Una niña
Al principio hay una niña. Está encerrada en una gran aula de techos demasiado altos. Estamos en 1876, y la escuela elemental pública de la via San Nicola de Tolentino, en Roma, es como las demás escuelas del Reino de Italia: una cárcel para niños. Hay que permanecer inmóvil en los bancos, escuchar a la maestra durante horas, repetir la lección a coro. Si uno se porta mal, lo castigan. La niña tiene seis años y odia todo eso desde el primer día. En silencio, comienza su revolución personal contra la institución. Una especie de huelga de atención, que en pocos meses la lleva a ser la última de la clase. «En el colegio no estudiaba nada —dirá ya de adulta—. Apenas escuchaba a las maestras, y a la hora de clase organizaba juegos, comedias.»[2] Y continúa: «No entendía las operaciones aritméticas y durante mucho tiempo di los resultados con cifras inventadas, las primeras que se me ocurrían».
Es mejor escribiendo, le apasionan los libros, y es una actriz nata. Cuando lee en clase algún texto conmovedor, consigue hacer llorar a todo el mundo. Tiene un carácter extravertido y, pese a su corta edad, un gran carisma. Cuando juegan en el patio a la hora del recreo, siempre lleva la voz cantante, sin discusiones. Si una compañera se rebela, la fulmina con una frase desdeñosa: «¡Tú! ¡Tú todavía no has nacido!».[3] Tiene una lengua temible y la seguridad derivada de ser una niña muy querida en casa. Desde el día en que nació, sus padres han ido anotando en un cuaderno todos los detalles de su vida, como si fuese un prodigio: los primeros pasos, las primeras palabras, la alegría parlanchina y, sobre todo, el «carácter vital e independiente».[4]
A las profesoras no les gusta su fuerte personalidad, su forma de mirar a los adultos a la cara, sin ningún respeto. Un día, una maestra hace un comentario sarcástico sobre la expresión de «esos ojos».[5] La niña, ofendida, se jura a sí misma que nunca más alzará la vista en su presencia. Durante las clases no consigue retener nada. Memorizar poesías y textos es un suplicio: «Una profesora estaba empeñada en hacernos aprender de memoria las vidas de las grandes mujeres, para incitarnos a imitarlas. La exhortación que acompañaba a estos relatos era siempre la misma: “¡Vosotras también deberíais ser famosas!”. “¿No os gustaría ser famosas?” Un día respondí con frialdad: “No, nunca lo seré. Me importan demasiado los niños del futuro para querer añadir otra biografía a la lista”».[6]
No le gusta nada competir. Ante una compañera que llora porque la han suspendido y no puede pasar de curso, sacude la rizada cabecita: «No lograba entenderla porque, como le dije, me parecía que tanto daba un curso como otro».[7] En cuanto a ella, la suspenden tres veces: en primero, en tercero y en cuarto de primaria. Se requiere un método para lograr tal resultado, y Maria lo tiene. Falta mucho al colegio alegando todo tipo de dolencias, no presta atención a las explicaciones en clase ni se esfuerza en los controles. En casa, a la hora de hacer los deberes, sufre fuertes migrañas y se mete en la cama, con la cabeza entre dos almohadas. «Ningún provecho», «Escaso provecho», escriben resignados los padres en el cuaderno. Conocen el carácter temperamental de su hija. Le proponen clases particulares de francés y de piano, pero pronto tienen que renunciar incluso a ellas. Cuando aprueba el examen final de la escuela primaria, la niña tiene trece años y parece la hermana mayor de sus compañeras, que tienen diez.
Hasta el momento del choque catastrófico con la escuela, Maria tuvo una infancia feliz: era hija única y muy querida de unos padres ya mayores. El padre, Alessandro Montessori, ferrarés, héroe de la guerra contra los austríacos, es funcionario del Estado. La madre, Renilde Stoppani, oriunda de Las Marcas, es una maestra enamorada de su trabajo, que tuvo que abandonar al casarse. La niña creció entre Chiaravalle de Ancona, donde nació el 31 de agosto de 1870, y Florencia, desde donde se trasladó luego a Roma, debido al trabajo de su padre. La nueva capital, recién conquistada por los Saboya, es una ciudad todavía pequeña y algo adormecida, que está encerrada en el meandro del Tíber, desde el monte Pincio a Porta Portese, y desciende rápidamente a una campiña de villas aristocráticas y viñedos, adonde los días soleados la gente va de excursión y a recoger achicoria. Más allá, inmenso e infestado de malaria, se abre el gran espacio vacío del Agro Romano.
El padre de Maria trabaja en el Ministerio de Hacienda y la madre se dedica a la educación de su hija. Le enseña los valores de la solidaridad. Le hace tejer ropa de abrigo para entregarla a la beneficencia. La anima a atender a los pobres y a hacer compañía a una vecina impedida por una joroba. Tal vez es así como nace la primera idea de ser médico: «Si veía en la calle a un niño pobre, lo encontraba pálido y me parecía que estaba enfermo. En vez de pensar en darle mi merienda, pensaba qué medicina, qué pócima podría curarle».[8] No usa las muñecas para probarles vestidos y gorritos, sino a modo de pacientes, en fila sobre la cama, mientras ella pasa con la cuchara distribuyendo jarabe para la tos.
La educación en su casa es espartana. «No se nace para gozar»,[9] dirá de mayor. Y contará de buen grado una anécdota de su infancia. Debía de ser muy pequeña. Acaba de volver a la ciudad tras un largo veraneo. Está cansada, tiene hambre, lloriquea pidiendo algo de comer. La madre, atareada con las maletas, le pide que espere. Al final, irritada, le ofrece un pedazo de pan duro, que estaba en casa desde que se marcharon: «Si no puedes esperar, toma esto».[10]
La seducción del teatro
«Mi juguete era el teatro. Si veía recitar, imitaba con gran viveza: me metía en el papel de los personajes hasta llegar a palidecer o a sollozar y llorar recitando cosas ficticias. Inventaba pequeñas comedias, improvisaba argumentos; componía vestuario y escenas.»[11] Mientras libra su personal batalla contra la escuela primaria, consigue que la dejen asistir a un curso de interpretación. Su padre se opone, pero, como hace siempre, acaba cediendo ante la insistencia de Maria. Le cuesta enfrentarse a su única hija adorada, que tiene un carácter autoritario. Es así desde pequeña, y seguirá siéndolo toda la vida. «Cuando ella estaba en una habitación, no había nadie más», comentará una testigo muchos años después.[12]
En la escuela de interpretación, los profesores están encantados, dicen que la niña tiene mucho talento. Convencen a sus padres para que la dejen debutar en el teatro, en su primer papel oficial. «Yo también lo notaba —escribirá, recordando aquella época—, había nacido para aquello y era mi pasión.»[13] Sin embargo, en el último momento decide renunciar. Es una decisión repentina, sin explicaciones. «Fue solo un instante y vi que realmente iba a alcanzar la fama, a menos que huyera de la seducción del teatro.» A lo largo de su vida adoptará con frecuencia decisiones repentinas, tomadas por instinto, siguiendo su estrella interior. Cree en la escucha de la vocación y en las señales. Su personalidad tiene un fuerte componente místico. Un episodio mil veces repetido por los biógrafos explica este aspecto: «A los diez años de repente cambió. Desarrolló un notable interés por la religión, y al mismo tiempo un sentido de “vocación”. Sus padres lo percibieron cuando enfermó gravemente de gripe y el médico les dijo que debían prepararse para lo peor. No obstante, Maria tranquilizó a su madre: “No te preocupes, mamá, no me voy a morir. ¡Tengo demasiadas cosas que hacer!”».[14]
En 1883, justo cuando Maria obtiene, después de tantos suspensos, el diploma elemental, la ley italiana abre las puertas de las escuelas superiores a las niñas. Maria afirma que quiere seguir estudiando, una decisión que su madre apoya con entusiasmo. Con la nota obtenida no puede aspirar a entrar en el Liceo clásico, de modo que se conforma con la Regia Scuola Tecnica de Roma, donde acaba de inaugurarse una sección femenina. Apenas hay una decena de chicas matriculadas, un pequeño grupo de pioneras muy unidas. Maria empieza a ver la escuela con otros ojos. El reto de ser una de las primeras muchachas que penetran en el mundo masculino de la enseñanza superior es algo importante, digno de su atención. En poco tiempo se convierte en una estudiante modélica. Su padre anota en el cuaderno familiar que su hija ya no piensa en nada más. Las migrañas han desaparecido. Las tardes están dedicadas al estudio.
