Todo arde

Nuria Barrios

Fragmento

libro-3

0. El robo

Asomó el hocico y olisqueó el aire. Las oscuras aletas de su nariz se dilataron al sentir el humo de las pipas, su tenue olor amargo. Los fogonazos de los mecheros se alternaban con el crujido de las caladas y aquel sonido, el exhalar del fuego, el inhalar de los fumadores, se repetía rítmica, incesantemente, como si fuese la respiración febril del propio cuarto. Sin dejar de olfatear, el cachorro sacó la cabeza gris de entre los pliegues del saco de dormir. Aunque hacía calor, temblaba. La línea blanca que partía en vertical su frente descendía entre los pequeños ojos azules, se abría en torno a la trufa y caía alrededor de la boca.

El saco se encontraba bajo la mesa desportillada que utilizaban los vigilantes, a escasos metros de la puerta de acceso, una plancha de hierro con tres gruesos cerrojos que estaba cerrada. Lagrimeando, el cachorro se puso en pie. En el suelo, salpicado por sus excrementos, había dos botellas de plástico recortadas: una contenía pienso y la otra, agua. Con andares tambaleantes, tropezó con esta última y el líquido se derramó sobre el piso de cemento, dejando una huella oscura como un charco de orina. Sin prestar atención, el animal emergió de la penumbra de su refugio. La repentina luz blanca le hizo parpadear y se detuvo, indeciso.

El fumadero era una estancia amplia y sin ventanas, bien iluminada por los tubos fluorescentes del techo. El cachorro se estiró y contempló el caminar acelerado de quienes se dirigían al fondo del cuarto, hacia el ventanuco por donde se despachaba la droga. Llegaban con tanta prisa que parecían arrastrar con ellos el humo de la gran hoguera que llameaba de día y de noche a la entrada del fumadero de los Culata. Aún vacilante, el perro avanzó unos pasos. Ninguna mano lo frenó, ningún pie lo obligó a volver al saco de dormir y, balanceando los hombros igual que un fanfarrón, se unió a los que marchaban a comprar su dosis.

Aunque no debía de tener más de tres meses, se le marcaban ya los músculos futuros. La línea blanca que dividía su rostro bajaba por el cuello y se abría sobre el ancho pecho. También era blanco el final de las patas arqueadas, con cuatro dedos anchos y bien definidos que remataban las uñas, curvadas y de un rosa pálido. Aquellas pinceladas blancas y rosas en el robusto cuerpo gris le daban un aire al mismo tiempo infantil y pendenciero. Fue esquivando las piernas que se cruzaban en su camino. Nadie pareció reparar en él.

De pronto se quedó inmóvil y, con la frente arrugada, irguió la cabeza para olfatear. Los triángulos invertidos de sus orejas vibraron. En una esquina, arrumbados contra la pared, había dos sofás sin patas, unidos de tal manera que formaban una L. Sentado en uno de ellos, un hombre vestido con el mono de una empresa de mudanzas daba fuego a una pequeña pipa metálica. Una alta llamarada rodeó la cazoleta mientras él inhalaba. A continuación, la limpió, colocó sobre ella una diminuta piedra de color beis polvoriento y le dio fuego otra vez. Tan absorto estaba que no advirtió cómo se inclinaba hacia él la chica que se hallaba en el sofá vecino. Tampoco reparó en el cachorro, que se aproximaba con el rabo alzado como una antena.

El hombre apartó la pipa de la boca y los párpados se le cerraron mientras el cuerpo se le vencía hacia delante. Para no caer, apoyó los antebrazos en los muslos y su cabeza se abatió sobre el pecho. En la mano derecha sostenía la pipa y en la izquierda una bolsita de plástico. Aunque aparentaba estar dormido, sus dedos ejercían sobre la pipa y la bolsa una presión leve, pero suficiente para retenerlas. La joven permanecía alerta, las aletas de su nariz temblando de deseo, pendiente de las manos del hombre, que se abrían y se cerraban apenas, como medusas flotando en aguas turbias.

