30 años antes...
Un viejo coche se desvía por un camino de tierra para perderse en el interior de un bosque. Un bosque con árboles tan altos y tan abrazados que la luz del día apenas puede asomarse entre sus ramas.
El hombre que lo conduce ha permanecido en silencio durante todo el recorrido, repasando mentalmente cada uno de los pasos que va a dar a partir de ese momento. Está nervioso, lo ha ensayado muchas veces pero siempre a solas.
La radio lleva ya varios minutos emitiendo sonidos difusos hasta que, al entrar en el bosque, ha enmudecido totalmente: ya no hay cobertura.
Los dos niños que van en la parte de atrás se mantienen también callados. Ambos están asustados porque no saben a dónde van ni para qué sirve la llave que llevan colgada del cuello.
Tras más de diez minutos circulando sobre barro y silencio llegan a un pequeño claro donde una cabaña de madera los está esperando. No hay nadie más, solo ellos y la incertidumbre.
Salen los tres del coche y es el hombre el que, después de dos intentos, consigue abrir una puerta que parece no querer invitados.
Los dos pequeños entran lentamente, intentando acostumbrar sus ojos a una oscuridad que ocupa todo el momento. El hombre, en cambio, va directo a la repisa de la chimenea, de allí coge unas cerillas y enciende una vela.
Con palabras suaves les indica que se sienten en el sofá que tienen al lado; mientras, con otra cerilla, intenta prender el fuego.
La niña busca la mano de su hermano mayor y la aprieta con fuerza.
—Tranquila, no pasa nada —le susurra él al oído.
Finalmente, la chimenea arde.
El hombre camina hasta el fondo de la estancia para coger una vieja silla y una caja de madera. Se coloca frente al sofá, frente a ellos.
Sonríe.
Y habla.
Y los niños escuchan.
Les explica que van a participar en un pequeño juego, uno que no han probado nunca. Les intenta convencer de que será divertido.
Lentamente, les va enumerando las reglas.
Ellos escuchan sin decir nada. Asintiendo tras cada frase, intentando asimilar cada una de las instrucciones. Finalmente, cuando él acaba, ellos se tocan con cuidado la llave que tienen colgada en el cuello.
El hombre se levanta dejando la caja de madera en el suelo. Se dirige hacia la chimenea y acerca sus manos al fuego. Y así, desde allí y de espaldas a ellos, habla de nuevo.
—El premio lo elegís vosotros... pero no será un premio inmediato, será un premio para el resto de vuestras vidas.
Silencio.
El hombre se agacha y se frota las manos demasiado cerca de las llamas.
—Pensad en lo que más ilusión os haría en este mundo, en lo que os gustaría conseguir cuando seáis mayores. Sea lo que sea, si conseguís acabar el juego os prometo que haré todo lo posible para que se convierta en realidad. Eso sí... no debéis contarle vuestro deseo a nadie: ni tú a ella, ni ella a ti, solo puedo conocerlo yo, será nuestro secreto.
Los dos niños se miran mutuamente sin saber qué decir, quizás porque son demasiado pequeños para una decisión tan grande.
—No hay prisa, tenemos tiempo...
Ambos saben que se encuentran en un momento importante de sus vidas, si algo han aprendido durante su infancia es que el hombre que ahora mismo tienen delante, lo que promete, lo cumple.
Después de varios minutos, donde el único sonido es el crujir de las ramas en la chimenea, el niño se levanta, se acerca al cuerpo que permanece agachado ante el fuego y le dice algo al oído. El hombre asiente y sonríe. El niño también sonríe.
La niña permanece callada en el sofá, por su edad podría parecer que es demasiado pequeña para saber lo que desea, podríamos incluso pensar que no ha acabado de entender la pregunta... Pero no es así, lo que ocurre es que ha decidido enfrentarse a él y está buscando en su mente un deseo tan grande como irrealizable. Finalmente, tras varios minutos buscando en una corona de ideas, escoge una y se acerca arrastrando los pies. Se agacha un poco y le susurra su deseo al oído.
—Pero... —protesta el hombre sorprendido.
—Ese es mi deseo —contesta la niña con una sonrisa que dejó de ser sincera hace tiempo.
Ambos niños vuelven a estar sentados en el sofá.
Pasan unos minutos. Silencio.
El hombre se levanta, les da un beso en la mejilla y, tras comprobar disimuladamente que la cámara que hay sobre la puerta está encendida, abandona la cabaña.
Los pequeños se quedan allí, a solas, con la luz y el calor de la chimenea.
Cierra la puerta con llave, se dirige hacia el coche, lo arranca y se aleja... pero no demasiado. Lo suficiente para que piensen que se ha ido, lo necesario para poder ver lo que va a ocurrir a continuación sin que ellos lo sepan.
Y espera.
Y transcurren los minutos.
Diez.
Se encoge de frío en el interior del coche.
Veinte.
El hombre comienza a ponerse nervioso. Está tentado de salir para ver qué ocurre, para averiguar cómo están avanzando en el juego.
Silencio. Frío. Se escucha un grito: el grito de una niña. Un grito que atraviesa la cabaña, el bosque y a sí mismo.
Sale del coche y corre en dirección a ellos lo más rápido que puede.
Aquello fue el comienzo de todo. En realidad, también fue el final de todo.
* * *
Un ser que se acostumbra a todo; tal parece la mejor definición que puedo hacer del hombre.
DOSTOYEVSKI
En una época de engaño universal,
decir la verdad es un acto revolucionario.
G. ORWELL
—Buenas noches... —susurró tras varios minutos de aplausos.
Y se quedó de nuevo en silencio.
Abrió y cerró los ojos varias veces, quizás para intentar adaptar sus pupilas a unos flashes que caían como relámpagos sobre su rostro.
Aquello se había convertido en el acontecimiento del año, la prensa más sensacionalista decía que del siglo. El lugar era el mismo de siempre: un precioso teatro de acero y cristal propiedad de su empresa, pero en esta ocasión el motivo era muy distinto: el mundo estaba contemplando los últimos momentos de quien había llegado a ser la persona más poderosa del planeta.
Los periodistas intentaban conseguir la gran foto, la imagen que protagonizaría al día siguiente las portadas de los principales medios de comunicación del mundo. Sabían que cada gesto, cada palabra... cualquier detalle podía expandirse como un virus a través de las redes sociales.
Yo, aquel día, en lugar de estar abajo, a sus pies, tratando de capturar la frase o la imagen del año, permanecía sentada en la exclusiva zona VIP, rodeada de políticos y empresarios con tanta mierda a sus espaldas que me resultaba complicado mirarles a la cara.
