Capítulo 1
Toma de contacto
Domingo
El obturador de la cámara sonó una vez y se introdujo en lo más profundo de mi sueño como un taladro en el asfalto. Sonó una segunda vez, pero maldije a todos mis antepasados y cambié de postura. No quería despertarme y hacer frente a la descomunal resaca que amenazaba con hacerme el día imposible. Sonó una tercera vez y solté una burrada mientras mis pobres ojos verdes intentaban sobrevivir a la luz del sol.
—Creo que ya tienes material de sobra para Instagram —le dije a mi hermana, que se regocijaba desde el asiento del copiloto.
Estaba tirado en la parte trasera del coche en la postura más lamentable de la historia. Parecía que me habían abatido a tiros. Sin embargo, lo que verdaderamente había estado a punto de acabar conmigo habían sido los siete cubatas y cuatro chupitos de Jäger que mis amigos me habían «obligado» a beberme apenas unas horas antes de embarcarme en una de esas aventuras que te cambian la vida, una de esas que aceptas a ciegas y, a veces, como es mi caso, a la desesperada y de empalmada.
—Despierta, chavalín. Estamos llegando —anunció mi cuñado.
Me incorporé torpemente y un cosquilleo recorrió mi cuerpo. En el horizonte asomaban un montón de edificios concentrados alrededor de cuatro imponentes rascacielos que amenazaban con romper las nubes. La ciudad estaba atrapada en una cúpula de color marrón, resultado de la alta contaminación que a partir de ahora iba a ser mi oxígeno diario. La idea me produjo un poco de asco, pero igualmente se me dibujó una sonrisa en la cara al ver el que ahora sería mi nuevo hogar: Madrid.
Llegaba a la capital de España, la capi para los provincianos como yo, para huir de un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quise acordarme y ser, por primera vez en mi vida, libre. La moto que les vendí a mis padres para justificar mi marcha no era otra que estudiar Periodismo en la Universidad Complutense. Casi, casi, la Harvard española. Y no era trola, quería hacer esa carrera. Además, en una ciudad como Madrid había más salidas profesionales para esta elección de futuro que todos los profesores me desaconsejaron encarecidamente en el instituto. Al final, decidí pasar de sus discursos patocheros y utilizar la nota que saqué en Selectividad para darme la oportunidad de experimentar una vida sin armarios, una en la que pudiera ser cien por cien Benji.
Al cabo de un rato, concretamente tras un par de atascos, unas indicaciones mal dadas de la repelente voz del GPS y varios gritos de mi hermana al santo de su marido, llegamos a Antonio Machado, un barrio situado al norte de Madrid donde cada edificio de ladrillo era una copia del anterior. Eran tan parecidos que nos costó un buen rato encontrar el que iba a ser a partir de ese momento mi humilde morada.
—Pues ya estamos —confirmó la voz temblorosa de mi hermana cuando nos plantamos frente al número 6 de la calle Valderromán.
Estaba a punto de ponerse a llorar y a mí se me daba fatal lo de mostrar las emociones en público, así que decidí adelantar el «momento despedida».
—No os entretengo más, que tenéis que iros si no queréis perder el avión.
Los dos se iban de escapada romántica a París y tuvieron que adelantar el viaje un día por orden expresa de mis padres. Ellos tenían uno de esos compromisos nupciales a los que no puedes decir que no, pero se negaron a dejarme hacer mi primer viaje a Madrid solo y cargado con todos los bártulos. En realidad, para mí mucho mejor. Todo era más fácil sin despedidas.
—Ya sabes que hasta dentro de cuatro horas no sale el vuelo, así que cualquier cosa que necesites nos dices —dijo mi hermana—. Y si te arrepientes y quieres volver al pueblo, me llamas y volvemos a por ti.
—No digas tonterías, Carmen. Aquí va a estar estupendamente.
—Creo que es tarde para arrepentirme.
—Pero esta ciudad es tan grande... y no conoce a nadie. Si es que es un niño, solo tiene diecisiete años.
—¡Tengo dieciocho, Carmen!
