La batalla del laberinto (Percy Jackson y los dioses del Olimpo 4)

Rick Riordan

Fragmento

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1

Me enzarzo en una pelea con el equipo de animadoras

Lo último que deseaba hacer durante las vacaciones de verano era destrozar otro colegio. Sin embargo, allí estaba, un lunes por la mañana de la primera semana de junio, sentado en el coche de mamá frente a la Escuela Secundaria Goode de la calle Ochenta y una Este.

Era un edificio enorme de piedra rojiza que se levantaba junto al East River. Delante había aparcados un montón de BMW y Lincoln Town Car de lujo. Mientras contemplaba el historiado arco de piedra, me pregunté cuánto tiempo iban a tardar en expulsarme de allí a patadas.

—Tú relájate —me aconsejó mamá, aunque ella no me pareció demasiado relajada—. Es sólo una sesión de orientación. Y recuerda, cariño, que es la escuela de Paul. O sea, que procura no... Bueno, ya me entiendes.

—¿Destruirlo?

—Eso.

Paul Blofis, el novio de mamá, estaba en la entrada dando la bienvenida a los futuros alumnos de primero de secundaria que iban subiendo la escalera. Con el pelo entrecano, la ropa tejana y la chaqueta de cuero, a mí me parecía un actor de televisión, pero en realidad no era más que profesor de Lengua. Se las había arreglado para convencer a la escuela Goode de que me aceptaran en primero, a pesar de que me habían expulsado de todos los colegios a los que había asistido. Yo ya le había advertido de que no era buena idea, pero no sirvió de nada.

Miré a mamá.

—No le has contado la verdad sobre mí, ¿verdad?

Ella se puso a dar golpecitos nerviosos en el volante. Iba de punta en blanco, con su mejor vestido, el azul, y sus zapatos de tacón. Tenía una entrevista de trabajo.

—Me pareció que era mejor esperar un poco —reconoció.

—Para que no salga corriendo del susto.

—Estoy segura de que todo irá bien, Percy. Es sólo una mañana.

—Genial —mascullé—. No pueden expulsarme antes de haber empezado el curso siquiera.

—Sé positivo: ¡mañana te vas al campamento! Después de la sesión de orientación tienes esa cita...

—¡No es ninguna cita! —protesté—. ¡Es sólo Annabeth, mamá!

—Viene a verte expresamente desde el campamento.

—Vale, sí.

—Os vais al cine.

—Ya.

—Los dos solos.

—¡Mamá!

Alzó las manos, como si se rindiera, pero noté que estaba conteniendo la risa.

—Será mejor que entres, cariño. Nos vemos esta noche.

Ya estaba a punto de bajarme cuando eché otro vistazo a la escalera y vi a Paul Blofis saludando a una chica de pelo rojizo y rizado. Llevaba una camiseta granate y unos tejanos andrajosos personalizados con dibujos hechos con rotulador. Cuando se volvió, vislumbré su cara un segundo y se me erizó el vello de los brazos.

—Percy —dijo mi madre—, ¿qué pasa?

—Na...da —tartamudeé—. ¿Hay alguna entrada lateral?

—Al final del edificio, a la derecha. ¿Por qué?

—Nos vemos luego.

Mi madre iba a decirme algo, pero yo bajé del coche y eché a correr con la esperanza de que la pelirroja no me viese.

¿Qué hacía aquella chica allí? Ni siquiera yo podía tener tan mala suerte.

Sí, seguro. Estaba a punto de descubrir que sí, que mi suerte podía llegar a ser mucho peor.

Colarme a hurtadillas en la escuela no fue una buena idea. En la entrada lateral se habían apostado dos animadoras con uniforme morado y blanco para acorralar a los novatos.

—¡Hola! —me saludaron con una sonrisa. Supuse que era la primera y última vez que unas animadoras iban a mostrarse tan simpáticas conmigo. Una era una rubia de ojos azules y mirada glacial. La otra, una afroamericana, tenía el pelo oscuro y ensortijado, igual que la Medusa (sé de lo que hablo, créeme). Ambas llevaban su nombre bordado en el uniforme, pero debido a mi dislexia las letras me parecieron una ristra de espaguetis carente de significado.

