitaba en mi vida, de que no podría decirle todos los te quiero que hasta entonces me había estado guardando...
Aquel día, mientras corría por la playa, me di cuenta de que había llegado a ese momento de la vida en el que, a cada minuto, se nos comienza a deshacer el mundo.
* * *
—¡Papá, papá! —grité sabiendo que en realidad le gritaba a ella.
Entré en el agua vestido por fuera pero totalmente desnudo por dentro. Llegué hasta él con lágrimas en las mejillas, sal en los labios y arena en el corazón. Se giró y lo abracé antes de que pudiera decir nada, antes de que sus prejuicios pudieran impedirlo.
Y me abrazó, pero, como siempre, a distancia.
Me apretó durante unos segundos y me soltó lentamente. No porque no quisiera abrazarme, sino porque nadie le había enseñado a hacerlo.
Y así, como dos náufragos que acaban de darse cuenta de que han perdido hasta la isla, nos mantuvimos en el interior del agua, mirando hacia el horizonte, en silencio.
Las olas rompían en nuestras rodillas mientras las nubes acercaban una oscuridad que se iba comiendo el mar, la playa y a nosotros mismos.
—Me he equivocado... —me dijo sin mirarme.
Dejó pasar unas cuantas olas más.
—Me he equivocado en todo... —Y allí, frente al mar, por primera vez en mi vida vi a mi padre llorar.
Descubrí una mirada distinta en un hombre acostumbrado a esconder los sentimientos entre el orgullo y la vergüenza. Allí, frente a la nada y de espaldas a todo, dejó caer unas lágrimas que de tanto esconderlas ya solo contenían sal.
—Me he equivocado en todo.
Y desvió de nuevo la mirada hacia el mar.
Silencio.
—¿Eres capaz de distinguir el horizonte?... —me preguntó sin esperar respuesta—. No lo ves porque el color del cielo hoy se confunde con el mar, porque hoy las nubes tapan el mundo, porque cuando todo está borroso es el mejor momento para darse cuenta de que en realidad no hay horizontes.
Silencio.
—Sabes... —y dejó caer otra lágrima que golpeó con violencia el mar— hoy tu madre tenía más flores de las que yo le hubiera regalado nunca, de las que nadie le hubiera regalado nunca en vida. Flores preciosas para adornar una situación terrible, flores que al verlas en círculo, amarradas a una corona, por muy bonitas que sean estropean cualquier momento.
»Flores preciosas que no ha podido ver, ni tocar, ni oler...
»Siempre le han encantado las flores —aún hablaba en presente—, pero ya nadie se las regalaba. Siempre se quejaba de eso, ¿sabes? “Cariño, ¿por qué ya no me regalas flores?” —me dijo hace unos días mientras me cogía por detrás, por la cintura.
Noté como mi padre se iba derrumbando por momentos, jamás lo había visto así, jamás había imaginado que una persona podía caerse a trozos en vida.
—¿Que ya no me quieres? —me decía aún, después de cuarenta años... Y yo, y yo... Yo al principio sí que se las regalaba: flores, besos, caricias, palabras... los primeros años, cuando aún... pero después la propia vida ha sido la mejor excusa para dejar de hacerlo.
»Y ahora, ¿para qué las quiere ahora? ¿Por qué ninguna de esas personas le regaló las flores antes? Cuando aún podía disfrutarlas... ¿Por qué no llegaron un día a casa, llamaron al timbre y la sorprendieron con un ramo de preciosas flores...? ¿Y por qué no lo hice yo...?
Aunque yo al menos soy coherente, ni siquiera se las he regalado hoy.
Y en ese momento miró hacia otro lado, se llevó las manos a los ojos y le dejé llorar en la intimidad de una noche que nos devoraba.
Silencio.
No hizo falta ninguna señal, no hizo falta hablar más. Ambos nos volvimos y salimos del mar lentamente. Caminamos lastrados por el agua y los recuerdos, para regresar del paseo más largo de nuestras vidas.