De improviso, la pipa se precipitó al suelo. El sonido metálico sobresaltó a su dueño, que entreabrió los párpados con esfuerzo. Se inclinó a recogerla y volvió a incorporarse trabajosamente. Los ojos se le cerraron de nuevo, pero el cuerpo desmadejado no encontró el equilibrio anterior y los brazos se desplomaron a los costados. Esta vez fue la bolsita lo que cayó; se abrió en el aire y un pálido polvo se desprendió del plástico. Las partículas blancas flotaron durante un segundo antes de aterrizar a los pies del sofá. El cachorro olfateó el suelo con ansia.

—¡Quita!

El animal alzó la cabeza. Sus ojos, dos botones azules prendidos en los extremos del rostro, le daban un aire de triste desamparo. La chica se había levantado de un salto y se erguía sobre él; su larga melena castaña le caía sobre la cara, ocultándola.

—¡Largo! —ordenó, y le dio un puntapié.

Gruñendo, el perro retrocedió con el plástico entre los dientes. Su rostro se había convertido en una máscara feroz. Arrugaba el hocico, mostrando los colmillos diminutos y afilados, y todo su cuerpo parecía vibrar, dispuesto para la pelea. La joven lo miró dubitativa antes de acuclillarse.

—Ven, chiquitín —dijo con repentina dulzura y extendió hacia él una mano con la palma hacia arriba. Llevaba un blusón rosa que tenía flores de vivos colores bordadas en el escote.

El cachorro arqueó el lomo y gruñó con mayor fiereza, pero ella cerró suavemente el puño, como si guardase algo dentro. Su brazo moreno parecía una rama seca.

—No tengas miedo, ven —insistió con voz cantarina—. Mira lo que tengo para ti.

El animal vaciló un instante; luego sus músculos se aflojaron, ladeó la cabeza y se aproximó a olisquearla. Ella lo apresó por el cogote, le abrió a la fuerza las mandíbulas y le arrebató la bolsita. Soltó al animal y, con avidez, estiró el plástico y lo lamió.

—No has dejado nada, cabrón —rezongó.

El perro se había tumbado y se mordisqueaba una de las pezuñas delanteras. Con un movimiento rápido, antes de que pudiera huir, la joven se apoderó de él, lo colocó en su regazo y le pasó los dedos por el hocico seco y levemente azulado con tanta fuerza que el sorprendido animal aulló. Ella lo sujetó por debajo de las patas delanteras, y lo mantuvo suspendido en el aire.

—¡Hostia, si eres una señorita! —giró al perro a un lado y a otro, sonriendo—. ¡Una señorita muy guapa! —un destello de codicia le atravesó los ojos—. Una pitbull… Tú debes de valer un dineral.

El animal lanzó una dentellada al aire intentando escapar del cepo de aquellas manos huesudas, pero la chica no aflojó la presión. Alzó la vista hacia la salida y, al comprobar que no había ningún vigilante cerca de la puerta, su corazón comenzó a latir más deprisa. Echó una ojeada al ventanuco enrejado por donde se vendía. Aquella noche despachaba una prima de los Culata, pero la fila que se había formado la ocultaba. Los clientes se pegaban siempre a los barrotes como si sus cabezas fuesen limaduras de hierro arrastradas por un campo magnético. Aunque era difícil que la gitana pudiese atisbarla, la joven se sentó en el sofá dando la espalda al ventanuco. Con dedos temblorosos, abrió una bolsa de rayas de vivos colores que había sobre el asiento y metió al cachorro dentro. El animal rompió a ladrar, pero ella le cerró el hocico con una mano por fuera de la tela. A su lado, el hombre del mono seguía dormitando con la cabeza inerte sobre el pecho. La joven se puso en pie y, sujetando la bolsa entre los brazos, se dirigió a la salida.