—Bienvenido a Goode —me dijo la rubia—. Te va a encantar.

Sin embargo, mientras me miraba de arriba abajo su expresión parecía decir: «Pero ¿quién es este desgraciado?»

La otra chica se acercó a mí hasta hacerme sentir incómodo. Examiné el bordado de su uniforme y descifré «Kelli». Olía a rosas y otra cosa que me recordó las clases de equitación del campamento: la fragancia de los caballos recién lavados. Era un olor un poco chocante para una animadora. Quizá tenía un caballo o algo así. El caso es que se me acercó tanto que tuve la sensación de que iba a empujarme por las escaleras.

—¿Cómo te llamas, pazguato?

—¿Pazguato?

—Novato.

—Ah... Percy.

Las chicas se miraron.

—Ajá. Percy Jackson —dijo la rubia—. Te estábamos esperando.

Sentí un escalofrío. Ay, ay, ay... Me bloqueaban la entrada sonriendo de un modo ya no tan simpático. Me llevé instintivamente la mano al bolsillo, donde guardaba mi bolígrafo letal, Contracorriente.

Entonces se oyó otra voz procedente del interior del edificio.

—¿Percy?

Era Paul Blofis, que me llamaba desde el vestíbulo. Nunca me había alegrado tanto de oír su voz.

Las animadoras retrocedieron. Tenía tantas ganas de dejarlas atrás que sin querer le di a Kelli un rodillazo en el muslo.

Clonc.

Su pierna produjo un ruido hueco y metálico, como si le hubiese dado una patada a una farola.

—Ayyy —murmuró entre dientes—. Anda con ojo... pazguato.

Bajé la mirada, pero la chica parecía completamente normal y yo estaba demasiado asustado para hacer preguntas. Llegué corriendo al vestíbulo, mientras ellas se reían a mis espaldas.

—¡Aquí estás! —exclamó Paul—. ¡Bienvenido a Goode!

—Hola, Paul... esto... señor Blofis. —Lancé una mirada atrás, pero las extrañas animadoras ya habían desaparecido.

—Cualquiera diría que acabas de ver un fantasma.

—Sí, bueno...

Paul me dio una palmada en la espalda.

—Oye, ya sé que estás nervioso, pero no te preocupes. Aquí hay un montón de chicos con Trastorno Hiperactivo por Déficit de Atención y dislexia. Los profesores conocen el problema y te ayudarán.

Casi me daban ganas de reír. Como si el THDA y la dislexia fuesen mis mayores problemas... O sea, ya me daba cuenta de que Paul quería ayudarme, pero, si le hubiera contado la verdad sobre mí, habría creído que estaba loco o habría salido corriendo dando alaridos.

Aquellas animadoras, por ejemplo. Tenía un mal presentimiento sobre ellas.

Luego eché un vistazo por el vestíbulo y recordé que me aguardaba otro problema. La chica pelirroja que había visto antes en las escaleras acababa de aparecer por la entrada principal.

«Que no me vea», recé.

Pero me vio. Y abrió unos ojos como platos.

—¿Dónde es la sesión de orientación? —le pregunté a Paul.

—En el gimnasio. Aunque...

—Hasta luego.

—¡Percy! —gritó mientras yo echaba a correr.

Creí que la había despistado.

Un montón de chavales se dirigían al gimnasio y enseguida me convertí en uno más de los trescientos alumnos de catorce años que se apretujaban en las gradas. Una banda de música interpretaba desafinando un himno de batalla; sonaba como si estuvieran golpeando un saco lleno de gatos con un bate de béisbol. Algunos chavales mayores, probablemente miembros del consejo escolar, se habían colocado delante y exhibían el uniforme de Goode con aire engreído, en plan «somos unos tipos guays». Los profesores circulaban de acá para allá, sonriendo y estrechando la mano a los alumnos. Las paredes del gimnasio estaban cubiertas de carteles enormes de color morado y blanco que rezaban: «BIENVENIDOS, FUTUROS ALUMNOS DE PRIMERO. goode es guay. somos una familia», y otras consignas similares que me daban ganas de vomitar.

