Pieza a pieza La historia del chico que se construyó a sí mismo

David Aguilar

Fragmento

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Rosas, margaritas y demás

Todo empezó en el hospital, en la habitación 102.

Allí estaban mis abuelos, mi tatarabuela y mis tías, esperando; esperándome.

Ya me conocían; era David, el hijo fuerte y sano que esperaban mis padres, que ya querían mis abuelos y que toda la familia estaba impaciente por que naciera.

Mi abu Basi estaba sentada, frotándose los dedos de las manos, nerviosa, emocionada; se retorcía el anillo constantemente. Esperaba a que mi padre abriera la puerta en cualquier momento, con una sonrisa en los labios y conmigo en brazos, envuelto en el arrullo que ella misma había cosido con tanto esmero, y…

Y sí, supongo que más o menos fue eso lo que pasó.

Mientras tanto, mi padre recorría con los ojos llorosos los largos pasillos, desde quirófano hasta la habitación, hundido por las circunstancias. No se atrevía a entrar en la habitación, pero finalmente abrió la puerta en un momento cualquiera, y yo estaba en sus brazos, envuelto en el arrullo. Pero a mi padre le faltaba la sonrisa y a mí un brazo, y el arrullo absorbía las lágrimas que caían de sus ojos. Cosas que pasan.

—Ferran, ¿qué…? —preguntó mi abuela, levantándose—. ¿Y esa cara… y…? ¿Todo bien? ¿Cómo está Nathalie?

Pero mi padre no podía articular palabra y los demás no podían dejar de mirarlo asustados. Todos se quedaron pálidos al verlo entrar, más blancos que la bata de cualquiera de los médicos de ese hospital. Y yo estaba ahí, ajeno a todo, al terror de mis familiares, a la inquietud de mi abuela y a la pena de mi padre. Tan ajeno que, bueno, ni me acuerdo de nada de esto, por supuesto; lo sé por las veces que lo ha contado papá.

—Pues David… Pues… —intentaba responder.

—David ¿qué? —En ese instante, mi abu se acercó más y descubrió parte del arrullo, viendo por primera vez mi muñón—. Oh, Ferran… —Fue lo único capaz de decir.

—Solo eso… Solo eso… Por lo demás, el médico dice que está perfecto.

Basi empezó a acariciarme las mejillas, la frente, la cabecita. Me cogió la manita, la que sí tengo, y me la acarició con el pulgar. Luego me besó en la frente antes de decir:

—Pues claro que está perfecto, ¿no lo ves?

Curiosamente, de ese beso sí que me acuerdo.

Podéis haceros una idea de cómo fue el resto del día…, y de la semana…, y de, prácticamente, la mitad de mi vida. Las miradas de lástima, como viejas amigas, me han acompañado siempre, hasta las llamo por su nombre y nos saludamos: está la «penasco» (cuando les das lástima, pero también asquete; ¡como si el muñón les fuera a morder!), la «penalivio» (cuando se compadecen de tus padres mientras se alegran de que su hijo haya salido con dos brazos) y la «penobre» (la de, simplemente, «ay, pobre»). Pero bueno, de esto ya os hablaré más adelante, porque tendríamos para un capítulo entero o varios. El caso es que mi madre se despertó de la anestesia poco después, asustada de no verme y cuando lo pudo hacer, lloró, claro, porque fue una sorpresa para todos.

Como si nos quisiera consolar, casi sin darnos cuenta y pese a ser 25 de febrero, la primavera se adelantó: la habitación se llenó de flores, y las flores escondían palabras como «Lo siento», «Ánimos» y «Nuestro apoyo incondicional» en forma de tarjetas que pinchaban más que cualquier espina. Familiares lejanos, vecinos, conocidos se volcaron tanto al conocer el suceso que el polen permaneció flotando por la habitación y acabó formando una nube sobre los ramos que quedaban amontonados fuera, al lado de la puerta.

Ahora mismo, la verdad, me gustaría poder viajar en el tiempo y aparecer allí, frente a la habitación 102, esquivar las rosas, apartar las margaritas para poder abrir la puerta y decirles a mis padres:

—Tranquilos, habéis hecho un buen trabajo.

