Unidad de vigilancia lingüística

Isaías Lafuente

Fragmento

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PRÓLOGO:

CREO RECORDAR

Creo recordar vagamente —la memoria ya flaquea— que se trataba de conmemorar de manera sencilla y popular el 400 aniversario de El Quijote (cuadrigentésimo, perdón, Isaías). En todo caso, lo seguro es que esa iniciativa, al igual que todas las ideas en el Hoy por Hoy, solo pasaban de las musas al teatro cuando caían en manos de Isaías. Las fases previas, desde el primer chispazo, podían surgir de cualquier parte y vagar alegremente por las reuniones del equipo, pero solo cristalizaban cuando Isaías Lafuente les aplicaba su sentido común, ese sentido común de grado superior, certero y brillante, que Coleridge llamaba sabiduría.

Sí, recuerdo nítidamente el contexto. Vivíamos a esas alturas de 2004 un periodo de tensión política insoportable desde que el 11M, tragedia que nos unió como nunca, fuera devorado por el 14M, jornada electoral que nos desunió como nunca. Los tramos estrictamente informativos de Hoy por Hoy eran una caldera hirviente. Y nadie puede imaginar con qué gozo penetrábamos en los terrenos del llamado magazine, donde nos esperaba la vida cotidiana, con sus gozos y sus sombras, pero sin la inflamación histérica de la política.

En nuestro fondo de armario particular ocupaba un lugar preferente la convicción de que el respeto al idioma era fundamental, porque la radio transmite dos mensajes, lo que dice y la forma en que lo dice. Y este segundo tiene que ver con el respeto, tanto a los demás como a nuestra lengua, el más valioso y menos valorado tesoro de nuestro patrimonio. Cuando nos preguntamos dónde se habla el mejor castellano acostumbramos a responder: en Valladolid. Cuando los ingleses se preguntan dónde se habla el mejor inglés acostumbran a responder: en la BBC. Eso nos daba envidia y, en cierto sentido, nos provocaba.

Disquisiciones de este tipo solían asomar en el fragor de las reuniones de trabajo posteriores al programa. A pesar de que tras seis horas de emisión las energías estaban quebrantadas, me suena que nos gustaba bastante pasear por los cerros de Úbeda. De una de esas excursiones surgió la Unidad de Vigilancia, desdoblada en la localización de errores en el uso del idioma y de gazapos por mero patinazo. Lo primero nos servía para disipar dudas y aprender; lo segundo, para troncharnos de risa con nuestras meteduras de pata.

Una buena idea que alumbró una estupenda sección del programa. Y en eso se hubiera podido quedar si no fuera porque Isaías encontró en esa actividad una vía de desarrollo conectada con su vocación de escritor, entonces aún en gestación. De modo que su preocupación por la meticulosidad lingüística hizo cuerpo con su interés por la Historia y por los derechos de la mujer, hasta cuajar una personalidad profesional integrada, en la que la radio y los libros navegan por separado y, sin embargo, juntos. Unido cuanto hace por la voluntad de precisión, el sentido de la justicia y el sentido del humor, elementos asociados en las inteligencias finas. Con ellos ha construido una carrera profesional magnífica, de alumno y profesor permanente, que aprende y enseña sin cesar, elegante siempre, con la mesura y el buen juicio que trae de fábrica, de su cepa castellana y de una familia muy numerosa que no le dejó sitio para incubar tonterías.

Un manejo muy ajustado de solvencia, seriedad y jovialidad han convertido la Unidad de Vigilancia no solo en un éxito popular rotundo, sino en un referente de autoridad, miembro de ese club de defensores de la Lengua Española sin engolar la voz que presiden la Fundéu y Álex Grijelmo.

En todo caso, ni la bondad de la idea ni la dedicación de Isaías hubieran llevado tan lejos la Unidad de Vigilancia sin el entusiasmo de Carles Francino, que la arropó en su Hoy por Hoy y la redimensionó en La Ventana. Más que eso, la insertó en la médula de su programa como una de las piezas que mejor definen su intención de aportar contenidos de valor sin ponerse campanudo. No pudo encontrar Isaías un cómplice más perfecto que Carles, la figura de la radio más cálida y menos dotada para la pedantería que he conocido.

IÑAKI GABILONDO

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Entre los fallecidos, hay muertos». Con voz grave, en un tono solemne y preocupado, el locutor daba cuenta de las dramáticas consecuencias de un suceso que se acababa de conocer en la redacción de la cadena SER. Aún no manejábamos datos precisos sobre la tragedia, pero el periodista, que no era otro que Iñaki Gabilondo, con una carrera a sus espaldas plena de solvencia, credibilidad y precisión, intentaba transmitir a sus oyentes, ya desde el titular, la magnitud de lo sucedido. Y no se equivocaba. En las horas que siguieron se fueron concretando las cifras y, efectivamente, entre los fallecidos había muchos muertos. Es más, se confirmó que todos los fallecidos habían muerto, como corresponde a su condición.

No es infrecuente olvidar la condición de las personas a las que nos referimos en nuestras informaciones. En tono más amable, Carles Francino, otro periodista que cuida con primor todo lo que va a decir cada vez que se sienta ante un micrófono, anunciaba años más tarde una novedad en su programa de las mañanas: junto a la opinión de los expertos, se incorporaría en cada tema tratado el punto de vista de algunos de sus oyentes, unas «visiones particulares de ciudadanos anónimos, como Francisco Guerrero, por ejemplo, que está casado, tiene dos hijos, es de Alcázar de San Juan, tiene una tienda y además es restaurador de muebles». Hizo historia en la radio Carles: nunca había aparecido en antena un ciudadano anónimo tan perfectamente identificado.

Sirvan estos dos momentos radiofónicos para ilustrar de qué va el libro que tienes entre tus manos: se trata de una destilación extraída de un inagotable registro de errores cometidos por quienes tenemos el privilegio, pero también la enorme responsabilidad, de hablar en público, tanto en los medios de comunicación como en cualquier otro foro. Errare humanum est, errar es humano, sostiene la sentencia clásica acuñada hace siglos, cuando la capacidad de propagación del error era aún muy limitada. Un pensamiento vigente en nuestros días y que pervivirá mientras los humanos sigamos pisando el suelo que poblamos. Errar puede ser una demostración de nuestra ignorancia o la piedra angular de la evolución de nuestro conocimiento; errar nos avergüenza o nos divierte; errar, en definitiva, no es que sea humano, es que es lo que nos hace humanos. Y por eso es algo que nos afecta a todos, independientemente de cuál sea nuestro bagaje cultural o intelectual.

Los autores de esas noticias que nos hablaban de fallecidos muertos y de ciudadanos anónimos perfectamente identificados son periodistas de méritos profesionales incuestionables, pero que entienden el error como parte sustancial del oficio. Iñaki Gabilondo sostiene a menudo que no hay nada en la radio que se escape de lo humano, nada, ni siquiera el error. Y está convencido de que cuando los oyentes detectan nuestros deslices aún nos quieren más. Carles Francino, por su parte, es alguien que siempre se toma sus tropiezos con deportividad al grito de «¡Vivan los errores!». Seguramente el error sea lo único que compartimos plenamente con ellos, si nos comparamos, todos los que nos dedicamos a este oficio, desde otras grandes estrellas de los medios de comunicación hasta los últimos becarios recién llegados a la profesión.

