La increíble historia de... La cosa más rara del mundo

David Walliams

Fragmento

cap

OS PRESENTO A...

El señor Dócil

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La señora Dócil

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Dalia Dócil

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Y un DESTO...

¿?

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Esta es la historia de una niña

que lo tenía todo,

pero siempre quería más.

Concretamente, quería un...

«DESTO.»

cap-1

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Aveces, los mejores padres del mundo tienen unos hijos que son auténticos monstruos.

Vamos a conocer el caso de la familia Dócil.

Este de aquí es el padre, que se llama Diego Dócil. Tal como sugiere su apellido, el señor Dócil es un hombre de carácter tímido y modales exquisitos. Le gusta vestir en tonos neutros y jamás se atrevería a comer un plátano en público. El señor Dócil trabaja como bibliotecario. Le gustan las BIBLIOTECAS porque son lugares pacíficos y silenciosos, como él. Estamos ante un hombre incapaz de matar una mosca. O cualquier otro insecto, ya puestos.

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Esta de aquí es la madre de Dalia, que se llama Dorotea Dócil. Sus gafas cuelgan de una cadena que lleva alrededor del cuello.

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El momento más embarazoso de su vida fue el día que estornudó en un autobús y todos los pasajeros se volvieron para mirarla. No os sorprenderá saber que también es bibliotecaria. Dorotea y Diego se conocieron, cómo no, en la BIBLIOTECA. Eran tan tremendamente tímidos que durante diez años no intercambiaron una sola palabra pese a trabajar juntos, pero al final sus corazones se encontraron en el pasillo dedicado a la poesía. Se casaron al cabo de unos años, y poco después tuvieron una hija.

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Esta de aquí es su hija, a la que llamaron Dalia. A lo mejor estáis pensando que no hay nada más tierno que un bebé recién nacido. ¡ERROR! Desde el momento que vino al mundo, Dalia fue una auténtica PESADILLA para sus padres. Por más cosas que le dieran —muñecos, peluches, patitos de goma—, nunca estaba satisfecha.

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La primera palabra que dijo, el mismo día que nació, fue «¡más!». Lo que entonces pedía a gritos la pequeña Dalia era más leche, aunque ya había engullido casi cinco litros. «Más» era una palabra que la niña nunca se cansaba de repetir.

—¡MÁS! ¡MÁS! ¡MÁS!

Siendo como eran dóciles, tanto de apellido como por naturaleza, Diego y Dorotea no se atrevían a contrariar a su monstruosa hija. Todo lo que la pequeña Dalia pedía, fuera lo que fuese, ellos se lo daban. Le compraban juguetes y MÁS juguetes, aunque la niña no tardaba en destrozarlos. ¡CRAC! ¡CHAS! ¡CATAPLÁN!

—¡MÁS! ¡MÁS! ¡MÁS!

Cuando ya gateaba, empezaron a regalarle ceras para pintar, MÁS y MÁS ceras con las que Dalia garabateaba todas las paredes de la casa.

¡RAS, RAS!

Y luego las rompía en dos.

¡CRAC!

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La niña creció una barbaridad, y es que el señor y la señora Dócil solo le daban de comer galletas de chocolate, una tras otra, venga galletas y más galletas de chocolate, y eso que Dalia disfrutaba de lo lindo escupiéndoles las migas a la cara.

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cap-2

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Los años fueron pasando. El señor y la señora Dócil albergaban la esperanza de que su hija solo estuviera pasando «una mala racha», pero no tardaron en descubrir que, lejos de mejorar, el comportamiento de Dalia era cada vez peor.[1]

La fase de bebé gruñón dio paso a un primer año de pesadilla. Luego vinieron los terribles dos y los revoltosos tres.

Tras los temibles cuatro y los aterradores cinco llegaron los escalofriantes seis y los malvados siete, que dieron paso a los atroces ocho y los ruidosos nueve.

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Y vaya si eran ruidosos. Ahora Dalia despertaba a sus padres todos los días al grito de...

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... que me deis un osito de peluche!

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... que me deis un poni!

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... que me deis una maleta llena de billetes!

La niña montaba tal escandalera que hacía temblar los mismísimos cimientos de la casa familiar.

¡ Z I S, Z A S !

Los libros salían volando de las estanterías.

¡ F I U U U ! ¡CLONC!

Los cuadros se desplomaban.

¡PAM, CATACRAC!

El yeso del techo se descolgaba a cachos.

¡CREC! ¡PLOF!

Del susto, los pobres señor y señora Dócil se caían de la cama.

¡PUMBA!

Levantándose de un brinco, empezaban a correr de aquí para allá siguiendo las órdenes de su hija. Le daban a Dalia cuanto pedía, pero era en vano. Nunca tenía bastante.

Pero, ay...

Un día la niña pidió un...

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cap-3

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Con el paso de los años, eran tantas las cosas que Dalia iba acumulando que llegó un momento en el que apenas se podía entrar o salir de su habitación. Como pedía cada vez más y más y más cosas y sus padres no le negaban nada, la tenía cada vez más y más y más abarrotada.

La niña poseía al menos una cosa por cada letra del alfabeto:

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Arenas movedizas. Los niños que iban a jugar a su casa y le caían mal por lo que fuera, acababan sus días aquí.

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Bumerán que no vuelve. Dalia lo perdió la primera vez que lo lanzó al aire.

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Cencerro. La niña lo colgaba del cuello de su madre para saber dónde estaba en todo momento.

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CHorizo de la suerte, aunque en realidad mucha suerte no tenía, el pobre.

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Desechos malolientes, vaya usted a saber por qué.

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Elfo.

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Figuras articuladas de todos los reyes y reinas de Inglaterra desde 1066 hasta hoy.