Llegamos a los coches y allí, bajo la luz de las nubes, sus ojos se dirigieron a mí.
—Sabes, hijo... —le temblaba la boca, el cuerpo y la vida— hijo... —repitió en voz más baja— lo siento, no he sabido hacerlo mejor, no he sabido quererte mejor... lo siento... lo siento... lo siento...
Y se abalanzó sobre mí.
Y me abrazó con fuerza.
Me abrazó como en toda mi vida no me había abrazado. Amarró sus brazos como cuerdas alrededor de mi cuerpo, con tanta presión que cada vez que recuerdo su tacto me sigue doliendo.
Y escuché como lloraba, cómo aquellas presas que llevaban cerradas tantos años por fin explotaban con la fuerza del dolor, cómo todas aquellas lágrimas se desparramaban por mi hombro.
Y lloró.
Y lloré.
Y por primera vez en nuestras vidas, lloramos juntos.
Lloramos porque ambos sabíamos que aquello era una despedida.
Al día siguiente se marchó.
A los dos años se volvió a marchar, esta vez para siempre.
* * *
Durante los dos años que transcurrieron entre la muerte de mi madre y la de mi padre, recibí varias cartas suyas, unas cartas que yo leía con la ilusión de un enamorado. Unas cartas en cuyo remite siempre venía escrita la misma frase: Si hoy fuera tu último día, ¿qué estarías haciendo?
En ellas me contaba cómo habían sido los días siguientes a nuestro último encuentro en la playa. Se había ido del trabajo, sin despedirse, simplemente no volvió a acudir. Había puesto en venta la casa y había cancelado el plan de pensiones. Con parte de ese dinero se había comprado una caravana de segunda mano y una cámara de fotos, de las mejores, me dijo.
Se había propuesto llegar hasta Hollywood, esa era su meta, su gran ilusión. Siempre recordé a mi padre viendo películas de todo tipo, pero sobre todo cine clásico, de su época, como él decía.
Siempre que pienso en mi infancia me veo a su lado, en una sala de cine, con una bolsa gigante de palomitas. Recuerdo que siempre me decía lo mismo: La trama, la trama, eso es lo importante.
Al acabar cada película nos íbamos a una cafetería y allí la comentábamos, me explicaba cómo estaba rodada, la historia de tal o cual personaje, el argumento... Yo la mayoría de veces no entendía absolutamente nada de lo que me decía, pero era feliz a su lado.
—¿Sabes, hijo? —me solía decir—. Cuando ahorremos dinero compraremos una caravana y nos iremos todos hasta allí para ver dónde se hacen todas estas películas, a Hollywood.
—¿Cuándo? —le preguntaba yo siempre.
—Algún día, algún día... —me contestaba.
Y aquel algún día, en mi infancia me parecía un ya, pero un ya que, lamentablemente, nunca llegaba. Conforme fui creciendo me di cuenta de que cuando un adulto dice algún día, significa nunca.
Aquella idea fue, poco a poco, desapareciendo de nuestras vidas, un sueño que se fue disolviendo entre las realidades: la casa nueva, con un jardín y un gran garaje; los dos coches y al final el tercero, el mío; la universidad, el piso de alquiler para estudiar, la ropa, mis gastos, sus gastos, los gastos...
Por una parte me alegré de que mi padre por fin hubiera decidido cumplir su sueño, pero por otra... no había pensado en llevarme con él. Aquel viaje era algo que teníamos pendiente desde mi infancia, y ahora, ahora se había ido sin mí.
Cada siete u ocho días, más o menos, me escribía una carta y me contaba cómo estaba siendo su aventura hasta los Estados Unidos. Normalmente estaba una semana en cada lugar, se esperaba a que llegara mi carta de vuelta y entonces movía la caravana hacia otro sitio, con la ilusión de llegar a ese tesoro del cuento que tantas veces me había contado de pequeño.