—Pero recién cumplidos.
—Vale, me estáis empezando a poner nervioso. Largo.
La abracé con fuerza y ella me picoteó la mejilla con esos besos de abuela que hacen un ruido espantoso. A mi cuñado, que peca de sensiblón, le empezaron a brillar los ojos y le di otro achuchón. Mi hermana me dio cincuenta euros y me dijo que me los gastara en una buena farra. Nos dimos un abrazo a tres bandas. Y entonces se fueron y me quedé solo ante el peligro.
Se me hizo un nudo en la garganta. Al principio pensé que la resaca quizá estaba digievolucionando en una nueva forma con la que atormentarme, pero no. Por primera vez en mi vida me sentí solo de verdad. No tenía a nadie a quien ir corriendo a lloriquearle por cualquier tontería. Con recelo, miré el móvil que asomaba en mi bolsillo y tuve la tentación de llamar a mi hermana para que diera media vuelta y me sacara de aquel laberinto de ladrillos.
Conté hasta diez y toqué el timbre.
—¿Dígame? —preguntó por el telefonillo una mujer con un acento canario exagerado.
—Eh..., hola, soy Benji.
—¡Hombre, ya está aquí el polluelo!
La puerta se abrió y agarré las dos maletas de la mejor manera que pude.
—Mierda, mierda y mierda.
Era un cuarto piso sin ascensor, un detalle que pasé por alto en el anuncio y que al casero se le olvidó comentarme.
Cuando conseguí subir al último escalón, con la boca fuera y la resaca recreándose vilmente, me topé con una mujer de unos veintiocho años que me esperaba en el umbral de la puerta. Era bajita y regordeta. «Tendrá un buen parto», hubiera dicho mi abuela Mamen al ver sus caderas anchas. Vestía un camisón blanco y unos pantalones de tela con un estampado de flores nada discreto.
—Pero qué chicarrón más guapo.
Lo dijo por cumplir. Mi aspecto era lamentable.
—Tú debes de ser Marilia.
—Presente. Permíteme que te ayude. —Marilia agarró una de las maletas y con una sonrisa de oreja a oreja me guio al que iba a ser mi hogar en los próximos años—. Bienvenido.
Era una casa pequeña y antigua, pero bastante acogedora. Sobre todo me llamó la atención el espacioso salón, con las paredes pintadas de rojo pasión. E. L. James podría haberse inspirado perfectamente aquí para el cuarto rojo de Cincuenta sombras de Grey, de no ser por las dos ratas enormes (que no hámsteres) que descansaban en una jaula de grandes proporciones. Eso también lo pasé por alto en el anuncio. Con un vistazo rápido avisté la cocina (más grande de lo que pensaba) y un cuarto de baño un tanto oscuro, pero funcional. El aseo servía de muro entre las dos habitaciones que tenía la casa, la de Pablo y Marilia, que compartían lecho como pareja de bien, y la mía, un espacio superreducido donde solo cabía un armario viejo, un escritorio aportillado y una cama de noventa.
—Y esta es tu habitación —dijo—. Es un poco sobria, pero ya te encargarás tú de ponerla a tu gusto. Esta ya es tu casa.
—Muchas gracias. —La verdad es que estaba siendo encantadora—. ¿Pablo no está? Me gustaría saludarlo.
—Ha quedado con sus amigos de la banda. Toca la guitarra eléctrica y todos los domingos quedan en un local para ensayar.
—¿No vas con él?
—Se me ocurren mil cosas mejor que hacer un domingo por la tarde —añadió con toda la sinceridad que le permitía su cada vez más exagerado acento canario—. Pero no temas, mi niño, que mañana lo conocerás.
—Perfecto.
—¿Has avisado a tu mamá de que llegaste? Ya me dijo por teléfono que no iba a poder venir.
—No, todavía no. Quería instalarme y llamarla tranquilamente... ¿Mi madre y tú habláis por teléfono?
Marilia soltó una carcajada.
—Me llamó ayer solo para asegurarse de que todo estaba bien.
