La maldición del Titán (Percy Jackson y los dioses del Olimpo 3)

Rick Riordan

Fragmento

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1

Mi operación de rescate sale fatal

El viernes antes de las vacaciones de invierno, mi madre me preparó una bolsa de viaje y unas cuantas armas letales y me llevó a un nuevo internado. Por el camino recogimos a mis amigas Annabeth y Thalia.

Desde Nueva York a Bar Harbor, en Maine, había un trayecto de ocho horas en coche. El aguanieve caía sobre la autopista. Hacía meses que no veía a aquellas amigas, pero entre aquella ventisca y lo que nos esperaba, estábamos demasiado nerviosos para decirnos gran cosa. Salvo mi madre, claro. Ella, si está nerviosa, todavía habla más. Cuando llegamos finalmente a Westover Hall estaba oscureciendo y mi madre ya les había contado las anécdotas más embarazosas de mi historial infantil, sin dejarse una sola.

Thalia limpió los cristales empañados del coche y escudriñó el panorama con los ojos entornados.

—¡Uf! Esto promete ser divertido.

Westover Hall parecía un castillo maldito: todo de piedra negra, con torres y troneras y unas puertas de madera imponentes. Se alzaba sobre un risco nevado, dominando por un lado un gran bosque helado y, por el otro, el océano gris y rugiente.

—¿Seguro que no quieres que os espere? —preguntó mi madre.

—No, gracias, mamá. No sé cuánto tiempo nos va a llevar esto. Pero no te preocupes por nosotros.

—Claro que me preocupo, Percy. ¿Y cómo pensáis volver?

Rogué no haberme ruborizado. Bastante incómodo era ya tener que recurrir a ella para que me llevase en coche a mis batallas.

—Todo irá bien, señora Jackson —terció con una sonrisa Annabeth, que llevaba el pelo rubio recogido bajo una gorra. Sus ojos brillaban con el mismo tono gris del mar revuelto—. Nosotras nos encargaremos de mantenerlo a salvo.

Mi madre pareció calmarse un poco. Annabeth es para ella la semidiosa más sensata que ha llegado jamás a octavo curso. Está convencida de que, si no me han matado, más de una vez ha sido gracias a Annabeth. Lo cual es cierto, pero eso no significa que me guste reconocerlo.

—Muy bien, queridos —dijo mi madre—. ¿Tenéis todo lo que necesitáis?

—Sí, señora Jackson —respondió Thalia—. Y gracias por el viaje.

—¿Jerséis suficientes? ¿Mi número de móvil?

—Mamá...

—¿Néctar y ambrosía, Percy? ¿Un dracma de oro por si tenéis que contactar con el campamento?

—¡Mamá, por favor! Todo va a ir bien. Vamos, chicas.

Pareció algo dolida por mi respuesta, lo cual me sentó mal, pero ya tenía ganas de bajarme del coche. Antes que oír otra historia sobre lo mono que estaba en la bañera a los tres años, prefería excavar una madriguera en la nieve y morir congelado.

Annabeth y Thalia me siguieron. El viento me atravesaba el abrigo con sus dagas heladas.

—Tu madre es estupenda, Percy —dijo Thalia en cuanto el coche se perdió de vista.

—Pse, bastante pasable —reconocí—. ¿Qué me dices de ti? ¿Tú estás en contacto con tu madre?

Me arrepentí en cuanto lo dije. A Thalia se le dan muy bien las miradas fulminantes. Cómo se le iban a dar mal con toda esa ropa punk que lleva —chaqueta del ejército rota, pantalones de cuero negro, cadenas plateadas—, y sobre todo con esos ojos azules maquillados con una gruesa raya negra. La mirada que me lanzó esta vez fue tremebunda.

—Eso no es asunto tuyo, Percy...

—Será mejor que entremos ya —la interrumpió Annabeth—. Grover debe de estar esperándonos.

Thalia echó un vistazo al castillo y se estremeció.

—Tienes razón. Me pregunto qué habrá encontrado aquí para verse obligado a pedir socorro.

Yo alcé la vista hacia las negras torres de Westover Hall.

—Nada bueno, me temo.

Las puertas de roble se abrieron con un siniestro chirrido y entramos en el vestíbulo entre un remolino de nieve.

—Uau —fue lo único que logré decir.

Aquello era inmenso. En los muros se alineaban estandartes y colecciones de armas, con trabucos, hachas y demás. Yo sabía que Westover era una escuela militar, pero quizá se habían pasado con la decoración.

Me llevé la mano al bolsillo, donde siempre guardo mi bolígrafo letal, Contracorriente. Percibía algo extraño en aquel lugar. Algo peligroso. Thalia se había puesto a frotar su pulsera de plata, su objeto mágico favorito. Los dos estábamos pensando lo mismo: se avecinaba una pelea.

—Me pregunto dónde... —empezó Annabeth.

Las puertas se cerraron con estruendo a nuestra espalda.

—Bueeeno —murmuré—. Me parece que vamos a quedarnos aquí un rato.

Me llegaban los ecos de una música desde el otro extremo del vestíbulo. Parecía música de baile.

Escondimos nuestras bolsas tras una columna y empezamos a cruzar la estancia. No habíamos llegado muy lejos cuando oí pasos en el suelo de piedra y un hombre y una mujer surgieron de las sombras.

Los dos llevaban el pelo gris muy corto y uniformes negros de estilo militar con ribetes rojos. La mujer tenía un ralo bigote, mientras que el tipo iba perfectamente rasurado, lo cual resultaba algo anómalo. Avanzaban muy rígidos, como si se hubiesen tragado el palo de una escoba.