A través de aquellas cartas conocí de otra forma a mi padre porque se permitió decir cosas por escrito que jamás se hubiera atrevido a decir en persona. A través de aquellas cartas lo sentía más cerca que cuando, los domingos, nos juntábamos en su casa, en familia, y, como dos extraños, nos sentábamos a ambos extremos del salón: él para leer el periódico y yo para ver la tele.
A veces me pregunto adónde fueron a parar todas esas palabras que pensamos y nunca nos dijimos. ¿Quién sabe?, quizá se habían quedado flotando en el aire a la espera de caer algún día sobre el papel adecuado, a la espera de un disfraz de tinta que las hiciera visibles.
* * *
Y poco a poco, gracias a la barrera de la distancia, comenzamos a sentirnos más cerca. En las primeras cartas se despedía de mí con un saludo para, a las pocas semanas pasar a un abrazo y para —ante mi sorpresa y mi felicidad— a los dos meses enviarme una carta que acababa con un te quiero. Nunca se lo escuché en persona, jamás aquellas dos palabras consiguieron formarse en su boca, al menos ante mí.
—Mamá —le pregunté un día—, ¿papá, de novios, te dijo alguna vez «te quiero»?
—Sí, claro —sonrió ella—, muchas veces, muchas más de las que te imaginas.
—¿Y ahora?
—Ahora también.
—¿Cuándo?
—Cuando tú no lo escuchas.
—¿Por qué?
—Porque le daría demasiada vergüenza.
Y de pronto, mi madre me cogió y me abrazó.
—Te quiero —me dijo al oído.
—Yo también —le contesté, pero noté cómo le cambiaba el rostro...
—¡No, no! —me recriminó—. Yo también no es un te quiero, no lo olvides, no lo olvides nunca.
—Te quiero, mamá. ¡Te quiero! ¡Te quiero! —le grité.
Te quiero, quizá las dos palabras más complicadas de decir a un padre, quizá las dos palabras más complicadas de decir a un hijo. Sobre todo, cuando se ha superado la infancia y llega la adolescencia. Es como si, con el avanzar de los años, esas dos palabras tuvieran cada vez más letras. Se vuelven, sin razón aparente, más incómodas, más complicadas... y se quedan escondidas en algún lugar perdido a la espera de utilizarlas con la pareja, es entonces cuando vuelven con una fuerza desmedida.
Las utilizamos al besar, al hacer el amor, al abrazar, al apretar un cuerpo ajeno que sentimos propio. Pero pasan los años y, poco a poco, vuelven a perderse entre la rutina del día a día hasta que llega un hijo y, en la cuna, en la cama, en cada pequeño momento las vuelves a decir sin mesura... hasta que crece, llega la adolescencia y vuelven a desaparecer... Desaparecen y ya solo regresan ante hechos trágicos: ante una enfermedad, en la cama de un hospital, tras un accidente... justo cuando creemos que el tiempo se acaba.
Te quiero, dos palabras tan sencillas como complicadas, tan presentes como esquivas, tan pequeñas como el amor cuando se olvida, tan grandes como la felicidad que trae una nueva vida.
Dos palabras que nunca me dijo —que nunca le dije— cuando estábamos juntos pero que por carta parecían surgir con mucha más facilidad.
Durante aquel tiempo vivimos como una pareja que acababa de conocerse: mirando con ilusión cada día el buzón para saber si había noticias suyas, para saber si había encontrado el tesoro que hasta ese momento nunca se había atrevido a buscar.
Y fotos, fotos, fotos... muchas fotos.
Las fotos que incluía en los sobres eran cada vez más divertidas. En las primeras jamás salía él, pero conforme avanzaba el tiempo y el viaje, comenzó a aparecer junto a su caravana, junto a un gran barco, subido en una moto, en una bicicleta, en un camello, en un globo... Abrazado a un anciano, a una mujer embarazada, rodeado de niños en una plaza, sentado en una gran mesa con más de treinta personas, brindando con desconocidos...
Por fin, mi padre estaba viviendo... pero sin mí.
Y así fue nuestra relación durante todo aquel tiempo hasta que, tras casi dos años después de su marcha, tras haber llegado a América y permanecer por allí varios meses, llegó la última carta.