En aquel entonces lo del brazo les parecía la mayor sorpresa de su vida, pero la verdadera sorpresa vendría más tarde, con lo que conseguirían. Acabaron sorprendiéndose a sí mismos, y yo acabé sorprendiendo al mundo. Mamá y papá están orgullosos de su labor como padres.

Y es que eso de llamar dis-capacidad a lo diferente no hace más que matar en vida al que es distinto. Pero esto lo fui aprendiendo yendo por el camino difícil.

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¿Discapacitado?

Lista de cosas que mi padre pensó que no podría hacer conmigo:

• Jugar a la Play

• Tocar la guitarra

• Llevarme a esquiar

• Enseñarme a montar en bici

• Ir juntos en bici los domingos después de haberme enseñado a montar en bici

Lista de cosas que he hecho con mi padre:

• Jugar a la Play

• Tocar el drumpad y componer

• Ir a esquiar

• Aprender a montar en bici

• Ir juntos en bici los domingos después de haber aprendido a montar en bici

• Ir en patinete eléctrico y representar a una gran marca

• Aeromodelismo

• Montar en kayak

• Hacer natación

• Hacer escalada

Mamá pasó un par de semanas ingresada en el hospital, y yo con ella. Lo suyo fueron complicaciones de la cesárea; lo mío, el «bracito», por supuesto. Todos, durante mucho tiempo, lo llamaban así: «bracito». Igual que a la preposición «sin», también me tuve que acostumbrar a los diminutivos durante mucho tiempo, incluso cuando dejé de ser pequeño. Lo aceptaba porque así me veía yo mismo en muchas ocasiones: diminuto, minúsculo…; en definitiva, -ito. Hasta que, tras demostrar siempre que no era así, decidí no sentirme así.

Los médicos me observaron, me hicieron pruebas y decidieron que era mejor que me quedara en el hospital con mi madre. No supieron fijar un diagnóstico demasiado claro: una malformación regular, una no formación…; fuera lo que fuera, no había rastros de nada maligno. El «bracito» faltaba, y punto. Así que mientras lo verificaban, me quedé allí con mi madre y mi padre, que no se separaba de nosotros.

Y mi abuela tampoco; siempre estaba ahí. Cada día. Le traía comida a mi padre, que arañaba tanto como podía los pocos días de baja de paternidad que daban por entonces, y se pasaba horas conmigo en sus brazos.

—No sé qué haremos, mamá —le decía mi padre. Le corroían las dudas, no dejaba de preguntarse si sería difícil.

—¿Con qué?

—¡Con el niño! —le respondió, como si no fuera evidente. La abu Basi se paseaba lentamente de un lado a otro de la habitación, acunándome para que me quedara dormido, y le pedía que bajara la voz para que no despertase a mi madre—. ¿Qué le dirán los niños en el colegio? ¿Cómo se atará los zapatos? ¿Cómo irá en bici? ¿Cómo conducirá?

Tranquila como ella sola ante este tipo de situaciones, siempre la voz de la razón y del amor, se sentó junto a papá y, aun conmigo entre sus brazos, me besó las mejillas y me pellizcó la nariz. Mi padre lo recuerda con total claridad, y así lo contó por pri­mera vez unas Navidades en las que abrí con más destreza que mi hermana el regalo que contenía mi primer Lego (un co­che de carreras Speed Racers, chulísimo, por cierto). Y es que lo que le dijo en aquel momento se le quedaría grabado a fuego:

—Ferran, es muy sencillo. Lo que tenemos que hacer con el niño es quererlo y cuidarlo. Los nenes del cole, que digan misa, como dirán sus padres. Al cuerno con ellos. Los zapatos, ahí estaré yo para atárselos siempre que haga falta. Lo de la bici, lo solucionaremos. Y conducir… ¿No hay coches automáticos? Sea como sea, ¡seguro que nos sale tan listo que tendrá dinero para contratar un chófer!

Mi padre se quedó mudo. En aquel momento de dolor le era muy difícil ver más allá de mi brazo. Fue mucho más duro para él que para mi madre, no cabe duda.

Cada vez que explica esta anécdota lo hace con la misma expresión de asombro. Cada Navidad, cada cumpleaños, frente al pastel, las velas que cada año suman más, encendidas, y el olor a quemado de las cerillas, mi padre lo narra con aquella misma mezcla de ternura e incredulidad.