—¿Y bien? —preguntó la mujer—. ¿Qué hacéis aquí?

—Pues... —Caí en la cuenta de que no tenía nada previsto. Sólo había pensado en reunirme cuanto antes con Grover para averiguar qué sucedía, ni siquiera se me había ocurrido que tres chicos colándose de noche en un colegio podían despertar sospechas. Durante el viaje tampoco habíamos planeado nada. Así que farfullé—: Mire, señora, sólo estamos...

—¡Ja! —soltó el hombre. Di un respingo—. ¡No se admiten visitantes en el baile! ¡Seréis expulsados!

Hablaba con acento; francés, tal vez. Decía «seguéis» o algo así. Era un tipo muy alto y de aspecto duro. Se le ensanchaban los orificios de la nariz cuando hablaba, lo que hacía difícil apartar la vista de allí. Y tenía los ojos de dos colores: uno castaño y otro azul, como un gato callejero.

Supuse que nos iba a arrojar a la nieve sin contemplaciones, pero entonces Thalia dio un paso al frente.

Chasqueó los dedos una sola vez y le salió un sonido agudo y muy alto. A lo mejor fue cosa de mi imaginación, pero incluso sentí una ráfaga de viento que salía de su mano y cruzaba el vestíbulo, haciendo ondear los estandartes de la pared.

—Es que nosotros no somos visitantes, señor —dijo—. Nosotros estudiamos aquí. Acuérdese. Yo soy Thalia, y ellos, Annabeth y Percy. Cursamos octavo.

El profesor entornó sus ojos bicolores. Yo no sabía qué pretendía Thalia. Ahora seguramente nos castigaría por mentir y nos echaría a patadas. Pero el hombre parecía indeciso.

Miró a su colega.

—Señorita Latiza, ¿conoce usted a estos alumnos?

Pese al peligro que corríamos, me mordí la lengua para no reírme. ¿Una profesora llamada Latiza? El tipo tenía que estar de broma.

La mujer pestañeó, como si acabara de despertar de un trance.

—Sí... creo que sí, señor —dijo arrugando el ceño—. Annabeth. Thalia. Percy. ¿Cómo es que no estáis en el gimnasio?

Antes de que pudiésemos responder, oí más pasos y apareció Grover jadeando.

—¡Habéis venido...! —Se detuvo en seco al ver a los profesores—. Ah, señorita Latiza. ¡Doctor Espino! Yo...

—¿Qué ocurre, señor Underwood? —dijo el profesor. Era evidente que Grover le caía fatal—. ¿Y qué significa eso de que han venido? Estos alumnos viven aquí.

Grover tragó saliva.

—Claro, doctor Espino. Iba a decirles que han venido... de perlas sus consejos para hacer el ponche. ¡La receta es suya!

Espino nos observó atentamente. Llegué a la conclusión de que uno de los dos ojos tenía que ser postizo. ¿El castaño? ¿El azul? Daba la impresión de querer despeñarnos desde la torre más alta del castillo, pero la señorita Latiza dijo entonces con aspecto de funámbula:

—Cierto. El ponche es excelente. Y ahora, andando todos. No volváis a salir del gimnasio.

No tuvo que repetirlo. Nos retiramos con mucho «sí, señora» y «sí, señor» y saludándolos al estilo militar. Nos pareció lo más adecuado allí.

Grover nos arrastró hacia el extremo del vestíbulo donde sonaba la música. Notaba los ojos de los profesores clavados en mi espalda, pero me acerqué a Thalia y le pregunté en voz baja:

—Eso que has hecho chasqueando los dedos, ¿dónde lo aprendiste?

—¿La Niebla? ¿Quirón no te lo ha enseñado?

Se me hizo un nudo en la garganta. Quirón era el director de actividades del campamento, pero nunca me había enseñado nada parecido. ¿Por qué a Thalia sí?

Grover nos condujo deprisa hasta una puerta que tenía tres letras en el vidrio: GIM. Incluso un disléxico como yo podía leerlo.

—¡Por los pelos! —dijo—. ¡Gracias a los dioses habéis llegado!

Annabeth y Thalia lo abrazaron. Yo le choqué esos cinco.

Me alegraba verlo después de tantos meses. Estaba algo más alto y le habían salido unos cuantos pelos más en la barbita, pero, aparte de eso, tenía el aspecto que tiene siempre cuando se hace pasar por humano: una gorra roja sobre el pelo castaño y ensortijado para tapar sus cuernos de cabra, y unos tejanos holgados y unas zapatillas con relleno para disimular sus pezuñas y sus peludos cuartos traseros. Llevaba una camiseta negra que me costó unos instantes leer. Ponía: «Westover Hall - Novato.»

—Bueno, ¿y qué era esa cosa tan urgente? —le pregunté.

Grover respiró hondo.

—He encontrado dos.

—¿Dos mestizos? —dijo Thalia, sorprendida—. ¿Aquí?

Grover asintió.

Encontrar un solo mestizo ya era bastante raro. Aquel año Quirón había obligado a los sátiros a hacer horas extras, mandándolos por todo el país a hacer batidas en las escuelas (desde cuarto curso hasta secundaria) en busca de posibles reclutas. Corrían tiempos difíciles, por no decir desesperados. Estábamos perdiendo campistas y necesitábamos a todos los nuevos guerreros que pudiésemos encontrar. El problema era que tampoco había por ahí tantos semidioses sueltos.

—Dos hermanos: un chico y una chica —aclaró—. De diez y doce años. Desconozco su ascendencia, pero son muy fuertes. Además, se nos acaba el tiempo. Necesito ayuda.