Todos me conocían, y yo a ellos. Todos conocían a la única periodista que había sido capaz de derrotar a aquel hombre ante los tribunales, varias veces. Por eso, al entrar, nadie me saludó.
* * *
Aunque no se había emitido ningún comunicado previo sobre el contenido del evento, casi todos sabíamos lo que iba a decir aquel hombre que apenas se sostenía en pie. Sospechábamos que iba a ser su despedida, su última aparición pública. Todos conocíamos la verdad, esa que la empresa había intentado ocultar durante el último año.
Pero es imposible mantener un secreto cuando es el secreto mismo el que se pone a hablar delante de ti, cuando es al propio secreto al que le cuesta mantenerse de pie en el escenario.
Allí estaba ahora, en silencio, bajo una maraña de focos y aplausos, un hombre que había iniciado todo su imperio con una simple cámara. Una pequeña cámara con la que grababa concursos que él mismo se inventaba. Un visionario que revolucionó la industria televisiva desde sus inicios, que se atrevió a hacer lo que otros ni siquiera imaginaron que fuera posible, que creó la empresa más rentable del mundo desde la nada... Un hombre que había llegado a tener más poder que el propio presidente. Un genio para muchos... un ser despreciable para otros.
Un hombre que había comenzado con la idea de hacer la mejor televisión del mundo y que había acabado creando los programas más atroces y vergonzosos... los que más gente veía.
Un hombre que había amasado la mayor fortuna del planeta, que se había mantenido año tras año en el primer puesto de la lista Forbes. Alguien con tanto dinero y poder que eran los principales mandatarios del mundo los que le pedían audiencia y no al revés.
Era también un hombre que se había saltado todos los límites, tanto legales como morales; que había enfrentado a familias, que había destrozado matrimonios, que había rentabilizado el dolor ajeno de una forma jamás vista hasta entonces. Un hombre que había conseguido tener en contra a prácticamente todas las asociaciones que existían: las medio ambientales, las de derechos humanos, las defensoras de los animales... había convertido al ser humano en un juguete.
Un hombre que había sido capaz de hacer cualquier cosa por conseguir más audiencia, cualquier cosa...
Y aquel hombre era mi padre.
* * *
El evento había colapsado parte de la ciudad. Tres de las principales avenidas estaban cortadas y se había creado un gran perímetro de protección alrededor del edificio.
Se podía escuchar, y de vez en cuando ver, a dos helicópteros sobrevolando los alrededores; y la vigilancia privada era tanta que, para acceder al área de público y prensa, había que soportar una cola de varias horas.
Aquel hombre que ahora mismo estaba hablando tenía más enemigos que amigos, por eso el control de entrada debía ser minucioso. Tras pasar un triple arco de seguridad, varios guardias privados realizaban una exhaustiva labor de cacheo.
Fue en ese punto donde se encontraron más de treinta armas de fuego. Todas ellas sin la intención de atentar: olvidos de invitados que, al ser descubiertos, ofrecían sus disculpas y las dejaban en depósito sin la menor protesta.
Pero ningún método es infalible, y en un descuido, en un momento de confusión... siempre hay alguien que puede llegar a acceder al recinto con una pequeña pistola, de esas que casi no se ven, de las que caben en el bolsillo, de las que también matan si se disparan en el lugar y a la distancia adecuada.
Y sí, a pesar de los miles y miles de dólares invertidos en seguridad, cuando aquel hombre comenzó a hablar la pistola ya había conseguido entrar en la sala.
* * *
Sí, mi padre, un hombre que comenzó a trabajar tanto que un día se olvidó de que, en alguna parte de su alrededor, existía una familia. Un hombre que, más rápido de lo que cualquier hija hubiera deseado, comenzó a cambiar besos por monedas, abrazos por regalos y amor por promesas.
Y yo estaba allí por una sola razón: Nellyne.
Eso era lo que ponía en el sobre que había llegado a mi casa. Seguramente, si hubiera puesto Nel o Nelly, como en el resto de las ocasiones en las que había recibido la misma invitación, no habría ido. Pero esta vez, por primera vez, ponía Nellyne.
Aquella noche llegué sola, entré por una puerta trasera, enseñé mi acreditación y mi apellido hizo el resto. A pesar de mi negativa, el personal de seguridad privada de la empresa me acompañó hasta el palco presidencial, algo que, visto lo que ocurrió minutos después, pudo salvarme la vida. Me había reservado el mejor asiento, en primera fila, a pocos metros de él.
Por eso, en cuanto salió al escenario, la colisión entre nuestras miradas fue inevitable. Y allí, entre el ruido de los aplausos, la lluvia de flashes y la gran distancia sentimental que nos separaban... nos miramos. Pude ver como sus labios dibujaban una palabra en el aire: Nellyne.
Solo tres personas utilizaron alguna vez ese nombre: una de ellas estaba muerta, la otra hacía muchos años que se había ido de mi vida y la tercera la tenía en ese instante frente a mí.
Nellyne. Una palabra que comenzó a desdibujarse en mi mente, que me llevó a un pasado que en mi vida siempre ha estado demasiado lejos. Quizás fue eso, la esperanza de volver al lugar donde fui feliz, lo que me convenció para ir allí aquella noche. Nellyne. Así es como me llamaba en la única época en la que se comportó como un padre.
Vivíamos en un pequeño pueblo rodeado por un precioso bosque que recorríamos juntos los fines de semana. A diez minutos había también un río en el que nos bañábamos en verano y pescábamos en invierno. Apenas teníamos dinero, pero lo teníamos a él. Fueron años felices. Hasta que todo comenzó a cambiar el día que trajo aquella maldita cámara.
Al principio nos encantó la idea, un juguete nuevo con el que podríamos hacer nuestras propias películas. Sin embargo, lo que en principio fue un hobby, poco a poco se convirtió en una obsesión, y al final en una profesión que nos expulsó a todos de su alrededor; bueno, a casi todos. Siempre he pensado que si no hubiera aparecido aquella cámara todo habría sido muy distinto... nuestras vidas, nuestra relación, nosotros...
Pero comenzó a obsesionarse. Grababa y grababa y grababa, y después, por la noche, lo veíamos. Mi madre se moría de vergüenza, pero a mi hermano y a mí al principio nos encantaba. Recuerdo cuando hacía pruebas conmigo, cuando nos reíamos juntos de lo mal que había quedado una escena; de cuando, a mitad de una toma, nos salía una risa tonta y teníamos que cortar...