Cursa los tres años de la escuela técnica con notas excelentes, y en 1886 aprueba los exámenes finales con una mención especial. Su padre querría que se matriculase en Magisterio, por aquel entonces la escuela femenina por excelencia, que forma a las futuras maestras. Pero Maria no quiere ni oír hablar de ello. No desea ser maestra. Cuando su solicitud es rechazada porque su título técnico no se considera suficiente, no disimula su alivio.
Insiste en matricularse en el Regio Istituto Tecnico de Roma, lo que es una elección muy insólita. Las pocas mujeres que siguen estudiando lo hacen para mejorar su cultura antes de casarse, a lo sumo para dedicarse a la enseñanza. Ella no: dice que quiere ser ingeniera. Además de Maria, en todo el instituto solo hay otra alumna, llamada Matilde Marchesini. Durante las pausas entre clase y clase, los profesores las encierran en un aula para que los estudiantes no las molesten.
Entretanto, Maria se ha convertido en una muchacha muy atractiva. Es bajita, pero de formas suaves. Tiene el cabello negro rizado y los ojos también negros y muy brillantes, una forma muy personal de mirar directamente a la cara a sus compañeros, sin timidez, y una carcajada irresistible. Un alumno mayor que ella, Giovanni Janora, empieza a cortejarla, «siguiéndola de lejos».[15] Interrogado por Renilde, que está preocupada por la reputación de su hija, el joven afirma que sus intenciones son serias. Cuando termine la escuela y haya hecho el servicio militar, dice, pedirá su mano. Renilde, tranquilizada, le da permiso para ir a su casa todos los domingos.
La familia del muchacho, informada de lo que está sucediendo, se opone, afirmando que es demasiado joven para comprometerse. Renilde, que ha acabado por tenerle simpatía, lo lamenta; por el contrario, Alessandro Montessori se siente aliviado. Aprecia a Giovanni, pero considera que tiene un carácter demasiado taciturno, poco acorde con el animado y expansivo de su hija. Si el proyecto de noviazgo hubiese seguido adelante, habría supuesto una boda en un plazo breve y una vida completamente distinta. Maria se habría encerrado en un salón burgués, entre hijos de los que cuidar y veladas con su marido. Pero todo queda anulado. La historia de su vida puede continuar.
Excelencia, estudiaré Medicina
Al año siguiente, Maria se prepara para los exámenes finales. Ha decidido hacer alguna cosa con su vida, aunque todavía no sabe qué. «Trepando por caminos inciertos —recordará años después—, empecé los estudios de Matemáticas, con la intención inicial de ser ingeniera, luego naturalista y finalmente me decidí por los estudios de Medicina.»[16] Nada consigue apartarla del estudio. Ni siquiera le interesa la novedad del año, el circo de Buffalo Bill, que ha plantado sus carpas en los Prati, una extensa zona abierta utilizada para ejercicios militares, al otro lado del Tíber. Los días en que hay espectáculo se forman colas en el puerto de Ripetta y en el puente de Sant’Angelo. Mientras regresa de la escuela, Maria contempla con indiferencia el trasiego.
En junio de 1890, a los veinte años, aprueba los exámenes y obtiene el título de la escuela técnica superior. Su madre la anima a estudiar en la universidad, su padre espera que lo deje ya. Está orgulloso de esa hija brillante, pero le da miedo tener en casa a una de esas mujeres que, según los prejuicios de la época, se consideran masculinas, dedicadas completamente a los estudios e incapaces de ser mujeres y madres. Cuando la joven Maria dice que quiere ser médica, él muestra su desacuerdo, aunque sabe que oponerse no le servirá de nada. Si madre e hija se alían, está derrotado de antemano. Tiene un carácter débil, poco dado a los enfrentamientos. Es él quien, según recuerda su hija, la dormía en sus brazos cuando era pequeña cantándole canciones de cuna, imagen insólita para un hombre de su tiempo.
Lo que preocupa al padre de Maria son sobre todo las habladurías. En esa época, una hija de la burguesía es custodiada en casa como si fuera un objeto precioso, a la espera de un marido. No sale de casa sin ir acompañada. Imaginarla sentada en un aula llena de estudiantes es algo inaudito. Desde hace unos años, los obstáculos legales que impedían el acceso de las mujeres a la universidad han desaparecido, pero los culturales son todavía muy grandes. «Para ser médica, y en cierto modo dejar de ser una mujer, una jovencita acabaría siendo clorótica, tal vez tísica, o loca, sin duda nerviosa»,[17] escribe un profesor, comentando la nueva moda de las mujeres médicas que también ha llegado a Italia.
Maria Montessori consigue una entrevista con Guido Baccelli, el decano de Medicina. Es un hombre ya anciano, que la escucha con atención, pero que al final le responde con una amable negativa. Personalmente no tiene nada en contra, aunque ya ha tenido estudiantes mujeres en la facultad y conoce muy bien la agitación que provocan en un aula llena de alumnos varones. El problema, observa, es que Maria carece de la titulación exigida. Solo puede matricularse quien posee el diploma del liceo clásico y ha estudiado griego y latín. Ella no se desanima y sale del despacho declarando: «Excelencia, estudiaré Medicina».[18]
A partir de este episodio se articula, en la hagiografía montessoriana, el relato de las enormes dificultades con que se encontró para estudiar. Ella misma dirá muchas veces que fue la primera mujer médica de Italia, lo que no es cierto. Hablará de la intervención del Papa, de la masonería, de fuertes oposiciones por parte de los académicos: hechos que la realidad demuestra que son inventados. Los profesores son muy comprensivos. Los problemas en el aula se deben más al delicado sentido del pudor de Maria que a la actitud de los hombres que la rodean. Eso no quita el carácter excepcional de la decisión de estudiar en la universidad. Maria Montessori forma parte de un grupo de pioneras: 132 en un total de 21.813 alumnos matriculados, según las cifras del año de su licenciatura.[19] Antes que ella, en Roma solo dos mujeres se habían licenciado en Medicina.
Para superar el inconveniente del título superior del que carece, apela a un artículo del reglamento interno de la universidad. Se matricula en la facultad de Ciencias, con la intención de pasarse a Medicina una vez superados los exámenes del bienio. Mientras tanto ha de llenar las lagunas en lenguas clásicas. Sabe que en su casa no hay mucho dinero y que su padre lo desaprueba, de modo que recurre a algunos conocidos entre los religiosos romanos. Un diario narra así la historia: «Se dirige a un fraile y sabe conmoverlo hasta tal punto que el buen religioso, viendo en ella la voluntad de Dios, le promete permitirle la entrada en el seminario para asistir a las clases de latín y griego, aunque oculta detrás de una tarima de madera para no perturbar con su presencia a los jóvenes seminaristas».[20] Tras la muerte del fraile, Maria convence a su padre de que le pague un profesor que le dé clases particulares. Cuando quiere una cosa, es prácticamente imparable. «Entraba en las situaciones como si fuera un buque de guerra»,[21] dirán de ella más tarde.