—¿Hay monstruos?

—Uno —dijo Grover, nervioso—. Y creo que ya sospecha algo. Aún no está seguro de que sean mestizos, pero hoy es el último día del trimestre y no los dejará salir del campus sin averiguarlo. ¡Quizá sea nuestra última oportunidad! Cada vez que trato de acercarme a ellos, él se pone en medio, cerrándome el paso. ¡Ya no sé qué hacer!

Grover miró a Thalia, ansioso. Yo procuré no ofenderme. Él recurría a mí normalmente, pero Thalia era más veterana y eso le daba ciertas prerrogativas. No sólo por ser hija de Zeus, sino también porque tenía más experiencia que nadie a la hora de combatir con monstruos.

—Muy bien —dijo ella—. ¿Esos presuntos mestizos están en el baile?

Grover asintió.

—Pues a bailar —dijo Thalia—. ¿Quién es el monstruo?

—Oh —respondió Grover, inquieto, mirando alrededor—. Acabas de conocerlo. Es el subdirector: el doctor Espino.

Una cosa curiosa de las escuelas militares: los chicos se vuelven completamente locos cuando un acontecimiento especial les permite ir sin uniforme. Supongo que, como todo es tan estricto el resto del tiempo, tienen la sensación de que han de compensar o recuperar el tiempo perdido.

El suelo del gimnasio estaba salpicado de globos negros y rojos, y los chicos se los lanzaban a patadas, o trataban de estrangularse unos a otros con las serpentinas que colgaban de las paredes. Las chicas se movían en corrillos, como siempre; llevaban bastante maquillaje, blusas con tirantes finos, pantalones llamativos y zapatos que más bien parecían instrumentos de tortura. De vez en cuando rodeaban a algún pobre infeliz como un banco de pirañas, soltando risitas y chillidos, y cuando por fin lo dejaban en paz, el tipo tenía cintas por todo el pelo y la cara llena de grafitis a base de pintalabios. Algunos de los mayores hacían como yo. Deambulaban incómodos por los rincones, tratando de ocultarse, como si su integridad corriese peligro... Claro que, en mi caso, era cierto.

—Allí están. —Grover señaló con la barbilla a dos jóvenes que discutían en las gradas—. Bianca y Nico di Angelo.

La chica llevaba una gorra verde tan holgada que parecía querer taparse la cara. El chico era obviamente su hermano. Ambos tenían el pelo oscuro y sedoso y una tez olivácea, y gesticulaban aparatosamente al hablar. Él barajaba unos cromos; ella parecía regañarlo por algún motivo, pero no paraba de mirar alrededor con inquietud.

—¿Ellos ya...? O sea, ¿se lo has dicho? —preguntó Annabeth.

Grover negó con la cabeza.

—Ya sabes lo que sucede. Correrían más peligro. En cuanto sepan quiénes son, el olor se volverá más fuerte.

Me miró. Yo asentí, aunque en realidad nunca he sabido cómo huelen los mestizos para un monstruo o un sátiro. Pero sí sé que ese olor peculiar puede acabar contigo. A medida que te conviertes en un semidiós más poderoso, hueles cada vez más al almuerzo ideal de un monstruo.

—Vamos por ellos y saquémoslos de aquí —dije.

Eché a andar, pero Thalia me puso una mano en el hombro. El subdirector, el doctor Espino, acababa de deslizarse por una puerta aledaña a las gradas y se había plantado muy cerca de los hermanos Di Angelo. Movía la cabeza hacia nosotros y su ojo azul parecía resplandecer.

Deduje por su expresión que Espino, a fin de cuentas, no se había dejado engañar por el truco de la Niebla. Debía de sospechar quiénes éramos. Ahora estaba aguardando para ver cuál era el motivo de nuestra presencia allí.

—No miréis a los críos —ordenó Thalia—. Hemos de esperar una ocasión propicia para llevárnoslos. Entretanto hemos de fingir que no tenemos ningún interés en ellos. Hay que despistarlo.

—¿Cómo?

—Somos tres poderosos mestizos. Nuestra presencia debe de haberlo confundido. Mezclaos con el resto de la gente, actuad con naturalidad y bailad un poco. Pero sin perder de vista a esos chicos.

—¿Bailar? —preguntó Annabeth.

Thalia asintió; ladeó la cabeza, como identificando la música, y enseguida hizo una mueca de asco.

—¡Ag! ¿Quién ha elegido a Jesse McCartney?

Grover pareció ofendido.

—Yo.

—Por todos los dioses, Grover. ¡Es malísimo! ¿No podías poner Green Day o algo así?

—¿Green qué?

—No importa. Vamos a bailar.

—¡Pero si yo no sé bailar!

—¡Claro que sí! Yo te llevo —dijo Thalia—. Venga, niño cabra.

Grover soltó un gañido mientras ella lo tomaba de la mano y lo guiaba hacia la pista.

Annabeth esbozó una sonrisa.

—¿Qué? —le pregunté.

—Nada. Es guay tener otra vez a Thalia con nosotros.

En aquellos meses Annabeth se había vuelto más alta que yo, lo cual me resultaba incómodo. Antes no llevaba joyas, salvo su collar de cuentas del Campamento Mestizo, pero ahora tenía puestos unos pequeños pendientes de plata con forma de lechuza: el símbolo de su madre, Atenea. En silencio, se quitó la gorra y su largo pelo rubio se derramó sobre hombros y espalda. La hacía parecer mayor, no sé por qué.