Pero con el paso del tiempo se fue olvidando de llamarme Nellyne... sus sueños comenzaron a ser tan grandes que todo lo demás —y en ese todo lo demás estábamos nosotros— desapareció de su alrededor.
Tardó unos cuantos segundos en comenzar a hablar de nuevo, en voz baja, como si en realidad no quisiera decir nada, como si las palabras, en lugar de nacer de su garganta, se estuvieran escapando por su conciencia, eso suponiendo que aún quedara algo de ella.
—Buenas noches... —Y se hizo de nuevo el silencio—. ¿Quién me ha visto y quién me ve? Pero bueno, he llegado hasta aquí, que no es poco.
Se escucharon risas y un aplauso que se prolongó durante varios minutos más mientras él levantaba las manos lentamente para indicar que pararan.
—La de hoy será mi última aparición pública, esta noche me despido de este mundo televisivo, un mundo que me ha dado tantas alegrías, que me ha hecho vivir tanto... pero todo llega a su fin y yo ya tengo que dejar paso a las nuevas generaciones, mi cuerpo ha dicho basta...
En ese momento la sala enmudeció.
Mi padre cerró los ojos y tragó saliva.
Y debido a su extrema delgadez, casi pudimos ver como esa saliva atravesaba su boca, recorría su garganta y caía en un cuerpo que se perdía en el interior del esmoquin. Se acercó despacio al micrófono y dijo lo que todo el mundo ya sabía.
* * *
—Tengo un cáncer que me ha matado.
Y el edificio se cubrió de silencio.
Durante los siguientes minutos lo único que se escuchó fue un murmullo recorriendo la sala.
En realidad era algo que ya se sabía, pero que nadie se había atrevido a confirmar oficialmente: mi padre estaba enfermo. En cada foto robada por las revistas durante los últimos meses, se veía a un hombre más delgado, más débil. De hecho, en ese mismo momento, cualquiera podía ver como a través de la piel se le iba la vida.
Un hombre de metro noventa, ojos azules, atractivo... que en el esplendor de su vida llegó a ser una de las personas más deseadas del planeta y que ahora, con tan solo sesenta y seis años, era un esqueleto cubierto con un traje negro. Un esqueleto que, sin que nadie supiera muy bien cómo, se mantenía allí, en pie, ante el auditorio.
—Sí, en realidad ya me ha matado. Ahora lo único que hago es esperar a morirme. Está claro que hay cosas que el dinero aún no puede comprar, de lo contrario... —respiró lentamente para coger fuerzas y poder continuar—. Pero bueno, a todos nos llega nuestro momento y yo puedo decir que he vivido. Como escuché alguna vez, la muerte solo es el inicio de la inmortalidad.
Silencio.
Miró con calma al público, se acercó de nuevo al micrófono y continuó.
—Pero no quería dejar la empresa sin hacerles una confesión, la confesión más importante de mi carrera... Como decían en mis tiempos: preparen los rotativos.
* * *
—La tele es mentira.
Y dejó que creciera el silencio.
Y el silencio dio paso a la sonrisa, y de pronto una risa colectiva se derramó por toda la sala.
—Bueno, pues ahí tienen su titular para mañana. Todo, absolutamente todo, es mentira. —El público comenzó a aplaudir.
Tras varios minutos, finalmente le dejaron continuar.
—Contratamos a actores para generar noticias falsas que después nos sirven para llenar programas de tertulias y revistas del corazón que, por supuesto, también son de nuestra empresa; ensuciamos a propósito cocinas para después poder criticar los restaurantes y así volver a limpiarlas; llenamos nosotros mismos los trasteros con los objetos que queremos para que suba la audiencia; contratamos a vendedores ficticios para que lleven objetos antiguos de determinadas marcas a las casas de empeños y así nos ganamos un dinero en forma de publicidad encubierta; hacemos que un aventurero cruce un río helado en un paraje inhóspito sin mostrar que a unos metros hay un puente, una gasolinera y hasta un McDonald’s junto a la autopista. Amañamos los concursos para que se lleve el premio el participante que mejor cae a la gente, el que nos puede dar más audiencia y no el que más sabe, al listillo aburrido siempre le tocan preguntas cuya respuesta no podríamos encontrar ni en internet. Detrás de cada niño cocinero hay un chef que elabora los platos que después aparecen en pantalla... Todo, absolutamente todo en la tele, está amañado. Todo es mentira.
A medida que mi padre hablaba, los rostros de los asistentes iban cambiando: ya no había sonrisas, no había intentos de aplauso; se comenzaron a dar cuenta de que aquello no era una broma, de que aquel hombre estaba hablando en serio.
—El problema, y la ventaja para mí, claro —continuó tras hacer una pequeña pausa—, es que hay millones, miles de millones de personas, que piensan que... Bueno, no solo lo piensan, sino que están completamente convencidos de que todo lo que sale en la tele es cierto... y aunque hayan visto a la misma actriz en un programa haciendo de mujer maltratada, en otro de ama de casa aburrida y en el siguiente de aventurera en el Himalaya, no son capaces de darse cuenta de que son la misma persona.
Se detuvo unos instantes para tomar aire, habían sido demasiadas palabras seguidas para alguien tan débil. Cogió un vaso y, al llevárselo a la boca, estuvo a punto de derramar el agua. Finalmente, pero no sin dificultad, pudo beber y colocarlo de nuevo en su sitio.
—Perdón... —susurró mientras recobraba fuerzas—. Pero sin duda, lo mejor de la tele es que a los productores, a los guionistas, a los dueños de todo esto nos convierte en dioses. Mañana mismo elijo a una persona, lanzamos en tres o cuatro de mis cadenas la noticia de que es un violador y las redes sociales ya se encargan de torcerle la vida para siempre, aunque después se demuestre que es falso. Eso da igual, eso ya no lo emitimos, o ponemos un texto debajo tan pequeño y tan rápido que nadie sea capaz de leerlo. Y claro, también podemos hacer lo contrario: coger al más idiota del planeta y convertirlo en un héroe, en político o incluso en presidente. Podemos jugar a ser dioses y yo lo he sido. ¡He sido Dios! —gritó, y al instante comenzó a toser.
Nadie decía nada, el auditorio permanecía en silencio.
Intentó coger el vaso de nuevo pero esta vez cayó al suelo. Inmediatamente salió alguien a ayudarle.
Salió él. Mi él. Ese que, hace muchos años, nunca necesitó capa para ser mi héroe.
* * *
Él, mi hermano.
Él, que se fue separando de mí a la misma velocidad con la que se acercaba a mi padre, sobre todo cuando, lo único que ya nos unía: mi madre, murió.