Mi nueva compañera de piso no tardó en descifrar mi cara de incredulidad.
—Tranquilo, mi niño. —Marilia me cogió la mano como lo hace una persona que te conoce de toda la vida—. Que no soy una espía y no voy a estar vigilando tus movimientos, ¿ok?
—Ok —contesté, aunque no estaba muy convencido de que fuera a ser así.
—Pues bien, ahora llama a tu mamá y no la hagas esperar.
Asentí y me encerré en mi habitación. No era muy tarde, por lo que supuse que mis padres seguirían en la boda, seguramente quemando la pista de baile. Bueno, en realidad mi padre estaría dándolo todo sobre la tarima, mientras mi madre lo juzgaría desde algún rincón con vergüenza.
Para hacer tiempo decidí hacerle un poco de caso al móvil. Había pasado de él desde que salimos del pueblo y tenía un montón de wasaps sin leer y varias notificaciones pendientes en Instagram. Me habían etiquetado en varias fotos y temí que fueran de la descontrolada fiesta de anoche, pero no. Solo eran publicaciones que mis amigos me habían dedicado para desearme lo mejor en esta nueva aventura.
José
¿Qué tal el viaje? Menuda fiesta anoche, ehhhh. ¡¡¡No te olvides de nosotros, cabrón!!!
15:06
Zara
Amorrrrr. He publicado en Instagram una foto de los dos.
Espero que no te importe. Eres un valiente. ¡¡¡Te loveo máximo!!!
17:34
Era una foto de las vacaciones en Benidorm. Echaba de menos el verano, con mis ojos, herencia de mi madre, que resaltaban mucho más por el bronceado y mi pelo bien cortito. En la foto, como no podía ser de otra forma, salíamos encima de una tarima, ebrios y dándolo todo con el Despacito de Luis Fonsi. De pronto, me invadió una nostalgia tremenda. Sentía que me faltaba algo, pero no era capaz de identificar el qué.
Iba a tirar el móvil por la ventana cuando saltó otra notificación. Jimena me había etiquetado en otra publicación. Mierda. Pinché y ahí estábamos los dos en la playa, en una de esas fotos que piden a gritos un bonito marco. Su dedicatoria me dio de lleno en el corazoncito: «Mi pichón se ha ido a Madrid y me ha abandonado a mi suerte. Te debería odiar, pero sabes que estoy feliz porque tú vas a estar bien. Te amo, pichón de agua salada».
Era de los que pensaba que un amigo es esa persona con la que puedes pasar las horas en silencio sin llegar a ser incómodo. Jimena y yo podíamos estar días sin hablar, aunque siempre preferíamos invertir nuestro tiempo en fantasear con el futuro y charlar sobre chicos, pues solo ella conocía mi pequeño gran secreto.
«Te voy a echar de menos, pichonza», pensé. Hubiera sido un detalle por mi parte comentarlo en Instagram, pero sentí que estas palabras tan simplonas no cumplían con las reglas de la emotividad que se manejaba en la red social más posturera de todas.
Antes de que la tristeza hiciera replantearme las cosas, decidí despejar la mente deshaciendo las maletas e instalándome en la habitación para sentir que, más o menos, estaba en casa. Pinché en el corcho de la pared todas las fotos de mis sobrinos que mi hermano Fran me había impreso para tenerlos muy presentes, igual que mi abuela Mamen tenía siempre en su regazo la estampita de San Ginés de la Jara. Encima de la cama coloqué el póster de El caballero oscuro, la mejor película de la historia. Sí, era un friki empedernido de los superhéroes. Me gustaba todo lo que tenía que ver con Marvel, pero tenía cierta debilidad por DC. Tenía mejor materia prima. Sin embargo, Warner estaba empeñada en tirar la marca a la basura con bodrios como Batman v. Superman o Escuadrón suicida.
También hice lo impensable: guardar toda la ropa en el armario. Necesitaba orden para hacer la elección más importante: seleccionar el outfit para el primer día de universidad. Me tiré un buen rato mirando varias cosas que me había comprado para la ocasión, pero ninguna parecía la adecuada, así que opté por el look de siempre: camisa de cuadros, vaqueros y unas Converse blancas.