—Bueno... —Me devané los sesos buscando algo que decir. «Actuad con naturalidad», había dicho Thalia. Ya, claro, pero si eres un mestizo metido en una misión peligrosa, ¿qué narices significa «natural»?—. Y... ¿has diseñado algún edificio interesante últimamente?

Sus ojos se iluminaron, como siempre que tocaba hablar de arquitectura.

—¡Uy, no sabes, Percy! En mi nueva escuela tengo Diseño Tridimensional como asignatura optativa, y hay un programa informático que es una verdadera pasada...

Empezó a explicarme que había diseñado un monumento colosal que le gustaría construir en la Zona Cero de Manhattan. Hablaba de resistencia estructural, de fachadas y demás, y yo trataba de seguirla. Ya sabía que de mayor quería ser una gran arquitecta —a ella le encantan las mates y los edificios históricos, todo ese rollo—, pero yo apenas entendía lo que me estaba diciendo.

La verdad es que me defraudaba un poco saber que su nueva escuela le gustaba tanto. Era el primer año que ella estudiaba en Nueva York, y yo había confiado en que nos veríamos más a menudo. Su escuela —donde también estaba internada Thalia— se hallaba en la zona de Brooklyn, es decir, lo bastante cerca del Campamento Mestizo como para que Quirón pudiese intervenir si se metían en un lío. Pero como era una escuela sólo para chicas y yo iba a un centro de enseñanza media en Manhattan, apenas había tenido ocasión de verlas.

—Sí, qué guay —le dije—. ¿O sea, que vas a seguir allí el resto del curso?

Su rostro se ensombreció.

—Bueno, quizá. Si es que no...

—¡Eh!

Thalia nos llamaba. Estaba bailando un tema lento con Grover, que tropezaba todo el rato, le daba patadas en las espinillas y parecía muerto de vergüenza. Pero él tenía unos pies de relleno en sus zapatillas; contaba con una buena excusa para ser tan torpe. No como yo.

—¡Bailad, chicos! —ordenó Thalia—. Tenéis un aspecto ridículo ahí de pie.

Miré a Annabeth, nervioso, y luego a los grupos de chicas que deambulaban por el gimnasio.

—¿Y bien? —me dijo.

—Eh... ¿a quién se lo pido?

Me dio un golpe en el estómago.

—A mí, sesos de alga.

—Ah. Sí, claro.

Nos acercamos a la pista de baile; yo miré a Thalia y Grover para ver cómo lo hacían. Le puse una mano en la cadera a Annabeth y ella asió mi otra mano como si fuese a hacerme una llave de judo.

—No voy a morderte —me dijo—. ¡Desde luego, Percy!, ¿es que no organizáis bailes en tu colegio?

No respondí. La verdad era que sí. Pero nunca había bailado en ninguno. Yo era de los que se ponían a jugar a baloncesto en un rincón.

Dimos una cuantas vueltas arrastrando los pies. Yo intentaba distraerme mirando la decoración; me concentraba en las serpentinas, en el cuenco de ponche, en cualquier cosa que no fuera: a) que Annabeth era más alta que yo; b) que me sudaban las manos, y c) que no paraba de darle pisotones.

—¿Qué ibas a decirme antes? —le pregunté—. ¿Tienes problemas en la escuela?

Ella frunció los labios.

—No es eso. Es mi padre.

—Ajá. —Yo sabía que Annabeth tenía una relación algo difícil con él—. Creía que las cosas habían mejorado entre vosotros. ¿O se trata de tu madrastra?

Ella soltó un suspiro.

—Papá ha decidido mudarse. Justo ahora, cuando ya había empezado a acostumbrarme a Nueva York, él ha aceptado un absurdo trabajo de investigación para un libro sobre la Primera Guerra Mundial... ¡En San Francisco!

Lo dijo con el mismo tono que si hubiera dicho en los Campos de Castigo del Hades.

—¿Y quiere que vayas con él? —pregunté.

—A la otra punta del país —respondió desconsolada—. Y un mestizo no puede vivir en San Francisco. Él debería saberlo.

—¿Por qué no?

Ella puso los ojos en blanco. Quizá creía que bromeaba.

—Ya lo sabes. Porque está ahí mismo...

—Ah —dije. No entendía de qué hablaba, pero no quería parecer estúpido—. Entonces... ¿volverás a vivir en el campamento?

—Es mucho más grave que eso, Percy. Yo... Supongo que debería contarte una cosa.

Y de pronto se quedó rígida.

—Se han ido.

—¿Qué?

Seguí su mirada. Las gradas. Los dos mestizos, Bianca y Nico, ya no estaban allí. La puerta junto a las gradas había quedado abierta de par en par. Y ni rastro del doctor Espino.

—¡Tenemos que avisar a Thalia y Grover! —Annabeth se puso a mirar frenéticamente por todos lados—. ¿Dónde demonios se han metido esos dos? Vamos.

Echó a correr entre la gente. Yo me disponía a seguirla, pero un grupo de chicas me cerró el paso. Las esquivé con un rodeo para ahorrarme el tratamiento de belleza de cintas y pintalabios, pero cuando me libré Annabeth había desaparecido. Giré sobre los talones, buscando a Thalia y Grover. Pero lo que vi entonces me heló la sangre.

A unos metros, tirada en el suelo, había una gorra verde como la de Bianca di Angelo. Y unos cuantos cromos esparcidos aquí y allá. Entonces entreví al doctor Espino. Corría hacia la puerta en la otra punta del gimnasio y llevaba del cogote a los Di Angelo como si fuesen dos gatitos.

Aún no veía a Annabeth, pero estaba seguro de que se había ido hacia el otro lado a buscar a Thalia y Grover.