Creo que fue allí, en aquel funeral al que le sobró tanto dinero como cariño le faltó, cuando nos dimos cuenta de que a la vez que nos abrazábamos nos despedíamos.
Porque cuando mamá murió, con ella desapareció lo único que nos mantenía unidos: todas las visitas que compartimos en la residencia, las llamadas para preguntarnos cómo estaba: para saber si la habíamos visto mejor, si parecía más animada, si habíamos notado algún avance en los últimos días...
Así estuvimos durante muchos meses: compartiendo momentos en la sala de espera, susurrándonos tristezas junto a un café, paseando por el jardín de aquella cárcel vestida de blanco mientras ella era víctima de algún tratamiento... en definitiva, viendo cómo nuestra madre se nos iba, cómo se le escapaba la vida en cada aliento...
Con la muerte de mamá nuestros caminos se fueron, lentamente, separando. Cada vez las llamadas tardaban más, los mensajes eran más cortos y los silencios más largos. Hasta que llegó un día en el que ya no hubo contacto, simplemente dejamos de hablar. No ocurrió nada especial, y quizás eso, la ausencia de motivos, fue lo más triste de todo.
Y ahora él estaba allí, recogiendo aquel vaso que mi padre, que nuestro padre, no había podido sujetar.
* * *
—Sí, todo es mentira... —afirmó tras la interrupción—. ¿Y saben ustedes qué es lo mejor de la mentira? Que no tiene límites. Cuando uno ha probado la parte adictiva de la mentira ya no hay forma de pararla, y se reproduce, y crece... porque siempre es posible crear una mentira mayor que la anterior... —tosió de nuevo.
Silencio.
—Ese es el gran problema de la televisión: el poder. Porque el poder te hace olvidar lo justo, lo correcto... el poder solo te quiere ver crecer a ti.
Volvió a detenerse, quizás demasiadas frases seguidas... quizás demasiadas verdades juntas. Tosió varias veces e intentó continuar sin derrumbarse allí mismo.
—Y llega el día en que uno se da cuenta de que podemos hacer con la gente lo que queramos, que tenemos a rebaños de personas sentadas en el sofá dispuestas a tragarse cualquier idea que les queramos meter en el cerebro. No a todos, evidentemente, aún hay alguno que prefiere leer un libro o salir a jugar con sus hijos... Pero son pocos, muy pocos... los que importan son los demás, la masa que nos ha hecho ricos. Sí, claro, sobre todo a mí, pero a ustedes también, a todos los que están aquí —dijo, levantando lentamente el brazo y señalando con el dedo al auditorio.
Jugar con sus hijos, qué ironía que fuera mi padre el que utilizara esa frase. Sí, él jugó conmigo, jugó de dos formas: durante mis primeros años como un padre, durante los siguientes como una mascota. Una mascota que pasó de mover la cola a enseñar los dientes demasiado rápido.
Nadie sonreía, sus palabras estaban generando una situación cada vez más incómoda... pero ¿quién se levantaba? Aquello se estaba retransmitiendo en directo a más de ciento cincuenta países, prácticamente el mundo al completo estaba escuchando las palabras de aquel hombre. Y además, allí, en aquel edificio, se había reunido la gente más poderosa del planeta, todos a merced de lo que pudiera salir de aquel cuerpo de menos de cincuenta kilos.
—Pero no se alarmen inversores, no tienen por qué preocuparse, sé que muchos de ustedes ya están calculando el daño que pueden hacer mis palabras a sus carteras, a sus acciones. Tranquilos... ¿acaso un drogadicto va a dejarlo porque le digamos que la droga es mala? ¿Acaso un fumador va a parar porque le avisemos de que el tabaco mata? No, porque no pueden, no pueden dejarlo... ¡Esa es la maravilla del ser humano!: que nos podemos hacer ricos gracias a sus adicciones. Al fin y al cabo solo se trata de eso: de encontrar las debilidades de las personas y hacer negocio con ellas.
Silencio.
Se separó ligeramente del micrófono, miró alrededor y continuó.
—Por suerte la adicción a la tele es legal y nadie puede detenerme por ello. La gente no va a dejar de verla por nada de lo que diga hoy, y saben por qué, porque lo han hecho desde pequeños y ahora ya no conocen alternativas. Hemos creado el ecosistema perfecto para ganar dinero: les damos una educación mediocre donde, por ejemplo, leer les parece una condena; después les obligamos a trabajar durante ocho o diez horas en un empleo de mierda, por un sueldo de mierda y acaban tan cansados que lo único que les apetece es llegar a casa y poner la tele. Una tele que les dirá en qué gastar ese dinero que tanto les ha costado ganar. La rueda perfecta. Así que no se preocupen, por muchas barbaridades que yo pueda decir esta noche la batalla para ellos siempre está perdida.
* * *
En el interior de un edificio que acaba de quedarse en silencio, a unos diez metros sobre el escenario, varios francotiradores vigilan cada uno de los movimientos de los asistentes.
Por experiencia saben que, a pesar del exhaustivo control de entrada, siempre hay errores: un pequeño cuchillo, algún objeto con posibilidades de ser lanzado, líquido que al juntarlo con el de otro invitado pueda crear un explosivo... son tantas las opciones. Y más en el caso del protagonista de la noche: un hombre que ya ha sufrido varios atentados en los últimos años.
Ataques originados por perturbados, por familiares de algún concursante, o por varias de las asociaciones que, en ocasiones, se han coordinado entre ellas con el único objetivo de ver muerto a quien hoy está hablando.
Continúan observando al público asistente, intentando detectar cualquier movimiento extraño.
* * *
—Recuerdo mis inicios... —continuó casi en susurros—. Cuando echo la mirada atrás... Aquellos concursos tan entrañables... Hicimos cosas geniales, al principio pequeñas, con poco presupuesto... Recuerdo que ya en aquella época contrataba a amigos y conocidos para que hicieran de concursantes... en eso nos distinguíamos de la competencia: nuestros concursos eran divertidos porque los concursantes eran falsos, estaban actuando. ¿Trampas? Sí, pero bueno, lo importante era entretener.
»Siempre recordaré con cariño la primera vez que me dieron una oportunidad... En una época en la que todos los concursos eran iguales: preguntas y respuestas, supe innovar. ¿Recuerdan ustedes el juego de las llaves? Fue mi primer gran triunfo.
El juego de las llaves... y yo comencé a temblar. Apreté mi mano derecha con fuerza, como tantas veces había hecho, con la esperanza estéril de que al abrirla la cicatriz ya no estuviera ahí.
