El loro morado
Ebenezer Tweezer era un hombre terrible con una vida maravillosa.
Nunca pasaba hambre, porque todos sus frigoríficos estaban siempre a reventar de comida. Nunca sufría al tratar de entender palabras muy largas como confibularismo o pinacularidad, porque muy rara vez leía un libro.
No había niños en su vida, ni tampoco amigos, de modo que nunca tenía que soportar la molestia de unos ruidos desagradables ni de conversaciones que él no deseara. No tenía fiestas ni celebraciones a las que asistir, así que tampoco se acaloraba nunca, ni se molestaba en pensar en cómo debía vestir.
Ebenezer Tweezer ni siquiera tenía que preocuparse por la muerte. En el momento en que arranca esta historia, faltaba una semana para su 512 cumpleaños, y, aun así, si te hubieras tropezado con él por la calle, habrías pensado que se trataba de un joven que no tenía más de veinte años, sin duda ninguna.
Puede que también te pareciese bastante guapo y apuesto. Tenía el pelo corto y de un color rubio dorado, la nariz pequeña, unos labios delicados y unos ojos que centelleaban como diamantes a la luz de la luna. Y también tenía un maravilloso aire de inocencia.
Lamentablemente, el aspecto de las personas puede resultar engañoso. Verás, en el instante en que arranca esta historia, Ebenezer estaba a punto de hacer algo muy malo.
Al principio, lo único que hizo Ebenezer fue entrar en una pajarería. A continuación, aguardó con paciencia detrás de una persona impaciente para llegar ante la caja registradora. Esa persona impaciente era una niña menuda y flacucha que llevaba a la espalda una mochila con dos pegatinas. En una decía «BETHANY» y en la otra «¡QUE TE PIRES!».
—¡Quiero una mascota! —dijo la niña al amable y voluminoso pajarero.
—¿Y qué tipo de mascota estás buscando? —le preguntó él en respuesta a su petición.
—¡Una rana! ¡O una pantera! Mmm… ¡o un oso polar!
—Me temo que te has equivocado de sitio. La tienda de osos polares y panteras está un poco más abajo, en esta misma calle, y el mercado de las ranas solo abre los miércoles. Aquí podemos ofrecerte un pájaro, pero poco más —le explicó el comerciante.
La niña metió la mano en su mochila y sacó una chancla, una galleta a medio comer, dos conchas marinas y una regla en la que decía «PROPIEDAD DE GEOFFREY». Dejó todos aquellos objetos sobre el mostrador.
—¿Qué tipo de pájaro puedo comprar con esto? —preguntó la niña.
El pajarero observó pensativo los objetos e hizo cuentas mentalmente.
—Si me das también la mochila, te daré diez gusanos —dijo el tendero.
La niña quedó muy complacida con aquella oferta. Se quitó la mochila de los hombros y se la entregó. A cambio, el pajarero se sacó diez gusanos del bolsillo y los dejó caer en las manos de la niña, que se dio media vuelta y empujó con el hombro a Ebenezer al pasar camino de la puerta.
—Cuánto lo siento, señor Tweezer —dijo el pajarero—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—No se preocupe, en absoluto —dijo Ebenezer—. He venido a recoger el loro petimorado de Wintloria.
Cuando el pajarero sacó el loro dormido, Ebenezer no se lo arrebató de la mano, sino que esperó a que el hombre le entregara la jaula y permaneció un rato más en la tienda, a pesar de que no le gustaba mucho dar conversación.
—Recuerde que este es un loro especial —dijo el pajarero—. Solo quedan veinte de estos en todo el mundo. Pero usted no es de esa clase de persona que perdería un pájaro así, ¿verdad?
—Yo no haría semejante cosa —respondió Ebenezer, que se movía inquieto en el sitio.
—Ya no se encuentran muchos como este; me llevó mucho tiempo localizar uno. No todos los comercios se las arreglan para conseguirle un auténtico loro parlanchín y cantarín y, en especial, uno de los que cantan verdaderas canciones humanas en vez de trinos y gorjeos. A este tipo de pájaro le encanta tener público, pero usted no es de esa clase de persona que se lo queda para él solo y lo tiene bien escondido, ¿verdad? —le preguntó el pajarero.