El instituto de anatomía
Sus jornadas de estudiante son muy largas. Las clases comienzan por la mañana temprano y duran hasta última hora de la tarde. Después de cenar, recibe clases particulares de latín y griego. Maria Montessori se toma los estudios con suma seriedad. El hecho de que muchos amigos de su familia y compañeros de la facultad se sonrían ante su deseo de ser médica la lleva a trabajar aún más. Parece que en su vida no exista otra cosa. Se acabaron los paseos al Pincio para admirar la ciudad desde la gran terraza panorámica. Se acabaron los paseos por el Corso para observar a las damas de la alta sociedad, que pasan en los carruajes descubiertos con vestidos desplegados como corolas de flores y grandes sombreros que ondean suavemente al paso de los caballos. Todas las mañanas, Maria va a la universidad con la cabeza llena de proyectos. Tiene en mente la meta de los dos primeros años, a cuyo término le esperan los estudios tan anhelados: «Cuando me hablan de medicina, me parece estar soñando».[22]
Algunas veces lleva consigo un ramillete de flores, que su madre le deja como por casualidad sobre la mesa junto con el desayuno: una forma de animarla muy femenina. En la facultad las cosas no siempre son fáciles. Tiene que lograr que los compañeros la acepten, aparentando un aire feroz. «Le divertía contar la anécdota de un estudiante que se sentaba en el banco de detrás de ella —recuerda una alumna—. El muchacho transmitía con el pie al banco un movimiento como de temblor, que a ella no le gustaba nada, de modo que se volvió hacia el alumno y le lanzó una mirada irritada. Este le dijo a un compañero: “¡Otra mirada como esa y soy hombre muerto!”.»[23]
Le piden que entre antes en el aula para que su contacto con el resto de los estudiantes quede reducido al mínimo. Se sienta delante, sola. Sale siempre la última. El primer trauma se lo producen las clases de anatomía, que también son obligatorias en la facultad de Ciencias. En un mundo donde se considera indecente que una mujer muestre un tobillo, Maria ha de escuchar explicaciones sobre el funcionamiento del cuerpo humano y estudiar representaciones detalladas de cada órgano, lo que desde el primer día le supone un problema. Aunque decidida, no deja de ser una chica de su tiempo. Cuando el profesor habla de la reproducción y de los órganos genitales, la cosa empeora. Maria, roja de vergüenza, está a punto de desvanecerse: «Mi madre me había criado así. Mi ignorancia me hacía muy delicada y pura».[24]
El instituto de anatomía, con las salas en penumbra llenas de esqueletos y órganos en tarros de cristal, de pronto se le antoja un lugar espantoso. Le basta mirar por la ventana para ser consciente de hasta qué punto su decisión va contracorriente. Mientras ella está encerrada en aquellas salas oscuras, las otras chicas salen a la calle: «Fuera había luz, gente que caminaba, mujeres vestidas de colores alegres. Todo me parecía hermosísimo. Al otro lado de la calle había una joven modista de pie en el umbral de una tienda. Me producía una envidia tremenda. Estaba fuera, era libre, todo a su alrededor tenía vida. Sus pensamientos no iban más allá de sus sombreritos».[25]
De vuelta en casa, se esfuerza por mostrarse impasible, pero sus padres se dan cuenta de inmediato de que algo no va bien y la presionan para que cuente lo que le ocurre. El padre aprovecha la ocasión para pedirle que abandone esos estudios, que considera escandalosos. La madre, aunque la anima, se siente inquieta. Maria trata de quitarle importancia. Repite que ha sido el trauma de la primera vez, que se alegra de no haberse desmayado. En realidad, está preocupada, sabe que pronto empezarán las clases de disección de cadáveres. Si ahora cede, se repite, nunca será médica y dará la razón a cuantos consideran absurdo su sueño: «Recordé todas las advertencias recibidas cuando decidí estudiar anatomía: las mujeres médicas no trabajan, nadie las llama, lo único que consiguen es el desprecio general».[26]
Clases sobre el cadáver
La primera clase de disección es dramática. El profesor levanta la sábana y deja al descubierto un cadáver de mujer: «“¡Es una jovencita!”, exclamó el doctor. Yo también era una jovencita allí. Todos me miraron».[27] Cuando un estudiante extiende la mano y empieza a palpar un seno, Maria no aguanta más y huye del aula. Cruza corriendo el parque del Pincio, con el sombrero ajustado a toda prisa y los libros apretados contra el pecho. Bajo un árbol se fija en una mendiga sentada en el suelo con su hijo. Al verla afloja el paso, sin ningún motivo. Sobre todo, es el niño quien le llama la atención. Como la madre, va cubierto de harapos, pero parece ausente, abstraído en la observación de una tirita de papel rojo que sostiene entre las manos y que va pasando lentamente entre los dedos.
Al narrar esta anécdota, Maria Montessori recordará ante todo ese detalle. Lo que está viendo le revela algo, aunque no sabe qué. No imagina que muchos años después, cuando estudie la impresionante capacidad de atención de los niños, ella cambiará para siempre la forma de concebir la pedagogía. Solo sabe que la visión de ese pequeño mendigo, concentrado en una tirita mugrienta de papel rojo, aislado del mundo que lo rodea, como un rey en su reino, la persuade de volver a la universidad. Es cuestión de concentrarse, se repite a sí misma, exactamente como el niño. De pensar en el detalle, no en el conjunto. Al recordar aquel momento, se referirá a una auténtica iluminación: «No sé explicarlo. Simplemente, ocurrió así».[28]
Solicita una reunión con el profesor de anatomía para explicarle sus dificultades. Este se muestra muy comprensivo y le propone recuperar las clases de inmediato. Pide que le lleven el cadáver sobre el que estaba impartiendo la lección cuando Maria huyó del aula. Los camilleros lo transportan manejándolo sin la menor delicadeza. Los brazos y las piernas, que asoman por debajo de la sábana, se balancean en el vacío. Cuando el profesor descubre el cuerpo, Maria experimenta de nuevo una vergüenza que la bloquea: «El pudor que sentía era superior a mí, me habría desmayado ante aquella mujer desnuda».[29] El profesor le coge la mano para obligarla a tocar el cadáver. Maria se retrae, turbada por el gesto. Estamos en una época en que ninguna joven permitiría que un hombre que no fuera de su familia se tomara tal confianza, sobre todo en ausencia de otras personas. Pero el profesor no se arredra: levanta la mano de la muerta y la refriega sobre la de ella.
Maria se siente muy incómoda a solas con su profesor en un aula cerrada. Es muy consciente de que al día siguiente en la facultad no se hablará de otra cosa. Le gustaría abrir la puerta, pero no sabe cómo hacerlo. Se aferra a un pretexto, porque el profesor, para disimular el mal olor de la putrefacción, ha encendido un cigarrillo: «Le dije: “¿Por qué está cerrada la puerta? ¿Me permite que la abra?”. Y luego, para ahuyentar sospechas, añadí: “Si no, moriremos asfixiados”. Con una sonrisa serena y benévola, el profesor me señaló la ventana abierta: “No tema”, dijo tranquilamente entre dos bocanadas de humo, “no hay ningún peligro”».[30] El profesor prosigue con la clase. Una vez que ha acabado con la explicación, la acompaña al patio para que se lave las manos en una fuente. Mientras van hacia allí, le pasa un brazo por la cintura: otro gesto poco apropiado. Maria se aparta bruscamente.