—Aquel concurso fue el inicio de todo: comenzó a entrar dinero, y lo bueno del dinero es que te permite hacer cualquier cosa más grande. Cada vez creábamos programas mejores, más originales, más arriesgados...
»Llegó un momento en el que nos dimos cuenta de que cuanto más sufría el concursante más audiencia teníamos, y eso era como haber descubierto el mejor de los tesoros, pues el sufrimiento siempre podía ser mayor, o al menos distinto. También descubrimos que a la gente le encantaba la violencia, el sexo, las traiciones... por eso, al final, era inevitable que llegara un concurso como aquel, uno de los más exitosos de la historia...
Se detuvo, tomó un poco de aire, cogió lentamente el vaso y bebió agua.
Miró al público.
Se acercó al micro.
—Sí, todos ustedes saben de qué estoy hablando, de La Casa. En realidad, la idea surgió una noche en un bar, estábamos mi gran amigo Dmitry y yo tomando la penúltima de la noche y mirando lo que hacía la gente de alrededor, cuando me lanzó la idea de un concurso en el que varias personas estuvieran viviendo en una casa repleta de cámaras que les grabaran día y noche.
»Recuerdo que me quedé en silencio, con la copa en la mano... y aún retengo en la memoria mi respuesta, palabra por palabra, ¡qué inocente fui!
»Le dije: Pero ¿quién en su sano juicio va a pasarse el tiempo viendo la vida de otras personas cuando podrían estar viviendo la suya?
»Y también recuerdo su respuesta, como si estuviera aquí mismo, delante de mí: todos los que no tienen vida, me dijo.
»Aquel día el viejo Dmitry me dio una lección. Con aquel concurso me di cuenta de que había mucha, muchísima gente sin vida propia, sin nada mejor que hacer en su día a día que ver como diez tipos hacían el imbécil en una casa.
»Les confieso que pensé que aquello iba a durar dos días y ya ven, he perdido la cuenta de las temporadas. Y después, por supuesto, supimos exprimir el éxito: reportajes para vender revistas que también publicábamos nosotros, entrevistas en otros programas del corazón que también eran de nuestra empresa...
Mi padre comenzó a toser en una sala en completo silencio, nadie, absolutamente nadie, decía nada.
—Perdón... —respiró varias veces hasta que recuperó el aliento—. Aquel programa nos animó a ir un poco más allá. Fue mi época más creativa: un concurso para elegir el divorcio más elegante y la separación más traumática; infidelidades provocadas a propósito con actores muy atractivos con la intención de destruir matrimonios...
»Después dimos un paso más, con aquel famoso No quiero este hijo. ¿Recuerdan? Un programa de abortos en directo, donde las madres se reunían en una casa repleta de cámaras para ver qué hacían con ese embarazo no deseado... y allí, en el plató, tomaban la decisión dependiendo de las votaciones del público.
»Fue entonces cuando comenzaron los primeros grandes ataques contra mi persona: ¡las asociaciones feministas querían matarme! ¡Qué hipocresía! Pero si la mayoría de las concursantes se quedaban embarazadas simplemente para entrar al programa... Y después, esas asociaciones de mujeres decían que el monstruo era yo.
Silencio de nuevo.
Comenzó a temblar ligeramente.
Respiró profundamente varias veces.
Continuó.
—Después vino el famoso Me voy o me quedo, el primer programa de suicidios en directo. El primer suicidio en vivo, aquel fue otro gran momento de la industria televisiva, nadie había llegado tan lejos.
»La gente se volvía loca, quedaban en los bares, había reuniones familiares en las casas para ver cómo aquel primer hombre que lo había perdido todo se tiraba desde lo alto de un edificio. Nadie le obligaba, las leyes estaban de nuestra parte, él había firmado un contrato.
»Es cierto que el casting de aquel programa fue un tanto extraño: personas arruinadas, divorciados en plena depresión, madres que habían perdido a sus hijos... Sí, lo admito, si uno lo piensa fríamente es demoledor... Pero y si les digo que el primer programa de aquel concurso fue el más visto a nivel mundial hasta ese momento. ¿Quién es entonces el monstruo?
Silencio.
Todos pudimos ver como una pequeña sonrisa se le dibujaba en el rostro.
—Monstruo, demonio, depravado, inmoral... sí, así me han llamado desde muchos medios de comunicación. Pero... entonces, ¿cómo llamaríamos a todas esas personas que fueron a ver cómo aquel hombre se lanzaba al vacío? ¿Y todos los que hicieron negocio a su costa? ¿Cuántas pegatinas, tazas, chapas... se vendieron con su nombre? ¿Cómo llamaríamos a todos los que compraron una camiseta en la que ponía: YO ESTUVE ALLÍ CUANDO RICKY VOLÓ?
Descansó, tomó aire...
Su cuerpo cada vez temblaba más, como si el esqueleto que lo sostenía estuviera a punto de derrumbarse.
—Y aún a pesar de todo lo que les he contado, a pesar de que solo hemos dado a la gente lo que pedía, reconozco que durante todos estos años han ocurrido cosas que podríamos haber evitado, que deberíamos haber evitado... Ese es el precio... cuando uno arriesga no puede evitar los efectos colaterales.
* * *
Eran justamente esos efectos colaterales lo que más preocupaba al personal de seguridad de la sala. Por eso habían blindado el edificio, por eso había francotiradores en el techo... Porque esos efectos colaterales habían atentado varias veces contra el hombre que ahora mismo estaba hablando: el marido que había visto como su matrimonio se desmoronaba porque su mujer le engañaba con un atractivo actor contratado por el programa; los abuelos que habían presenciado en directo como su nieto no llegaba a nacer; concursantes que después de tocar el cielo lo habían perdido todo; madres cuyas hijas, tras saborear la miel de la fama, había sido víctimas de la droga y la prostitución... Eran esos efectos colaterales lo que más temían en la empresa, pues eran imprevisibles, podían saltar en cualquier momento. Uno nunca es consciente de la paciencia que puede tener la venganza.
Por eso había controles tan exhaustivos. Aunque aquella noche no habían sido suficientes: la pistola ya estaba dentro de la sala, y su dueño estaba dispuesto a utilizarla, solo esperaba el momento adecuado.
* * *
—Y por fin llegó el concurso que nos convirtió en la empresa más rica del planeta. Mi gran obra maestra. Vendimos los derechos a más de ciento ochenta países, por tal cantidad de dinero que podría estar varias vidas contándolo.
»En realidad no lo busqué, la idea llegó sola. La NASA necesitaba dinero, dinero que no había un gobierno que pudiera pagarlo, y yo necesitaba audiencia, quería seguir creciendo como ese virus que lo arrasa todo... lamentablemente, a veces hasta el cuerpo del que vive. La tecnología existía, solo hacía falta financiación.