—Yo no haría semejante cosa —dijo Ebenezer, que comenzaba a sentirse de lo más incómodo bajo la mirada del pajarero.
—Este tipo de pájaro necesita de muchos cuidados y atenciones. Necesita cariño. Usted no lo tratará mal, ¿verdad? —le preguntó el pajarero.
—¡Por supuesto que no! —contestó Ebenezer con una voz aflautada y temblorosa.
El pajarero conocía bien a cada uno de sus pájaros y los cuidaba con afecto, desde los gorrioncillos cantarines hasta las gaviotas patiamarillas, y no deseaba ver que alguno de ellos fuese a parar a un hogar que no fuera bueno.
Lanzó una larga y severa mirada a Ebenezer.
—Yo sé perfectamente qué tipo de persona es usted —dijo el pajarero después de quedarse mirándolo durante uno o dos segundos.
Ebenezer tragó saliva.
—¡Usted es un magnífico dueño para los pájaros! —dijo el comerciante—. ¡Lo lleva escrito en la cara!
Ebenezer sonrió con alivio y le entregó el dinero. Le pagó mucho más de lo acordado, en especial agradecimiento al pajarero por su esforzado trabajo.
Se despidió y se marchó con el loro dormido y metido en una jaula. Se subió al coche, arrancó y recorrió el corto trayecto de regreso a casa. Justo cuando estaba aparcando, el loro se despertó con un gran bostezo.
—¡Buenos días! —dijo el loro con una voz claramente distinta a la de un loro, pues hablaba con un tono grave y relajado.
—Ya es por la tarde —dijo Ebenezer.
—¡Replumas! Buenas tardes, entonces. Me llamo Patrick.
—Y yo soy el señor Tweezer. Bienvenido a tu nuevo hogar.
—¡Cáspita y caray! —exclamó Patrick.
Aquel «cáspita» y aquel «caray» eran justo el tipo de palabra que había que decir en ese momento, porque la casa de Ebenezer era verdaderamente extraordinaria. Alcanzaba una altura de quince pisos y una anchura de doce elefantes. La fachada principal estaba pintada de rojo, y los jardines tenían una extensión suficiente como para albergar a una docena de grupos distintos de invitados a tomar el té, todos ellos a la vez.
Al alzar la mirada desde su jaula, Patrick sintió una gran emoción. Era un loro que había viajado lo suyo y había actuado cantando en giras por varios países, pero jamás había visto algo como aquello. Estaba deseando echar a volar y recorrer cada rincón de la casa para admirarla entera.
—¿Puedo salir ya de la jaula? —preguntó.
—Todavía no —respondió Ebenezer—. Antes, quiero que conozcas a alguien. Bueno, es posible que «algo» sea una mejor descripción que «alguien».
Ebenezer se bajó del coche y llevó a Patrick a la casa. Se dirigió hacia las escaleras con Patrick en la jaula.
—Ese «algo» vive en el ático —dijo Ebenezer—, y tiene unas ganas tremendas de conocerte.
Ebenezer subió por las escaleras mientras Patrick admiraba todo a su alrededor. El recorrido de ascenso de los quince pisos transcurrió con rapidez, y Patrick no dejaba de mirar todos aquellos cuadros y las antigüedades tan bonitas que cubrían las paredes.
—Intenta no asustarte —dijo Ebenezer cuando llegaron al ático—. No le caerás bien si te asustas.
En lo alto de la escalera, Ebenezer empujó hacia abajo el picaporte de la vieja puerta desvencijada, que se abrió con un chirrido.
Encendió la luz. Aquella habitación no era como el resto de la casa ni mucho menos. Hacía frío, estaba húmeda y había un fuerte olor a repollo hervido. Estaba desprovista de muebles; no había nada salvo unas cortinas de terciopelo rojo y una campanilla dorada en el fondo de la estancia.
Ebenezer caminó hasta las cortinas y se detuvo antes de abrirlas.
—No te pongas a gritar ni a chillar. No le gustan ese tipo de ruidos —advirtió a Patrick.
Ebenezer abrió las cortinas y mostró a la bestia. Era un enorme pegote de color gris con tres ojos negros, dos lenguas negras y unas enormes fauces por las que se le caía la baba. Tenía unas manitas minúsculas y unos piececitos también minúsculos.