Ninguno de los futuros alumnos parecía muy entusiasmado. Tener que asistir a una sesión de orientación en pleno junio, cuando las clases no empezaban hasta septiembre, no era un plan demasiado apetecible. Pero en Goode «¡Nos preparamos para ser los mejores cuanto antes!». Al menos eso afirmaba uno de los carteles.

La banda de música terminó de maullar por fin y un tipo con traje a rayas se acercó al micrófono y empezó a hablar. Había mucho eco en el gimnasio y yo no me enteraba de nada. Por mí, podría haber estado haciendo gárgaras.

De pronto alguien me agarró del hombro.

—¿Qué haces tú aquí?

Era ella: mi pesadilla pelirroja.

—Rachel Elizabeth Dare —dije.

Se quedó boquiabierta, como si le pareciese increíble que recordara su nombre.

—Y tú eres Percy no sé qué. No oí bien tu nombre en diciembre, cuando estuviste a punto de matarme.

—Oye, yo no era... no fui... ¿Qué estás haciendo aquí?

—Lo mismo que tú, supongo. Asistir a la sesión de orientación.

—¿Vives en Nueva York?

—¿Creías que vivía en la presa Hoover?

Nunca se me había ocurrido. Siempre que pensaba en esa chica (y no estoy diciendo que pensase en ella; sólo me acordaba fugazmente de vez en cuando, ¿vale?), me figuraba que viviría por la zona de la presa Hoover, ya que fue allí donde nos conocimos. Pasamos juntos quizá unos diez minutos y, aunque durante ese tiempo la amenacé con mi espada (pero fue sin querer), ella me salvó la vida y yo me apresuré a huir de una pandilla de criaturas mortíferas sobrenaturales. En fin, ya sabes a qué me refiero: el típico encuentro casual.

A nuestras espaldas, un chico nos susurró:

—Eh, cerrad el pico, que van a hablar las animadoras.

—¡Hola, chicos! —dijo una muchacha con excitación. Era la rubia de la entrada—. Me llamo Tammi y mi compañera es Kelli.

Esta última hizo la rueda.

Rachel soltó un gritito, como si alguien la hubiese pinchado con una aguja. Varios chavales la observaron, riéndose con disimulo, pero ella se limitaba a mirar horrorizada a las animadoras. Tammi no parecía haber advertido el pequeño alboroto y había empezado a exponer las numerosas maneras de participar, todas ellas geniales, que podíamos escoger durante nuestro primer año en la escuela.

—Corre —me dijo Rachel—. Rápido.

—¿Por qué?

No me lo explicó. Se abrió paso a empujones hasta el final de las gradas sin hacer caso de las miradas enfurruñadas de los profesores ni de los gruñidos de los alumnos a los que iba propinando pisotones.

Yo vacilé. Tammi estaba diciendo que íbamos a repartirnos en pequeños grupos para visitar la escuela. Kelli me miró y me dirigió una sonrisa divertida, como si estuviese deseando ver qué iba a hacer. Quedaría fatal si me largaba en aquel momento. Paul Blofis estaba abajo con los demás profesores y se preguntaría qué pasaba.

Luego pensé en Rachel Elizabeth Dare y en la especial habilidad que había demostrado el invierno anterior en la presa Hoover. Había sido capaz de ver a un grupo de guardias de seguridad que no eran guardias: ni siquiera eran humanos. Con el corazón palpitante, me levanté para seguirla y salí del gimnasio.

Encontré a Rachel en la sala de la banda de música. Se había escondido detrás de un bombo de la sección de percusión.