Atravesó el fumadero con premura, pero cuando llegó a la mesa de los vigilantes la puerta se abrió de golpe. Una súbita oscuridad pareció sofocar la blanca luz del cuarto. La chica, asustada, tuvo que apoyarse en la mesa para no caer. En el umbral estaba Tino, el hijo pequeño de los Culata. Iba vestido de negro y sobre su camiseta relucía una gruesa cadena de oro de la que colgaba una imponente herradura, también de oro. Era tan gordo que tuvo que ponerse de costado para entrar.

—¿Dónde está Cristian? —el gitano señaló con un gesto la silla vacía delante de la mesa.

Los brazos de la joven se cerraron sobre la bolsa para ocultar al cachorro.

—No sé —musitó con la vista baja.

—¡Cristian! —llamó Tino.

Un súbito silencio se hizo en el cuarto. La fila que formaban los clientes delante del ventanuco quedó paralizada. La joven miró de reojo a Tino. Llevaba el pelo largo engominado y peinado hacia atrás. Tenía poco más de veinte años y, a pesar de su gordura, era un hombre guapo de grandes ojos negros, nariz recta y una boca bien dibujada con el mismo rictus cruel que el resto de la familia. Y había algo más, como un fulgor, que daba a su rostro un aire de capricho y violencia.

—¡Cristian! —gritó de nuevo.

Su mole bloqueaba el vano de la puerta.

El perro se removió dentro de la bolsa y la chica atenazó sus mandíbulas con mayor firmeza y desvió la vista hacia la mesa. En medio del batiburrillo que se acumulaba sobre la superficie destacaba una tortuguera vacía de paredes azul celeste. El último galápago había muerto como los otros, con el caparazón reblandecido por falta de luz natural. Una isleta con una palmera de plástico se alzaba en el centro del terrario. Sus largas y tersas hojas verdes brillaban en el aire viciado de la estancia.

La cabeza de una mujer asomó por detrás de un tablón de madera que servía de puerta en un lateral.

—¿Qué pasa? —farfulló con la voz ahogada por la mascarilla que le cubría medio rostro.

Un intenso tufo a amoníaco llenó el fumadero. Aquél era el habitáculo donde se cocinaba la cocaína base y donde dormían los vigilantes que trabajaban para los Culata a cambio de droga.

Tino extendió el voluminoso brazo hacia la silla vacía.

—¿Dónde está Cristian?

Ella se bajó la mascarilla y giró el cuello de un lado a otro con pequeños movimientos nerviosos, igual que un pájaro.

—Hace un rato estaba aquí.

—¡Me cago en Dios! En cuanto me doy la vuelta, se larga —los labios del gitano temblaron de ira—. ¡Que salga el Jero a vigilar!

La mujer asintió y se metió en el cuarto dando voces. Con el ceño fruncido, Tino fue tras ella. Caminaba con los pies abiertos hacia los lados y, en el temeroso silencio del fumadero, se oía el roce seco de la tela del pantalón al compás de sus pasos.

Tan pronto desapareció, la chica de la bolsa de rayas se abalanzó hacia la puerta de hierro, que había quedado abierta. El fumadero daba a un pasillo que avanzaba en zigzag a lo largo de cuatro tramos angostos. Habría podido atravesarlo con los ojos cerrados; conocía el recorrido de memoria: las paredes inclinadas, los manchurrones de yeso, los desniveles del suelo; hasta sabía cuántos pasos se requerían para recorrerlo.

Caminó rápido, pero con cuidado de no correr. En cada tramo había una cámara y un vigilante. Ninguno la saludó. El Culata había pasado hacía unos minutos, dejando en sus rostros una mueca de terror. La chica cruzó delante de ellos, simulando indiferencia entre las miradas hoscas. Cuando llegó al último tramo se detuvo en el umbral. Sentado a horcajadas en una silla, de espaldas a ella, un vigilante le cerraba la huida. La puerta blanca que daba a la calle estaba cerrada. Sobre el dintel, en la esquina derecha, apuntaba una cámara.