Ebenezer se sintió complacido al ver lo bien que había reaccionado Patrick. No se había puesto a chillar ni había gritado «¡puaj, qué asco!».
Después de haberse tomado un instante para serenarse, Patrick dijo:
—¡Buenos días! Me llamo Patrick.
—Ya es por la tarde. —La voz de la bestia sonaba suave y sibilina, como la de una serpiente que estuviese hecha de plumas—. Quiero que cantes.
—¿Qué te gustaría que cantase? —le preguntó Patrick.
—¡Canta una canción sobre mí! —exigió la bestia.
Patrick hizo una breve pausa. Entonces comenzó a cantar.
Tiene la bestia la mejor morada, una casa grandiosa.
Es muy alta, muy ancha y terriblemente espaciosa.
Ni siquiera la reina, con su palaciega residencia,
podría estar a su altura, aunque quisiera con insistencia.
Ebenezer se quedó impresionado. Qué melodía tan agradable al oído, y la letra parecía complacer a la bestia.
Tiene la bestia un rostro muy práctico, la cara redondeada.
Con tres ojos para asegurarse de que no se le escapa nada
y dos lenguas para lamer todo cuanto es capaz de hallar,
no cabe duda de que esta bestia es única y singular.
Patrick dejó de cantar. Dijo que lamentaba que fuese una canción tan breve, pero que podría cantar algo más extenso una vez llegara a conocer mejor a la bestia.
Ebenezer dejó escapar un suspiro de alivio al ver que la bestia estaba sonriendo. Era una sonrisa húmeda de babas.
—Ha sido muy bonita. Cuéntame, ¿hay muchos pajaritos como tú? —preguntó la bestia.
—Cielos, no. Solo quedamos veinte en todo el mundo. —A Patrick se le humedecieron los ojos con lágrimas moradas. Intentó distraerse de aquella tristeza y preguntó—: ¿Y cuántas bestias hay, así, como tú?
—Yo soy la única, la última superviviente —sonrió la bestia al decir aquello—. Qué bueno que seas tan poco común. Me gustan las cosas poco comunes. Acércate un poco más para que pueda verte mejor, pajarito.
La bestia, expectante, miró a Ebenezer, que cogió la jaula y la acercó un poco a los tres ojos negros de la bestia, que pestañeaban.
—Más cerca —ordenó la bestia.
Ebenezer arrastró la jaula para que quedase a tres pasos de la bestia.
—Todavía más cerca —dijo la bestia.
Ebenezer situó la jaula de tal forma que quedó justo delante de las enormes fauces babosas de la bestia. El olor a repollo hervido ahora era tan fuerte que se te saltaban las lágrimas.
—¿Ya me ves bien? —preguntó Patrick un tanto nervioso.
—Ah, he podido verte perfectamente desde el principio —dijo la bestia, que se relamía los labios babosos con las dos lenguas negras.
—Entonces… ¿por qué querías que me acercara más? —le preguntó Patrick.
Aquella fue la última pregunta que hizo jamás.
La extraña petición
Una vida maravillosa te puede convertir en una persona terrible. Hace que se te olvide que hay gente en el mundo que tiene problemas, y esto puede provocar que ya no te importen realmente los demás o que ya no te preocupes por ellos.
Así podrás entender cómo Ebenezer Tweezer se convirtió en uno de los hombres más egoístas que hayan vivido jamás. Después de pasar cerca de quinientos doce años sin dificultades, Ebenezer nunca había conocido realmente el dolor ni la tristeza.
Le parecía imposible imaginarse cómo se sentiría uno en aquellas situaciones, de tal manera que no se sintió culpable por haberle dado a Patrick a la bestia para que se lo comiese. Pensó que sería una lástima no volver a oír a Patrick cantar otra canción, pero no perdió un segundo pensando en lo horrible que debió de haber sido para el pobre lorito.
En vez de eso, Ebenezer bajó las escaleras, los quince pisos. Abrió uno de sus numerosos frigoríficos y comenzó a prepararse un bocadillo de ternera con mostaza.