Hola, hijo.
Nunca he sido de enredarme demasiado, ya sabes, así que no lo voy a hacer tampoco ahora.
Hace ya tiempo, mucho, que tengo una tos de esas que parece que dura más de lo normal, de esas que te van dejando vivir por el día y te invitan a morir por las noches.
Ya sabes también mi manía de no ir al médico, y menos por estas tierras que no entiendo la mitad de lo que me dicen. Pero la otra noche, cuando comencé a toser sangre supe que algo más estaba pasando.
Sí, cáncer, a estas edades ya no voy a andar con rodeos, cáncer y muy avanzado, me dicen que se ha extendido como lo hace una mancha de aceite en la cocina. El doctor me da unas semanas, o unos meses, como mucho. Eso es lo que me da él, pero como quien decide soy yo, me voy a coger un poco más de tiempo, por lo menos para poder regresar y volverte a ver.
Podría coger un avión y estaría mañana ahí, pero eso significaría que tengo miedo y que el doctor tiene razón. Por eso voy a hacerlo bien, volveré en la caravana, igual que vine, visitando a todos los amigos que he hecho por el camino, como en el cuento que tanto te gustaba, ¿te acuerdas, hijo? Y llegaré a tiempo para pasar mis últimos días contigo.
Espérame. Te quiero.
Pero no llegó, ni él ni más cartas. Lo único que llegó fue una pequeña urna negra —elegante, moderna— con sus cenizas a través de una empresa de mensajería. Así fue nuestra despedida.
A los dos días, más por la presión de sus hermanos que por mi deseo, realizamos una pequeña ceremonia. Vino mucha gente: excompañeros de trabajo que nunca llegaron a entender por qué dejó la empresa y se fue así, sin despedirse de nadie; familia de esa tan lejana que solo se acuerda de que existes cuando te has muerto; algunos amigos de la infancia, de esos también perdidos, y algunas otras personas que, por supuesto, nunca llegué a conocer.
Y sí, había flores.
Y allí, justo al lado de la urna negra que presidía una reunión triste, alguien había colocado una gran foto que me llamó la atención. En ella se veía a mi padre asomado a lo alto de una torre muy extraña: era una torre redonda con otras cuatro torres, también redondas, a su alrededor. Estaba saludando, riendo, llevaba unas gafas de sol y una barba de varios días. Y se le veía feliz.
Al finalizar la ceremonia cogí la urna: en mis manos estaba abrazando lo que quedaba del cuerpo de mi padre; afortunadamente, en casa, tenía, en forma de cartas, todos sus últimos recuerdos. A partir de aquel día comencé a echarle aún más de menos.
Te quiero, le dije a unas cenizas.
Te quiero, ahora, cuando ya no puedes oírme, cuando las luces se han apagado y no hay nadie en el escenario, cuando del calor solo queda el vaho.
A los pocos días las lancé al mar, en la playa en la que se conocieron, en la misma en la que hacía dos años nos habíamos despedido.
Y el tiempo pasó, y el dolor se fue, poco a poco, olvidando de mí. En momentos puntuales me visitaba: ante una foto, una sensación o un recuerdo; momentos antes de pedir un deseo en mi tarta de cumpleaños o cada vez que llegaba agosto y nos íbamos todos al pueblo en verano... y, sobre todo, cada vez que ella me preguntaba por los abuelos.
Todo continuó como siempre había continuado: día tras día, noche tras noche, semana tras... hasta que un día, un lunes, ocurrió algo que me obligó a cambiar mi vida, mi mundo y lo más importante de todo: mis pensamientos.
A la deriva
Varias horas antes de llegar a La Isla
LUNES. ENERO.
6:30 h. Abrí los ojos.
Hay mañanas en las que uno se despierta sabiendo perfectamente cuál será el guion de su día, a veces incluso de su vida: a qué hora exacta sonará la alarma del móvil, a qué hora volverá a sonar de nuevo tras haberla apagado; la búsqueda de esa prenda que no encuentras a la hora de vestirte; la misma mirada cansada frente al espejo, y ese desayuno que nunca te haces porque al final siempre sales de casa con el tiempo justo.