La joven reconoció la calva y los anchos hombros de Popeye. Clavó los ojos en la mirilla de la puerta y le pareció ver el resplandor de la hoguera. Una pestilencia a barniz quemado flotaba en el aire. Estrechó la bolsa de rayas contra su pecho y palpó el bulto cálido. Al aflojar la presión de la mano con que apresaba el hocico del cachorro, de la tela escapó un gañido. Un coro de aullidos se alzó desde el otro lado de la puerta blanca, sofocándolo.

Como si hubiese activado un resorte, Popeye giró el cuello hacia la chica. Las piernas de ella se doblaron de pánico y tuvo que apoyarse en la pared. Apresó de nuevo el morro del animal para callarlo y curvó los labios hacia arriba en una sonrisa.

—Hola, Noe —el vigilante le guiñó un ojo y sonrió de medio lado. Una bombilla desnuda colgaba sobre su cabeza. Tenía la nariz rota de los boxeadores, las cejas partidas, los nudillos deformes. La droga y la calle habían consumido su cuerpo—. ¿Ya te vas?

—Sí, tengo que encontrar al Piojo —se apresuró a responder Noe.

Popeye volvió la silla hacia ella sin levantarse. Tenía los antebrazos apoyados en el respaldo.

— A saber por dónde anda ése —chascó la lengua y movió la cabeza de un lado a otro—. Tú no aprendes.

Noe miró la puerta. Apenas tres metros la separaban de la salida, pero en aquel espacio tan pequeño, al hombre le habría bastado extender los brazos para cerrarle el paso.

—El cabrón se aprovecha de que tengo buen corazón —suspiró—. He pasado la noche en los juzgados de plaza Castilla y lo primero que ha hecho cuando me ha visto en el poblado ha sido largarse. Me debe dinero y me ha dicho que lo esperara, que iba a buscarlo.

—¿A buscar dinero? —bufó Popeye.

Noe se encogió de hombros.

—Yo qué sé…

El hombre escupió al suelo.

—Ya lo quería ver aquí haciendo turnos, pero ése, por no hacer, ni se muere. Llevo tres horas con el culo clavado en la silla. Y sonriendo, no vaya a ser que a alguno se le crucen los cables —miró de reojo la cámara, sobre la puerta, y bajó la voz—: ¿Has visto al Tino?

Ella notó cómo una gota de sudor se deslizaba por su espalda y asintió con la cabeza.

—Aquí están todos muy nerviosos —prosiguió el otro—. Han amenazado a la policía con mover el negocio al centro de Madrid si…

Noe le interrumpió y dio un paso adelante.

—Me tengo que ir.

El rostro de Popeye se oscureció.

—¿A qué vienen tantas prisas?

Noe estrechó la bolsa de rayas contra su pecho con mayor fuerza. Con una mano apretaba el hocico del cachorro y con la otra, el cuello. Apresado entre los brazos y las costillas de la joven, el animal rebulló hasta que quedó inmóvil.

—Ya te lo he dicho, he quedado con el Piojo. Me debe dinero, muchos jurdós —subrayó la última palabra.

—¿Y a mí qué? —el hombre había cerrado los puños sobre las rodillas y sus nudillos se veían enrojecidos y agrietados—. No me gusta que me interrumpan cuando hablo.

Con un movimiento brusco, arrastró la silla sobre el suelo de cemento y de nuevo le dio la espalda. Noe lanzó una mirada furtiva hacia atrás, pendiente de los ruidos que venían del pasillo. Sus ojos se movían de un lado a otro como moscas encerradas en un tarro de cristal.

—Perdona, no quería molestarte —balbuceó con voz quejumbrosa. Se apartó del rostro un mechón de pelo—. Tienes razón. ¡El Piojo siempre me la juega! Cuando lo encuentre, voy a matarlo.