Y ya se me acabaron las excusas. Había pospuesto la llamada más de lo debido. Marqué a mi señora madre.
Primer tono, segundo tono...
—¡Cariño! ¿Estás bien?
—Sí, mamá. ¿Qué tal la boda?
—Muy bien, muy bien, pero cuéntame tú. ¿Estás bien? ¿Has conocido ya a Pablo y Marilia?
—Solo a Marilia, pero muy maja. Muy canaria.
El nudo en el estómago empezaba a apretar más de la cuenta. Mi cerebro, siempre tan distante con las emociones, me pilló con la guardia baja y estaba a punto de derrumbarme.
—Cuando estaba con las amigas, me he echado una llorera... —Una anécdota que no me ayudaba en absoluto.
—No seas tonta.
—Es que te has ido muy lejos.
—Son solo trescientos kilómetros de distancia —la voz se me empezó a romper— y voy a ir siempre que pueda.
—Más te vale. Tus sobrinos no paran de preguntar por ti.
—Bueno, mamá, te voy a dejar, que tengo mucho que hacer.
—¿Ya? Bueno, hijo, cuídate mucho. Mañana me llamas sin falta y me cuentas qué tal ha ido el primer día, ¿vale?
—Vale, dale un beso a papá de mi parte.
Colgué y, como si de una cuenta atrás se tratase, corrí hacia el baño, me desnudé con la misma rapidez que un stripper en una despedida de soltera y me metí en la ducha. Entonces empecé a llorarlo todo: a mis amigos, a mis hermanos, a mis sobrinos, a mis padres; a todos los que había dejado atrás para enfrentarme a una nueva vida sin prejuicios. Estaba triste, muy triste, pero dejé que el agua se llevara ese sentimiento tan amargo por el desagüe.
Capítulo 2
Periodismo, periolistos y hormigón
Lunes
Llorar te deja como nuevo. Bueno, llorar y ver antes de dormir cualquier película de Lindsay Lohan o Amanda Bynes. No hay mejor terapia para curar la resaca emocional y Un sueño para ella, en este caso, me ayudó a lamer mis propias heridas. Había sobrevivido a mi primera noche en Madrid, así que amanecí con las pilas cargadas y con ganas de comerme el mundo, aunque mi balda de la nevera estaba completamente vacía. Me vestí rápidamente con el outfit ganador para el primer día de universidad y me disponía a entrar en el baño, para darme un último vistazo, cuando me topé con mi compañero de piso medio en bolas.
—¡Perdón! —dije, con las mejillas rojas de la vergüenza.
Afortunadamente no había llegado a ver el asunto, pero sus pezones se me grabaron a fuego en la cabeza. Se me vino rápidamente el grupo de Facebook Los Pezones del Señor Cuesta por la serie Aquí no hay quién viva. Eran sospechosamente parecidos.
—Bonita forma de conocernos —me contestó incrédulo.
Unos segundos después, Pablo entró en la cocina, ya vestido, y me dio un apretón de manos.
—Lo siento, tendría que haber llamado a la puerta.
—Y yo haber echado el pestillo.
—Cosas de la convivencia, supongo.
Pablo no tenía nada que ver con Marilia. Rondaría los treinta, era flacucho, con barba estilo hipster y el feo subido. Vestía todo de negro, seguramente consecuencia de una adolescencia atormentada.
—¿Estás nervioso? El primer día de universidad siempre es emocionante.
Asentí con la cabeza.
—Un poco, pero sobre todo estoy expectante por ver lo que me voy a encontrar.
—No sé que hay en la facultad de Periodismo, pero supongo que lo que en todas: pocas ganas de estudiar, muchas ganas de fiesta y las hormonas revolucionadas. El primer año siempre es el mejor, así que ve tranquilo y no llegues tarde, que es el primer día.
Miré el reloj de la cocina por el rabillo del ojo.
—Mierda, es verdad.