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Rompecuellos

Llegó un día en el que salí del hospital, en brazos de mi madre, con mi padre al lado preguntándonos incesantemente si necesitábamos algo. Mis abuelos nos seguían hasta el coche y le pedían a papá que dejara de agobiarnos, que no se preocupase, que todo estaba bien.

¡Por fin el alta! Todo saldría a pedir de boca. Estaba perfecto, estaba sano. Solo tenía un pequeño defecto, un -ito que todos pudimos relativizar con el tiempo gracias a Peggy Cerqueda y su madre, la doctora Doncel. Parecía que las flores habían desaparecido de la puerta de la habitación; el funeral por mi brazo se había suspendido y todos, incluidos los protagonistas, volvíamos a casa con la promesa de olvidarlo. La esperanza se había instalado en nuestros corazones como un invitado esperado. Aun así, no todas las flores se marchitaron durante aquellas dos semanas; algunas sobrevivieron, manteniéndose hermosas y lozanas, firmes en sus troncos y con capullos todavía por abrir y florecer. Las enfermeras las juntaron en un ramo y nos lo prepararon como regalo de despedida, y aunque ni mis padres ni mis abuelos querían ver más flores durante mucho tiempo, lo aceptaron y lo pusieron con cuidado en el maletero del coche.

El camino de vuelta, mi primer viaje a casa, fue extraño y emocionante. Mi madre me ha contado en varias ocasiones que estaba tan cansada que le costaba saborear la felicidad, y mi padre no paraba de secarse los ojos, húmedos de alegría por poder regresar a su hogar con su hijo. Todo parecía irreal, aunque el mundo estuviera exactamente igual: el cielo, siendo azul, parecía verde, y el sol desprendía frío en lugar de calor. No obstante, nos sentíamos bien. Era una felicidad desbordante, pero discreta y frágil, pues había sufrido demasiados golpes y quizá no iba a poder aguantar más. No teníamos ni idea entonces de cuántos más tendríamos que recibir para hacernos lo suficientemente fuertes.

Cuando llegamos, lo primero que hizo mi padre fue llevarnos al dormitorio para que pudiéramos descansar. Dormido como estaba, mi madre me acostó en la cuna. Mientras tanto, mis abuelos ayudaron a descargar el maletero, y sin preguntar a nadie, con mucho disimulo, mi abu Basi cogió ese precioso ramo y lo colocó en el centro del comedor, resignada y admirada por su belleza. Luego mi padre volvió al garaje, y acabó de sacar todas las cosas del coche. Después miró el buzón para ver si había correo. Nada más abrirlo, se arrepintió de ello, pero ¿qué le iba a hacer pensar que algo tan corriente como abrir el buzón le iba a causar tanto dolor? Solo quería comprobar si había correspondencia… Esperaba encontrar facturas del banco, recibos de la luz…, pero en su lugar encontró un panfleto publicitario de una ortopedia.

Aquel fue el primer momento en que nos dimos cuenta de que, por mucho que nosotros aceptáramos la situación, la gente siempre me señalaría; siempre sería el especial, el raro, el diferente. Mi brazo, mi falta de brazo, era como una terrible marca invisible que me acompañaría toda la vida.

Y como ese momento, vinieron otros.

Una de las cosas de mi infancia que recuerdo con mayor vivacidad, aparte del primer día de colegio, es cuando salía a la calle. Pisar la acera, dar un paseo o jugar en un parque era como caer en otra dimensión o, lo que es peor: salir al mundo real, donde se me dejaba claro que no era normal.

Ahora lo pienso y me parece surrealista. ¡Sí, señores: me falta medio brazo! ¡Dejen sus teléfonos, no hace falta llamar a Cuarto Milenio! Pero con ¿cuatro? ¿cinco? años no podía pensarlo de ese modo, así que llegó un momento en el que siempre siempre me ponía en medio de papá y mamá cuando íbamos por la calle. Escondía mi falta de brazo y escondía mi culpa por no tenerlo de las miradas de los transeúntes, porque me hacían sentir así, culpable, como si hubiera hecho una travesura y me fueran a echar la bronca de un momento a otro. Y no tenían suficiente con mirarme; luego se giraban para comprobarlo: sí, está manco, pobre.

—Eh, David —me dijo un día mi padre.

—¿Mmm…? —le respondí, ya de malhumor porque una señora me estaba mirando con cara de asustada.