»Como la mayoría de ustedes ya saben llegamos a un acuerdo: ellos llevarían a sus científicos y nosotros, a los concursantes. Todo por separado: dos viajes, dos colonias. Lo suficientemente alejadas para no molestarse, pero lo bastante cerca para, en caso de urgencia, poder colaborar.
»Fueron momentos gloriosos, toqué el cielo. Las audiencias ya no se medían en miles de espectadores, sino en millones. Cada noche mirábamos los indicadores y, día tras día, se salían de la gráfica. Teníamos un límite, claro, que era la población mundial, solo eso nos impediría continuar creciendo.
»Se me fue todo de las manos, lo reconozco. Recuerdo aquella portada donde aparecía con la corona de laureles del césar. “William Miller, Imperator”, titulaba.
»Las marcas invirtieron millones para que en la ropa de los concursantes estuvieran bien visibles sus logos. La comida que tomaban, las joyas que lucían, las zapatillas... todo estaba patrocinado. Y funcionó, claro que funcionó, durante casi tres años fue el programa más visto del mundo. ¡Del mundo! —Comenzó a toser.
Respiró despacio y continuó.
—Día tras día, mes tras mes... ¿Saben ustedes lo que significa ser el programa más visto cada día a nivel mundial?
Silencio.
Inspiró profundamente, y al espirar le cambió el rostro.
Con una mueca de tristeza se quedó mirando al auditorio.
—Hasta que... por desgracia ocurrió lo que ocurrió.
En ese momento apareció un gran lazo negro en la pantalla y las luces se fueron atenuando dejando al auditorio en penumbra.
A pesar de que el desastre había ocurrido hacía ya varios años, la humanidad no se había recuperado aún. Muchos psicólogos habían reconocido que debería pasar al menos una generación para que lo sucedido no continuara generando dolor y tristeza a las personas que lo vivieron en directo.
—Sé que, por mi trayectoria, para muchos de ustedes yo no sea más que un monstruo que solo piensa en el dinero —en ese momento me miró—, pero, ¿saben?, yo también tengo sentimientos. Les confieso que me arrepiento de muchas de las cosas de las que he hecho, cambiaría varios momentos de mi vida, por supuesto que sí, pero ahora ya es tarde, de nada sirve lamentarse ahora.
»Y entre todos esos momentos hay uno que para mí fue demoledor. Porque ellos, sobre todo ella, formaban parte de mí, de ustedes, de la humanidad.
Silencio.
Muchos de los asistentes escondían el rostro para intentar disimular unas lágrimas que siempre llegaban cuando alguien hablaba de lo sucedido.
—Aquel día el universo nos recordó que solo somos humanos, pequeñas hormigas en el todo...
Tosió de nuevo.
Intentó coger el vaso, pero al final desechó la idea.
Su cuerpo cada vez temblaba de una forma más intensa.
Se acercó lentamente al micrófono.
—Bueno..., creo que ya he hablado suficiente, mi cuerpo necesita descansar...
Se alejó tímidamente del micro y miró hacia el auditorio durante varios segundos, tantos que por un instante pensé que iba a retirarse del escenario.
Continuó.
—No quiero entretenerlos más, seguro que todos ustedes tienen mejores cosas que hacer que escuchar las batallitas de un hombre que se ha hecho anciano en unos días...
Silencio de nuevo.
—Solo me queda darles las gracias por haber venido... Gracias..., muchas gracias.
En ese momento comenzó a sonar I Am Mine, de Pearl Jam, y llegó el aplauso más largo que había escuchado en mi vida.
Las luces se fueron apagando poco a poco hasta que solo quedó un foco apuntando a mi padre en medio del escenario.
* * *
Llegó la parte más complicada de la noche para los servicios de seguridad. Habían sugerido a la organización modificar la despedida final: un hombre sobre un escenario con un foco apuntándolo era una diana perfecta.
Pero él se había negado, quería una despedida por todo lo alto, con la sala en pie y una luz sobre su cuerpo, como las grandes estrellas. Dijo que a esas alturas ya nadie tenía derecho a decirle lo que debía o no debía hacer.
En el mismo momento en que todo se ha quedado a oscuras, una mano toca nerviosa una pequeña pistola sobre la tela del pantalón. Observa disimuladamente a los francotiradores que están en su campo de visión para detectar si alguno de ellos ha descubierto sus intenciones.
Sabe que es el momento perfecto. Sabe también que debe hacerlo rápido, de lo contrario podría no salir bien. Lo ha ensayado muchas veces, pero aun así está temblando. Inspira fuerte y se mete la mano en el bolsillo.
* * *
El delgado cuerpo de mi padre se mantenía orgulloso sobre el escenario, de pie, con un semblante tranquilo, con los ojos cerrados y ese pequeño foco apuntándolo.
El público comenzó a levantarse de sus asientos sin dejar de aplaudir.
Mi padre abrió lentamente los ojos, me miró y sonrió.
Durante unos segundos imaginé que estábamos a solas, él y yo, como aquellas mañanas en las que venía a mi cama y acariciándome los pies me despertaba; aquellas mañanas en las que al abrir los ojos lo primero que veía era su abrazo.
El público continuaba aplaudiendo.
Uno, dos, tres..., cinco minutos. Fue después de casi diez minutos de aplausos cuando, poco a poco, como esa tormenta que se aleja, comenzó a llegar el silencio.
Un silencio total.
En ese momento mi padre sacó una pequeña pistola del bolsillo, se apuntó a la cabeza y disparó.
* * *
Y una carcasa de huesos colapsó al instante.
El personal de seguridad salió inmediatamente al escenario a ayudarle.
Comenzaron a sonar las sirenas y la sala se sumergió en el caos. Los que estábamos en las primeras filas habíamos visto lo ocurrido, pero el público situado en posiciones más alejadas pensó que era un atentado, que había algún loco disparando en el edificio.
De pronto, cientos de personas se amontonaron en las puertas de salida, lo que generó una avalancha de cuerpos que iban generando muerte mientras intentaban salvar la vida.
Yo, al estar en la zona VIP, separada físicamente del resto de la sala, pude salir por un pasillo independiente sin problema; de hecho, miembros del equipo de seguridad me acompañaron a un área sin riesgo.
Pero el resultado final del miedo fue desastroso: más de cien heridos y doce personas muertas, ocho por asfixia o aplastamiento, tres por ataque al corazón y uno por suicidio.
