2
Me llamo Amanda Black y mi historia comienza un día de no hace mucho tiempo.
Mi vida en aquellos momentos era una... No sé cómo decirlo para que suene más suave... En fin, te lo cuento y ya rellenas tú los puntos suspensivos.
Vivía en un apartamento de una sola habitación con mi tía abuela Paula; es más abuela que tía, su amor puede llegar a ser agobiante, pero, aun así, me siento agradecida por tenerla. Me llevó a vivir con ella cuando yo era un bebé. Mis padres murieron poco después de nacer yo. No tengo recuerdo alguno de ellos. La tía Paula es mi única familia.
Nuestro piso era diminuto, apenas una habitación estrecha, y teníamos que compartir el cuarto de baño con nuestro casero, que también era el propietario del restaurante mejicano que había justo debajo de nuestro piso y del edificio en el que vivíamos, un edificio que se caía a pedazos situado en uno de los peores barrios de la ciudad. El casero ya no trabajaba en el restaurante, lo llevaba uno de sus hijos. Él sólo pasaba por allí para comer. El hombre adoraba la comida mejicana. «Adoraba» = «No comía otra cosa». Y cuanto más picante, mejor, le encantaba el picante.
Kilotones de picante.
Tenía que levantarme antes del amanecer para ir al baño porque el casero era muy madrugador. Si perdía la carrera, aquello se convertía en zona catastrófica. Habría sido necesario ponerlo en cuarentena, en alarma de guerra biológica. Habría necesitado una pinza en la nariz para internarme en aquella jungla olfativa, de lo contrario me hubiese esperado una desagradable muerte por asfixia.
Sin embargo, mi vida estaba a punto de cambiar.
Y no sabes de qué manera.
Me encontraba haciendo los deberes del insti metida en un conducto de ventilación de la entreplanta. ¿Que por qué hacía los deberes metida en un conducto de ventilación?
Ya llegaremos a eso. De momento basta con que sepas que solía esconderme ahí para que el casero no me viese. El casero estaba siempre buscándonos a mi tía y a mí para exigirnos el pago del alquiler atrasado. No teníamos mucho dinero. O mejor dicho, no teníamos NADA de dinero. Con lo que ganaba mi tía nos daba lo justo para alimentarnos.
Alguien pasó frente al conducto. Oí cómo sus pasos se alejaban, continuaban subiendo. No mucho, porque se detuvieron cuando llegaron al primer piso, donde sólo vivíamos el casero, mi tía Paula y yo. Pensé que era muy extraño, porque nunca recibíamos visitas. Él, porque era un ser humano bastante desagradable; nosotras, porque no conocíamos a nadie, ni teníamos más familia.
Ding dong.
Ding dong.
Unos pasos. Y otro timbre distinto.
PRRRRRRIIIIIING.
Al instante, la áspera voz del casero llegó a través de la puerta.
—Ya voy, ya voy. Un poco de paciencia. —La última frase sonó más fuerte e intuí que se debía a que ya había abierto al misterioso visitante—. ¿Qué quiere?
—Traigo un mensaje importantísimo para Amanda Black. —La voz era suave y estaba teñida de elegancia—. ¿Sabe si está en casa? He llamado, pero nadie me abre.
—No lo sé, no soy su portero, si quiere puede dármelo a mí —contestó el casero en un gruñido.
—Eso no será posible, caballero, es un mensaje que sólo puedo entregarle a la señorita Black. Ya le digo que es un mensaje importantísimo.
—Pero ¿cómo va a recibir esa niña un mensaje tan importante? Ella y su tía no son más que dos muertas de hambre que me deben varios meses de alquiler. ¡Démelo y lárguese!
—Lo siento, señor, este mensaje lleva con nosotros trece años. Nos fue encomendada la misión de entregárselo única y exclusivamente a ella. Volveré en otro momento. Muchas gracias por su tiempo, caballero.
—Váyase a la... —La última palabra quedó ahogada por el portazo.
Los pasos comenzaron a acercarse de nuevo en dirección al conducto en el que me encontraba para después alejarse hacia el portal. Unos segundos más tarde el casero salió de su piso, echó la llave a la puerta y bajó las escaleras, pasando, sin saberlo, también frente a mi escondite. Una vez abajo, se paró a hablar con un vecino.
Yo, mientras tanto, estaba hecha un manojo de nervios.
¡Tenía que detener al mensajero!
¡Necesitaba saber qué decía aquel mensaje, quién lo enviaba y por qué era tan importante (importantísimo)!
Pero ¿cómo salía de allí sin que el casero me viese? Si me veía me iba a exigir el alquiler, y no teníamos ninguna forma de pagarle.