Iñaki Gabilondo fue además quien, en 2004, en el centenario de la publicación de la primera parte de El Quijote —recuerdas bien, Iñaki—, dio luz verde a una sección de Hoy por Hoy que acabó llamándose Unidad de Vigilancia y que cuando la radio celebre su centenario en 2024, cumplirá veinte años. Y habrá alcanzado esta infrecuente longevidad gracias al empeño de Carles Francino, que recibió la herencia, decidió conservarla cuando relevó a Iñaki y la ha cuidado con mimo a lo largo de estas dos décadas.

La filosofía del espacio la dejó bien clara Iñaki el día de su presentación, el 8 de septiembre de 2004: «Vamos a hacer un esfuerzo para cuidar un poco más el idioma. Y para que no desfallezcamos, vamos a pedir a nuestros oyentes que nos vigilen y que constituyan, a modo de unidad de vigilancia intensiva, enviándonos cada semana los reproches correspondientes, un club de enamorados de la lengua que creen que su cuidado es muy importante y que toman la decisión de hacer las cosas cada día mejor». El espacio arrancó sin nombre, como otros muchos que fueron alimentando el programa Hoy por Hoy a lo largo de dos décadas, porque Iñaki está convencido de que solo el paso del tiempo acaba dándole un nombre a cada una de las secciones. Pero aquella imagen de los oyentes actuando como miembros de una imaginaria unidad de vigilancia acabó cuajando.

Tuve la inmensa suerte de hacerme cargo del proyecto, todo un regalo. Aparte de mi trayectoria profesional, siempre perfectible, a esas alturas había acumulado suficientes e indiscutibles méritos en forma de errores para ingresar en ella. En una ocasión, al cerrar un boletín informativo, no se me ocurrió otra cosa que «ceder el testículo» a los compañeros del siguiente programa cuando, en realidad, solo quería pasarles el testigo; en otra, cuando presentaba el boletín de las nueve de la noche, en el que transmitíamos en directo el sorteo de la ONCE, olvidé tomar nota del número premiado y me despedí, como hacía cada día, diciendo: «Y recuerden el número premiado en el sorteo de hoy… Buenas noches»; y para rematar el ramillete, en Hora 25 informé en una ocasión del rastro de un dinero oscuro que «estaba ingresado en la Unión de Bancos Sucios», un error de tintes premonitorios. El problema es que, años después, al referirme a una peculiar actriz que tenía la capacidad de hablar hacia atrás en sus espectáculos, dije que era «mitad sucia». Y no es que fuera un poco guarra, la pobre, tan solo era medio suiza.

La Unidad de Vigilancia puede considerarse una especie de sección verde de la radio que trabaja, en este caso, por la sostenibilidad de nuestra lengua, dentro de un ecosistema poblado por elementos hostiles. Somos conscientes de la prodigiosa y sofisticada herramienta que manejamos, construida a lo largo de siglos por quienes nos precedieron, del privilegio que gozamos al poder disfrutarla y de la responsabilidad que tenemos cuando la utilizamos. Así que, al margen de procurar cuidarla, nos empeñamos en tratar convenientemente los desechos producidos, recuperando y reciclando lo que otros tiran a la basura por inservible o esconden por vergüenza. Y lo hacemos con un triple objetivo: hacer autocrítica, procurar aprender y corregir y, sobre todo, tomarnos este noble empeño con sentido del humor, el más eficaz para enfrentarnos a cualquiera de los sinsentidos que trampean nuestra existencia.

Durante estos años, desde que la Unidad de Vigilancia echó a andar aquel lejano 8 de septiembre de 2004, hemos elaborado, semana tras semana, casi 800 informes. Y soy consciente de que esa condensación de decenas de errores en apenas media hora de radio puede ofrecer una imagen distorsionada de la solvencia de quienes nos dedicamos al oficio de la palabra. Muchos de quienes nos escuchan podrían llegar a pensar cuando oyen nuestros programas que compramos el título en el Rastro, aunque, respetando siempre cualquier opinión, creo que sería una injusta conclusión.

Siempre he defendido que quienes hablamos en la radio hemos fallado menos goles y nos hemos lesionado menos veces en nuestra vida que Leo Messi. Y es posible que en las fonotecas se conserven menos tropiezos lingüísticos de este extraordinario futbolista argentino que de cualquiera de los compañeros que hablan sobre él y narran sus hazañas en la radio. La razón no es que él sea un Castelar y nosotros unos Maradonas. No, la causa es otra: solo yerra quien se expone y, a mayor exposición, la probabilidad de incurrir en el error se acrecienta exponencialmente.

La radio transmite 24 horas diarias, todos los días del año. Y así ha sido durante un siglo. Hoy, la mayor parte de nuestra programación se realiza en directo y, aunque trabajamos con guiones, una gran parte de nuestro discurso, por razones obvias, se va articulando de viva voz al margen de lo escrito, lo que constituye un buen caldo de cultivo para el tropiezo. A lo largo de estos veinte años habremos recogido cerca de 30.000 errores. Son muchos, sí, pero hemos vigilado cerca de 180.000 horas de radio. Este libro recoge la destilación de lo ya destilado semana tras semana. Con los 800 informes realizados llenaríamos 400 horas de radio, podríamos hacer 100 programas de La Ventana, con los que cubriríamos cuatro meses y medio de emisión dedicados exclusivamente a nuestros tropiezos. Evidentemente aquí no están todos los que fueron, pero podemos garantizar que son todos los que están.

Por resumir, todos esos miles de tropiezos lingüísticos registrados podrían englobarse en tres tipos bien identificados. Unos, imperdonables, son fruto de un desconocimiento que no se corresponde con nuestra formación o del escaso cuidado en la preparación de las materias de las que vamos a hablar. Otros son meros tropiezos que siempre existieron, existen y existirán: los gazapos. Pero hay un tercer tipo de error, el más interesante, que nos habla de la lengua como lo que es, un organismo vivo en constante evolución. Son errores que hoy van contra la norma y que posiblemente, en un futuro, serán norma o aceptados por los guardianes de la norma. Y cuando detectamos estas mutaciones y certificamos su extensión, los sucesivos informes de la Unidad de Vigilancia son como aquellas anotaciones de los monjes amanuenses que hace diez siglos glosaban textos religiosos en San Millán de la Cogolla o dejaban constancia de los quesos consumidos en el Monasterio de los santos Justo y Pastor, en el pueblo leonés de La Rozuela. Aquellos apuntes que nos dejaron constancia de la forma de hablar de algunos malhablantes que comenzaban a rebelarse contra el latín, personas que no sabían leer ni escribir pero que empezaban a construir un idioma propio, el que hoy manejamos más de 600 millones de individuos en la Tierra.