Este episodio, narrado con numerosos detalles por la propia Maria en un cuaderno, representa un curioso juego de convenciones, miedos y relaciones de género. Es como si estuviéramos viéndola sonrojarse cada vez que el profesor se toma demasiadas confianzas, debatiéndose entre la repugnancia que le produce el cadáver y la vergüenza por la situación en que se encuentra, encerrada en un aula a solas con un hombre. Todo en este pasaje nos habla de su condición de estudiante en una facultad masculina, de mujer joven que se aventura en territorios desconocidos, donde nada está pensado para ella. El hecho de que consiga superar el obstáculo demuestra la enorme fuerza de su determinación.
Cuando el profesor ordena a un conserje que vaya a comprar unos pastelillos, Maria lo mira con incredulidad. Lo último que desea en ese momento es un dulce, pero el profesor insiste. Si uno no come enseguida, explica, luego es más difícil: «Llegaron los dulces, cogió uno con aquella mano que poco antes había posado en la grasa putrefacta de aquella muchacha. Delante de él, pero en el umbral de la puerta que daba al pasillo, yo también empecé a comer. El primer bocado no me pasaba. El adjunto se reía. El profesor me animaba».[31] Al final, consigue tragarse unos bocados. Al día siguiente acude a clase y recibe junto a sus compañeros la lección sobre el cadáver. De regreso a casa, escribe en el diario: «Llueve, mi espíritu está tranquilo. Tengo la intención de pasar el día estudiando».
Al principio paga a un conserje para que fume a su lado en el aula de disección a fin de enmascarar el olor de los cadáveres. Luego empieza a fumar ella, hábito que mantendrá toda la vida, aunque raramente lo hará en público. Supera con éxito el examen de Anatomía y sigue con los otros exámenes. También participa en la vida política de la universidad. Junto con otros estudiantes, se suma a la huelga convocada para el Primero de Mayo, gesto que en esa época equivale a una declaración de militancia muy explícita, porque hacía poco que dicha fiesta había sido introducida en Italia por el Partido Socialista. Los profesores la convencen de que no participe en la manifestación obrera de Santa Croce, porque se teme que se produzcan desórdenes.
Paseos por el Pincio
Al acabar el primer año ha aprobado todos los exámenes. En una carta a una amiga se describe a sí misma durante el examen de física, de pie delante de la pizarra, sujetando con una mano la tiza y con la otra el abanico. Este detalle es una de las raras concesiones de Maria a la frivolidad. Está tan metida en el sueño de llegar a ser médica que no parece interesarse por aquellas cosas que ocupan la vida de las chicas de su edad. Solo en verano se permite algunas horas en el Pincio, en las avenidas donde la gente pasea. La acompaña Matilde Marchesini, que había sido su compañera en la escuela técnica, y otras chicas de quienes solo conocemos los nombres: Clara y Dina. Una dama de la alta sociedad la ha tomado bajo su protección y ejerce de madrina, prometiendo ayudarla en su carrera futura.
Maria confía a su diario que se siente atraída por un compañero de universidad, Riccardo Salvadori, que estudia como ella en la facultad de Ciencias con la intención de pasar a la de Medicina. Cuando lo ve, se siente repentinamente débil bajo su mirada. «En mis paseos por el Pincio me parece que Salvadori me considera una mujer.»[32] Luego se acuerda de que es diferente a las otras chicas que coquetean en el parque bajo las sombrillas de colores claros, en busca de un marido: «Sí, soy una mujer, y práctica, porque tengo un ideal». Todas las jóvenes de su edad están casadas o prometidas, pero ella no tiene ninguna intención de convertirse en esposa. Ha decidido ser médica y se toma la empresa tremendamente en serio: «He de decirlo: después de los veinte años ha surgido en mí un ideal; o ese ideal o morir».
Cada vez que se encuentra con Riccardo regresa a su casa agitada, y debe encerrarse en la habitación para calmarse y tratar de razonar: «¿Qué es lo que quiero? Oh, querida, nada. ¿Casarme con él? Nunca».[33] Su compañero la corteja con elegancia. Un día en que Maria no acude al parque porque no se encuentra bien, llaman a la puerta de su domicilio y aparece un camarero con la librea de un café de la ciudad, que ha recibido el encargo de llevarle chocolate caliente. Cuando se entera de que después del verano Riccardo se trasladará a Milán, se le ocurre escribirle una carta confesándole sus sentimientos, pero luego renuncia a la idea. Ha elegido su camino y sabe que pasa este por la decisión de no casarse. «Quién sabe cuántos nuevos afectos tendrá él en su corazón. ¡Y yo estaré siempre sola! ¡Sola!».[34]
A finales de agosto anota en su diario un sueño, que parece el broche final a ese largo verano en que el amor ha puesto a prueba su afán de ser médica. Se trata de una valiosa incursión en el subconsciente de Maria Montessori, y contiene todos los ingredientes de su vida en aquel período: las clases con los cadáveres, la economía limitada de su familia, el compromiso con los pobres, el apego a sus padres, el amor por Riccardo Salvadori, mezclados misteriosamente, como ocurre siempre en los sueños. Es largo, pero vale la pena reproducirlo por entero.
Salí de casa con mis padres y llegué andando a un lugar desagradable, lleno de gente pobre, pero no eran los mendigos habituales: nadie pedía limosna, incluso por su aspecto eran personas distintas, aunque vestidas con harapos, con la miseria y el miedo reflejados en el rostro. Mi padre me dijo que nuestra casa, que acabábamos de abandonar, ya no nos pertenecía; todos los muebles se habían vendido y viviríamos entre aquella miserable gente que veíamos. «Deja al menos que vaya a casa a buscar algún recuerdo», dije entonces. Y me fui. Allí ya había gente nueva que se movía entre nuestros muebles; la casa estaba hermosa, llena de luz y de flores. Todos parecían muy contentos. Yo dije: «¡Dejad al menos que me lleve mis recuerdos!». «Aquí están sus recuerdos», respondieron. Y me dieron una caja que contenía el cráneo de un muerto, con los ojos todavía en las órbitas pero deshechos. Quería cogerlo pero no podía, se rompía, me quedé con unos pedacitos de papel en la mano que apreté contra el pecho. Luego fui a la facultad. Era un inmenso conjunto de escaleras y pasillos, completamente a oscuras. De pronto me di cuenta de que había perdido los pedacitos de papel. Me encontré con Salvadori y se lo dije; él fue corriendo a buscarlos y se perdió por los pasillos. Regresé a aquel sucio lugar donde se suponía que tenía que vivir ahora. Vi a mucha gente con ropas que debían de haber sido elegantes pero que ahora estaban sucias y andrajosas. Todos miraban hacia un lugar con una curiosidad dolorosa. Yo también miré, y vi a mi padre vestido con un abrigo largo descolorido y hecho jirones; tenía el rostro verde, sombrío, y el cuerpo encorvado. Mi madre no estaba. La busqué por todas partes, pero no la vi. Entonces cogí del brazo a una muchacha que no sabía quién era, y mientras caminábamos me sentí mal. Luego, al mover la lengua, noté que se me movía un diente incisivo y escupí sangre. Entramos en una tienda sucia y fea. Me dieron un plato y escupí mucha sangre, y me quité el diente. Después de este, otro, y luego otro. No se veían porque la sangre lo inundaba todo. Entonces el tendero me dijo: «Su madre está muerta».[35]
El camino hacia el pueblo
En el verano de 1892, Maria Montessori termina el bienio de Ciencias Naturales y solicita el traslado a Medicina. En febrero por fin se convierte en una estudiante en la facultad de sus sueños, con número de matrícula 1.664, la única mujer de ese curso. Su presencia no pasa inadvertida. A menudo, en los pasillos los compañeros silban a su paso. Ella responde en voz alta, para que todos la oigan: «Cuanto más silbáis, más me crezco».[36]
En aquellos años la facultad de Medicina de Roma es un centro de pensamiento progresista. Enseñan en ella profesores como Jacob Moleschott, teórico de la medicina social; Angelo Celli, pionero de la lucha contra la malaria, o Clodomiro Bonfigli, padre de la clínica psiquiátrica. Son personalidades muy notables, que ejercen una gran influencia en los estudiantes. Es una facultad pequeña. Los profesores conocen personalmente a todos los alumnos, se interesan por su vida privada y con frecuencia los consideran jóvenes amigos. Maria es acogida con simpatía por los docentes, que la invitan a colaborar con ellos en las actividades de voluntariado.