—¿Crees que se va a girar?

—¿Quién?

Para mi sorpresa, señaló con la cabeza a la señora que no apartaba la vista de mi muñón.

Yo le miré interrogativo.

—Va, di, ¿crees que se girará?

—¡Sí! —No me lo pensé dos veces.

—¿Qué murmuráis vosotros dos? —preguntó mamá.

La mujer pasó por nuestro lado y…

—Ahora lo verás —contestó mi padre, y los dos nos giramos a tiempo de ver cómo la señora nos miraba. Volvió tan rápido el cuello que casi se lo rompe, pero al ver que la mirábamos, se puso roja como un tomate y se giró de nuevo.

—¡Toma ya! —dijimos al unísono, chocando las manos.

Desde ese día, aquello se convirtió en un juego. Así, papá rasgó ese miedo que yo tenía de salir a la calle, igual que aquel folleto de la ortopedia que encontró en el buzón, y que lo tiró en la misma papelera, donde estaban las flores que la gente nos mandó al hospital.

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Cordones

Un día que salía del insti, uno de mis compañeros de clase me vio juguetear con las llaves del coche.

—¿Conduces? —me preguntó muy muy extrañado.

—Eh… —Yo me quedé un poco pillado, ¿qué era lo que le parecía tan raro? Pero enseguida caí en la cuenta—. Sí, claro, tío. Repetí curso, ya tengo dieciocho años. Me saqué el carnet durante las vacaciones.

Más que aclararle las cosas, lo confundí muchísimo más. Frunció el ceño tan fuerte que pensé que se le hundiría la frente. Solo entonces empecé a comprender lo que le estaba pasando por la cabeza.

No tardó en soltarlo:

—Pero… ¿cómo conduces? —Su mirada señalaba mi brazo ausente.

Sonreí. Yo, por aquel entonces, ya tenía respuesta para todo:

—¡Pues con la mano! —dije levantando mi brazo izquierdo.

—Y… ¿cómo cambias las marchas?

Sonreí aún más.

—¡Con la boca!

Él se quedó a cuadros y yo subí al coche. Arranqué y me fui, dejándole allí embobado. ¿Acaso no sabía que existen los coches automáticos, sin marchas? Pero no, yo supe, como había sabido toda mi vida, que lo realmente difícil de saber, y sobre todo de comprender, era que alguien que no es como tú pueda hacer las mismas cosas que haces tú.

Lo sé muy bien, creedme, porque justo ese había sido el reto de mis padres. También el mío; lo fue durante mucho tiempo. No culpo a la gente, ni me culpo a mí. Hablando claro, lo que ocurre es que no hay culpa: hay ignorancia y prejuicios, y había soledad. Noches oscuras, tardes enteras dominadas por la preocupación. ¿Cómo saldrá adelante? ¿Qué será de él?

«Lo que tenemos que hacer con el niño es quererlo y cuidarlo», las palabras de mi abuela Basi resonaban cada día en casa, sobre todo cuando mis padres tuvieron que volver al trabajo.

Ella me cuidaba durante el día con todo su amor y maña. Su madre había sido comadrona, y ella había sido una hija con una gran sensibilidad, que había aprendido de ella.

Nadie mejor que mi abuela Basi podría haberse hecho cargo de mí durante esos primeros años. Me acunaba con un brazo y leía el Pronto con la otra mano. Así era: llena de luz, cariño y buen hacer. Pero sus palabras y su optimismo no eran suficientes para mis padres. Por mucho que ella viera luz al final del túnel, ellos solo veían dudas y preocupaciones: ¿siempre dependería de ellos? ¿Qué sería de mí cuando no estuvieran? ¿Viviría menos por tener que estar siempre pegado a ellos? ¿Nunca tendría independencia ni una vida «normal»? No conseguían salir de su espiral «dis-» ni veían la magia del undécimo dedo. Cuesta salir de un pozo si solo tienes un brazo, ¿eh?

Por suerte, todo eso cambió gracias a dos personas muy especiales.

—Adelante —dijo mi padre desde la mesa de su despacho. Estaba absorto mirando la pantalla del ordenador, comprobando cuenta tras cuenta. Dos de sus compañeros, Teo, que era el director de la sucursal, y Toni, otro compañero, abrieron la puerta tras haber llamado.

—Ferran, ¿no vienes a comer?