Iba a salir corriendo tras ella, pero me dije: «Espera.»

Entonces recordé lo que Thalia me había dicho en el vestíbulo con aire perplejo cuando yo le había preguntado por ese truco que hacía chasqueando los dedos: «¿Aún no te lo ha enseñado Quirón?» También recordé cómo la miraba Grover, convencido de que ella sabría salvar la situación.

No es que yo tuviera nada en contra de Thalia. Ella era una chica guay y no tenía la culpa de ser la hija de Zeus y acaparar toda la atención, pero aun así tampoco necesitaba correr tras ella para resolver cada problema. Además, no había tiempo. Los Di Angelo estaban en peligro. Tal vez ya habrían desaparecido cuando encontrase a mis amigos. Yo también sabía lo mío de monstruos. Podía resolver aquello por mi cuenta.

Saqué el bolígrafo del bolsillo y corrí tras el doctor Espino.

La puerta daba a un pasillo sumido en la oscuridad. Oí ruidos de forcejeo hacia el fondo y también un gemido. Destapé a Contracorriente.

El bolígrafo fue creciendo hasta convertirse en una espada griega de bronce, de casi un metro de largo y con un mango forrado de cuero. Su hoja tenía un leve resplandor y arrojaba una luz dorada sobre las taquillas alineadas a ambos lados.

Crucé a toda prisa el pasillo, pero en el otro extremo no había nadie. Abrí una puerta y me encontré de nuevo en el vestíbulo principal. Me quedé pasmado. No veía a Espino por ninguna parte, pero sí a los hermanos Di Angelo, que permanecían al fondo paralizados de terror.

Avancé poco a poco, bajando la espada.

—Tranquilos. No voy a haceros daño.

Ellos no respondieron. Tenían los ojos desorbitados de pánico. ¿Qué les pasaba? ¿Dónde se había metido Espino? Tal vez había percibido la presencia de Contracorriente y se había batido en retirada. Los monstruos aborrecen las armas de bronce celestial.

—Me llamo Percy —dije, tratando de aparentar serenidad—. Os sacaré de aquí y os llevaré a un lugar seguro.

Bianca abrió los ojos aún más y apretó los puños. Sólo demasiado tarde comprendí el sentido de su mirada. No era yo quien la tenía aterrorizada. Quería prevenirme.

Me giré en redondo y en ese mismo instante oí un silbido y sentí un agudo dolor en el hombro. Lo que parecía una mano gigantesca me impulsó hacia atrás hasta estrellarme contra la pared.

Lancé un mandoble con la espada, pero sólo rasgué el aire.

Una fría carcajada resonó por el vestíbulo.

—Sí, Perseus Giiiackson —dijo el doctor Espino, masacrando la J de mi apellido—. Sé muy bien quién eres.

Intenté liberar mi hombro. Tenía el abrigo y la camisa clavados en la pared con una especie de pincho o daga negra de unos treinta centímetros. Me había desgarrado la piel al atravesarme la ropa y el corte me ardía de dolor. Ya había sentido algo parecido otra vez. Era veneno.

Hice un esfuerzo para concentrarme. No iba a desmayarme.

Una silueta oscura se nos acercó. En la penumbra distinguí a Espino. Aún parecía humano, pero tenía una expresión macabra. Sus dientes relucían y sus ojos marrón y azul reflejaban el fulgor de mi espada.

—Gracias por salir del gimnasio —dijo—. Me horrorizan esos bailes de colegio.

Traté de asestarle un tajo con la espada, pero estaba fuera de mi alcance.

¡Shisssss! Un segundo proyectil salió disparado desde detrás del doctor, que no pareció haberse movido. Era como si tuviera a alguien invisible detrás arrojando aquellas dagas.

Bianca dio un chillido a mi lado. La segunda espina fue a clavarse en la pared, a sólo unos centímetros de su rostro.

—Los tres vendréis conmigo —dijo Espino—. Obedientes y en silencio. Si hacéis un solo ruido, si gritáis pidiendo socorro o intentáis resistiros, os demostraré mi puntería.

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2

El subdirector saca un lanzamisiles

Yo no sabía qué clase de monstruo sería el doctor Espino, pero rápido sí que era.

Tal vez podría defenderme si lograba activar mi escudo. Sólo tenía que apretar un botón de mi reloj. Ahora bien, proteger a los Di Angelo ya era otra historia. Para eso necesitaba ayuda, y sólo se me ocurría una manera de conseguirla.

Cerré los ojos.

—¿Qué haces, Jackson? —silbó el doctor—. ¡Muévete!

Abrí los ojos y seguí arrastrando los pies.

—Es el hombro —mentí con aire abatido—. Me arde.

—¡Bah! Mi veneno hace daño pero no mata. ¡Camina!

Nos condujo hasta el exterior mientras yo me esforzaba en concentrarme. Imaginé la cara de Grover; pensé en la sensación de miedo y peligro. El verano pasado Grover había creado entre nosotros una conexión por empatía y me había enviado varias visiones en mis sueños para avisarme de que estaba metido en un apuro. Si no me equivocaba, seguíamos conectados, aunque yo nunca había intentado comunicarme con él por ese medio. Ni siquiera estaba muy seguro de que funcionara estando Grover despierto.

«¡Grover! —pensé—. ¡Espino nos tiene secuestrados! ¡Es un maníaco lanzador de pinchos! ¡Socorro!»

Espino nos guiaba hacia los bosques. Tomamos un camino nevado que apenas alumbraban unas farolas anticuadas. Me dolía el hombro, y el viento que se me colaba por la ropa desgarrada era tan helado que ya me veía convertido en un carámbano.