De repente tuve una idea.
3
Salí reptando del conducto de ventilación dejando los libros, cuadernos y bolis en él. Ya regresaría más tarde a recogerlo todo. Corrí escaleras arriba hasta el cuarto piso y me dirigí a la ventana que había al final del pasillo. Me costó mucho abrirla. Todo en aquel edificio estaba mal, pero nadie lo arreglaba. Tras forcejear con los cierres durante unos instantes conseguí, por fin, abrir la maldita ventana. Justo a tiempo, porque estaba a punto de romper el cristal. Total, un desperfecto más en el edificio tampoco se notaría.
Llovía.
A mares.
Y yo odio la lluvia.
Cuando llueve mi pelo se riza y se esponja haciéndome parecer un pomerania recién bañado.
Refunfuñando, salí por la ventana y trepé por el canalón que había junto a ella hasta la repisa del quinto piso (la ventana del quinto piso estaba tapiada con tablas y yo lo sabía porque había sido yo quien la había roto jugando con un vecino, por eso había utilizado la del cuarto).
Cuando llegué al quinto piso me di la vuelta con cuidado, pegué la espalda a la pared y miré hacia abajo. Nunca tendría que haberlo hecho. Sentí un poco de vértigo. Si caía terminaría estampada como una pegatina sobre el pavimento. Seguro que dolía un montón. Pero ya había llegado hasta allí y tenía que continuar; realicé un par de inspiraciones profundas y salté al edificio de enfrente.
Durante el saltó ya me di cuenta de que había calculado mal la distancia. Las probabilidades de que no pudiese alcanzar el saliente que era mi destino eran de altas a muy altas.
No lo alcancé.
A cambio, me pude sujetar a los barrotes de un balcón. Tras quedar colgando unos instantes, comencé a trepar al balcón, con tan mala suerte que una de mis zapatillas resbaló a causa de la lluvia (¿Te he dicho ya que odio la lluvia?) y estuve a punto de caer de nuevo.
Por fin conseguí subir y fui bordeando la barandilla hasta alcanzar un nuevo saliente, que empecé a recorrer con mucha cautela, no quería volver a resbalarme.
A través de una de las ventanas frente a las que pasé vi a un par de niños pequeños que jugaban con unos muñecos de superhéroes en el salón de su apartamento. Les guiñé el ojo a través del cristal e hice el gesto que hace Spiderman cuando lanza una de sus telarañas para, a continuación, desaparecer de su vista. En realidad, salté a la escalera de incendios, pero creo que esos chavales nunca olvidarán el día que creyeron ver a Spiderman y en realidad era una niña no mucho mayor que ellos.
Una vez en la escalera de incendios comencé a bajar a toda velocidad, apenas rozaba los escalones, saltaba de tramo a tramo. No sabía cómo estaba haciendo todo aquello. Estaba más que sorprendida con mis capacidades, sobre todo si pensaba que yo en gimnasia tampoco era tan buena.
Llegué al primer piso... Y ahí se acabó la escalera de incendios. En el muro había algo similar a una escalera de mano, sólo necesitaba desengancharla y empujarla hacia abajo. Y lo intenté, no creas, pero hacía tanto ruido que desistí enseguida. El vecindario está lleno de cotillas. Todo el mundo saldría a ver qué pasaba y me caería una bronca importante.
Sólo me quedaba una opción: saltar desde la plataforma en la que me encontraba hasta el suelo.
Y como era la única opción que tenía, hice lo único que podía hacer: salté.
Caí bajo la lluvia, la pierna derecha flexionada bajo mi cuerpo, la izquierda estirada hacia un lado, formando un triángulo; el brazo izquierdo estirado a mi espalda y la palma de la mano derecha apoyada sobre el suelo mojado.
Yo pensaba que me partiría una pierna o que terminaría rodando como una albóndiga que se escapa de la cazuela. Pero, ni rotura ni albóndiga.
Sólo un aterrizaje perfecto, y una extraña sensación de irrealidad.
Unos faros me iluminaron de frente. Un chirrido de frenos. Mientras me levantaba, la puerta del automóvil se abrió para cerrarse de nuevo tras salir el ocupante del vehículo, cuyos pasos se acercaban a mí.
Los faros me deslumbraban, pero pude ver que tenía un físico extraño: muy alto y delgado. Vestía el uniforme de una empresa de transportes muy conocida. La gorra ocultaba casi todo su rostro, salvo unos labios finos que se curvaban en una sonrisa irónica.
—Intuyo que es usted la señorita Black, ¿me equivoco?
—No, no lo hace. Creo que tiene un mensaje para mí.