—No, gracias, hoy me he traído comida de casa.

—Hace mucho que no vienes al bar con nosotros.

En aquella época, el primer año de mi nacimiento, mi padre se encerró en sí mismo. A pesar del rayo de luz que había tenido en el hospital, no dejaba de estar preocupado por lo que podría llegar a ser mi futuro. Por ello, estaba menos sociable de lo habitual. No obstante, aquel día algo cambió. Teo siempre había confiado en mi padre, y a raíz de mi nacimiento se convirtió en un apoyo incondicional para él por toda la situación. Comprendió enseguida que necesitaría más tiempo para estar conmigo y mi madre aquellos primeros meses, y justo por ello aquel día, ante la insistencia de sus compañeros, que lo echaban de menos, papá decidió salir a comer con ellos dos.

Fueron sus compañeros de trabajo quienes, cuando yo acababa de nacer y aún estaba en el hospital con mamá, recomendaron a mi padre que llamara a la doctora Doncel.

—Al parecer, su hija es como tu hijo.

—¿Como mi hijo?

—Como tu hijo.

—¿Quieres decir que… que le falta un brazo?

—Sí, al parecer a su hija también le falta un brazo, como a David. Deberías llamarla… Mira, su número es…

Papá se lo pensó mucho, y cuando mi madre despertó de una larga siesta, finalmente se lo comentó.

—¿Qué me dices, Nathalie? ¿Llamamos?

—No sé… Es muy tarde, deberías dejarlo para mañana —respondió, pero mi padre, a pesar del tono adormilado, identificó en su voz la misma montaña rusa de emociones que había experimentado él cuando le dieron el número varias horas antes. Y menuda montaña rusa aquella… Los Aguilar Amphoux nos hemos subido miles de veces en ella. Conocemos sus curvas y sus altibajos como si la hubiéramos diseñado nosotros mismos. Somos como esos frikis que recorren los parques de atracciones para probar todas las montañas rusas del país. Eso sí, siempre (siempre) nos bajamos de ella aprendiendo algo nuevo. ¡¿Así quién no compra una entrada?!

—¿Por qué esperar? Tenemos la solución ante nosotros, a seis números de distancia. Ring-ring.

—Porque es tarde. Y no sabes si esa mujer tiene la solución. Además, podrías despertar al niño…

—Saldré al pasillo.

—No hablarás con esa doctora sin que yo lo oiga todo —repuso.

—Entonces no me dejas otra —contestó, y marcó el teléfono antes de que mi madre pudiera rechistar.

Tras tres tonos larguísimos en los que mi madre puso cara de enfurruñada por tener que molestarla tan tarde, Doncel descolgó.

—¿Diga? —se escuchó al otro lado de la línea.

—Buenas noches, doctora. Soy Ferran Aguilar. Lamento molestarla a estas horas, pero… es que tengo un hijo que es como su hija…

La conversación no duró mucho. No solo era tarde, sino que la doctora escuchó todo lo que necesitaba escuchar: «Nos gustaría conocerlos», «Tenemos miedo», «No sabemos cómo afrontarlo».

—No diga más —le cortó—. Nos veremos mañana mismo, ¿le va bien?

Tras intercambiar un par de indicaciones, la llamada finalizó.

—¿Y bien? —preguntó mi madre.

Papá se limitó a sonreír y se acercó a la cuna.

—Mañana saldremos de dudas —respondió—. Para bien o para mal…, sabremos algo.

Poca falta hace mencionar que aquella noche mis padres no pegaron ojo, ¡y por primera vez no fue por mi culpa!

Al día siguiente, Doncel llegó con su hija Peggy, una chica como cualquier otra, con un brazo menos, eso sí. Detallitos.

Risueña, de cabello negro y ojos oscuros, saludó a mis padres y justo entonces se dio cuenta de un detalle:

—Ay, se me han desatado los cordones… —comentó casualmente. Y como haría una chica como cualquier otra con un brazo menos, se agachó, puso una rodilla en el suelo y se ató la zapatilla deportiva de forma tan habilidosa que mis padres no pudieron ocultar su sorpresa. Aun así, ninguno de ellos dijo nada, y ni la doctora ni su hija parecieron percatarse de que se les había desencajado la mandíbula.