La Unidad de Vigilancia tiene virtudes incuestionables. La fundamental es poder contar con un equipo de vigilantes extraordinario: por su número, por su fidelidad, por su criterio, por su conocimiento y por su talante. Con frecuencia quienes trabajamos en la radio subrayamos la perogrullada de que, sin nuestros oyentes, no seríamos nada. Evidentemente, pocas cosas serían más absurdas que hablar al vacío como voz que clama en el desierto. Pero en el caso de la Unidad de Vigilancia esa evidencia no es una fórmula de cortesía, es una fiel descripción de la realidad: nuestros vigilantes son el motor de lo que hacemos. Aunque en nuestra emisora se ha convertido en un clásico el «¡Caramba, el gran Isaías!», en realidad deberíamos exclamar «¡Caramba con nuestros oyentes!».

En segundo lugar, la Unidad de Vigilancia se ha consolidado por su perfil democrático, porque todos cabemos en ella. Iñaki Gabilondo, Carles Francino y el que escribe somos quienes más vigilancias hemos acumulado a lo largo de este tiempo. Nuestros vigilantes buscan caza mayor, como es lógico. Y por eso en la Unidad de Vigilancia han ingresado reyes, papas y presidentes de gobierno que han compartido espacios con modestos trabajadores, curas de barrio y concejales de pequeños pueblos; académicos y escritores de renombre se han codeado con ciudadanos anónimos; y grandes estrellas del medio han disputado un lugar en nuestras vigilancias a becarios recién llegados a la radio.

Y la última virtud es fruto, paradójicamente, de mis reconocidas carencias. Yo no soy lingüista, solo soy periodista. Compenso esa limitación haciendo uso de las herramientas de nuestro oficio: detectar y confirmar el error, consultar las diversas fuentes y, con esa información acumulada, contar a nuestros oyentes lo que sucedió y lo que debió haber sucedido. Pero esas carencias y mi distancia con la academia me permiten también proyectar una mirada menos rígida hacia la norma, aunque la norma siempre sea nuestra primera referencia. Podríamos decir que actúo como el agente que tiene que multar el exceso de velocidad con el Código de Circulación en la mano, pero que puede ser crítico con la norma y que, en todo caso, es consciente de que los límites hoy establecidos puedan ser modificados mañana.

Y esa mirada no es solo una actitud personal, responde a la historia de la evolución de nuestra lengua y al momento preciso en que la Unidad de Vigilancia se pone en marcha, no solo a caballo entre dos siglos, sino en medio de un verdadero cambio de época. Nuestra labor se desarrolla en una sociedad con la inmensa mayoría de sus miembros ya alfabetizados, cosa recientísima en nuestra historia; en una sociedad con unas nuevas generaciones, bilingües o trilingües, que mantienen una relación distinta y mucho más permeable con otros idiomas, especialmente con el inglés, que la que tuvieron sus padres y sus abuelos; y en un tiempo inédito en el que gracias a las redes sociales, cualquier persona, en cualquier lugar, sea cual sea su condición o formación, puede difundir su palabra públicamente, algo reservado hasta hace muy poco a élites reducidas.

Aunque con frecuencia se critique el inmovilismo de los académicos, hay que reconocer que los guardianes de la norma, conscientes de esta evolución, han proyectado también en las últimas décadas una mirada distinta sobre su propia función, creando nuevas herramientas de las que nos hemos aprovechado en nuestro trabajo. El mismo año en que nació la Unidad de Vigilancia, la RAE publicó el Diccionario panhispánico de dudas. Años después digitalizó su diccionario y, eliminado ya el corsé del papel y los requerimientos de la edición de un libro impreso, ha perfeccionado su capacidad de reacción ante los cambios. La última edición impresa se publicó en 2014, con motivo del tricentenario de la RAE. Quisieron conmemorar ese momento crucial en nuestra lengua en el que un grupo de ilustrados se planteó constituir en España una Academia en torno a la lengua, como la que casi un siglo antes había creado en Francia el cardenal Richelieu. Creían necesario fijar una ortografía desbaratada hasta entonces, organizar una gramática que aún tenía muchas dudas y elaborar un gran diccionario que recogiese todas las palabras que se habían ido creando y atesorando en los siglos anteriores y que sobrevivían en un país mayoritariamente analfabeto de boca en boca, de memoria en memoria, con el riesgo de perderse.

En estos 300 años desde su fundación, la RAE ha publicado 23 ediciones de su diccionario. Desde 2014, la institución va incorporando nuevas palabras o acepciones casi a diario y, cada año, hace recopilación de las nuevas incorporaciones sin necesidad de esperar a editar un libro en papel. Además, desde octubre de 2012, su departamento de Español al día, responde en Twitter millones de dudas ortográficas, léxicas y gramaticales, que los hablantes plantean. En 2021 alcanzó los mil millones de consultas en un solo año. Y a través de la Fundéu, en la que participa, responde también a las dudas que van surgiendo en el día a día a los profesionales de los medios de comunicación.

Comparada con esa ingente batería de recursos de la que nos aprovechamos a diario quienes trabajamos con la palabra para realizar nuestro trabajo, la aportación de nuestra modesta Unidad de Vigilancia en la observación y el cuidado de nuestra lengua puede parecer apenas una gota de agua, un grano de arena. Pero creo que cuando algún estudioso de nuestro idioma investigue dentro de unas décadas las transformaciones de nuestro idioma producidas en este cambio de siglo y ya consolidadas en ese imaginado futuro, encontrará en nuestras vigilancias sus primeros balbuceos, su progresiva extensión, y las reacciones encontradas que se suscitaron entre quienes defendían su derecho a transformar la lengua recibida y quienes esgrimían la gramática y la ortografía vigentes como si fuesen las Tablas de la Ley.

Y observará con media sonrisa los encendidos debates sobre tildar o no el adverbio solo, sobre hacer regular o no un determinado verbo irregular, sobre admitir determinados extranjerismos en estado puro o pasados por el tamiz de nuestras grafías. Como nosotros observamos hoy con media sonrisa las dudas de los primeros académicos sobre si ellas eran mujeres o mugeres, el monarca, rey o rei o si las reglas de nuestra lengua debían recogerse en una Orthographía o en una Ortografía. Y sentirán mañana la misma ternura que uno experimenta hoy cuando imagina al pobre académico defender con uñas y dientes que el dígrafo de Christo no lo tocaba ni Cristo.

Y esos estudiosos del futuro llegarán a la misma conclusión que nosotros hoy: que frente a las visiones apocalípticas que profetizan la devaluación de nuestro idioma camino de su destrucción, el español, como España, va bien…

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España va bien!», repetía José María Aznar para defender su acción de gobierno durante su mandato. «¡España va bien!», es lo que parece que pretendemos afirmar los periodistas una y otra vez, cada vez que deslizamos en una noticia cifras erróneas que nada tienen que ver con la realidad conocida de crisis económica, precariedad laboral y serias dificultades de las familias para llegar a fin de mes. Muchos oyentes habrán dudado de nuestra solvencia, posiblemente otros muchos habrán pensado que los periodistas vivimos como reyes y somos potentados contribuyentes a los que cualquier nivel de ingresos nos parece normal por desmesurado que sea.