—Hay un claro más adelante —dijo Espino—. Allí convocaremos a vuestro vehículo.

—¿Qué vehículo? —preguntó Bianca—. ¿Adónde nos lleva?

—¡Cierra la boca, niña insolente!

—No le hable así a mi hermana —dijo Nico. Le temblaba la voz, pero me admiró que tuviese agallas para replicar.

El doctor soltó un horrible gruñido. Eso ya no era humano. Me puso los pelos de punta, pero hice un esfuerzo para seguir caminando como un chico obediente. Por dentro, no paraba de proyectar mis pensamientos a la desesperada, ahora cualquier cosa que pudiese atraer la atención de mi amigo: «¡Grover! ¡Manzanas! ¡Latas! ¡Trae aquí esos peludos cuartos traseros! ¡Y ven con un buen puñado de amigos armados hasta los dientes!»

—Alto —dijo Espino.

El bosque se abría de repente. Habíamos llegado a un acantilado que se encaramaba sobre el mar. Al menos yo percibía la presencia del mar allá al fondo, cientos de metros más abajo. Oía el batir de las olas y notaba el olor de su espuma salada, aunque lo único que veía realmente era niebla y oscuridad.

El doctor nos empujó hacia el borde. Yo di un traspié y Bianca me sujetó.

—Gracias —murmuré.

—¿Qué es este Espino? —murmuró—. ¿Podemos luchar con él?

—Estoy... en ello.

—Tengo miedo —masculló Nico mientras jugueteaba con alguna cosa; con un soldadito de metal, me pareció.

—¡Basta de charla! —dijo el doctor Espino—. ¡Miradme!

Nos dimos la vuelta.

Ahora sus ojos bicolores relucían con avidez. Sacó algo de su abrigo. Al principio creí que era una navaja automática. Pero no. Era sólo un teléfono móvil. Presionó el botón lateral y dijo:

—El paquete ya está listo para la entrega.

Se oyó una respuesta confusa y entonces me di cuenta de que hablaba en modo walkie-talkie. Aquello parecía demasiado moderno y espeluznante: un monstruo con móvil.

Eché una ojeada a mi espalda, tratando de calcular la magnitud de la caída.

Espino se echó a reír.

—¡Eso es, hijo de Poseidón! ¡Salta! Ahí está el mar. Sálvate.

—¿Cómo te ha llamado? —murmuró Bianca.

—Luego te lo cuento —le dije.

—Tú tienes un plan, ¿no?

«¡Grover! —pensé desesperado—. ¡Ven!»

Tal vez lograra convencer a los Di Angelo para que saltasen conmigo. Si sobrevivíamos a la caída, podría utilizar el agua para protegernos. Ya había hecho cosas parecidas otras veces. Si mi padre estaba de buen humor y dispuesto a escucharme, quizá me echase una mano. Quizá.

—Yo te mataría antes de que llegases al agua —dijo el doctor Espino, como leyéndome el pensamiento—. Aún no has comprendido quién soy, ¿verdad?

Hubo un parpadeo a su espalda —un movimiento rapidísimo— y otro proyectil me pasó silbando tan cerca que me hizo un rasguño en la oreja. Algo había saltado súbitamente detrás del doctor: algo parecido a una catapulta, pero más flexible... casi como una cola.

—Por desgracia —prosiguió— os quieren vivos, a ser posible. Si no fuera así, ya estaríais muertos.

—¿Quién nos quiere vivos? —replicó Bianca—. Porque si se cree que va a sacar un rescate está muy equivocado. Nosotros no tenemos familia. Nico y yo... —se le quebró un poco la voz— sólo nos tenemos el uno al otro.

—Ajá. No os preocupéis, mocosos. Enseguida conoceréis a mi jefe. Y entonces tendréis una nueva familia.

—Luke —intervine—. Trabajas para Luke.

La boca de Espino se retorció con repugnancia en cuanto pronuncié el nombre de mi viejo enemigo: un antiguo amigo que ya había intentado matarme varias veces.

—Tú no tienes ni idea de lo que ocurre, Perseus Jackson. El General te informará como es debido. Esta noche vas a hacerle un gran servicio. Está deseando conocerte.

—¿El General? —pregunté. Y enseguida advertí que yo mismo lo había dicho con acento francés—. Pero ¿quién es el General?

Espino miró hacia el horizonte.

—Ahí está. Vuestro transporte.

Me di media vuelta y vi una luz a lo lejos: un reflector sobre el mar. Luego me llegó el ruido de hélices de un helicóptero cada vez más cercano.

—¿Adónde nos va a llevar? —dijo Nico.

—Vas a tener un gran honor, amiguito. ¡Vas a poder sumarte a un gran ejército! Como en ese juego tan tonto que juegas con tus cromos y tus muñequitos.

—¡No son muñequitos! ¡Son reproducciones! Y ese ejército ya puede metérselo...

—Eh, eh, eh... —dijo Espino en tono admonitorio—. Cambiarás de opinión, muchacho. Y si no, bueno... hay otras funciones para un mestizo. Tenemos muchas bocas monstruosas que alimentar. El Gran Despertar ya está en marcha.

—¿El Gran qué? —pregunté. La cosa era hacerle hablar mientras yo ideaba un plan.

—El despertar de los monstruos —explicó él con una sonrisa malvada—. Los peores, los más poderosos están despertando ahora. Monstruos nunca vistos durante miles de años que causarán la muerte y la destrucción de un modo desconocido para los mortales. Y pronto tendremos al más importante de todos: el que provocará la caída del Olimpo.