Participa en las expediciones al Agro Romano, organizadas por Angelo Celli y su mujer, la enfermera alemana Anna Fraentzel. Es su personal «camino hacia el pueblo», y resulta muy traumático. Maria, que se ha criado en un ambiente burgués y protegido, no está preparada para lo que se encuentra. «Sobre una pequeña colina se alzaban, como si fuera un poblado de negros, numerosas chozas con una capillita en medio, sin un jardín, sin una flor —escribe Anna Fraentzel—. Las chozas, muy próximas entre sí, estaban construidas con paja, cañas, tallos de maíz y hojas secas, sin ventanas, y con una puerta, o mejor dicho, un agujero a modo de entrada, tan pequeño que había que agacharse para meterse en ellas.»[37] Conseguir que esa gente incivilizada acepte que les instalen mosquiteras no es tarea fácil. Las mujeres las rompen a fin de poder vaciar por la ventana los cubos de agua sucia o las usan como cedazos para las verduras. Suministrar la quinina es toda una hazaña.
Maria también trabaja como voluntaria en el ambulatorio pediátrico Soccorso e Lavoro de la ciudad, destinado a curar a los hijos de los pobres. Ante sus ojos desfilan a diario decenas de niños pálidos, escuálidos, con el vientre hinchado y una tos perniciosa. Sus grandes ojos acusan, pero de sus bocas no sale ni una queja. Maria ve casos de malnutrición, raquitismo, tuberculosis. Y otras cosas terribles para las que no hay palabras. A veces llegan al ambulatorio niñas de apenas dos años con extrañas heridas en los genitales. El médico explica que en los callejones de Roma circula la espantosa superstición de que la sífilis se cura teniendo contacto con niñas muy pequeñas. De modo que los hombres las atraen con caramelos hacia los portales oscuros.
A pesar del tiempo que dedica al voluntariado, Maria saca unas notas excelentes. Obtiene una beca de estudio, que consiste en un premio de mil liras, una suma considerable para la época teniendo en cuenta que las matrículas universitarias cuestan cien liras al año. El premio llega en un momento oportuno, ya que su padre ha pedido la jubilación anticipada por motivos de salud y los ingresos familiares se han reducido. La noticia aparece en un periódico de Roma con el titular «Señoritas que sobresalen». No es la primera vez que la prensa local la menciona. Años antes se había destacado su participación en un festival en Villa Borghese, donde tuvo el honor de ofrecer flores a la reina. En el quinto año de carrera, Maria gana el concurso de ayudante de medicina —pasando por delante de alumnos de sexto curso o de licenciados, como anota orgulloso su padre en el cuaderno familiar— y empieza a hacer prácticas en un hospital.
Entre los profesores, le causa mucha impresión Clodomiro Bonfigli, que imparte un curso sobre educación y locura. Maria decide hacer con él la tesis de licenciatura en Psiquiatría, elección también a contracorriente para una muchacha de la época. La madre, como siempre, la anima y la ayuda en todo lo que puede. Cada vez que empieza un curso, le divide los libros demasiado pesados, desmontando el encuadernado y creando volúmenes más delgados para que no lleve la bolsa tan cargada. Por las tardes escucha los resúmenes de las lecciones y repasa con ella. Cuando era joven no pudo ir a la universidad, que entonces estaba vetada a las mujeres, y los estudios de su hija son su venganza. La luz de la habitación de Maria permanece encendida hasta altas horas de la madrugada. Ella misma dirá, recordando aquellos años: «Me sentía como si fuese capaz de hacer cualquier cosa».[38]
En el último año de facultad, cada alumno debe impartir una clase frente a sus compañeros. La de Maria se espera con especial curiosidad. Llega al aula sintiéndose como una domadora a punto de entrar en la jaula de los leones. Su padre se ha negado a acompañarla para no aprobar también con su presencia aquella locura de hablar en público. No obstante, acaba dejándose convencer por un amigo y se sienta en el fondo de la sala. La clase es un éxito. Los presentes aplauden a rabiar. Cuando se enteran de que el padre de la oradora está allí, se agolpan a su alrededor para felicitarle. Pese a sus reticencias, Alessandro Montessori está muy orgulloso de esa hija que parece no tener miedo de nada. En una carta la describe con estas palabras: «La muchachita de entonces se ha hecho mujer, y una mujer extraordinaria».[39]
El último año de universidad es muy intenso, entre las clases, la residencia en los hospitales y el estudio de los pacientes de la clínica psiquiátrica para redactar la tesis. Maria se licencia en julio de 1896. Los periódicos de la ciudad publican la noticia y cuentan que, después de la ceremonia, amigos y profesores se han reunido en casa de los Montessori para celebrarlo. Un capítulo de su vida se cierra. «Ahora todo ha acabado. Todas las emociones han llegado a su fin. En este último examen, público, un senador del Reino me ha felicitado calurosamente y se ha levantado para estrecharme la mano —explica Maria en una carta a una amiga—. Pero he de decirte que me impresiona poco. Todos me miran y me siguen como si fuera una celebridad.»[40] Amigos y familiares se quedan asombrados ante esa muchacha que manipula cadáveres y visita a pacientes desnudos sin mostrar la menor turbación. «Nada me produce turbación, nada —admite Maria—. Hablo en voz alta de asuntos difíciles con tal indiferencia y sangre fría que hasta mis profesores se quedan desconcertados, y poseo la fuerza moral que cabría esperar de una mujer anciana y endurecida por la experiencia.»
Acabadas las celebraciones, reanuda el trabajo. Su tesis de licenciatura se presenta en el Congreso de la Sociedad Freniátrica, pero no lo hace ella personalmente, porque es una mujer, sino uno de sus profesores. Una importante revista científica publica un artículo suyo. Como es muy buena en el trabajo de observación, algunos profesores le aconsejan que haga un curso de perfeccionamiento en Berlín, con el mejor clínico de laboratorio de la época: Robert Koch. Su padre no tiene dinero para financiar la estancia en el extranjero y ella trata de obtener una beca, pero no la consigue. En realidad, Maria irá a Berlín, y muy pronto, pero no como médica, sino como militante feminista.
Viva la protesta femenina
Mientras realiza labores de voluntariado, Maria entra en contacto con las feministas, que en Roma tienen un papel social muy activo. Participa en sus luchas políticas, desde la protesta contra la invasión italiana de Etiopía hasta la recogida de firmas para apoyar la lucha de liberación en Cuba. Se convierte en secretaria de la asociación Per la Donna, creada por un grupo de militantes con el fin de poner en práctica un programa muy radical: educación popular, sufragio femenino, ley para la investigación de la paternidad, igualdad de salarios entre hombres y mujeres.