Porque, incluso en los peores momentos de crisis, los datos económicos que difundíamos eran extraordinariamente positivos. Por ejemplo, cuando contamos que el salario medio en España, como consecuencia de la pandemia, descendió a niveles de 2017, «hasta situarse en… ¡22.837 euros brutos al mes!», unos 275.000 euros anuales. Con esos sueldos tan buenos no es de extrañar que el PP recurriese ante el Tribunal Constitucional el bono que implantó posteriormente el gobierno de Pedro Sánchez en 2021 para ayudar a los jóvenes en el alquiler. La ayuda, según se informó, estaba dirigida «a jóvenes que cobrasen hasta 24.000 euros… al mes», ni más ni menos.

Imaginamos que de esas ayudas quedarían excluidos los jóvenes navarros, cuyas familias podían sufragar sin grandes aprietos los gastos de alquiler de sus descendientes de por vida. Porque las familias navarras, según nuestra redacción en esa comunidad, «son las que llegan más fácilmente a fin de mes, con un gasto medio por ciudadano de 2.233.000 euros». Sí, han leído bien, cada navarro gastaba de media más de dos millones de euros mensuales. Y, claro, con esa capacidad de gasto medio es difícil que la gente quiera trabajar en cualquier cosa. Por este motivo, ayuntamientos como el de Pamplona tuvieron que adoptar medidas imaginativas para cubrir puestos municipales que quedaban vacantes. En su caso, para mantener la eficiencia del servicio de limpieza urbana, decidió poner en marcha un innovador sistema de «recogida reumática de residuos». Parece que la recogida neumática no era suficiente para una sociedad tan opulenta. Tuvieron que contratar, claro está, a sufridos trabajadores con reuma, porque todos los demás no necesitaban dar palo al agua.

Años después, parece que el impresionante nivel de vida de Navarra fue superado por Aragón, una comunidad en la que sus ciudadanos andaban tan sobrados que invertían una gran cantidad de dinero en la lotería: «cada aragonés dedica 120 millones de euros de media», nos contó sin pestañear un compañero la víspera del sorteo de Navidad de 2021. Por cierto, en el sorteo de ese año, los aragoneses tuvieron grandes posibilidades de recuperar y multiplicar lo invertido porque fue un sorteo extraño. Según contaron nuestros compañeros de Hoy por hoy desde el salón de sorteos, en los bombos había «100.000 premios y 1.608 bolas», con lo que a cada bola extraída le corresponderían unos 60 premios. Así le toca a cualquiera, sin necesidad de ser maño.

No obstante, aunque estas cifras de nivel de vida pudieran parecer disparadas y disparatadas, en realidad se quedaban cortas. Porque cuando en 2023, ante la última subida del salario mínimo interprofesional impulsada por el gobierno de Pedro Sánchez, Àngels Barceló quiso recordar de dónde veníamos, dijo que «en 2018 el salario mínimo estaba en setecientos treinta y pico mil euros mensuales». Era una exageración, sin duda. Más modesta fue la cifra que ofreció Pepa Bueno cuando contó que «el salario más frecuente en España era solo de 15.291 euros… al mes».

Pero los buenos salarios no eran exclusivos de las clases medias o acomodadas. También tocaban en 2016 a las familias situadas en el umbral de la pobreza, aquellas que tenían que afrontar su existencia «sobreviviendo con 334 euros al día», es decir, unos 10.000 euros mensuales, 120.000 al año. En ese contexto, también dimos a conocer un estudio que documentaba, según nuestros datos, cómo «los menores que viven en familias que ingresan menos de 18.000 euros al mes van más veces por semana a un restaurante de comida rápida que los de las familias que ganan más». Sería por impacientes, por vivir acuciados por la prisa o porque les gustase la comida basura, no por los aprietos económicos. Y, claro, si por lo bajo las cantidades eran tan espectaculares, cuando supimos que el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, tenía un sueldo 400.000 euros al año, al escritor Juan José Millás le pareció poco y por eso se quejó con ironía en A vivir que son dos días: «¡Joder, pobre Garamendi, que gana 400.000 euros… al mes!».

Con estos ingresos de los que dábamos cuenta en nuestras informaciones, ya sea por salarios o por la lotería, no es de extrañar que la cifra de millonarios creciese vertiginosamente en nuestro país durante esos años. En 2019, el informe Global Wealth Report de Credit Suisse vaticinó que el número de ricos en España aumentaría más de un 40% en cinco años. Y nos debió de parecer poca cosa, porque, según contamos entonces, tras ese lustro habría en España casi «1.400 millones de millonarios». El informe colocaba a España entre los diez países del mundo con más ricos, aunque, según estos datos, más bien seríamos los líderes de la galaxia y tendríamos millonarios empadronados como para colonizar una treintena de planetas del tamaño del nuestro, teniendo en cuenta que, según los datos ciertos de ese mismo informe, la cantidad de millonarios en todo el mundo no superaba la cifra de 50 millones.

GOBIERNOS RICOS, EMPRESAS POBRES

Esta sobreabundancia en los bolsillos de los contribuyentes españoles se tradujo en que las arcas públicas y las administraciones también vivieron épocas de esplendor a todos los niveles. Los presupuestos se dispararon en todas las instituciones. El de la Diputación Foral de Guipúzcoa, por ejemplo, ascendió a la incomprensible cifra de quinientos sesenta y seis mil veintiún mil millones de euros. La compañera se dio cuenta de la extravagante cifra que estaba leyendo, pero cuando intentó corregir acabó diciendo exactamente lo mismo. En Euskadi las cosas iban realmente bien. Así que su gobierno decidió dar una paga extraordinaria a todos los vascos. Extraordinaria no solo por la cantidad, sino por los plazos de su vigencia. El anuncio se lo reservó el lehendakari Urkullu, que comunicó a sus ciudadanos, según contamos nosotros, que disfrutarían de «una paga mensual de 200 años por descendiente». Por si el dato no fuera suficientemente elocuente, el compañero que dio la noticia lo subrayó diciendo que «es, sin duda, la noticia del día». Nos ha fastidiado, la noticia de los próximos dos siglos… Aquella impresionante paga por descendiente se concedía además en una comunidad autónoma con una gran proporción de familias numerosas, según nos contó una invitada: «a veces las ayudas van entre los 400 y 900 hijos, dependiendo de la renta». Son vascos, sí, pero hay que tener mucho músculo como para garantizar una paga de 200 años por descendiente a familias de entre 400 y 900 hijos. El gobierno de Pedro Sánchez contraatacó con la Ley de Familia que, según informamos, «contemplaba permisos de maternidad de hasta nueve años». No estaba mal, pero seguía siendo poca cosa en comparación con la paga vasca de dos siglos de duración.

Desconocemos el presupuesto global con el que contaba el Gobierno de Baleares, pero si tenemos en cuenta las cifras que manejaba al anunciar a bombo y platillo alguno de sus recortes, debía de ser también extraordinario. Cuando el ejecutivo decidió revisar las ayudas a sindicatos y sindicalistas liberados en las instituciones, su portavoz aseguró, según contamos, que «con esta medida el gobierno balear quiere ahorrar unos 205.000 millones de euros». No sé si el ahorro llegaría a tanto, pero lo que parece claro es que los sindicalistas liberados de las islas se estaban forrando hasta entonces. Y no solo sindicalistas. En el otro archipiélago, en Canarias, un concejal del PP del Puerto de la Cruz, Miguel Rodríguez, fue noticia en 2012 al conocerse lo que gastaba en el uso de su teléfono móvil. Una inmensa factura, según contaron nuestros compañeros: «el mes que más gastó, las cantidades rondaron los 2.600 millones de euros». Según alegó en su defensa, el hombre creía tener una tarifa plana de voz y datos, por lo que dejaba conectado el móvil a internet días y días, sin preocuparse. Podría haber estado conectado siglos con esa inmensa factura. En realidad, solo eran 2.600 euros en un mes, más de 9.000 euros en un año, que tampoco estaba nada mal.