—Vale —me susurró Bianca—. Éste está loco.

—Hemos de saltar —le dije en voz baja—. Al mar.

—¡Fantástico! Tú también estás loco.

No pude replicar, porque justo en ese momento me zarandeó una fuerza invisible.

Vista retrospectivamente, la jugada de Annabeth fue genial. Con su gorra de invisibilidad puesta, embistió contra los Di Angelo y contra mí al mismo tiempo, derribándonos al suelo, lo cual pilló por sorpresa al doctor Espino y lo dejó paralizado durante una fracción de segundo. Lo suficiente para que la primera descarga de proyectiles pasara zumbando por encima de nuestras cabezas. Thalia y Grover avanzaron entonces desde atrás: Thalia empuñaba a Égida, su escudo mágico.

Si nunca has visto a Thalia entrando en combate, no sabes lo que es pasar miedo en serio. Para empezar, tiene una lanza enorme que se expande a partir de ese pulverizador de defensa personal que lleva siempre en el bolsillo. Pero lo que intimida de verdad es su escudo: un escudo trabajado como el que usa su padre Zeus (también llamado Égida), obsequio de Atenea. En su superficie de bronce aparece en relieve la cabeza de Medusa, la Gorgona, y aunque no llegue a petrificarte como la auténtica, resulta tan espantosa que la mayoría se deja ganar por el pánico y echa a correr nada más verla.

Hasta el doctor Espino hizo una mueca y se puso a gruñir cuando la tuvo delante.

Thalia atacó con su lanza en ristre.

—¡Por Zeus!

Yo creí que Espino estaba perdido: Thalia le había clavado la lanza en la cabeza. Pero él soltó un rugido y la apartó de un golpe. Su mano se convirtió en una garra naranja con unas uñas enormes que soltaban chispas a cada arañazo que le daba al escudo de Thalia. De no ser por la Égida, mi amiga habría acabado cortada en rodajitas. Gracias a su protección, consiguió rodar hacia atrás y caer de pie.

El estrépito del helicóptero se hacia cada vez más fuerte a mi espalda, pero no me atrevía a volverme ni un segundo.

El doctor le lanzó otra descarga de proyectiles a Thalia y esta vez vi cómo lo hacía. Tenía cola: una cola curtida como la de un escorpión, con una punta erizada de pinchos. La Égida desvió la andanada, pero la fuerza del impacto derribó a Thalia.

Grover se adelantó de un salto. Con sus flautas de junco en los labios, se puso a tocar una tonada frenética que un pirata habría bailado con gusto. Ante la sorpresa general, empezó a surgir hierba entre la nieve y, en unos segundos, las piernas del doctor quedaron enredadas en una maraña de hierbajos gruesos como una soga.

Espino soltó un rugido y comenzó a transformarse. Fue aumentando de tamaño hasta adoptar su verdadera forma, con un rostro todavía humano pero el cuerpo de un enorme león. Su cola afilada disparaba espinas mortíferas en todas direcciones.

—¡Una mantícora! —exclamó Annabeth, ya visible. Se le había caído su gorra mágica de los Yankees cuando nos tiró al suelo.

—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó Bianca di Angelo—. ¿Y qué es esa cosa?

—Una mantícora —respondió Nico, jadeando—. ¡Tiene un poder de ataque de tres mil, y cinco tiradas de salvación!

Yo no entendí qué decía, pero tampoco tenía tiempo de preguntárselo. La mantícora había desgarrado las hierbas mágicas de Grover y se volvía ya hacia nosotros con un gruñido.

—¡Al suelo! —gritó Annabeth, derribando a los Di Angelo sobre la nieve.

En el último momento, me acordé de mi propio escudo. Pulsé el botón de mi reloj y la chapa metálica se expandió en espiral hasta convertirse en un escudo de bronce. Justo a tiempo. Las espinas se estrellaron contra él con tal fuerza que incluso lo abollaron. El hermoso escudo, regalo de mi hermano, resultó seriamente dañado. Ni siquiera estaba seguro de que pudiese parar una segunda descarga.

Oí un porrazo y un gañido. Grover aterrizó a mi lado con un ruido sordo.

—¡Rendíos! —rugió el monstruo.

—¡Nunca! —le chilló Thalia desde el otro lado, y se lanzó sobre él.

Por un instante creí que iba a traspasarlo de parte a parte. Pero entonces se oyó un estruendo y a nuestra espalda surgió un gran resplandor. El helicóptero emergió de la niebla y se situó frente al acantilado. Era un aparato militar negro y lustroso, con dispositivos laterales que parecían cohetes guiados por láser. Sin duda tenían que ser mortales quienes lo manejaban, pero ¿qué estaba haciendo allí semejante trasto? ¿Cómo era posible que unos mortales colaborasen con aquel monstruo? En todo caso, sus reflectores cegaron a Thalia en el último segundo y la mantícora aprovechó para barrerla de un coletazo. El escudo se le cayó a la nieve y la lanza voló hacia otro lado.

—¡No! —Corrí en su ayuda y logré desviar una espina que le iba directa al pecho. Alcé mi escudo para cubrirnos a los dos, pero sabía que no nos bastaría.

El doctor Espino se echó a reír.

—¿Os dais cuenta de que es inútil? Rendíos, héroes de pacotilla.

Estábamos atrapados entre un monstruo y un helicóptero de combate. No teníamos ninguna posibilidad.

Entonces oí un sonido nítido y penetrante: la llamada de un cuerno de caza que sonaba en el bosque.