Popeye no se volvió, pero Noe lo escuchó mascullar:

—A ése, échale un galgo.

Una pequeña sonrisa se dibujó en la cara de la joven.

—¿Sólo uno? Por lo menos le siguen cien. Ya sabes cómo es. Va por el poblado recogiendo chuchos moribundos. Se cree que es su puto salvador.

El vigilante se rascó la cabeza calva. En el estrecho habitáculo se oyó el raspar de las uñas contra el cráneo. Era un sonido primitivo y caliente. Noe le hizo una leve caricia en el cuello. Popeye se volvió por fin hacia ella. La luz de la bombilla creaba sombras en su rostro maltrecho.

—Menuda mierda de novio tienes —dijo desabrido—. No sé por qué cargas con él.

La chica se colocó la bolsa bajo un brazo para alejarla del alcance del hombre.

—Porque soy una gilipollas y nunca le digo que no.

—Como me lo encuentre, le voy a estrellar la cabeza contra un muro.

Ella se echó el cabello hacia un lado con coquetería.

—El día menos pensado lo dejo y me voy contigo.

Popeye le apresó la muñeca, tiró de la chica hacia abajo y le dio un lametón en la boca. Noe se incorporó con una risita.

—¡Serás perro! —exclamó y se pasó el dorso de la mano por los labios.

—Quédate un rato —le pidió él.

La miraba con una extraña fijeza y Noe asintió. Se sentó en el suelo, con la espalda contra la pared, y puso la bolsa bajo sus piernas. La tela estaba ahora húmeda y manchada de orines, pero en su interior nada rebullía. El cachorro era un bulto inerte y silencioso.

—¿Tienes un cigarrillo? —dijo.

Popeye volvió a guiñarle un ojo, sacó una cajetilla y se la tendió. Ella cogió dos pitillos y deslizó un dedo por el antebrazo del hombre.

—¿En qué año fuiste campeón de España?

El vigilante permaneció callado unos segundos, pensativo.

—Yo las fechas es que no… Lo que sé es que me he pasado la mitad de la vida dando hostias y la otra mitad recibiéndolas —se llevó la mano derecha a la izquierda para hacer crujir los dedos—. Para mucha gente yo seré un ídolo toda la puta vida —levantó la vista hacia ella con expresión de orgullo—. Gente importante. Muy importante.

Noe se colocó un pitillo sobre la oreja y encendió el otro con una larga calada. Exhaló una bocanada de humo.

—¿Qué gente?

—Ni te imaginas. Al rey le he vacilado muchas veces. Le decía: ¿qué, rey, nos damos unos puñetazos?

—¿A qué rey? ¿El de ahora?

—El de antes —protestó Popeye—. ¡Era un tío de puta madre!

Ella lo miró con ironía.

—No me jodas que eres monárquico.

—Si existe la monarquía será por algo —se defendió él, y se dio una palmada en el muslo. Luego bajó la voz—: Mira alrededor, aquí también tenemos dos familias reales: los Culata y los Tiznaos. ¿O no es verdad?

Noe no contestó. Con los ojos clavados en la mirilla de la puerta, ya no le escuchaba.

—¿Me estás oyendo? —exclamó Popeye.

Ella se sobresaltó.

—Sí —se apresuró a contestar y se llevó el pitillo a los labios para centrarse.

—Pues eso, lo que yo digo es que si pagan a gente como el rey o la duquesa de Alba por sus títulos, ¿por qué no me pagan a mí, que también tengo títulos? Mejor los habré ganado yo, ¿o no?

Apresó la mano de la joven y tiró de ella para que se levantara. El cigarrillo encendido cayó al suelo.

—Toca, toca —le ordenó, mientras colocaba la palma de Noe sobre sus abdominales—. Y esto no es nada, antes yo era Dios —arrastró la mano de la chica hacia su ombligo e intentó meterla bajo el pantalón.