El Gobierno central también abrió la mano. El Ministerio de Industria aprobó ayudas milmillonarias para el desarrollo del vehículo eléctrico y solo las dos empresas más beneficiadas, Seat y Mercedes, se embolsaron «397.000 millones de euros». En Castellón decidieron abordar el acondicionamiento y la reordenación de un tramo de la carretera nacional 232, de apenas nueve kilómetros, con un coste de la obra de 130.000 millones de euros, según contamos. Se dijo que la intención era mejorar la carretera, pero con ese presupuesto, casi 15.000 millones por kilómetro, la podían haber alicatado por completo. Y no queremos imaginar, con ese coste por kilómetro de carretera mejorada, lo que podría gastarse el Ayuntamiento de Valladolid en la circunvalación de la ciudad, una obra megalómana, aunque desconocemos si práctica para sus vecinos. Porque la carretera que iba a sortear el centro urbano tenía una longitud de 23.000 kilómetros, según los datos de nuestra emisora. Por contextualizar todos estos dislates, hay que recordar que el presupuesto real, este sí, de gastos del Estado para 2022 ascendió a 347.486 millones de euros en total.

También fue notable la fiebre de construir aeropuertos perfectamente prescindibles por todo el país. Cuando en Castellón culminaron las obras, se inauguró el aeropuerto y se constató la evidencia de la locura, el presidente de la Diputación, Carlos Fabra, respondió a quienes lo criticaron con estas palabras: «Dicen que estamos locos por inaugurar un aeropuerto sin aviones, no han entendido nada. Es un aeropuerto para las personas y por eso, durante un mes y medio, cualquier ciudadano que lo desee podrá visitar la terminal y pasear por las pistas de aterrizaje, algo que evidentemente no podrían hacer si fueran a despegar o aterrizar aviones». Es difícil justificar un gasto de 176 millones de euros en una infraestructura aeroportuaria y estrenarla con paseos de ciudadanos. Pero la locura aeronáutica tuvo otros hitos destacables. Un día contamos que el aeropuerto de Ciudad Real y la asociación de Líneas Aéreas habían firmado en FITUR «un importante acuerdo con el objetivo de derivar vuelos desde Madrid a Barajas», sin llegar a entender qué interés podría tener Ciudad Real en impulsar esta especie de Metro aéreo en la capital de España.

También se extendió la red ferroviaria de alta velocidad, con líneas como la de Valencia hasta donde podrían viajar, según el entonces ministro José Blanco, «numerosos ciudadanos y personas». Y no solo se ampliaron las líneas de AVE, sino que se mejoraron los trenes, adquiriendo nuevas unidades dotadas de una tecnología cada vez más sofisticada. Lo último, locomotoras dotadas de retrovisores inteligentes y multifuncionales. Uno de estos artilugios se puso a prueba en Palencia y fue noticia nacional. Resultó que, según contó Francino en La Ventana, «un grupo de 22 niños de Barcelona viajaban a León en un AVE para disfrutar de unas colonias escolares y el retrovisor los expulsó del tren por mal comportamiento». Imagino la inquietud de los chavales en el andén y la preocupación del revisor al ver peligrar su puesto de trabajo en un futuro.

Durante la pandemia, la Comunidad de Madrid construyó el Hospital Isabel Zendal, una obra que la oposición criticó por su elevado coste, aunque, según contaron en la cadena COPE, tampoco fue para tanto. En una ciudad con un altísimo nivel de precio de la vivienda, resulta que ese hospital, «que se ha construido en tres meses y contará con tres módulos, había tenido un coste final de 100.000 euros». En realidad, fueron 100 millones.

Evidentemente se vivían momentos de esplendor para las obras públicas. Y el impulso era necesario, la verdad. La anterior crisis económica había dejado cicatrices y los ciudadanos se quejaban del mantenimiento de algunas infraestructuras de sus ciudades, como un oyente que llamó a un programa de Radio Valencia para quejarse y reclamar que «arreglasen de una vez el inmenso sobacón que había en su calle» y que, imaginamos, olería muy mal. Más tarde localizamos otro sobacón en Algeciras. Y en Madrid, el calificativo subió un grado cuando narramos las obras de la línea de Metro que uniría el centro de la ciudad con el aeropuerto, con la imagen de «un socabrón de 70 metros cuadrados que se abrió en las calles».

La tendencia dilapidadora se extendió y algunas administraciones abrieron tanto la mano en la concesión de dinero público que el asunto llegó a los tribunales. Les sucedió a los expresidentes andaluces Manuel Chaves y José Antonio Griñán, quienes, según la cadena Onda Cero, «crearon y mantuvieron un sistema de concesión de ayudas sociolaborales para evitar todo control administrativo, disponiendo de 680.000 millones de dinero público y al margen de toda legalidad». Esa cantidad es, más o menos, el presupuesto global de la comunidad andaluza para quince años. En realidad, fueron 680 millones.

Contrasta el boyante estado de las cuentas públicas con la situación de las grandes empresas. En junio de 2022, nuestros informativos contaron que «las empresas del IBEX 35 tuvieron unos beneficios de 57.000 euros», poco más de 1.600 euros por compañía, algo que podría ahorrar cualquier familia media sin necesidad de ser navarra o aragonesa. Algo mayores fueron las ganancias de Airbus, aunque tampoco para echar cohetes. Supimos de ellas cuando sus trabajadores protestaron para reclamar una subida salarial. Según contamos, los sindicatos argumentaban que la empresa podía afrontar sin problemas el incremento, «ya que el año pasado obtuvo 4.700 euros de beneficios». Y, claro, teniendo en cuenta que la empresa tiene en España más de 12.000 trabajadores, aunque destinase la totalidad de esos exiguos beneficios exclusivamente a incrementar el salario de los trabajadores, tocaría cada empleado a unos 40 céntimos, a distribuir en 12 pagas. No es extraño que en el canal 24 Horas de TVE, cuando todos hablábamos de los beneficios caídos del cielo, algún tertuliano hablase de «los beneficios caídos del suelo».

La situación para las empresas se agravó además con el encadenamiento de la pandemia y la guerra de Ucrania. Algunas empresas españolas decidieron reconsiderar sus inversiones y su presencia en el país agresor e Inditex, por ejemplo, anunció en marzo de 2022 «el cierre de sus 500.000 tiendas en Rusia», según contaron en el canal 24 Horas de RTVE. Un imperio el de Zara que ningún zar se hubiera atrevido a soñar. Otras empresas españolas como Ferrovial decidieron trasladarse fuera del país para maximizar sus beneficios. Los medios dimos buena cuenta de esta peculiar emigración, aunque, según contó Javier Casal en Hora 12, la constructora tampoco se fue tan lejos, porque el Gobierno «expresó su malestar por la decisión de Ferrovial de trasladarse a los países vascos».