Aquella noche, en cuanto llegué a casa, me eché a llorar como hacía tiempo que no lloraba. Por primera vez en mi vida entendí que, para mi padre, él mismo había sido su peor efecto secundario.
Por una parte acababa de perder a alguien con quien ya no tenía relación, pero por otra... al fin y al cabo era mi padre.
Tuve la misma sensación que cuando, hace años, se fue mamá: me di cuenta de que la muerte no solo se lleva a la persona; con ella también desaparece la posibilidad de nuevos recuerdos.
* * *
A muchos kilómetros de distancia, desde uno de los despachos de abogados más prestigiosos del mundo, se observa con sorpresa lo que acaba de ocurrir. Estaban ya preparados para su muerte pero nunca pensaron que fuera a hacerlo así, en directo.
Afortunadamente aquel hombre había dejado el futuro organizado antes de dispararse: iba a ser su dinero el que a partir de ese momento lo vigilara todo. Había redactado un complejo testamento, comprando a las personas necesarias y silenciando a las que no lo eran.
Había gastado la mitad de su fortuna en unas joyas muy especiales. El resto lo había invertido en asegurarse de que esas joyas llegaran a sus destinatarios: personas que estaban en una lista extraña, tanto que muchos de los implicados ni siquiera sabían que formaban parte de ella.
Ese era el trabajo del despacho: encargarse de hacer cumplir el testamento. Y para ello, evidentemente, no solo tenían abogados en plantilla; tenían también otro tipo de empleados: de esos que no visten traje ni tienen nómina, de los que no dudan ni preguntan.
* * *
El funeral estuvo a la altura de lo que había sido su vida. Al igual que en su despedida, fue preciso crear una zona de seguridad alrededor del cementerio para controlar a las personas que se habían acercado a darle el último adiós: presidentes de gobierno, monarcas, dictadores, empresarios, los principales ganadores de sus concursos..., y miles de ciudadanos anónimos que, movidos por la curiosidad o el morbo, hicieron también acto de presencia.
El coche fúnebre llegó hasta la entrada principal del cementerio y allí, bajo un manto de nubes oscuras, entre cuatro personas sacaron el ataúd para llevarlo a hombros.
Desde la muerte de mi padre hasta el entierro del cadáver, en ningún momento se permitió ver el cuerpo. Las explicaciones fueron claras: tenía la cabeza totalmente destrozada por el disparo.
El entierro se retransmitió en directo, como mi padre hubiera querido, con anuncios que aparecían de forma ininterrumpida en la parte inferior de la pantalla, donde cada una de las empresas —previo pago— expresaba sus condolencias.
La marca del coche, la multinacional textil encargada de confeccionar un traje que nadie vio, una de las floristerías más prestigiosas... ¿Qué compañía no iba a pagar por aparecer ante millones de espectadores? Mi padre fue capaz de ganar dinero incluso en su entierro.
Tras recorrer el pasillo principal del cementerio llegaron a un pequeño jardín; allí bajaron lentamente el ataúd y lo introdujeron en el panteón familiar para que estuviera junto al cadáver de mi madre.
Es curioso el destino, pues ahora, en la muerte, sus huesos iban a estar más cerca de lo que nunca estuvieron sus corazones.
A partir de aquel día la tumba permanecería custodiada día y noche, pues se temía que fuera objeto de actos vandálicos sobre la misma: el odio no descansa ni con los muertos.
Tras unas breves palabras de despedida se dio por finalizado el acto, momento en el que los periodistas asistentes lucharon por conseguir cualquier declaración de la gente más cercana a él.
Yo sabía que, durante todo el funeral, la prensa iba a estar buscándome: una foto mía con lágrimas habría sido portada de cualquier periódico, pero no la consiguieron. No porque no llorara, que lo hice, sino porque decidí no asistir al entierro, lo vi todo desde casa.
Me sentí culpable por no haber sido capaz de quererlo más. Quizás si hubiera intentado comprender su carácter, si me hubiera acercado a él, si lo hubiera perdonado...
Apagué la tele, las luces y los ojos.
Me refugié entre los recuerdos que no tuve y los que hubiese querido olvidar.
«Adiós, papá», le dije en silencio.
Nunca imaginé que a los pocos días volvería a aparecer en mi vida..., en nuestra vida.
* * *
El Concurso
(Varios años antes de la muerte de mi padre)
Apenas faltaban unos minutos para que se dieran a conocer los ocho elegidos. Todo estaba preparado para que comenzara la fase final del concurso más ambicioso de la historia de la televisión.
Lejos había quedado ya el momento en el que varios de los hombres más influyentes del planeta se habían reunido en un despacho para firmar el contrato más complejo y polémico de los últimos tiempos.
Demasiadas exigencias por todas las partes, demasiado dinero en juego y, por supuesto, demasiado poder a repartir. Cualquier detalle diplomático podía hacer fracasar todo el proyecto.
El problema era que —de cara a la opinión pública— aquello no podía pertenecer a un solo país, eso no funcionaría. A pesar de que la iniciativa surgía del sector privado, a pesar de que uno de los pesos pesados era una organización estadounidense, debía ser un proyecto que involucrara a toda la humanidad y, por lo tanto, todos y cada uno de los países debían estar representados de alguna forma. Todos debían sentirlo como algo suyo.
Las principales agencias aeroespaciales habían desarrollado ya la tecnología necesaria. Solo hacía falta dinero, mucho dinero, por eso tuvieron que acudir a tres de los hombres más ricos del planeta.
Finalmente, a través de compensaciones y sobornos, se convenció a la mayoría de las partes para que se involucraran de alguna manera o, por lo menos, se les convenció para que pareciera que se implicaban.
Desde el principio se decidió que el proyecto se dividiría en dos partes. Una primera expedición, la Centinel, se encargaría de enviar a tres astronautas, junto a varios robots, con el objetivo de, durante dos años, ir preparando las construcciones necesarias para la segunda expedición, la que enviaría una nave con ocho civiles que vivirían de forma permanente en el planeta rojo.
* * *
LA PRIMERA EXPEDICIÓN. CENTINEL
Fue el acontecimiento más importante de la historia reciente: por primera vez un ser humano iba a poner sus pies sobre un planeta distinto a la Tierra.
El programa tuvo una audiencia multitudinaria: los preparativos, las pruebas tecnológicas, la selección de los tres astronautas..., todo era seguido con verdadera devoción por millones de personas. Quizás por eso, cuando después de seis meses de viaje el primer humano caminó sobre la superficie de Marte, nació un sentimiento de orgullo jamás visto hasta la fecha, un sentimiento que recorrió todo el planeta, que llegó a cada hogar, a cada ser humano.