Noe se rio, pero separó el brazo.

—No te metas en líos —dijo, e hizo un gesto con la cabeza hacia la cámara.

Popeye alzó la vista. A veces, sobre todo cuando le entraban los temblores del mono, le parecía que aquel ojo de vidrio parpadeaba. Lo observó con atención, intentando vislumbrar en la negrura. Los Culata no sólo controlaban a quienes entraban a comprar.

—¡Me cago en todo! —rezongó.

Noe se inclinó para recoger la bolsa de rayas tirada en el suelo. El cachorro seguía inmóvil y callado, y temió que a fuerza de apretarle el cuello lo hubiera matado.

—Me voy —dijo—. Luego…

Popeye la interrumpió:

—Quédate quieta, que ahora estás conmigo.

Ella miró con desesperación la puerta blanca y volvió a sentarse en el suelo, cubriendo la bolsa con las piernas. Agarró el cigarrillo que se había colocado en la oreja y lo encendió. Le temblaban las manos.

Ambos se quedaron en silencio.

—¿Lo has visto? —dijo, por fin, Popeye.

—¿Qué?

—El cachorro —contestó el hombre y señaló con la barbilla el pasillo que daba al fumadero.

Las piernas de Noe comenzaron a temblar. Dio una calada al pitillo para ganar tiempo.

—¿Qué cachorro? —dijo mientras soltaba el humo.

Él frunció el ceño.

—¿Te estás quedando conmigo? No me mientas, que las mentiras joden mucho.

—No, te lo juro, no sé a qué te refieres.

—¿No has visto el cachorro de Tino ahí dentro?

Noe movió la cabeza de un lado a otro.

—No he visto ningún perro.

—Es una perra —aclaró él—. La tiene Cristian bajo la mesa. Es una pitbull gris.

—No estaba Cristian —se apresuró a replicar ella.

Aspiró el humo hasta que el filtro le quemó los labios. Arrojó la colilla al suelo y añadió sin mirar al vigilante:

—Se la habrá llevado.

Popeye resopló y el aire, al salir por la comisura de la boca, le alzó el labio superior.

—El Tino es un genio. ¿Te has fijado en el colgante que lleva?

—Como para no verlo. Parece la herradura de un elefante.

—Ya, pero ¿qué hay dentro de la herradura?

Ella lo miró con suspicacia.

—La cabeza de un caballo.

Popeye lanzó una carcajada.

—Ha quitado el caballo y ha colocado en su lugar la cabeza de su pitbull. Esa perra es su último capricho.

El rostro de la chica se ensombreció.

—No me jodas.

El vigilante se inclinó hacia ella e introdujo la mano por el escote de su blusón rosa.

—Estás temblando. ¿Te encuentras bien?

—Ya sabes. La puta droga —musitó Noe e inclinó el cuerpo hacia un lado de tal manera que el hombre tuvo que apartar el brazo.

Con gesto adusto, él chascó la lengua. Alargó el índice y acarició una de las flores bordadas en la pechera del blusón. Ella, esta vez, no se movió.

—El Quino me ha dicho que la semana que viene habrá una pelea de perros en Illescas. ¿Quieres que vayamos? Podemos ir en su coche.

—¿Una pelea de perros? —repitió la chica—. No sé si a mí me va eso.

—¿Te van los billetes?

—¿Me estás vacilando? —Noe se esforzó en sonreír—. ¿Tú qué crees?

—Pues entonces, solucionado: allí vuelan los billetes. Hace dos noches hubo una pelea en los Berrocales. ¡Menuda carnicería! El dueño del perro que ganó se llevó veinticinco mil euros. El bicho era tan feo como yo. ¡Así somos los campeones! —el hombre cerró los puños e hizo el gesto de pelear como si estuviera en un ring. Luego le guiñó un ojo y le dedicó su sonrisa de medio lado—. Era un pitbull blue, como la perra del Tino.