El pan estaba hecho con las mejores semillas, traídas desde las mismísimas cumbres de la cordillera del Himalaya. La carne de ternera y la mantequilla procedían de Dolly, una encantadora vaca de Gales galardonada tres años seguidos con el premio a «Las ubres más maravillosas del mundo», mientras que la mostaza la habían preparado con un vino blanco muy caro y unas trufas negras de lo más exclusivo.
Aquel bocadillo prometía estar delicioso, pero, antes de que Ebenezer pudiera darle un mordisco, la bestia hizo sonar su campanilla. A regañadientes, Ebenezer dejó su bocadillo y volvió a recorrer el camino de ascenso por las escaleras.
La bestia aguardaba en aquel ático húmedo, frío y con olor a repollo. Estaba tarareando una canción con la boca cerrada, la misma canción que le había cantado Patrick.
Cuando Ebenezer entró en la habitación, la bestia dejó escapar un eructo de felicidad, y con él se produjo una lluvia de plumas moradas que salieron volando.
—Buenas noches —dijo Ebenezer, que hizo un educado gesto de asentimiento con la cabeza.
—¡Muy buenas noches, Ebenezer! Porque vaya noche tan fantástica que hace, ¿no crees? —le preguntó la bestia.
Ebenezer estaba pensando en su bocadillo y en lo mucho que ardía en deseos de comérselo. No se había parado a pensar demasiado en aquella noche, ni en si era fantástica o no.
—He dicho que hace una noche fantástica, Ebenezer —dijo la bestia con su voz sibilina—. ¿Estás de acuerdo conmigo?
—Oh, sí, hace una noche mostazísima —respondió Ebenezer.
—¡Mostazísima! ¡¿Qué quieres decir con mostazísima?!
—Disculpa, no sé en qué estaba pensando. No pretendía decir mostazísima, lo que yo quería decir era… era…
—Me da lo mismo, Ebenezer —dijo la bestia enfurruñada—. Lo único que importa es que hace una noche fantástica. ¡Verdaderamente fantástica!
—Sí, por supuesto.
La habitación quedó en silencio por un momento. Ebenezer estaba demasiado hambriento como para que se le ocurriese nada que decir, mientras que la bestia decidía sobre si quería estar de buen o de mal humor. Después de un instante o dos, la decisión estaba tomada.
—Vamos, Ebenezer, no puedo seguir enfadado contigo, sobre todo después de esa cena tan deliciosa que me has ofrecido —dijo la bestia.
—Me alegro de que la hayas disfrutado.
—Qué agradable es comerse algo con personalidad —dijo la bestia—. El sabor a óxido de la jaula le daba un toque especial.
—Suena como si fuese un sabor único, más bien —dijo Ebenezer.
—Sí lo era. Veamos, ¿qué te gustaría recibir como recompensa?
Así era como funcionaba aquello. Ebenezer le traía a la bestia diversas cosas para comer, y la bestia, a cambio, le hacía regalos. Lámparas de techo de diamantes, la escoba de una bruja, ositos de peluche gigantescos… No había objeto que la bestia no fuese capaz de hacer aparecer para Ebenezer.
—Me gustaría tener un piano —dijo Ebenezer—. Y, por favor, ¿podría ser un piano de media cola, uno de esos pequeñitos tan preciosos, para que pueda bajarlo por las escaleras? Lo ideal sería uno que luego creciese y se convirtiera en un grandioso piano de cola, de cola entera, claro.
—Vaya, vaya, vaya, Ebenezer. Jamás hubiera creído que vería el día en que mostraras semejante interés por la música. ¿Deseas también unos libros para aprender a tocar el piano?
—¡No, por Dios! —exclamó Ebenezer con cara de asco ante aquella sugerencia—. No voy a sentarme a tocar el piano. Lo quiero tan solo para ponerlo en el salón principal de la casa, para que lo vean los vecinos.
—Qué hombre tan extraño eres —dijo la bestia—. Pero tus deseos son órdenes para mí.
La bestia cerró los tres ojos negros y también la boca, con todas sus babas. Comenzó a sacudir aquel pegote que tenía por cuerpo y emitió un sonido grave, como un zumbido, mientras se movía de un lado a otro.