—¡Ven aquí! —susurró—. ¡Y agacha la cabeza!

Me sentía bastante idiota allí metido, detrás de un montón de bongos, pero me acuclillé a su lado.

—¿Te han seguido? —preguntó.

—¿Te refieres a las animadoras?

Ella asintió, nerviosa.

—No creo —respondí—. ¿Qué son? ¿Qué es lo que has visto?

Sus ojos verdes relucían de miedo. En la cara tenía un montón de pecas que me hacían pensar en las constelaciones de estrellas. En su camiseta granate ponía «DEPARTAMENTO DE ARTE DE HARVARD».

—No... no me creerías.

—Uf, sí, desde luego que sí —le aseguré—. Ya sé que eres capaz de ver a través de la Niebla.

—¿De qué?

—De la Niebla. Es... como si dijéramos, ese velo que oculta lo que son las cosas en realidad. Algunos mortales nacen con la capacidad de ver a través de ella. Como tú.

Me observó con atención.

—Hiciste exactamente lo mismo en la presa Hoover. Me llamaste mortal. Como si tú no lo fueras.

Me entraron ganas de darle un puñetazo a un bongo. ¿En qué estaría yo pensando? Nunca podría explicárselo. Ni siquiera debía intentarlo.

—Dime —me rogó—: ¿tú sabes lo que significan todas estas cosas horribles que veo?

—Mira, te parecerá un poco extraño, pero... ¿te suenan los mitos griegos?

—¿Como... el Minotauro y la Hidra?

—Eso, aunque procura no pronunciar esos nombres cuando yo esté cerca, ¿vale?

—Y las Furias —prosiguió, entusiasmándose—. Y las Sirenas, y...

—¡Ya basta! —Eché un vistazo por la sala de la banda de música, temiendo que Rachel acabara logrando que saliera de las paredes una legión de monstruos sedientos de sangre. Al fondo del pasillo, una multitud de chavales salían del gimnasio. Estaban empezando la visita en grupos pequeños. No nos quedaba mucho tiempo para hablar—. Todos esos monstruos y todos los dioses griegos... son reales.

—¡Lo sabía!

Me habría sentido más reconfortado si me hubiese tachado de mentiroso, pero me dio la impresión de que acababa de confirmarle sus peores sospechas.

—No sabes lo duro que ha sido —dijo—. Durante años he creído que estaba volviéndome loca. No podía contárselo a nadie. No podía... —Me miró entornando los ojos—. Un momento: ¿y tú quién eres? Quiero decir de verdad.

—No soy un monstruo.

—Eso ya lo sé. Lo vería si lo fueras. Tú te pareces... a ti. Pero no eres humano, ¿verdad?

Tragué saliva. A pesar de que había tenido tres años para acostumbrarme a lo que era, nunca lo había hablado con un mortal normal y corriente... Es decir, salvo con mi madre, pero ella ya lo sabía todo. No sé por qué, pero decidí arriesgarme.

—Soy un mestizo —declaré—. Medio humano...

—¿Y medio qué?

Justo en ese momento entraron Tammi y Kelli en la sala. Las puertas se cerraron tras ellas con gran estrépito.

—Aquí estás, Percy Jackson —dijo Tammi—. Ya es hora de que nos ocupemos de tu orientación.

—¡Son horribles! —exclamó Rachel, sofocando un grito.

Tammi y Kelli iban aún con su uniforme morado y blanco de animadoras y con pompones en las manos.

—¿Qué aspecto tienen? —pregunté, pero Rachel parecía demasiado atónita para responder.

—Bah, no te preocupes por ella. —Tammi me dirigió una sonrisa radiante y empezó a acercarse. Kelli permaneció junto a las puertas para bloquear la salida.

Nos habían atrapado. Sabía que tendríamos que pelear para salir de allí, pero la sonrisa de Tammi resultaba tan deslumbrante que me distraía. Sus ojos azules eran preciosos y el pelo le caía por los hombros de una manera que...

—Percy —me advirtió Rachel.