Pasaron el resto de la tarde hablando, compartiendo anécdotas e inquietudes. Peggy no solo llevaba una vida normal, sino que además era la primera de su clase, tenía muchísimos amigos y una sonrisa que no abandonaba su rostro ni siquiera al comentar las malas experiencias que podía sufrir por culpa de las primeras impresiones. No obstante, tras la escena de los cordones, mis padres ya vieron todo lo que necesitaban. El hecho de que Peggy se hubiera agachado y atado los cordones sin problemas significaba que había esperanza, que yo podía ser normal, que podría atarme los zapatos solo e incluso llegar a la NASA (¡uy, spoiler!). Ya apenas quedaron tinieblas en su visión de mi futuro.

En realidad, fue un gesto sencillo; casi absurdo. Seguramente, cuando os atáis los zapatos lo hagáis de forma automática, ni habréis vuelto a pensar cómo se hace desde que aprendisteis a hacerlo. Yo tampoco. Sin embargo, sí me imagino cómo a mi madre le afloraría una sonrisa en el rostro y a mi padre, las lágrimas en los ojos. Igual que Peggy, lo había conseguido, y conseguiría mucho más. En momentos de oscuridad, una sola chispa puede volver a iluminar estrellas apagadas y reavivar sueños rotos. Mis padres no tenían a nadie que les pudiera enseñar que todo iba a salir bien, que tener solo un brazo no era ninguna tragedia para su hijo, que no me dejaría imposibilitado. Peggy se lo demostró con una acción tan minúscula como aquella.

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Me puse las zapatillas y…

Hoy en día, después de tantos años, seguimos viendo a Peg­gy y a la doctora Doncel de vez en cuando. Se convirtieron en un apoyo incondicional para nosotros, ya que todo lo que alguna vez, sobre todo cuando era pequeño, nos parecían montañas imposibles de escalar acababan volviéndose transitables colinas gracias a sus consejos. Yo bromeaba con que lo sabían todo, decía que eran como una especie de enciclopedia única y rara, escrita para nosotros: la Mancopedia o la Wikitullido. ¡Mi madre incluso me regañaba cuando lo decía! No se podía creer que siendo tan pequeño ya tuviera esa clase de humor. Otra cosa que hacía era llamar «codoñeca» al mal llamado muñón que tengo en el brazo derecho; esa parte, que sería el codo, tiene todo lo que hubiera sido mi mano, pero con un crecimiento interrumpido. En la comida o en la cena podíamos pasar horas y horas riendo ante estas ocurrencias. Supongo que a vosotros ya no os sorprende, ¿no?

El caso es que Peggy y su madre en realidad no eran ninguna enciclopedia, ni ningún manual de instrucciones para niños sin brazo…, solo eran lo que ellas habrían querido tener en su momento: un apoyo. Con los años, la doctora nos llegó a decir que aquel día anuló toda su agenda solo para poder conocernos, y Peggy acabó confesándonos que toda aquella escena de los cordones fue literalmente eso: un poco de teatrillo para romper el hielo, para decir mucho sin decir nada; un salvavidas que nos ayudó a salir de aguas turbulentas y confusas. Para mis padres y mis abuelos, aquello supuso la luz en el camino para afrontar su nueva vida a mi lado. Ante la emoción que le embargó, mi abuelo materno, Gilbert, tuvo que salir al pasillo emocionado, llorando de amarga y esperanzadora alegría.

Recuerdo que cuando me contaron aquello, pensé: «Ojalá algún día yo pudiera hacer lo mismo», salvar a alguien… o al menos ayudarle tendiéndole la mano. Aunque mi abuela era la única que creía a pies juntillas que todo se resolvería, los demás cobramos consciencia en ese preciso momento de que los límites los pondría yo, no un pequeño, minúsculo e insignificante detalle «defectuoso» de mi anatomía.

Por supuesto, luego vendría todo lo que me tiraría el mundo a la cara. Pero una vez que aprendes que la decisión de luchar es tuya, no hay vuelta atrás. Cuando aprendí a atarme los cordones, ya no me quité las zapatillas de deporte.

—¿De verdad que no tienes deberes para mañana? —preguntó mi madre.

—¡Yo sí, mamá, un montón! Tengo que dibujar y ver los dibus y… —decía mi hermana. De bien pequeñita, le gustaba fingir que tenía deberes como yo.