—¿Blue? ¿Azul? —preguntó Noe. En su voz había un eco nuevo—. ¿La perra del Tino es una pitbull blue?

—¿Tú no me escuchas, o qué? —exclamó Popeye, impaciente.

—¿No has dicho antes que es gris? ¿Es gris o es blue? —insistió ella. Al ver el ceño del hombre, frunció la boca y le lanzó un beso—. No te enfades, claro que te escucho.

La cólera que deformaba el rostro del vigilante aparecía y desaparecía como una nube que se desliza por encima del campo proyectando sombras a su paso.

—Los únicos bichos azules que conozco son los pitufos —dijo Noe e hizo un mohín infantil.

—¡Los pitufos! —repitió Popeye y soltó una carcajada. Aún sonriendo, se golpeó la nariz con un dedo—. La perra del Tino es gris, pero tiene el hocico azulado. ¿Tú sabes lo que puede valer?

Los ojos de Noe brillaron.

—¿Quinientos? —aventuró.

Popeye enarcó las cejas.

—Más, mucho más. Una perra así es… la gallina de los huevos de oro. Ya me gustaría a mí pillar alguna. Al Tino le ha debido de costar una fortuna. Los cachorros de los campeones valen un dineral y la madre de ésa es una mala bestia. No ha nacido todavía el animal que pueda con sus hijos. Hay que arrancarles los perros ya muertos de las mandíbulas porque no los sueltan. Tienen más dientes que los tiburones.

Un hombre asomó la cabeza desde el pasillo y se dirigió a Popeye.

—Te llama el Tino —dijo, y se fue.

—¡Puta mierda! —refunfuñó Popeye. Con el ceño fruncido, apuntó a la chica con la barbilla—. ¿Vas a volver más tarde? Acabo el turno dentro de una hora.

—Claro —contestó ella. Aferró la bolsa y se puso en pie.

El vigilante se levantó para retirar la silla y abrió el cerrojo de la puerta blanca. El olor a barniz quemado se hizo más intenso. Noe salió a un pequeño patio cerrado por un muro coronado con vidrios rotos. En un lateral, tras una alambrada, una decena de perros se abalanzaron contra la cerca y rompieron a ladrar, enloquecidos. De la bolsa de rayas salió un débil aullido de respuesta. Al oírlo, una sonrisa iluminó el rostro de la chica. Palpó la tela y aprisionó las mandíbulas del cachorro, pero esta vez lo hizo con mucho cuidado, casi con delicadeza. Sobre el muro asomaban las altas llamas de una hoguera. Bocanadas de humo ascendían blandamente al cielo. Flotando en la humareda se veían pavesas encendidas igual que brillantes adornos en una trenza gris.

—¡Curro! —la voz de Popeye se impuso sobre los ladridos.

De las sombras apareció un joven greñudo. Arrastrando los pies, abrió un portalón en el extremo del muro. Por el vano entró el resplandor de la hoguera y las llamas ardieron en las pupilas dilatadas de Noe. Sin decir adiós, voló hacia el fuego como una polilla hacia la luz. A su espalda escuchó un grito:

—¡Noe!

Ella continuó, sin hacer caso. Las llamas lamían con avidez el cielo ceniciento.

—¡Noe! —era Popeye quien la llamaba—: ¡¡Noe!!

Se detuvo, aterrorizada, y sujetó la bolsa para arrojarla a la pira con el cachorro dentro. El fuego rugía hambriento.

—¿Qué? —dijo, girándose a medias, los dedos muy blancos en torno al asa de tela.

Popeye había salido al patio y, apoyado en el quicio de la puerta, la contemplaba.

—Tráeme una Coca-Cola cuando vuelvas.

Ella asintió y, sin mirar atrás, se lanzó a correr hacia la calle principal del poblado con la pesada bolsa golpeándole una y otra vez la cadera como el badajo de una campana que alerta de la catástrofe.