No solo tuvieron aprietos las grandes empresas, también pasaron dificultades miles de empresarios, «muchos de ellos de pequeñas dimensiones», los más bajitos, vamos… En Pontevedra, por ejemplo, fue noticia destacada, en términos positivos, la situación de «una empresa con 100 trabajadores y una facturación de 12.000 euros al año». No queremos ni imaginar la situación del tejido empresarial de la provincia si una empresa así es ejemplo de buenos resultados.

Y QUIÉN TE HA DICHO LAS COPAS QUE TENGO QUE TOMAR

En fin, que España era una fiesta. Una fiesta en un país que tradicionalmente ha vivido y bebido en la calle. Pero las cifras se dispararon. En 2015, España era el país con más bares del mundo. Siempre lo fuimos, pero el número de ellos creció muchísimo según se desprendía de los datos que difundió el sector. Bueno, de los datos que un invitado dio en la SER citando de aquella manera un estudio del sector. Según esas cifras, en nuestro país contábamos con «169 bares por cada habitante». En el dato insistió días después Álex Grijelmo, en un claro caso de dislexia contable, porque el dato era justo el contrario: un bar por cada 169 habitantes.

En cualquier caso, en nuestro país hay muchos bares, eso es una evidencia. Y a pesar de que teníamos un presidente que decía «y a ti quién te ha dicho las copas de vino que puedo tomar», los españoles siempre hemos demostrado responsabilidad en el consumo de alcohol. Al menos si nos comparamos con los australianos, por ejemplo. Porque, aun siendo líderes en el ranking mundial de bares, los australianos nos ganan por mucho en número de borrachos. Según contó La Sexta en diciembre de 2021, «los australianos se emborrachan 27 veces al día», casi dos cogorzas por hora de vigilia. Contrastan los australianos con los sobrios franceses que, según contaron en RNE, en las elecciones presidenciales de abril de 2022 iban a hacer un esfuerzo por dejar temporalmente el alcohol para votar responsablemente y por eso «se prevé una abstinencia del 28 %». No queremos ni pensar en qué condiciones votaron en elecciones anteriores.

Pero volviendo a nuestro país, a pesar de esa inflación de bares de la que dimos cuenta en 2015, ese año supimos que había bajado el consumo de alcohol, aunque, por desgracia, se había elevado el de tabaco. Y había crecido muchísimo. Tanto que, según información de Telecinco, cada español fumaba entonces «más de 2.400 cigarros al día». Lo más sorprendente es que con esas cifras tan espectaculares solo ocupábamos el segundo puesto en el ranking mundial de fumadores. Es inimaginable lo que se fumarían los ciudadanos del líder mundial en el consumo de tabaco.

Aunque el nivel de tabaquismo tiene altibajos, la extensión no conoce de edades, condición o profesión. En la Comunidad de Madrid, por ejemplo, debe de estar muy extendido entre los profesores, porque en una de las manifestaciones que convocaron en su día contra las políticas educativas de Esperanza Aguirre, decidieron concentrarse en el estanco del Retiro, en vez de hacerlo en el estanque, que es un lugar más agradable. Aunque según nuestras informaciones la protesta solo reunió a unos cincuenta profesores, imaginamos que en el estanco no cabría ni un alfiler.

Claro que esa pasión fumadora tiene consecuencias. Las primeras, las sanitarias, por supuesto. Pero también económicas. Nos hicimos eco de un estudio según el cual «en total pasamos unos once días al año desayunando y dieciséis fumando, y eso cuesta a las empresas unos 26 millones de euros por trabajador y en todo el país». Seguramente en la información que dimos sobraba lo de por trabajador.

España iba bien, desde luego. No solo se notaba en la inversión en obras públicas, como hemos visto. En otras ciudades, el gasto fue más festivo. En Sevilla contamos que el ayuntamiento había dedicado «600 millones» a la Feria de Abril de 2013. En realidad, el presupuesto real tampoco estaba mal, pero era solo de tres millones de euros. La otra millonada, 600 millones, era el impacto económico que la Feria tenía en la ciudad, no la inversión municipal. Pero en Sevilla el dinero sobraba, al parecer. Cuando todo el país hablaba del mal estado de la justicia y de la escasez de medios y de personal en los tribunales, resulta que en aquella provincia disponían de veinte jueces por habitante, que tratándose de la materia que se trata tampoco diría mucho del talante cívico de sus ciudadanos. Fue de justicia rectificar el dato y aclarar que eran veinte, sí, pero por cada 100.000 habitantes.

Las viviendas también se vendían fácilmente. Viviendas inmensas, además. En la campaña de las elecciones municipales y autonómicas de 2007, un contertulio habló de la necesidad de construir «pisos de 90.000 metros cuadrados». Más recientemente, inmersos en la campaña electoral de 2023, José Luis Sastre buscó casas en venta para contrastar las informaciones que hablaban de la dificultad de los españoles para acceder a una vivienda digna por un precio razonable. Y encontró viviendas ya no de 90.000 metros, sino de 235.000 metros cuadrados. Evidentemente el trumpismo estaba llegando a España y nos íbamos aproximando a la superficie de las mansiones que acapara el magnate expresidente de Estados Unidos. La última de la que tuvimos noticias, en febrero de 2022, una inmensa vivienda, de nombre Beach House, que tuvo que poner en alquiler para sanear sus cuentas y que cuenta con 771.000 metros cuadrados repartidos en dos plantas. «Un lugar para perderse», se decía en la información. Literalmente.

El precio del alquiler de esta mansión de Donald Trump ascendía a dos millones de euros mensuales, algo que, como sabemos, las familias navarras podrían permitirse y disponer aún de 300.000 euros más para otros gastos. La mensualidad, sin embargo, no era tan elevada teniendo en cuenta las dimensiones del inmueble: sale a menos de tres euros el metro cuadrado. No sabemos cómo no se decidió a alquilarlo el Ayuntamiento de Parla, en Madrid, que tuvo que buscar una solución «para las 300 viviendas ocupadas en un edificio de 125.000 habitantes». Evidentemente, 125.000 son todos los habitantes de Parla, no los okupas de esas 300 viviendas.

Pero no es la única aglomeración que hemos registrado, alguna en lugares insospechados, en esos territorios que hemos venido llamando la España vaciada. En Cantabria, por ejemplo, una compañera nos saludó desde la localidad de Alfoz de Lloredo, un municipio costero que imaginábamos como un lugar paradisiaco y tranquilo. Y resulta que no, que allí viven «unos 2.600 habitantes repartidos en unos 50 metros cuadrados».

Y, claro, si esto sucede en un pueblecito de Cantabria, no es extraño que otros territorios, históricos receptores de un turismo de masas, tengan cada vez más presión. Nos lo contó en Tenerife la alcaldesa de Guía de Isora (en este caso no fue culpa del mensajero), cuando nos hablaba de lo difícil que es mantener el equilibrio entre las necesidades de ese sector económico esencial y la vida de los vecinos del archipiélago canario, «algo que no es fácil en unas islas en las que ya tenemos 15 millones de turistas y 200 millones de habitantes».