—No —respondí, interrumpiéndola. Pero mi madre no me creyó—. De verdad. ¿Puedo ir a la plaza a jugar con Álex y Ariadna? —Eran mis mejores amigos y me moría de ganas de jugar al fútbol en la calle con ellos.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿De verdad de la buena?

—¡Sí!

—David, David…, que ya sabes que las mentiras…

—¡Yo no miento! ¡No soy como vosotros con Papá No…! —me callé a tiempo. Por suerte, mi hermana estaba demasiado ocupada fingiendo estar atareada con deberes que no tenía (y que yo sí), así que no se enteró—. ¡No tengo deberes, lo juro! —prácticamente grité. Seguro que eso y arrugar la nariz no ayudó nada a que mi madre me creyera.

En aquella época, cuando aún tenía nueve años, nada más salir del colegio teníamos que ir a la agencia de viajes donde trabajaba mi madre y, mientras ella acababa de trabajar, mi hermana y yo jugábamos sin molestar en su mesa o bien yo me ponía enseguida a hacer los deberes del día siguiente y mi hermana dibujaba y llamaba mi atención continuamente. Le encantaba imitarme, y, aunque no lo reconozca, ¡sigue tratando de imitar lo guay que soy! Pero el problema en ese momento no era mi hermana, ¡ni mi madre! Era que ya sabía atarme los cordones, jugar al fútbol y al baloncesto, y encima se me daba bien nadar, ¡¡¡los ganaba a todos!!!

Tras mirarme fijamente a los ojos durante treinta segundos que me parecieron treinta años, dijo:

—De acuerdo, puedes ir. ¡Pero antes de las siete te quiero de vuelta!

Apenas le di tiempo a terminar la frase, ya salía por la puerta de la agencia antes de que articulara el «puedes ir». ¡Lo había conseguido! Era la primera vez que lograba engañar a mi madre con una mentirijilla, y me sentía el rey del mundo. Era mi oportunidad de respirar, de correr, de saltar, de reír. Me faltaría un brazo, ¡pero tenía las dos piernas! Y estar encerrado toda la tarde allí, con los ejercicios de mates y las preguntas de naturales se me hacía cuesta arriba. ¡Una caída en picado! Álex y Ariadna me hablaban cada mañana de sus partidos y de sus carreras en el parque. Me insistían en que tenía que ir con ellos a jugar para luego ser los mejores en gimnasia los tres juntos.

—Pero si juega con vosotros porque solo tiene una mano para protegerse de vuestros balonazos… —dijo Jordi esa misma mañana. Nos había oído hablar en el patio del cole y aprovechó para meterse conmigo, como era habitual—. ¡No sabéis ni lo que es marcar un gol! —Y ya de paso con mis amigos.

—Cállate —le ordené, pero él nunca cerraba la boca. Ya lo veréis—. Esta tarde pienso jugar con ellos, bocazas.

Poco después, mis amigos me apartaron. ¡Cómo iba a hacer eso si mi madre nunca me quitaba el ojo de encima! Pero mi cabeza solo pensaba en demostrar al mundo que se equivocaba conmigo, y, a los nueve años, mi mundo se reducía al cole y al matón de turno. ¡Chúpate esa, Jordi!

Aunque una vez que llegué al parque y me pasaron el balón, solo existió este, la portería ficticia (el espacio entre el banco verde y el banco que crujía al sentarte) y mis amigos. Los balonazos, las carreras, los goles… Recuerdo que gané. No sé cómo, siendo solo tres los que jugábamos, pero gané. Fue una tarde estupenda: saltar y correr en un sitio que no era la clase de educación física fue como una bocanada de aire fresco. De repente, fue como estar en Menorca una vez más: la libertad, los juegos eternos, la papiroflexia, la diversión… Solo faltaba el olor a mar y la brisa cálida de la playa. Estábamos en febrero y el verano quedaba ya demasiado lejos, separado del presente por eternos días de colegio y tediosas horas de deberes. El hechizo se rompió por unas campanadas: nos avisaban de que se acercaban las siete de la tarde, y los tres tuvimos que irnos.