El hombre asintió una sola vez con la cabeza y se llevó la mano hacia el pecho para sacar de un bolsillo interior de su chaqueta un sobre que me tendió.
Lo cogí. No había nada escrito en el exterior del sobre.
—No puede abrirlo hasta las once, cincuenta y siete minutos y quince segundos de esta noche —dijo. Empezaba a sospechar que no era un mensajero normal—. Éste no es un mensaje normal y yo no soy un mensajero normal, si no hace como le digo, el mensaje se destruirá.
Volví a mirar el pedazo de papel que sostenía entre mis manos. Tenía un montón de preguntas en la cabeza, alcé la vista hacia el mensajero, pero éste ya había subido al coche, que se alejaba bajo la lluvia. Sólo pude ver sus faros traseros.
Guardé el sobre en un bolsillo y me llevé una mano al pelo. ¡Lo sabía! Empezaba a rizarse. Cuando se secase se quedaría como el pompón de un gorro de lana.
Con un suspiro resignado comencé a alejarme en dirección al portal del edificio en el que vivía. Cuando llegué, tuve que dar un salto para esconderme. El casero seguía hablando con el vecino. Esa entrada estaba descartada, no quería que aquel hombre me viese y me acribillase a preguntas acerca del pago del alquiler. No cuando todo mi cerebro estaba ocupado intentando averiguar qué contenía aquel sobre que me acababan de entregar.
Tenía que pensar algo.
—¡Achís! —estornudé, con el pelo empapado.
Y a poder ser sin tardar mucho.
4
Entre estornudos, la solución llegó a mí a través de la nariz. Sólo tenía que esperar un poco, no mucho. En el ambiente ya flotaban los aromas de las cenas. En breve llegaría la señal que esperaba.
De repente, las ventanas de mi edificio se llenaron de adultos que llamaban a sus hijos. En mi barrio daba igual que lloviese, los apartamentos eran tan pequeños que la mayor parte de los críos preferían ir a jugar al parque tras hacer los deberes a quedarse en casa, donde estarían apretados y sin apenas poder moverse.
En la acera de enfrente se reunió un grupo de diez o doce niños que esperaban para cruzar. Me escurrí entre un par de viandantes hasta las sombras de un portal cercano. Una vez cruzasen, tendrían que pasar frente a mi improvisado escondite para ir a su casa, así que me metería entre ellos para llegar a mi piso sin que el casero me viese.
Los niños cruzaron y comenzaron a acercarse. Vigilé al casero desde mi posición y... uno, dos y tres...
De un salto me colé en el centro del grupo.
—Uy, hola, Amanda, no te había visto —me dijo una de mis vecinas—. ¿Estabas en el parque?
—Shhhhhh —chisté llevándome un dedo a los labios—. No, no estaba en el parque, pero no quiero que el señor Pauldon me vea. Disimula.
La niña rio bajito, se quitó su gorro de lana y me lo caló en la cabeza casi hasta las cejas.
—Si te ve con esto, pensará que eres yo. Ya me lo devolverás mañana en clase.
—Gracias.
Faltaban cinco metros para alcanzar el portal.
El señor Pauldon miró al grupo que se acercaba.
Cuatro metros.
Estiró el cuello como una jirafa intentando ver las caras, buscándome entre ellas.
Tres metros.
Mi vecina acercó su cara a la mía, fingiendo que íbamos cuchicheando.
Dos metros.
Los ojos del casero se iluminaron cuando me reconoció.
¡Drama!
Un metro.
Algunos chavales del grupo ya habían entrado en el portal, uno de ellos sostenía la puerta para que no se cerrase. Cuando estaba atravesándola, el señor Pauldon extendió el brazo con la intención de atraparme. Me escabullí de un salto y salí corriendo hacia la escalera.
El hombre intentó perseguirme, pero mi vecina le puso la zancadilla, lo que provocó que mi casero tropezase y casi cayese al suelo. Justo lo que yo necesitaba para conseguir llegar al primer tramo de escaleras. Cuando lo alcancé, me detuve, me di media vuelta, miré a mi vecina y dibujé un «gracias» con los labios a la vez que le guiñaba un ojo. Ella se despidió de mí con un gesto de la mano. Al cabo de unos segundos ya estaba abriendo la puerta del piso que compartía con la tía Paula. Apenas me acordaba de mis deberes, que seguían en el conducto de ventilación. Estaba demasiado emocionada.