Contrastan estas aglomeraciones con la de Óbidos, una localidad portuguesa de la que nos habló Juan Cruz en uno de sus comentarios en Hoy por Hoy. Según nos dijo, «un pueblo de 62 habitantes que mantiene vivas 14 librerías», una por cada cuatro vecinos si el dato fuese cierto. Pero no, en realidad tiene alguno más, cerca de 12.000, lo que no le resta valor al mantenimiento de tantas librerías, desde luego.

PERO ESPAÑA IBA MAL

Lo más curioso de todo es que mientras los periodistas nos empeñábamos en decir que España iba como un tiro, nuestros gobernantes se empeñaban en desmentirlo. En noviembre de 2015, tres años después de hacerse cargo del gobierno, Mariano Rajoy presumió en la cadena SER de que España, bajo su mandato, había pasado a ser «el país que más crece entre los grandes, ha aumentado la confianza y… es el país de Europa que más paro está creando». Y remató la disparatada frase con esta orgullosa afirmación: «es que ya no se habla de la prima de riesgo». No es raro, bastante riesgo acumula ya el país que crea más paro. Y es sorprendente porque, en esos meses de euforia económica, no fue solo el presidente Rajoy el que verbalizó este dato. También su vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, insistió en más de una ocasión en que «vamos a un ritmo de crecimiento del empleo que nos permite seguir avanzando hacia esa cifra de 20 millones de parados». En realidad, ambos querían hablar del número de afiliados a la Seguridad Social.

Pero debieron de ser muy eficaces en alcanzar el objetivo señalado en el evidente error de confundir parados con cotizantes. Incluso en superarlo. Y, claro, en ese caldo de cultivo enraizó año después la crisis que sobrevino como consecuencia de la pandemia, que dejó una herida económica devastadora, comparable a la sanitaria. En un informativo de Antena 3, por ejemplo, nos contaron que el paro, «a pesar de haber caído ya a cifras que estaban por debajo de las que teníamos antes de la pandemia», seguía siendo monumental: «aún tenemos más de 3.000 millones de parados». Y en algún sector las cifras superaron esos dramáticos datos. En la banca, por ejemplo, «se perdieron 75.000 millones de empleos… solo en España», según recogimos en otra vigilancia.

Y a esta situación hubo que añadir, junto a la guerra, el incremento desbocado de precios. La misma semana en que TVE contaba el cierre masivo de tiendas de Zara en Rusia, en la SER anunciábamos un dato de IPC que se preveía malo, pero fue aún peor: un 7,6 %. En términos históricos, según dijimos, ese era «el dato más elevado en 30 décadas», 300 años, ni más ni menos, cuando reinaba en España Felipe V.

Tanto el Gobierno central como los autonómicos pusieron en marcha ayudas para paliar los efectos económicos de la pandemia. En Madrid, Isabel Díaz Ayuso, siempre dispuesta a marcar diferencias con el gobierno de Sánchez, decidió dedicar a las residencias de ancianos, según contamos, «1.000 millones de euros para quince centros». La partida era de solo un millón, pero, oye, será por ceros y por millones… Frente a esas cifras de Ayuso, las del gobierno de Pedro Sánchez no fueron muy allá, la verdad. El propio presidente anunció, según contamos, que dedicarían «11.000 euros en cinco años para las empresas más castigadas por la pandemia», lo que daría a repartir poco más de 2.000 euros anuales entre miles de empresas.

Se parecía mucho este ridículo paquete de ayudas que Sánchez dedicó a las empresas en crisis al que, años antes, anunció otro presidente socialista, José Luis Rodríguez Zapatero. Una extraordinaria inversión para financiar la estrategia contra el cambio climático dotada, según dijimos, con 2.400 euros en cinco años. La cantidad era ridícula y resultaba contradictorio que, siendo tan rácana, los gobiernos de las comunidades autónomas la hubieran aprobado por unanimidad. Echando cuentas, eran 480 euros anuales para todas, unos 30 euros para cada uno de los 17 territorios. En este caso la culpa sí fue del mensajero. Aunque poco después el propio Zapatero anunció a los diputados en una sesión de control parlamentario «un importante recorte de impuestos de 1.800 euros», que así contado tampoco era para presumir ni dedicarle un solo minuto en el debate, la verdad. Aunque en materia de recorte de impuestos, los datos que dimos a conocer al concluir el primer trimestre de 2023 son insuperables. Un periodo en el que, según informaron en Hoy por Hoy, «los seis bancos españoles que están en el IBEX ganaron más de 5.600 millones, después de haber pagado 1.100 euros en el impuesto a la banca». Y los ciudadanos haciendo en esos días la declaración de la renta.

Pero si a nosotros, a veces, no nos salen las cuentas por defecto, la ministra portavoz, Isabel Rodríguez, se pasó por exceso en octubre de 2022 al presumir de las cuentas del Estado que iban a llevar al parlamento y a las que el PP anunció que iba a presentar una enmienda a la totalidad. Ante esa amenaza, la ministra dijo que «era difícil presentar una enmienda a la totalidad a estos presupuestos en los que, en cifras brutas, seis de cada cuatro euros se destinarán a políticas sociales». Si eran esas las cifras brutas, es lógico que a la oposición no le quedase otra que presentar una enmienda a la totalidad.

Y, claro, entre lo que nos costaba la pausa del cigarrillo y el despilfarro en fiestas y obras públicas, no es extraño que, con el paso del tiempo, esas pérdidas se fueran acumulando en la contabilidad de las empresas y contagiase más tarde a la contabilidad nacional. En 2023 ya se había acumulado una insoportable deuda pública que suponía «el 118 % de nuestro PIB, 27.000 euros de media por cada español». Hasta ahí, los datos eran ciertos. Pero nos pusimos a echar cuentas y nos salió un total de «1.300 billones de euros, el mayor endeudamiento desde la guerra de Cuba», dijimos. Aunque esa monumental cifra superaría, de ser cierta, la deuda acumulada a través de los tiempos desde que nuestros antecesores humanos se instalaron en Atapuerca.

MURCIA CREARÁ 6.200 MILLONES DE EMPLEOS

Para combatir los malos datos económicos siempre es necesario tomar medidas drásticas. Y algún responsable político prometió iniciativas espectaculares, como el presidente de la Región de Murcia, Fernando López Miras, que anunció solemnemente en su parlamento que iba a poner en marcha «una norma que dinamice la economía, favorezca la libertad de mercado, genere un incremento del PIB regional y la creación de más de 6.200 millones de empleos. Medidas como estas son las que el señor Sánchez tendría que haber incorporado en sus Presupuestos». Y tanto, con esa creación de puestos de trabajo Murcia conseguiría que el mundo llegase al pleno empleo.

Los objetivos del gobierno de Sánchez eran mucho menos ambiciosos, pero dieron sus frutos. En abril de 2023 se consiguieron datos históricos en la reducción del paro. Al comentarlos, la ministra portavoz habló del pasado conjugando un tiempo futuro y dijo que había sido un mes, en materia de empleo, «solo mejorado en el mes de julio de 2025».