Tres eran las caras visibles de Centinel: dos hombres y una mujer, tres personas que ya formaban parte de la historia, tres seres humanos que serían tratados a partir de ese momento como héroes. Y así fue, al menos al principio, porque después ocurrió algo que condenaría a uno de ellos al odio mundial y, sobre todo, al olvido.
Tres astronautas que habían hecho un viaje sin retorno, pues de momento no se disponía de la tecnología necesaria para conseguir que un cohete despegara desde Marte. Ellos mismos comentaron que tal vez, en un futuro muy, muy lejano podrían crear toda la infraestructura para fabricar allí los propulsores, para obtener el combustible necesario, para controlar informáticamente el lanzamiento... pero que, de momento, la idea de regresar era una utopía.
Durante las semanas siguientes cada pequeña vivencia, cada descubrimiento se convertían en tema de conversación en la Tierra: todo era nuevo y todo se hacía por primera vez.
A través de varias cámaras se podía observar el día a día de los astronautas y el progreso en el ensamblaje de las distintas partes del que iba a ser el nuevo hogar para los ocho elegidos: los módulos habitacionales, el invernadero, las placas solares...
De vez en cuando, impreso en alguna de las paredes de la nave, en alguna parte del traje de los astronautas, aparecía el símbolo de una marca de joyas que fabricaba unos anillos muy especiales. Eran tres letras, dos minúsculas y una en mayúscula, que formaban la palabra eXo, pero con una X que a la vez envolvía a las dos vocales. En principio solo era una marca más entre todos los patrocinadores del proyecto, por eso no llamó la atención de casi nadie.
En aquella misión todo se grababa, todo quedaba registrado para la historia: desde las tareas que se encargaban a los robots hasta los pequeños detalles de la rutina diaria de los astronautas, como ir al baño o sus ejercicios de gimnasia.
Pero aquella primera expedición no era un reality, era una misión científica, por lo que poco a poco se dejaron de emitir imágenes de la vida cotidiana y únicamente se mostraba lo relacionado con la construcción y puesta a punto del asentamiento para los ocho civiles elegidos.
Y al no haber enamoramientos, ni sexo, ni violencia, la audiencia del programa comenzó a decaer. ¿Quién iba a perder el tiempo viendo cómo tres de las mentes más brillantes de la Tierra construían un asentamiento en Marte cuando había otras cadenas que ofrecían el nuevo romance de la celebrity del momento?
Fue entonces cuando la principal empresa organizadora decidió cambiar de táctica y concentrarse en la otra expedición, en la que iría más tarde con gente normal, con gente de la calle.
Aquella fue la razón del gran éxito que vino después: la siguiente persona en vivir en Marte podía ser tu mejor amigo, tu médico, la profesora de tu hija, el mecánico que te arregla el coche, esa vecina a la que saludas en el ascensor, la desconocida, que te encuentras cada día en el autobús... Cualquiera podía formar parte de la selección, y eso, el democratizar la colonización de Marte, podía —y sobre todo, debía— generar dinero, mucho dinero. Era la única solución para que todo el proyecto en conjunto, Centinel y el reality, pudiera funcionar.
Lo que nunca se hizo público fue la existencia de una tercera parte del proyecto bautizada con el nombre de eXo. La parte que realmente le daba sentido a todo y que, sin embargo, también lo corrompía todo.
* * *
Al mes de la muerte de mi padre, el pasado volvió a buscarme. Aquel día, a los pocos minutos de llegar a casa, un mensajero llamó al timbre y me dejó un paquete fuera, en la entrada. No me dio tiempo a hablar con él; en cuanto abrí la puerta lo vi desaparecer en bici calle abajo. En realidad no era la primera vez que me ocurría algo así, ya estaba acostumbrada a que fuentes anónimas me dejaran información confidencial de aquella forma: un chivatazo de alguien, un informe que se había filtrado no se sabe bien cómo, algún vídeo comprometido...
Cogí el paquete y me fui directa al sofá.
Como cada día, después de pasarme demasiadas horas en el periódico, llegaba a casa derrotada. El sueño siempre le ganaba la batalla a un cuerpo que trabajaba más horas de las que debía en una empresa donde las noticias ya habían caducado antes de ocurrir; donde si no eras la primera no eras nadie; donde, en segundos, tenías que decidir si un chivatazo era cierto y publicarlo al instante o dudar y quizás quedarte sin la exclusiva.
Encendí la tele, me senté con las piernas cruzadas sobre el sofá y comencé a abrir el pequeño paquete. De alguna forma aquello siempre tenía su parte emocionante, nunca sabías lo que te podías encontrar allí dentro: un simple rumor, una pista que después no llegaba a ningún sitio o quizás la noticia del siglo.
Lo que jamás imaginé es que allí dentro iba a estar él.
* * *
A varios países de distancia, en la habitación de un pequeño hotel perdido entre las montañas, un hombre acaba de recibir una llamada desde recepción comunicándole que un mensajero le ha dejado un paquete.
Cuelga el teléfono sorprendido y, sobre todo, asustado.
Baja las escaleras pensando en lo extraño de la situación. Nadie debería conocer su paradero; de hecho, a veces ni siquiera él sabe dónde estará al día siguiente. Hace tiempo que optó por desaparecer del mundo, que abandonó su vida para olvidarse incluso de sí mismo, para existir en algún lugar donde nadie lo reconociera.
—¿Han dejado alguna nota, algún mensaje? —pregunta en recepción mientras observa un paquete inerte, sin ningún distintivo.
—No, nada, una chica me ha dicho que era para usted y lo ha puesto sobre el mostrador. Le he contestado que aquí no había nadie con ese nombre, tal y como me indicó, pero ni me ha escuchado. No sabía qué hacer, finalmente he decidido informarle, espero que no le moleste.
—No, no, claro, muchas gracias.
El hombre sube a su habitación con el pequeño paquete entre sus manos. Cierra la puerta lentamente, se sienta sobre la cama en silencio y enciende la pequeña lámpara de la mesita. No hay nombre, ni dirección. Está tentado de moverlo para ver si escucha algo en su interior, pero piensa en lo peligroso de su acción. Sabe que no es una persona con demasiados admiradores.
Por un momento se le pasa por la cabeza abrir la ventana y lanzar el paquete para ver cómo cae sobre la nieve que rodea todo el entorno.
Vuelve a tocarlo, lo acaricia.
Finalmente le puede la curiosidad.
Y lo abre.
Y lo que encuentra allí dentro le hace más daño que una bomba.
* * *