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Gusano adiestrado. Llevaba unos calzoncillos de la talla XXXXXXS.

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Hormiguero con forma de granja y capacidad para un millón de hormigas.

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Instrumentos de peluquería canina. Aunque Dalia no tenía ningún perro.

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Jamonero eléctrico, aunque Dalia detestaba el jamón en todas sus formas.

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Lord Nelson. Réplica a escala real y comestible de la famosa estatua londinense, hecha íntegramente de pasas sultanas.

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Mapa de Bélgica, país que Dalia no tenía intención alguna de visitar por considerarlo demasiado «belgicoso».

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Nanopulga disecada. Era tan diminuta que no se veía.

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Óleo enmarcado. Representa el aire, por lo que no hay mucho que ver.

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Patines para elefantes. Lote de cuatro.

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Queso de lechuza. Hecho a partir de lechuzas deshechas. Es incluso más asqueroso de lo que uno puede imaginar.

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Rodilleras de ganchillo. De paso, sirven también como calentadores.

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Seto teledirigido (alcanza la vertiginosa velocidad de 1 km por hora).

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Tarro con varios eructos de Albert Einstein envasados al vacío.[2]

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Ungüento a base de colinabo. Te deja el pelo «fresco como un colinabo».

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Veneno de berenjena mutante. Un vegetal letal.

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Wolframio. Elemento metálico muy codiciado por todos los países del mundo, aunque ninguno tenía tanto wolframio almacenado como Dalia.

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Xilofón. Bueno, lo que quedó del xilofón después de que Dalia lo tocara. Es decir, la funda.

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Yeti. Nadie lo veía en la cordillera del Himalaya desde hacía mucho porque Dalia lo tenía secuestrado en su armario.

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Zumo de zarigüeya. No apto para vegetarianos.

Una de las pocas cosas que Dalia no tenía eran libros. Pese a que sus padres eran bibliotecarios, la niña DETESTABA los libros y le parecían de lo más ¡A-B-U-U-U-R-R-R-I-I-I-D-O-O-O-S![3]

Aunque tenía todas estas cosas, más juguetes y cachivaches de los que podía contar, Dalia siempre quería algo más. Pero llegó un momento en que sencillamente no sabía qué pedir.

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¿A que no adivináis qué pidió Dalia cuando cumplió diez años? No acertaríais ni en sueños, así que ahí va:

Un par de calcetines explosivos.

Una ballena de goma azul a escala real para jugar en el baño. Como era de esperar, en cuanto entró la ballena no quedó ni gota de agua en la bañera.

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Una maqueta del Taj Mahal hecha con globos.

Una goma de desborrar.

Y un guisante robótico.

¿Que sí lo habíais adivinado? Pues enhorabuena. Habéis ganado una libra esterlina.[4]

El señor y la señora Dócil no tenían más remedio que darle a su hija todo aquello que había pedido para su cumpleaños. De lo contrario, la niña echaría la casa abajo con sus berridos.

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—¡Feliz cumpleaños, angelito del cielo! —la felicitaron mientras Dalia, todavía en la cama, rasgaba de cualquier manera el envoltorio de los regalos y les tiraba a la cara los gurruños de papel.

¡ZAS!

¡PLAF!

Pero al cabo de unos instantes ya quería otra cosa. La diferencia era que esta vez la niña no sabía qué pedir. Tenía tantísimas cosas que no se le ocurría nada.

—¡Quiero un... DESTO!

Myrtle%20shouting.psd—anunció durante el desayuno, mientras engullía un gigantesco bol de helado de chocolate con diecisiete palitos de chocolate clavados y un mar de chocolate fundido por encima. Sí, Dalia comía chocolate para desayunar. Y para almorzar. Y para cenar. A ver, ¿vosotros le diríais que no a algo?

El señor y la señora Dócil, que estaban mojando las tostadas en la yema de unos huevos pasados por agua, se miraron con inquietud. ¿Un «DESTO»?

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¿De qué estaría hablando la niña?

—¿Un «DESTO», tesoro mío? —preguntó la madre, dejando a un lado el libro que estaba leyendo, Cien poemas para damas.

—¿Qué pasa, te has vuelto sorda? ¡He dicho un DESTO!

—¿Qué es un «DESTO», princesita? —preguntó el padre, apartando también su libro, Cien poemas para caballeros.

—¡Ni repajolera idea, pero quiero uno!

—¿Cómo se escribe? —preguntó su madre.

Dalia se enfadó tanto que se puso roja como un tomate.

—¡Y yo qué sé! Se escribe normal: ¡DE, E, ESE, TE, O! ¡DESTO!

Por si no había quedado claro, la niña aporreó la mesa con los puños.

¡PAM!

La vajilla salió volando y acabó en el suelo, hecha añicos.

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—¡Recogedlo AHORA MISMO! —ordenó Dalia.

Estando los dos a cuatro patas debajo de la mesa de la cocina, el señor Dócil le susurró a su mujer:

—¿Qué vamos a hacer? Nuestra querida hijita quiere un DESTO. Pero no creo que exista semejante cosa. Para mí que se lo ha inventado.

—Pero, si no se lo damos, se nos va a caer el DESTO, quiero decir, el pelo —dijo la señora Dócil, y al instante notó una fuerte patada en el trasero.

¡CATAPLÁN!

—¡AAAY! —chilló.

—¡A CALLAR AHÍ ABAJO! —ordenó la niña desde arriba—. ¡Casi no oigo mis propios pedos!

¡ P P P F F F F F F… !

—¡Mucho mejor!

El señor y la señora Dócil estaban aterrados. Si no encontraban un DESTO pronto, la cosa pintaba MAL. ¡PERO

                              QUE

                                            MUY MAL!