Yo dije algo inteligente, del tipo: «¿Aaah?»

Tammi se acercaba blandiendo los pompones.

—¡Percy! —me alertó Rachel, aunque su voz parecía llegar de muy lejos—. ¡Espabila!

Necesité toda mi fuerza de voluntad, pero logré sacar el bolígrafo del bolsillo y le quité el tapón. Contracorriente creció hasta convertirse en una espada de bronce de casi un metro. Su hoja brillaba con una tenue luz dorada. La sonrisa de Tammi se transformó en una mueca de desdén.

—Venga ya —protestó—. Eso no te hace falta. ¿Qué tal un beso?

Olía a rosas y al pelaje limpio de un animal: un olor extraño, pero curiosamente embriagador.

Rachel me pellizcó con fuerza en el brazo.

—¡Percy, quiere morderte! ¡Cuidado!

—Está celosa. —Tammi se volvió hacia Kelli—. ¿Puedo proceder, señora?

Ella seguía frente a la puerta, relamiéndose como si estuviera hambrienta.

—Adelante, Tammi. Vas muy bien.

La susodicha avanzó otro paso, pero yo le apoyé la punta de la espada en el pecho.

—Atrás.

Ella soltó un gruñido.

—Novato —me dijo con repugnancia—. Esta escuela es nuestra, mestizo. ¡Aquí nos alimentamos con quien nosotras queremos!

Entonces empezó a transformarse. El color de su rostro y sus brazos se esfumó. La piel se le puso blanca como la cera y los ojos completamente rojos. Los dientes se convirtieron en colmillos.

—¡Un vampiro! —balbuceé. Entonces me fijé en las piernas de Tammi. Por debajo de la falda de animadora se le veía la pata izquierda peluda y marrón, con una pezuña de burro; en cambio, la derecha parecía una pierna humana, pero hecha de bronce—. Aj, un vampiro con...

—¡Ni una palabra sobre mis piernas! —me espetó ella—. ¡Es una grosería reírse!

Avanzó con aquellas raras extremidades desiguales. Tenía una pinta extrañísima, sobre todo con los pompones en las manos, pero no podía reírme, al menos mientras tuviera delante aquellos ojos rojos, por no mencionar los afilados colmillos.

—¿Un vampiro, dices? —Kelli se echó a reír—. Esa estúpida leyenda se inspiró en nuestra apariencia, idiota. Nosotras somos empusas, servidoras de Hécate.

—Hummm... —murmuró Tammi, que estaba cada vez más cerca—. La magia negra nos creó como una mezcla de bronce, animal y fantasma. Nos alimentamos con la sangre de hombres jóvenes. Y ahora, ven, ¡y dame ese beso de una vez!

Me mostró los colmillos. Yo estaba paralizado, no podía mover ni una ceja, pero Rachel le arrojó un tambor a la cabeza.

La diabólica criatura soltó un silbido y apartó de un golpe el tambor, que rodó entre los atriles y fue resonando atropelladamente al chocar con las patas de éstos. Rachel le lanzó un xilofón, pero el monstruo lo desvió con otro golpe.

—Normalmente no mato chicas —gruñó Tammi—. Pero contigo, mortal, voy a hacer una excepción. ¡Tienes una vista demasiado buena!

Y se lanzó sobre Rachel.

—¡No! —grité, asestando una estocada. Tammi trató de esquivar el golpe, pero la hoja de Contracorriente la atravesó de lado a lado, rasgando su uniforme de animadora. Con un espantoso alarido, la criatura estalló formando una nube de polvo sobre Rachel.

Ésta empezó a toser. Parecía como si acabara de caerle encima un saco de harina.

—¡Qué asco!

—Es lo que tienen los monstruos —comenté—. Lo siento.

—¡Has matado a mi becaria! —chilló Kelli—. ¡Necesitas una buena lección de auténtico espíritu escolar, mestizo!