Álex y Ariadna subieron a sus bicis después de recoger las mochilas y desaparecieron por la esquina, camino hacia sus casas. Aquello, lo reconozco, me hizo sentir envidia…, pero no porque no supiera montar, sino porque no podía. Hacía casi un año que mi bicicleta empezó a quedárseme pequeña y ya no me resultaba cómodo montar en ella. Yo me había hecho más grande, fui creciendo y ya no me servía. El caso es que ya no podía montarla con tanta facilidad. Hasta entonces, podía inclinarme ligeramente y aguantar bien el manillar con mi mano izquierda y el muñón, pero poco a poco esa postura me fue resultando más y más incómoda, hasta el punto de que ni inclinándome podía sujetar bien el manillar. Por culpa de ello, algunas noches me encontré a mí mismo deseando no crecer. ¿Acaso era eso lo que significaba hacerse mayor? ¿Tendría que dejar de hacer cosas con las que disfrutaba? Sentía que me ahogaba, me agobiaba tener que aprender una y otra vez cómo hacer las cosas que ya había aprendido a hacer solo porque mi cuerpo se estiraba y cambiaba sus proporciones.

Y yo, con nueve años, solo quería ir en bici. No creo que fuera mucho pedir.

Cuando volví a la agencia de viajes, no podía imaginar lo que me esperaba: mi agenda del cole estaba desplegada sobre la mesa de mi madre, con la página más acusadora mirándome, mirándonos. Una lista de deberes inacabable para el día siguiente me incriminaba como solo mi propia confesión podría haberlo hecho.

—Peux-tu m’expliquer ce que cela signifie?

Hay algo que no os he explicado sobre mi madre, Nathalie: cuando se enfada muchísimo, habla en francés; le sale su lengua materna. Así que ya os podéis imaginar lo mucho que me acojoné con esa pregunta, sobre todo teniendo en cuenta que mi cumpleaños era al cabo de un par de semanas. Mirándolo con perspectiva, podría haber escogido un mejor momento para colarle una mentira y demostrar a mis amigos (y no tan amigos) todo lo que podía hacer, pero supongo que mi orgullo era más fuerte. Por eso mismo, y también para no embarullarlo todo mucho más con alguna otra trola, me decanté por la simple verdad:

—Quería jugar con mis amigos, mami.

El «mami» siempre la enternece. Incluso hoy.

Os lo recomiendo, es infalible.

Bromas aparte, se lo expliqué todo y, ante mi sorpresa, su mayor reprimenda fue un abrazo.

—Podrías habérmelo dicho… Y luego nos hubiéramos preocupado por los deberes. Ah, y ya hablaré yo con tu profesora de este tal Jordi que ya nos empieza a hinchar las naricillas. Quel imbécile!

Después de eso, recogimos nuestras cosas y mamá cerró la oficina, no sin antes decirme:

—Y, jovencito, no creas que te quedas sin castigo. —Ahí va mi regalo de cumpleaños—. ¡Los deberes de hoy los acabas sin ayuda y te quedas sin ver El gigante de hierro!

No voy a negar que me molestaba mucho quedarme sin poder ver mis dibujos preferidos: un robot que se construye a sí mismo y hace el bien a la humanidad. Sentía que esa película me interpelaba; me hablaba solo a mí. Por no hablar de que me quedé sin salir al recreo un par de días por no haber acabado todos los deberes que tenía para ese día. Pero, al menos, lo que más temía no se cumplió.

Unos días más tarde me regalaron aquello que acabó siendo tan especial para mí: un set de construcción de un barco de Lego. Ese regalo supuso un antes y un después en mi historia y acabaría siendo una inspiración para mi padre, que ha compuesto una fabulosa canción para mi documental Mr. Hand Solo, que se titula «Oh, Lego».

Volviendo a aquel día, recuerdo que por la noche me fui a dormir temprano. Cuando mi madre me vino a arropar, se me escapó una sonrisa de pillo y no pude evitar decirle:

—Mamá, no sé cómo me has podido pillar la mentira…

Ella esbozó una de las sonrisas más amplias y cálidas que le he visto en la vida.

—David, ten en cuenta dos cosas. La primera es que yo también fui niña; ya me conozco estas tretas… Y la segunda es que soy tu madre, chéri. Cuando tú vas, yo vengo. Cuando quieras pasar tiempo con tus amigos, prefiero que me lo digas, ¿vale? Me tienes que prometer que, a partir de ahora, te lo vas a pensar dos veces antes de mentirme, porque te voy a pillar siempre.

Y así fue a partir de entonces.