Entonces volvió a abrir los ojos de repente. La bestia dejó de sacudirse, forzó la boca, la abrió de oreja a oreja y vomitó un pequeño piano de media cola. El piano estaba pegajoso y lleno de babas, pero, aparte de eso, era perfecto. Tenía el tamaño exacto que deseaba Ebenezer y, sin ninguna duda, era lo bastante bonito como para despertar la envidia de sus vecinos.
—Muchísimas gracias —dijo Ebenezer, que cogió el piano y desfiló hacia la puerta. Entonces se dio la vuelta—. Ah, casi se me olvida. Hay otra cosa más que necesito de ti.
—¿Y de qué se trata? —preguntó la bestia.
—Es un regalo de cumpleaños —respondió Ebenezer—. El sábado cumpliré los quinientos doce, y ya noto cómo me vuelven a aparecer las arrugas en la cara. Necesito otra de esas pociones antienvejecimiento, por favor.
—Eso no es ningún problema, Ebenezer. Será un placer ayudarte.
La bestia cerró los tres ojos y comenzó a agitarse otra vez, pero entonces se detuvo.
—¿Va todo bien? —preguntó Ebenezer.
—Todo va magníficamente bien —respondió la bestia—, pero he decidido pedirte que hagas algo por mí antes de darte tu poción de este año. Quiero que me traigas otra cosa de comer.
Ebenezer dejó escapar un suspiro y pensó que le tenía que haber pedido la poción antes que el piano de media cola.
—Es posible que no te pueda traer otro loro petimorado de Wintloria —le dijo Ebenezer a modo de advertencia—. Ya solo quedan diecinueve en todo el mundo.
—No quiero otro de esos, así que no hay por qué preocuparse —dijo la bestia—. Ya sé que es lo que quiero exactamente, y es algo que no he probado nunca hasta ahora.
A Ebenezer le costaba creerlo, porque ya le había traído a la bestia todo tipo de cosas para que se las comiese. Solo durante el mes pasado, la bestia había engullido siete collares de perlas, un arcón antiguo con cajones, dos colmenas de abejas y una estatua de tamaño medio del primer ministro británico Winston Churchill.
—¿Es algo raro? —le preguntó Ebenezer.
—No es raro, pero rara vez se come —respondió la bestia—. Es ruidoso, los hay de todas las formas y tamaños, y es algo que se puede encontrar en todos los países del mundo.
Ebenezer se quedó pensativo durante unos instantes; le costaba imaginar qué podría ser aquello tan común y ruidoso. Nunca se le había dado bien adivinar las pistas que le daba la bestia.
—¿Es alguna clase de trompeta? —preguntó.
—No lo es —se rio la bestia con una sonrisita sibilina—. Sufro de una alergia severa a las trompetas. Eso acabaría conmigo.
—¿Es un caniche? ¿Acaso quieres que vuelva otra vez a la perrera? —sugirió Ebenezer.
—No, no, no —dijo la bestia riéndose de nuevo—. No es un objeto, ni tampoco es un animal.
A Ebenezer se le habían agotado las ideas. Pensaba que «trompeta» y «caniche» eran dos respuestas excelentes.
—Permíteme que te ahorre tanto sufrimiento —dijo la bestia—. Lo siguiente que deseo comerme es… un niño.
Por el rostro de la bestia se extendió una sonrisa babosa y repleta de júbilo mientras observaba cómo Ebenezer trataba de asimilar aquella sugerencia.
—Disculpa, pero creo que no te he entendido bien —dijo Ebenezer.
—¡He dicho que quiero comerme un niño! —retumbó la voz de la bestia—. Quiero saber a qué saben los niños. Quiero un niñito jugoso y regordete. Quiero zampármelo de un solo trago, que sea apetitoso y blandito.
Ebenezer se movía inquieto en el sitio. Tenía la sospecha de que la bestia no había terminado aún.
Y no lo había hecho.
—Quiero probar a qué sabe una nariz mocosa —sonrió con cara de ilusión—. ¡Y los mofletes rellenitos, las uñas sucias y el pelo plagado de liendres!
Era tal la emoción de la bestia que estaba sudorosa y sin aliento. Observaba a Ebenezer con una mirada hambrienta, enérgica y furiosa. Entonces, con una voz mucho más suave, le preguntó:
—Y bien, ¿cuándo crees que podrás traerme uno?