La mantícora se quedó paralizada. Por un instante nadie movió una ceja. Sólo se oía el rumor de la ventisca y el fragor del helicóptero.

—¡No! —dijo Espino—. No puede...

Se interrumpió de golpe cuando pasó por mi lado una ráfaga de luz. De su hombro brotó en el acto una resplandeciente flecha de plata.

Espino retrocedió tambaleante, gimiendo de dolor.

—¡Malditos! —gritó. Y soltó una lluvia de espinas hacia el bosque del que había partido la flecha.

Pero, con la misma velocidad, surgieron de allí infinidad de flechas plateadas. Casi me dio la impresión de que aquellas flechas interceptaban las espinas al vuelo y las partían en dos, aunque probablemente mis ojos me engañaban. Nadie —ni siquiera los chicos de Apolo del campamento— era capaz de disparar con tanta precisión.

La mantícora se arrancó la flecha del hombro con un aullido. Ahora respiraba pesadamente. Intenté asestarle un mandoble, pero no estaba tan herida como parecía. Esquivó mi espada y le dio un coletazo a mi escudo que me lanzó rodando por la nieve.

Entonces salieron del bosque los arqueros. Eran chicas: una docena, más o menos. La más joven tendría diez años; la mayor, unos catorce, igual que yo. Iban vestidas con parkas plateadas y vaqueros, y cada una tenía un arco en las manos. Avanzaron hacia la mantícora con expresión resuelta.

—¡Las cazadoras! —gritó Annabeth.

Thalia murmuró a mi lado:

—¡Vaya, hombre! ¡Estupendo!

No tuve tiempo de preguntarle por qué lo decía.

Una de las chicas mayores se aproximó con el arco tenso. Era alta y grácil, de piel cobriza. A diferencia de las otras, llevaba una diadema en lo alto de su oscura cabellera, lo cual le daba todo el aspecto de una princesa persa.

—¿Permiso para matar, mi señora?

No supe con quién hablaba, porque ella no quitaba los ojos de la mantícora.

El monstruo soltó un gemido.

—¡No es justo! ¡Es una interferencia directa! Va contra las Leyes Antiguas.

—No es cierto —terció otra chica, ésta algo más joven que yo; tendría doce o trece años. Llevaba el pelo castaño rojizo recogido en una cola. Sus ojos, de un amarillo plateado como la luna, resultaban asombrosos. Tenía una cara tan hermosa que dejaba sin aliento, pero su expresión era seria y amenazadora—. La caza de todas las bestias salvajes entra en mis competencias. Y tú, repugnante criatura, eres una bestia salvaje. —Miró a la chica de la diadema—. Zoë, permiso concedido.

—Si no puedo llevármelos vivos —refunfuñó la mantícora—, ¡me los llevaré muertos!

Y se lanzó sobre Thalia y sobre mí, sabiendo que estábamos débiles y aturdidos.

—¡No! —chilló Annabeth, y cargó contra el monstruo.

—¡Retrocede, mestiza! —gritó la chica de la diadema—. Apártate de la línea de fuego.

Ella no hizo caso. Saltó sobre el lomo de la bestia y hundió el cuchillo entre su melena de león. La mantícora aulló y se revolvió en círculos, agitando la cola, mientras Annabeth se sujetaba como si en ello le fuese la vida, como probablemente así era.

—¡Fuego! —ordenó Zoë.

—¡No! —grité.

Pero las cazadoras lanzaron sus flechas. La primera le atravesó el cuello al monstruo. Otra le dio en el pecho. La mantícora dio un paso atrás y se tambaleó aullando.

—¡Esto no es el fin, cazadoras! ¡Lo pagaréis caro!

Y antes de que alguien pudiese reaccionar, el monstruo —con Annabeth todavía en su lomo— saltó por el acantilado y se hundió en la oscuridad.

—¡Annabeth! —chillé.

Intenté correr tras ella, pero nuestros enemigos no habían terminado aún. Se oía un tableteo procedente del helicóptero: ametralladoras.

La mayoría de las cazadoras se dispersaron rápidamente mientras la nieve se iba sembrando de pequeños orificios. Pero la chica de pelo rojizo levantó la vista con mucha calma.

—A los mortales no les está permitido presenciar mi cacería —dijo.

Abrió bruscamente la mano y el helicóptero explotó y se hizo polvo. No, polvo no: el metal negro se disolvió y se convirtió en una bandada de cuervos que se perdieron en la noche.

Las cazadoras se nos acercaron.

La que se llamaba Zoë se detuvo en seco al ver a Thalia.

—¡Tú! —exclamó con repugnancia.

—Zoë Belladona. —A Thalia la voz le temblaba de rabia—. Siempre en el momento más oportuno.

Zoë examinó a los demás.

—Cuatro mestizos y un sátiro, mi señora.

—Sí, ya lo veo —dijo la chica más joven, la del pelo castaño rojizo—. Unos cuantos campistas de Quirón.

—¡Annabeth! —grité—. ¡Hemos de ir a salvarla!

La chica se volvió hacia mí.

—Lo siento, Percy Jackson. No podemos hacer nada por ella...

Traté de incorporarme, pero un par de cazadoras me mantenían sujeto en el suelo.

—... y tú no estás en condiciones de lanzarte por el acantilado.

—¡Déjame ir! —exigí—. ¿Quién te has creído que eres?

Zoë se adelantó como si fuese a abofetearme.

—No —la detuvo, cortante—. No es falta de respeto, Zoë. Sólo está muy alterado. No comprende. —Y me miró con unos ojos más fríos y brillantes que la luna en invierno—. Yo soy Artemisa —anunció—, diosa de la caza.