También ella empezó a transformarse. Su pelo áspero se convirtió en una temblorosa llamarada. Sus ojos adquirieron un fulgor rojizo y le crecieron unos tremendos colmillos. Caminó hacia nosotros a grandes zancadas, aunque el pie de cobre y la pezuña de burro golpeaban el suelo con un ritmo irregular.

—Soy una empusa veterana —refunfuñó— y ningún héroe me ha vencido en mil años.

—¿Ah, sí? —respondí—. ¡Entonces ya va tocando!

Kelli era más rápida que Tammi. Esquivó con un quiebro el primer tajo que le lancé y rodó por la sección de los metales, derribando con monumental estruendo toda una ristra de trombones. Rachel se apartó a toda prisa. Me situé entre ella y la empusa, que había empezado a dar vueltas a nuestro alrededor sin perdernos de vista ni a mí ni a mi espada.

—Una hoja tan hermosa... —dijo—. ¡Qué lástima que se interponga entre nosotros!

Su forma vibraba y retemblaba de tal manera que por momentos parecía un demonio y otras veces una animadora. Procuré mantener la concentración, pero debía esforzarme mucho para no distraerme.

—Pobre muchacho —dijo Kelli con una risita—. Ni siquiera sabes lo que pasa, ¿verdad? Muy pronto tu pequeño y precioso campamento arderá en llamas y tus amigos se habrán convertido en esclavos del señor del Tiempo. Y tú no puedes hacer nada para impedirlo. Sería un acto de misericordia acabar con tu vida ahora, antes de que tengas que presenciarlo.

Oí voces procedentes del pasillo. Se acercaba un grupo que estaba haciendo la visita a la escuela. Un profesor hablaba de las taquillas y las combinaciones para cerrarlas.

Los ojos de la empusa se iluminaron.

—¡Estupendo! Tenemos compañía.

Agarró una tuba y me la lanzó con fuerza. Rachel y yo nos agachamos justo antes de que el instrumento pasara volando por encima de nuestras cabezas e hiciera trizas el cristal de la ventana.

Las voces del pasillo enmudecieron en el acto.

—¡Percy! —gritó Kelli, fingiendo un tono asustado—. ¿Por qué has tirado eso?

Me quedé demasiado estupefacto para responder. La falsa animadora tomó un atril, lo agitó en el aire y se llevó por delante una fila entera de flautas y clarinetes, que cayeron junto con las sillas y armaron un tremendo escándalo.

—¡Basta! —grité.

Los pasos se aproximaban por el pasillo.

—¡Ya es hora de que entren nuestros invitados! —Kelli mostró sus colmillos y corrió hacia las puertas. Me lancé tras ella blandiendo a Contracorriente. Tenía que impedir que lastimara a los mortales.

—¡No, Percy! —chilló Rachel. Pero no comprendí lo que tramaba Kelli hasta que ya fue demasiado tarde.

Bruscamente, abrió las puertas. Paul Blofis y un montón de alumnos de primero retrocedieron asustados. Alcé mi espada.

En el último momento, la empusa se volvió hacia mí como si fuese una víctima muerta de miedo.

—¡No, por favor! —gritó.

Yo estaba lanzado y no pude parar mi mandoble.

Justo antes de que el bronce celestial la tocara, Kelli explotó entre llamaradas como un cóctel molotov y el fuego se esparció en rápidas oleadas por todas partes. Nunca había visto que un monstruo hiciera algo parecido, pero no tenía tiempo de preguntarme cómo lo había conseguido. Retrocedí hacia el fondo de la sala porque el fuego se había adueñado de la entrada.

—¡Percy! —gritó Paul Blofis, mirándome patidifuso a través de las llamas—. ¿Qué has hecho?

Todos los chavales chillaban y huían corriendo por el pasillo, mientras la alarma de incendios aullaba enloquecida. Los rociadores del techo cobraron vida con un silbido.

En medio del caos, Rachel me tiró de la manga.

—¡Debes salir de aquí!