Además de luchar contra las cifras de desempleo había que intentar mejorar la productividad, aspecto en el que España siempre ha tenido una asignatura pendiente. Sirvan como ejemplo estas dos noticias. En una informábamos en la SER de la comparecencia del concejal de Transportes de Santander y portavoz del gobierno municipal, Eduardo Arasti, en la que dio cuenta del inicio de la demolición de un parque de bomberos de la ciudad, «trabajos que durarán una semana y posteriormente, durante tres o cuatro años, se realizarán las tareas de recogidas de escombros». Y de norte a sur, de la radio a la televisión, en La Sexta informaron sobre la situación de un carguero varado en el estrecho de Gibraltar «con quinientas toneladas de combustible que pueden tardar hasta cincuenta años en ser recogidas». O se tomaban la ingente tarea con excesiva calma o quizá es que contrataron trabajadores reumáticos del servicio de limpieza de Pamplona.

Aparte de la mejora de la productividad, siempre conviene adoptar medidas fiscales, controlar el gasto y combatir la economía sumergida, un problema especialmente enquistado en nuestro país. Con algunos ejemplos extremos como el registrado en Castellón, de nuevo, en donde «12.600 provincias en la provincia trabajan en la economía sumergida». Pablo Echenique se refirió en el Congreso a los inmigrantes que trabajan en negro en nuestro país. Y denunció que, además de ser una injusticia, es una vía por la que se le escapan muchos ingresos al Estado. Que tampoco son para tanto si nos fiamos de lo que dijimos al dar la noticia, porque «perderíamos 3.000 euros de ingresos por cotizaciones».

Unos años antes, en noviembre de 2014, La Sexta anunció una repatriación de capitales desde paraísos fiscales a España por una cantidad «de 1.100 euros para 300 contribuyentes», lo que vendría a ser cuatro euros por cada evasor. Imaginamos que muchos contribuyentes sufrieron al escuchar el dato un fenómeno que años después, tras conocer la amnistía de Montoro a los defraudadores, bautizamos como desmolarización fiscal, que es cuando la desmoralización es tal que acaba produciéndote un malestar que supera al del dolor de muelas. Tampoco nos dejó muy tranquilos la noticia sobre el primer anuncio de brotes verdes del gobierno cuando el propio Cristóbal Montoro dijo, tal y como contamos, «que la crisis económica acabaría en 1914», un improbable que solo podrían ver nuestros tatarabuelos desde la tumba.

En algunas administraciones se tomaron medidas más drásticas. En Santander, por ejemplo, contamos que «entre las medidas puestas en marcha para reducir el gasto del consistorio destaca la congelación de los concejales y personal de confianza». Muchos funcionarios cántabros debieron de quedarse helados al escuchar la noticia en nuestra emisora. Y lo mismo les debió de pasar a los matrimonios valencianos cuando escucharon en un informativo que Cándido Méndez, entonces secretario general de UGT, se había mostrado contrario en Alicante a que el Gobierno de la Generalitat quisiera suprimir el impuesto de matrimonio. De haber existido, la medida sería extrañísima. Pero lo era aún más que un dirigente sindical se quejase de su supresión.

EL REY CAMPECHANO

En fin, la desmolarización fue mayúscula cuando conocimos la situación fiscal del rey emérito, que no concluyó en delito, pero tenía delito. Las cifras que fuimos conociendo eran tremendas de por sí, pero nosotros las agrandamos hasta el infinito. Javier Álvarez contó en Hoy por Hoy que «el rey emérito recibió como regalo altruista de un empresario cerca de 800 millones de euros». Àngels Barceló dio la noticia de que su abogado había difundido un comunicado diciendo que «había pagado esos casi 700 millones de euros». Y José Antonio Zarzalejos, uno de los periodistas mejor informados sobre asuntos de la Casa Real, nos contó en la SER que por parte del emérito «se habían implementado dos regularizaciones fiscales voluntarias. Y solo la primera, con la Comunidad de Madrid, había ascendido a 678.000 millones de euros».

Más tarde, en diciembre de 2021, El Confidencial publicó que Juan Carlos estaría dispuesto a regresar a España con dos condiciones. Según contaron en La Sexta estos requisitos eran «vivir en la que considera su casa, el Palacio de la Zarzuela, y volver a recibir la asignación que su hijo le había retirado y por la que cobraba 16 euros anuales», que tampoco era para tanto…

Lo presuntamente reclamado por el rey emérito nos recordó la magnitud de la crisis económica por la que atravesó el Valencia CF, cuando un compañero nos contó que el club «disponía de un presupuesto de 112 euros para toda la plantilla». En aquel tiempo, temporada 2008/2009, se rumoreaba que David Villa estaba moviéndose para fichar por otro club y la verdad es que si las cuentas eran esas no resultaba extraño que el futbolista quisiera huir despavorido.

El rey Felipe VI reaccionó ante el escándalo de las cifras que íbamos conociendo sobre el patrimonio de su padre y decidió hacer público su patrimonio. Lo que sucede es que ese ejercicio de transparencia actuó como un búmeran en la información que dio La Sexta, que informó de que el monarca acumulaba «un patrimonio que, como señalan en Casa Real, supera la cantidad de 2.573.000 millones de euros, que proviene de todas las retribuciones recibidas durante veinticinco años y que superan la cantidad bruta de 4.275.000 millones de euros». Metieron indebidamente dos veces la palabra «millones» y el patrimonio millonario del rey se convirtió en billonario.

Suponemos que, con ese patrimonio, el nuevo rey no tendría problemas para llegar a fin de mes. No como otros, que mientras los ciudadanos las pasaban canutas para hacer frente a la vida, se quejaban de no poder llegar a fin de mes. Como lo hizo la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, cuando se lamentó amargamente de sus cuentas domésticas: «No tener pagas extra me tiene mártir, las he tenido toda mi vida y las echo de menos en Navidad y en verano. No es que haga números a final de mes, es que muchas veces no llego», afirmó en una desafortunada entrevista. También se quejó el diputado gallego del PP Guillermo Collarte de su asignación mensual en una entrevista a La Voz de Galicia. Con los 5.100 euros de salario, afirmó pasarlas «bastante canutas». El PP de Galicia tuvo que aclarar en nota oficial que «las manifestaciones hechas por el diputado popular eran desafortunadas y entendemos perfectamente el malestar que han podido causar en la ciudadanía gallega en general y en aquellos que más dificultades padecen en particular». Más recientemente, Xavier Trías, candidato de Junts per Catalunya a la alcaldía de Barcelona en las elecciones municipales de 2023, quiso solidarizarse con las estrecheces que sufrían muchos de sus conciudadanos, pero no puso el mejor ejemplo al hablar de «un señor que está cobrando 3.000 euros, que de golpe se encuentra que le han subido la hipoteca o el gas se le ha disparado, y no puede llegar a final de mes».

Aunque manifestaciones de este tipo tuvieron su culminación aquel día en que el presidente Rajoy anunció en el Congreso de los Diputados el recorte en la prestación por desempleo a los nuevos parados. No solo ofendió la estruendosa ovación con la que la bancada popular acogió el anuncio, sino, sobre todo, el grito de la diputada Andrea Fabra: «¡Que se jodan!».

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