Lo que uno nunca puede llegar a pensar al levantarse es que ya no volverá a dormir en la cama en la que se despertó.
Aquel lunes de enero salí con la maleta cargada, sin hacer ruido porque a aquellas horas hasta la propia casa dormía. Me despedí de ellas en silencio, cerré la puerta con cuidado, llamé al ascensor y supe que no volvería a verlas hasta el sábado. Aquella era una de esas semanas en las que, tanto yo en mi trabajo como mi mujer en el suyo teníamos que estar fuera de casa durante cuatro o cinco días. Ella era representante médica, yo configurador de programas de contabilidad en empresas. Y nuestra hija la que sufría los efectos colaterales de aquella vida, una niña que iba a pasar la semana completa en casa de sus abuelos maternos.
No era la primera vez, claro, de hecho esa situación solía ocurrir varias veces al año, ya lo habíamos asumido. Aunque últimamente a mi mujer le tocaba viajar demasiado a menudo.
Al menos, aquella mañana entré al garaje con la ilusión del niño que espera los regalos bajo el árbol. En mi caso aquel regalo estaba aparcado en la plaza doce. Era blanco, nuevo, con llantas plateadas, navegador y todos los extras que pude pagar con el dinero que había estado ahorrando durante varios años; y caro, quizá demasiado.
Metí la maleta, el portátil y una pequeña bolsa deportiva, como siempre. Di una vuelta a su alrededor sin querer mirar demasiado, sin querer encontrar algún golpe o arañazo.
Abrí la puerta y me senté...
Y disfruté de ese olor que impregna un coche nuevo.
Y aspiré, aspiré queriendo inundar de ilusión mi cuerpo.
Miré el reloj: 7:10 h. Introduje la llave y arranqué.
Y a aquellas horas en las que hasta los sueños están en silencio, todo el garaje supo que acababa de despertar un coche, el mío, nuevo.
Nada más salir a la calle los limpiaparabrisas se conectaron automáticamente: llovía. Encendí la calefacción y en apenas unos minutos estaba como en el salón de mi casa. Recliné ligeramente el asiento y puse las noticias en la radio.
Atravesé la ciudad hasta que logré alcanzar la autovía. Comencé a disfrutar del camino en el interior de un precioso coche con apenas dos semanas de vida, un precioso coche que había liquidado gran parte de mis ahorros, un precioso coche que había sido la ilusión de mis últimos años.
Un precioso coche... el mismo que iba a perder en apenas unas horas.
* * *
2 horas y media antes de llegar a La Isla
9:33 H. LUNES. ENERO.
Tras casi dos horas y media de viaje me desvié en la misma salida de siempre, la que se dirigía al mismo sitio en el que llevaba desayunando desde hacía varios años.
Aparqué el coche lo más cerca posible del restaurante, algo difícil a aquellas horas en las que todos los emigrantes de hogares se dirigían al trabajo.
Abrí el paraguas y cerré la puerta con el mando, y, aun así, para asegurarme, apreté la manecilla varias veces con mis manos.
Caminé hacia el restaurante dándome la vuelta de vez en cuando, observando el ir y venir de vidas, de silencios, de economías...
Al acercarme a la puerta de entrada descubrí a un hombre acurrucado bajo la repisa de la pared, con un sombrero de copa cuadrado y unas gafas de sol blancas de montura exagerada. Permanecía allí, a resguardo de la lluvia, tocando una vieja guitarra. Sonaba bien, tan bien como puede sonar la música un lunes por la mañana.
Al pasar frente a él observé una pequeña taza en la que ponía: «PARA UN CRUCERO». Me hizo sonreír, pero a medias. En cierta forma sentí pena por aquel pobre hombre que tenía que estar tocando a esas horas de la mañana en un área de servicio para poder ganarse la vida, un pobre hombre con unos vaqueros rotos, una chaqueta con más de mil años, un triste sombrero de copa cuadrado —en realidad mal hecho— y una pequeña taza con un texto alegre para poder conseguir algo de dinero.