Esta asociación es la que la elige como delegada italiana en el Congreso Femenino Internacional de Berlín de 1896. Lo tiene todo para ser la candidata ideal: es joven, es una de las primeras médicas de Italia y ha demostrado que sabe hablar en público. La noticia llega a Chiaravalle, donde un comité feminista local recoge dinero para enviárselo a la ilustre conciudadana a modo de contribución para los gastos del viaje. La corresponsal de un periódico francés de Roma la entrevista antes de su marcha. Espera encontrarse con una militante hombruna y rabiosa y se sorprende cuando la recibe una muchacha vestida con un «sencillo vestido de verano, de cabello negro bien peinado, cintura fina y esbelta, rostro y cuerpo atractivos, seductora y sana».[41]
En la entrevista Maria habla de las prácticas que está haciendo en el hospital: «Me han asignado a la sección de mujeres y le aseguro que las pacientes me buscan, me quieren. Mire, el pueblo es como los niños, intuye quién le quiere».[42] Recuerda con placer los años de universidad. «He de decir, en honor a los estudiantes romanos, que siempre me respetaron; nunca me dirigieron una palabra demasiado galante o demasiado dura.» Impresionada, la periodista comenta: «Buena elección. La delicadeza de una joven de talento combinada con la fuerza de un hombre, un ideal que no se encuentra todos los días».
El congreso se inaugura en Berlín el 20 de septiembre, delante de quinientas delegadas procedentes de todo el mundo. La inauguración se ve perturbada por una contramanifestación de mujeres socialistas que protestan fuera del edificio contra un congreso al que tildan de burgués. Maria sale y se enfrenta a las manifestantes, improvisando un discurso. Se sube a una carreta, para estar por encima de la multitud. Lleva un vestido elegante, que realza su cintura fina. Habla brevemente, pero con una sinceridad que conquista al auditorio. Dice que entiende su rabia. Para las mujeres que viven en la miseria —recalca en italiano con su hermosa voz cantarina, mientras una compañera feminista traduce sus palabras al alemán—, los tiempos de las reformas pueden parecer demasiado largos. Pero, juntando en un delicado gesto sus manos enguantadas, pide que las diferencias de clase no dividan a las mujeres, hermanas en la lucha. Al final del discurso se quita el sombrero y, agitándolo como una bandera, grita con voz aguda: «¡Viva la protesta femenina!».[43] Las manifestantes, convencidas, aplauden y se quitan el sombrero, imitándola.
Durante las sesiones del congreso pronuncia dos discursos, uno sobre el asociacionismo femenino y otro sobre el trabajo de las mujeres. En ambos defiende posturas muy polémicas. Hablando del feminismo romano, critica la filantropía de las mujeres católicas, que ayudan en exclusiva a los católicos y abandonan en la miseria a los demás, pero también la filantropía laica del comité que financia el ambulatorio Soccorso e Lavoro, porque atiende a pocas personas. En el discurso sobre el trabajo femenino se extiende acerca de las difíciles condiciones de las mujeres del pueblo. Son cosas que ve desde hace años en su labor como voluntaria: mujeres que trabajan todo el día, como los hombres, y luego en sus casas han de seguir trabajando, con el hijo más pequeño colgado del pecho y los otros agarrados a las faldas, víctimas además a menudo de las palizas de sus maridos, cuando llegan a casa borrachos. Pide a los políticos que asuman la realidad, y pone como ejemplo la nueva ley, que en Italia permite quedarse en casa un mes después del parto. Excelente ley, observa, que ha reducido la tasa de mortalidad de las madres. Pero no tiene sentido prever tal permiso si no se ofrece una ayuda económica a la mujer: «Los hombres que hacen las leyes se jactan de haber dicho a la puérpera: “¡Descansa!”. Pero ¿cómo se puede descansar cuando se tiene hambre? Pese a que su cuerpo pida a gritos que necesita descansar, las mujeres se ven obligadas a volver rápidamente al trabajo».[44]
Maria no olvida su actividad como médica y, antes de abandonar Berlín, visita el gran hospital pediátrico de la ciudad. De regreso a Roma, descubre los numerosos artículos que la prensa le ha dedicado. A los corresponsales italianos la joven delegada Montessori les ha gustado mucho. Tanta atención le molesta, sobre todo porque se habla más que nada de su aspecto. «Su gracia ha conquistado todas las plumas, o tal vez deberíamos decir todos los corazones de los periodistas», se lee en un artículo.[45] «La voz, la oscura melena, la mirada penetrante, la elegancia con que lleva los guantes», insiste otro.[46] A Maria le irritan estas alabanzas. Sabe muy bien que quien se refiere a su belleza ve en ella a la mujer, no a la médica. Está decidida a huir de las trampas de la condición femenina. Lo que quiere es dejar huella en el mundo. «Nadie volverá a entonar cánticos de alabanza sobre mis supuestos encantos —declara a sus padres—. ¡Trabajaré en serio!»[47]
Una mujer en la sala del hospital
Maria reparte su tiempo entre el trabajo, el compromiso feminista y el voluntariado. Ahora ya es licenciada y tiene una actividad profesional, aunque todavía no remunerada. En realidad, más de una, porque trabaja como ayudante en el hospital del Santo Spirito en Sassia y como médica en prácticas en el Istituto di Igiene. Su presencia en la sala del hospital llama la atención. En esa época, las únicas mujeres que trabajan en los grandes pabellones de los hospitales son las monjas, ocultas bajo el velo. Ver pasar a Maria, con gesto decidido y los rebeldes rizos negros, causa sensación. Además, su presencia nocturna, en las guardias, es un problema. Para dormir, solo hay un catre junto al colega de turno. Es la propia monja responsable de la sala la que le enseña la pequeña habitación común con una sonrisa irónica, como diciendo: «Has querido ser médica, ¿no?».[48] Solo tras haber presentado un recurso ante la dirección consigue una habitación para ella sola.
Todos los días, una vez terminado el trabajo en los hospitales, sigue con su actividad de voluntariado con los desheredados de la ciudad. Con las señoras de la buena sociedad romana participa en las actividades filantrópicas de la Unione del Bene, en el barrio popular de San Lorenzo. Con los colegas médicos trabaja en los dispensarios, por donde desfilan a diario los niños enfermos. Ahí nace su interés por la infancia, ante esas criaturas pobres, que son los más desfavorecidos de la sociedad. La tasa de mortalidad infantil en esa época es espantosa. Uno de cada dos niños no llega a los cinco años, y al que lo consigue de inmediato lo ponen a trabajar para ayudar a la familia. Los pequeños son enviados a la calle a pedir limosna, al campo a recoger hortalizas, o se los contrata temporalmente como deshollinadores. A Maria Montessori le escandaliza lo que ve. Muy pronto pondrá su indignación al servicio de la pedagogía. En un mundo donde en los primeros años de vida un niño ha de intentar sobre todo no morir, propondrá una educación que empiece mucho antes de la enseñanza obligatoria y que valore esas pequeñas mentes de las que nadie se ocupa.