Tenía razón. La escuela ardía en llamas y me echarían la culpa a mí. Los mortales no veían a través de la Niebla. Para ellos, había atacado a una animadora indefensa ante un montón de testigos. No tenía modo de explicarlo. Le di la espalda a Paul y eché a correr hacia la ventana hecha añicos.

Salí a toda prisa desde el callejón a la calle Ochenta y una Este y fui a tropezarme directamente con Annabeth.

—¡Qué pronto has salido! —dijo, riéndose y agarrándome de los hombros para impedir que me cayese de morros—. ¡Cuidado por dónde andas, sesos de alga!

Durante una fracción de segundo la vi de buen humor y todo pareció perfecto. Iba con unos tejanos, la camiseta naranja del campamento y su collar de cuentas de arcilla. Llevaba el pelo rubio recogido en una coleta. Sus ojos grises brillaban ante la perspectiva de ver una peli y pasar una tarde guay los dos juntos.

Entonces Rachel Elizabeth Dare, todavía cubierta de polvo, salió en tromba del callejón.

—¡Espera, Percy! —gritó.

La sonrisa de Annabeth se congeló. Miró a Rachel y luego a la escuela. Por primera vez, pareció reparar en la columna de humo negro y en el aullido de la alarma.

Frunció el ceño.

—¿Qué has hecho esta vez? ¿Quién es ésta?

—Ah, sí. Rachel... Annabeth. Annabeth... Rachel. Hummm, es una amiga. Supongo.

No se me ocurría otra manera de llamarla. Apenas la conocía, pero después de superar juntos dos situaciones de vida o muerte, no podía decir que fuese una desconocida.

—Hola —saludó Rachel. Se volvió hacia mí—. Te has metido en un lío morrocotudo. Y todavía me debes una explicación.

Las sirenas de la policía se acercaban por la avenida Franklin D. Roosevelt.

—Percy —dijo Annabeth fríamente—. Tenemos que irnos.

—Quiero que me expliques mejor eso de los mestizos —insistió Rachel—. Y lo de los monstruos. Y toda esa historia de los dioses. —Me agarró del brazo, sacó un rotulador permanente y me escribió un número de teléfono en la mano—. Me llamarás y me lo explicarás, ¿de acuerdo? Me lo debes. Y ahora, muévete.

—Pero...

—Ya me inventaré alguna excusa —aseguró—. Les diré que no ha sido culpa tuya. ¡Lárgate!

Salió corriendo otra vez hacia la escuela, dejándonos a Annabeth y a mí en la calle.

Mi amiga me observó un instante. Luego dio media vuelta y echó a andar a paso vivo.

—¡Eh! —Corrí tras ella—. Había dos empusas ahí dentro. Eran del equipo de animadoras y han dicho que el campamento iba a ser pasto de las llamas, y...

—¿Le has hablado a una mortal de los mestizos?

—Esa chica ve a través de la Niebla. Ha visto a los monstruos antes que yo.

—Y le has contado la verdad.

—Me ha reconocido de la otra vez, cuando nos vimos en la presa Hoover...

—¿La habías visto antes?

—Pues... el invierno pasado. Pero apenas la conozco, en serio.

—Es bastante mona.

—No... me había fijado.

Annabeth siguió caminando hacia la avenida York.

—Arreglaré lo de la escuela —prometí, deseoso de cambiar de tema—. De verdad, todo se arreglará.

Ella ni siquiera me miró.

—Supongo que nuestra salida se ha ido al garete. Tenemos que largarnos, la policía debe de estar buscándote.

A nuestra espalda, una gran columna de humo se alzaba de la Escuela Secundaria Goode. Entre la oscura nube de ceniza, casi me pareció ver un rostro: una mujer demonio de ojos rojos que se reía de mí.

«Tu precioso campamento en llamas —había dicho Kelli—. Tus amigos convertidos en esclavos del señor del Tiempo.»

—Tienes razón —le dije a Annabeth, desolado—. Debemos ir al Campamento Mestizo. Ya.