En casa, la tía Paula se esmeraba en preparar la cena sobre el pequeño infiernillo situado sobre una caja de fruta al que llamábamos cocina. Esa noche tocaba col hervida. Col. Una col. Tendríamos que compartir una para las dos. La tía movía su enjuto cuerpo con agilidad, esquivando las pocas cosas que poseíamos. Algunos cabellos se le habían soltado del moño bajo que siempre lucía y le hacían parecer mucho más joven que los casi sesenta años que tenía —o eso calculaba yo que tenía, en realidad no tenía ni idea de cuál sería su edad.
—Tía Paula, no te vas a creer lo que me ha pasado —dije sacando el sobre del bolsillo y mostrándoselo a la tía.
—Claro que me lo voy a creer, ¿qué motivos tendría para no creerte? —contestó ella con una risa.
Apagó el infiernillo dejando el cazo con la col sobre él, ya que no teníamos otro sitio donde dejarlo, y se acercó a mí.
—A ver, cuéntame qué te ha pasado y por qué estás tan contenta.
La tía Paula se sentó en la cama que ocupaba casi todo el espacio de lo que era nuestro apartamento y dio unas palmadas en la colcha junto a ella para que me sentase yo también.
—He recibido un mensaje —dije sonriendo.
—¿Y qué dice el mensaje? —preguntó ella.
—No lo sé, hasta las once, cincuenta y siete minutos y quince segundos no puedo abrirlo.
—¿Quién lo envía?
—No tengo ni idea, me lo ha dado un mensajero y me ha dicho que no podía abrirlo hasta esa hora porque si no, el mensaje se destruiría. También dijo que esto —agité el sobre frente a la cara de la tía— les fue entregado hace trece años, ¿no crees que es todo muy misterioso?
La tía Paula cogió el sobre y lo miró por ambos lados. A continuación, lo puso bajo la bombilla que colgaba de un triste cable desde el techo y lo miró al trasluz. Sus rasgos, habitualmente amables, se habían nublado formando una arruga entre las cejas. Pasaba los dedos sobre el papel de manera suave y lenta, casi lo acariciaba, como si no quisiera mancharlo.
—No puede ser —murmuró la tía para sí misma—. No puede ser... Aunque... No, no, es imposible.
—¿Qué no puede ser? ¿Sabes quién lo envía?
La tía se levantó de la cama tendiéndome el sobre. Había un tono extraño en su voz.
—Amanda, no tengo ni idea de quién lo envía, pero la hora a la que puedes abrirlo es la hora a la que naciste. A esa hora exacta, cumplirás trece años. Tal vez deberíamos dejar que se destruyese, no me gusta.
—¿Qué no te gusta, tía? —pregunté desilusionada.
—Todo esto no me gusta. No sabemos quién envía el mensaje... Y dices que fue enviado hace trece años... No sé, Amanda, es muy extraño. Podría ser peligroso.
—Pero...
—Mira, cariño, vamos a cenar y después decides —me interrumpió dirigiéndose al cazo con la col.
Conocía a mi tía Paula. Siempre ha sido cariñosa y razonable, pero a la vez, firme y un poco testaruda; rara vez se enfada, no le hace falta, sólo necesita lanzarte su famosa mirada de aviso para que hagas —o dejes de hacer— lo que sea que te haya pedido. Y acababa de lanzarme esa mirada. No había nada más que hablar, por lo menos de momento.
Miré el reloj que colgaba sobre la cama. Las nueve y cuarenta y tres minutos. Faltaba muchísimo tiempo todavía para poder abrir el sobre.
Guardé el mensaje en mi bolsillo y saqué de debajo de la cama la caja de zapatos que utilizábamos como mesa.
Después de cenar devolvimos nuestra mesa a su lugar bajo la cama y fregamos los cacharros en el baño que compartíamos con el casero. A esa hora ya era seguro salir, ya que él dormía a pierna suelta. A través de nuestra pared podíamos oír sus ronquidos. Sonaban como un dragón acatarrado. Aproveché el viaje para lavarme los dientes y para recuperar mis libros, cuadernos y bolígrafos del conducto de ventilación. Ahora ya sabes por qué hacía mis deberes en ese lugar... En nuestro apartamento no había sitio.
Colgué mi ropa en el «armario», que no era más que una barra de cortina sobre la única ventana que tenía nuestro piso, y me puse el pijama en un intento por hacer que el tiempo pasase más deprisa. No conseguí mucho. Y todavía faltaban treinta y cuatro minutos y doce segundos para la hora señalada.
Aproveché para terminar los deberes.
Cuando acabé eran las once, cincuenta y seis minutos y cuarenta y dos segundos.
Seguí con los ojos el avance de las manecillas del reloj. ¡Qué lento iba!
Cuando, por fin, el reloj marcó las once, cincuenta y siete minutos y quince segundos, algo comenzó a ocurrir en el sobre.