También como facultativa se interesa por los más pequeños, y a menudo le cuesta separar el trabajo de médica del de enfermera. «Si un niño gravemente enfermo necesitaba un baño caliente y una cama limpia —escribirá años más tarde una periodista—, ella sabía que no tenía sentido prescribírselo a su madre, muy pobre, que vivía en un barrio mísero de Roma, de modo que se lo llevaba a su casa el tiempo necesario y se ocupaba del niño personalmente, haciendo de médica, enfermera y benefactora a la vez.»[49] En ocasiones, para ayudar a los padres desempleados de algún pequeño paciente, se inventa trabajos en su casa, que paga de su bolsillo. Muchos le escriben para agradecérselo, breves cartas llenas de faltas de ortografía pero conmovedoras. Una es de los padres de una niña a la que Maria ha curado de pulmonía tras pasar un día entero en su casa. Otra es de la madre de dos gemelos que parecían condenados a no sobrevivir a un parto difícil: sabiendo que los padres eran demasiado pobres para permitirse una enfermera, Maria obliga a la parturienta a quedarse en la cama, permanece en su casa todo el día, enciende el fuego y prepara un baño caliente para los recién nacidos.
Ha aprendido la lección de sus profesores, que en esos años de activismo social a menudo más parecen misioneros que médicos. «Eran auténticos benefactores de la humanidad —recuerda una testigo de la época—. Para ellos no había enfermo demasiado modesto, ni caso muy poco interesante, ni paciente al que no dedicasen la visita más atenta, para cuya curación no lo intentaran todo y al que no dirigieran una amable palabra de ánimo.»[50] Hace tiempo que Maria se ha fijado en uno de esos colegas, un joven llamado Giuseppe Montesano.
Giuseppe Montesano
No sabemos con exactitud cuándo se conocieron. Tal vez ya en 1895 en el Istituto di Igiene, donde ella era una estudiante en prácticas y él un joven médico. Quizá incluso antes, a través del hermano de él, compañero de estudios de Maria. Lo cierto es que se trata de un encuentro cargado de futuro. Giuseppe Montesano es el único amor conocido de Maria. La relación con él no compromete nunca su carrera, pero marca su vida con un drama secreto.
Es un hombre muy guapo, de rostro fino y expresivo. Dos años mayor que Maria, había nacido en Potenza en el seno de una familia rica de origen judío. Fue un estudiante brillante y precoz. A los diecisiete años ya estaba matriculado en Medicina y acumulaba premios y becas de estudio. Antes de licenciarse, ya había ganado dos concursos que le dieron la posibilidad de hacer prácticas en un hospital. Parece el alma gemela de Maria: la misma dedicación al trabajo, pero caracteres opuestos. «Ella, tan excepcional, decidida, creativa, vehemente; él, tranquilo, delicado, con una aguda capacidad de análisis. Los dos geniales. Se enamoraron y ella encontró en la dulzura de Montesano la complementariedad a su carácter fuerte —explicó un alumno de él—. Ella socialista, en cierto sentido; él en cambio bíblico, con esa mentalidad judía precisa, individual. No era practicante, desde luego, pero poseía la ética judía medieval, ese fuerte sentido moral, ese rigor. Esa misma diferencia que existía entre ellos fue lo que los unió y les permitió hacer, por caminos distintos, cosas grandes.»[51]
Maria no comenta con nadie lo que está viviendo. El matrimonio no entra en sus planes, y todo lo que puede ofrecerle a su amante es una especie de unión libre y clandestina, algo muy transgresor para la época. En 1897 trabajan juntos en la Regia Clinica Psichiatrica, donde ella es la única mujer entre muchos colegas varones. En los archivos de la universidad se conserva la autorización del ministerio para su nombramiento como ayudante voluntaria. En el documento aparece inscrita como Mario Montessori: un error revelador de los prejuicios de entonces. Si en esos tiempos es difícil pensar en una mujer médica en un hospital, imaginarla en un departamento de psiquiatría es casi imposible.
Los dos amantes son inseparables. Maria convence a Giuseppe de que se inscriba en la asociación feminista Per la Donna y de que la acompañe a las reuniones nocturnas. Trabaja con él en una larga investigación, que se publica luego en una revista científica. Cuando en 1898 lo nombran jefe de servicio en el manicomio de Roma, Maria lo acompaña en las primeras visitas de reconocimiento. Así es como penetra en ese lugar secreto, integrado en un gran edificio de la via della Lungara. Allí descubre lo que tiempo atrás eran los «cuartos de la paja», auténticos establos donde los locos más violentos permanecían aislados durante varios días, completamente desnudos, sin otra cosa que un poco de paja que absorbiera los excrementos. Mira a través de las grandes ventanas con barrotes que dan al paseo, donde hasta unos años antes los habitantes de Roma iban a «divertirse con los locos» y a tirar algún resto de comida, como si fueran animales enjaulados.
El nombramiento de Giuseppe Montesano coincide con un momento de transformación del manicomio. Los médicos están sustituyendo progresivamente a los religiosos y aportando una organización científica allí donde antes solo había represión y la íntima convicción de que la locura era un castigo divino. Se trata de un proceso difícil, que exige mucha paciencia. Mientras tanto, el edificio de la via della Lungara continúa siendo un lugar peligroso. Apenas tres años antes, un paciente mató a uno de los directivos que estaba haciendo una inspección. Giuseppe consigue que cada vez que Maria entre en los pabellones de las mujeres lo haga acompañada.
Durante una de estas visitas es cuando descubre a los niños del manicomio. Son los llamados «oligofrénicos», es decir, débiles mentales, o, más comúnmente, «deficientes» o «idiotas». Se trata de una categoría muy amplia, porque además del retraso mental incluye también casos de ceguera, mudez, sordera, epilepsia, parálisis, autismo, raquitismo, trastornos de la personalidad y demencia por malnutrición. Considerados incurables y, por tanto, encerrados de por vida, vestidos con batas de tela áspera, sucios y asilvestrados, los niños del manicomio son tal vez el aspecto más terrible de ese lugar espantoso.
Maria se da cuenta de que ha encontrado algo por lo que luchar. Como ocurre a menudo en su vida, todo se concentra en una iluminación. Un día, una de las sirvientas que la acompaña dice que esos niños son sucios y glotones. Maria se detiene, la mira y le pide que se explique mejor. La mujer, encantada de poder quejarse, le dice: «En cuanto acaban de comer, se echan al suelo, recogen las migas del pan y se las comen».[52] Maria mira alrededor: la estancia está completamente vacía, es un gran espacio desnudo y frío. ¿Y si no fuese un deseo de comer, sino de interactuar con algo? Al fin y al cabo, esos restos de pan son las únicas «cosas» de que disponen. Tal vez no sea hambre de comida, reflexiona Maria, sino de experiencia.
Es un paso fundamental en su vida. Hasta entonces Maria Montessori ha sido una joven médica, con un fuerte compromiso social y feminista. A partir de ese momento, emprende un camino que la llevará muy lejos, incluso a recorrer el mundo predicando una manera nueva de considerar a los niños. En esa enorme estancia del manicomio de Roma, intuye que los pequeños oligofrénicos necesitan un tratamiento específico que los estimule y los haga salir de su estado. Le pregunta a Giuseppe si puede llevarse a algunos para experimentar con ellos. Asiste como oyente a las clases de pedagogía de la universidad. Lee todo lo que está publicado sobre el tema de la educación de los niños oligofrénicos.
Así es como descubre el trabajo de Édouard Séguin, un francés que medio siglo antes ideó un método de educación especial con el que obtuvo resultados sorprendentes. Se apasiona por el mensaje de ese personaje tan original, desterrado de su patria, obligado a exiliarse a Estados Unidos y fallecido en Nueva York cuando ella era una niña: «A partir de entonces, la voz de Séguin me pareció la del precursor que clamaba en el desierto, y comprendí el alcance enorme de una obra cuya pretensión era nada menos que reformar la enseñanza y la educación».[53] Séguin es el gran inspirador de Maria Montessori y el creador del material didáctico en que ella se basará para elaborar su método. La historia olvidada de Séguin merece ser explicada.