Metí la mano en el bolsillo y le di unas cuantas monedas.
No observé, en cambio, a otro hombre que, en ese mismo instante, estaba justo a su lado. Un hombre con traje, corbata y paraguas que se había levantado a las seis y media de la mañana. Un hombre que iba a estar una semana sin ver a su familia. No, a ese no lo vi.
Entré y busqué mi mesa de siempre, una de las pocas que tenía un enchufe cerca. Me quité la chaqueta, conecté el móvil y pedí también lo de siempre.
—Aquí lo tienes —me dijo una de las camareras.
—Muchas gracias.
—¿Te pongo más café?
—No, no, así está bien, muchas gracias.
Apreté la taza y disfruté de su calor en mis manos mientras observaba a través del cristal las formas desdibujadas del exterior: luces rojas y blancas, fugaces; paraguas intentando contener la lluvia y el viento; vidas de aquí para allá, como la mía; coches que entraban con cuidado, otros que daban vueltas buscando un sitio cercano y, de pronto, me fijé en uno blanco que encendía las luces, daba marcha atrás demasiado deprisa y salía quemando rueda hacia la autovía.
Fue todo tan rápido que me costó unos segundos asimilar que me acababan de robar el coche.
* * *
En el mismo instante que un hombre se levanta a toda prisa de su mesa tirando el café al suelo, alguien acaba de salir del área de servicio conduciendo un coche que no es suyo.
Se ha incorporado a la autovía sin apenas mirar y aprieta el volante más con los nervios que con las manos. Respira hondo y no se atreve a tocar nada más, no quiere dejar sus huellas sobre un coche que aún huele a nuevo.
Cuando apenas lleva unos metros frena de golpe en el arcén: le tiemblan las piernas, la vista y, sobre todo, la conciencia.
Respira, respira a golpes.
Duda.
Quizá debería devolverlo.
En realidad no sabe muy bien lo que está haciendo. Los remordimientos comienzan a tomar el control de un cuerpo que no siempre ha podido dominar: ¿debería dar la vuelta?
Se mantiene bajo la lluvia, tiritando más de miedo que de frío, con las luces de emergencia encendidas en la orilla de la carretera, como otras veces lo ha estado en el arcén de su vida.
* * *
Unos segundos después de que un hombre haya salido de un restaurante corriendo —y tras él la mayoría de clientes— en persecución de un coche que era suyo pero ya no tiene, una camarera se ha acercado a su mesa para recoger los restos de una taza que se ha estrellado contra el suelo.
Empuja con cuidado cada trozo introduciéndolo en un recogedor. Revisa todo el alrededor y cuando parece que ya no queda nada, saca un pequeño trapo con el que secar las manchas de café que han quedado en la mesa.
Es en ese instante cuando observa un móvil nuevo, y caro, unido al enchufe.
Mira alrededor, en ese momento no hay nadie, todos están fuera contemplando el espectáculo.
* * *
Salí tirando todo tras de mí.
Abrí la puerta y corrí a través del aparcamiento. Atravesé la gasolinera, en medio de la lluvia y las miradas, hasta que llegué a la carretera. Una vez allí, distinguí a lo lejos mi coche aparcado en el arcén, con las luces de emergencia encendidas.
Tomé aire y comencé a correr como solo había corrido una vez en mi vida: en la playa, intentando que el mar no se tragara a mi padre. En esta ocasión era la lluvia quien parecía que iba a tragarse mi coche y quizás a mí mismo.
Corrí con la esperanza de que todo fuera una pesadilla, pensando que, de un momento a otro, me despertaría sobresaltado en mi cama, con esa sensación de haber caído, agarrándome a las sábanas y mirando alrededor sabiendo que nada ha ocurrido.
Pero no, continué corriendo, continué corriendo... ya lo tenía a menos de cincuenta metros...
* * *