El niño salvaje
Nacido en Auxerre e instalado en París en busca de fortuna, en 1837 Édouard Séguin es un joven licenciado en Derecho muy necesitado de dinero. Acepta el puesto de ayudante de Jean Marc Gaspard Itard, un médico anciano que se había hecho famoso unos años antes por haber intentado educar al «salvaje de Aveyron», un niño capturado en los bosques por un grupo de cazadores y trasladado a la capital para estudiarlo. El niño parece un animal: no habla, no mira a los ojos, duerme en el suelo. Itard consigue el permiso para ocuparse de él, y durante cinco años lo acoge en su casa y le dedica todo su tiempo, ayudado por un ama de llaves, madame Guerin. Es el comienzo de un drama educativo extraordinario, que cambia para siempre la historia de la pedagogía.
Para tratar de educar al niño, al que ha rebautizado con el nombre de Victor, Itard elabora un método basado enteramente en el estudio del alumno, en vez de en las ideas del maestro. Observa a Victor de día y de noche, anotando cada detalle. Refiere cómo el niño pasa horas mirando por la ventana el paisaje durante el día y observando la luna de noche, como si sintiera nostalgia de los bosques. Si nieva, se precipita al jardín y rueda por tierra, comiéndose la nieve a puñados. Cuando sale a pasear, corre dando brincos, como un animal, e Itard corre a su lado. Incansable y paciente, el médico obtiene los primeros progresos. Victor empieza a dormir siguiendo ciclos regulares, a controlar su forma de comer, a desarrollar la sensación de frío y calor. Curiosamente, también empieza a sufrir resfriados, a los que antes parecía inmune.
Itard idea para él toda clase de ejercicios educativos. A fin de desarrollar su atención, esconde objetos en tazas puestas boca abajo. Le hace practicar el sentido del tacto mediante unos saquitos que contienen objetos diversos. Le muestra las diferencias de dimensiones poniéndole delante objetos iguales pero de tamaños diferentes. Le enseña a reconocer las formas geométricas mediante figuras, recortadas en la madera, que el chico debe colocar de nuevo en los huecos. Con enorme tesón, obtiene algunos resultados, pero se topa con la aparente imposibilidad de enseñar al niño a leer y escribir. Tras meses de esfuerzos, ha de rendirse a la evidencia: Victor no comprende el sistema simbólico de la escritura. Desanimado, renuncia a la empresa y devuelve el niño al instituto de sordomudos de París. Victor vivirá a partir de entonces en una casa anexa al instituto, mantenido gracias a una pensión estatal y cuidado por madame Guerin, y morirá en 1828, a los cuarenta años aproximadamente.
Itard cree que ha fracasado. No sabe que de su espléndido fracaso nacerá una nueva pedagogía. Cuando Séguin empieza a trabajar para él, Itard ya es muy viejo, pero le da tiempo de transmitirle su herencia. Juntos cuidan de un niño oligofrénico, cuyos padres se lo han confiado a Itard. Séguin está impresionado por el anciano médico y se inspira en él y en su método experimental, en que paciencia y observación se combinan con una gran creatividad. A la muerte de Itard, continúa el trabajo con el niño y obtiene resultados extraordinarios, que llaman la atención de las autoridades.
Dejad que griten y hablarán
Así es como, en 1840, confían a Séguin la que probablemente sea la primera clase especial de la historia, un grupo de pequeños oligofrénicos sacados del manicomio de París: «Aquí estoy entre ellos. Unos agitan los brazos sin orden ni concierto, algunos gritan de forma desaforada y otros permanecen en el suelo en una aturdida inmovilidad. El primero al que me dirijo huye riendo groseramente, el segundo comienza a saludarme una y otra vez hasta que le sujeto el brazo con fuerza, el tercero me hace signos de la cruz y besamanos, el cuarto se tira al suelo».[54] Con gran entusiasmo, trabaja día y noche para intentar comunicarse con ellos. Ha decidido elaborar una educación completa, una cosa sistemática que comience por el adiestramiento de los sentidos para abarcar luego el desarrollo de ideas y conceptos abstractos. En primer lugar, enseña a los niños a estar quietos y en silencio, después, a moverse de forma coordinada. Con ese fin inventa muchos materiales: unos bloques para orientar los pies en los primeros pasos, una mesa inclinada para aprender a levantarse y sentarse, una serie de cuerdas y pelotas para educar el movimiento de los brazos. La clase se convierte así en una carrera de obstáculos donde los alumnos trabajan con los músculos y el cerebro: «Moverse entre tantas dificultades es pensar», repite.[55]
Una vez adquirido el control del cuerpo, pasa a las manualidades. Estimula las manos de sus alumnos con plumas, haciendo que las sumerjan en líquidos calientes y fríos, en bolsas llenas de conchas, guisantes, harina, canicas. A fin de que desarrollen mejor el tacto, venda los ojos de los niños, para que vean con las manos y no con los ojos, convencido de que la mano es el mejor ayudante del hombre, la mejor traductora del pensamiento. Con una maravillosa capacidad de invención, elabora un material completo que sirva para guiar a los niños desde el reconocimiento de los conceptos más simples a los más complejos. Les hace trabajar con piezas geométricas, varillas graduadas, torres de cubos, letras móviles superponibles. Cada vez repite incansable una lección en tres fases, lenta y solemnemente, como un rito con que ha aprendido a fijar la atención de sus pequeños alumnos. «En la primera fase decimos “pan”, y el alumno ha de mostrar el pan y el letrero del pan. En la segunda fase mostramos un pedazo de pan, y el alumno ha de decir “pan” y luego poner el letrero del pan sobre el pedazo de pan. En el tercer estadio mostramos la palabra “pan” y el niño ha de mostrarnos el pedazo de pan y decirnos el nombre.»[56]
En 1842 obtiene una plaza de profesor en Bicêtre. Los médicos de la institución le declaran la guerra desde el primer día y muestran su hostilidad hacia ese joven que ni siquiera es un colega y que les desafía en su terreno, demostrando que los niños oligofrénicos, aquellos a quienes definen como «idiotas incurables», pueden curarse. Al cabo de unos pocos meses Séguin se enfrenta abiertamente con la dirección y lo expulsan, acusado de insubordinación y de «cosas vergonzosas» no especificadas, probablemente de abusos sexuales a los alumnos.
Séguin no se rinde y abre una escuela privada en Pigalle, donde continúa aplicando su método con los niños que las familias le confían. Ante todo trabaja en un libro, que en 1846 resume su trabajo. Cuando es consciente de que la clase médica francesa no quiere saber nada de él, emigra a Estados Unidos, donde pasará el resto de su vida; se licencia en Medicina y crea escuelas especiales en las que, con su visión optimista, cambia para siempre la educación de los niños oligofrénicos. Dejad que se muevan y trabajarán, parece decir; dejad que griten y hablarán.
Antes de morir, en 1880, publica un segundo libro donde propone que su método educativo se aplique también a los niños normales. En Francia, su nombre cae en el olvido. Solo muchos años después, un médico, Désiré-Magloire Bourneville, encuentra el material de Séguin en unos almacenes de Bicêtre y decide reanudar su trabajo, para compensar la injusticia de que fue víctima en vida el gran visionario. Gracias a los artículos de Bourneville, que se hallan en la biblioteca de la Clinica Psichiatrica de Roma, el nombre de Séguin llega hasta Maria Montessori.