—Coge el 132, es la guagua que te va a dejar justo en la puerta de la facultad. —Y así, sin avisar de su llegada, daba los buenos días Marilia.
—Entiendo que la guagua es el autobús, ¿no?
—Exacto, mi niño. —Me cogió las manos y me dio un juego de llaves—. Cuídalas con tu vida, cachorro. Ahora eres una persona independiente en una ciudad muy grande. ¡Y ahora vete, que es tu gran día!
Antes de salir chequeé que estaba en condiciones para hacer mi gran debut como universitario de pleno derecho. Me miré por última vez en el espejo vintage de la entrada y me gustó lo que vi. Llevaba el pelo corto, pero peinado con gracia y la camisa de cuadros conseguía potenciar el color de mis ojos. Eran mi baza a jugar con todos los futuros pretendientes que esperaba tener y además ayudaban a olvidarme de la nariz de boxeador que había sacado de mi padre. Lo importante era que me sentía bien conmigo mismo. Tenía un brillo especial y, en estas circunstancias, era mucho más de lo que podía pedir.
En la misma parada pasaban autobuses de varias líneas, lo cual casi consigue hacer cortocircuito en mi cabeza. Por suerte, una anciana simpaticona que pasaba por allí vio mi cara de susto y me salvó de perder la guagua y empezar mi primer día con mal pie.
La llegada al campus fue como siempre me había imaginado que tenía que ser: auriculares a tono con We found love de Rihanna y café para llevar del Starbucks (aunque odiaba el sabor con toda mi alma), mientras contemplaba con una fascinación absoluta el universo nuevo que tenía delante de mis narices.
El campus de la Complutense era enorme, con grandes avenidas y muchas zonas verdes. Una estampa bastante idílica de lo que siempre había imaginado. No tenía nada que envidiar a los campus que aparecían en las películas americanas, aunque ese pensamiento me duró exactamente el minuto que tardé en girar la cabeza para situarme justo enfrente del enorme bloque de hormigón que llevaba por título: «Facultad de Ciencias de la Información».
—Pero ¿qué cojones?
Entre los nervios de la solicitud y el verano frenético que viví apenas me puse a mirar cosas de la facultad, pero estaba convencido de que ese no era el edificio diáfano y moderno que había visto en la página web de la universidad cuando me matriculé.
Estaba observando horrorizado el edificio que iba a ser mi facultad en los próximos cuatro años cuando una voz atronadora me hizo volver a la realidad.
—¿Tú también eres nuevo? ¡Ay, Omaíta, que se me sale el chichi de los nervios!
La carcajada me salió del alma y ella se rio todavía más fuerte. Tenía ante mí a una mujer espectacular, de esas que el sector machista de mi pueblo clasificaría de «pura cepa»: rasgos mestizos, tipazo y una melena morena que le cubría toda la espalda. Hubiese pensado que era la típica modelo repipi de no ser por su verborrea.
—Soy María, María Jiménez.
—Yo, Benji.
—¿De Oliver y Benji?
—No, de Benjamín. ¿Tú, María Jiménez como la cantante?
—Mis padres, que son muy fans.
—Pues perfecto. A mi padre también le encanta.
—Pues mira tú qué bien.
Volvimos a reír juntos.
—¿Vas a esta facultad?
—¡Sí! Empiezo Periodismo este año. Estoy nerviosita perdida.
—¡Yo también! Entonces nos veremos mucho por aquí.
—Ay, por favor. Sí, sí, sí. ¿A qué clase vas? —Ponía en cada sílaba todo el énfasis del mundo—. Yo voy al A.
No tenía ni idea del grupo que me habían asignado.
—Pues espera, que no lo sé. —Saqué el teléfono y busqué en el correo electrónico el horario que me enviaron cuando me matriculé y, sí, hubo golpe de suerte—. Pues María Jiménez..., ¡vamos a ser compañeros!
—¡Ay, por favor, que me da algo!
María se me echó a los brazos y yo le correspondí. Oficialmente acababa de firmar el primer contrato de amistad en Madrid.
—¿No te parece el edificio más feo del mundo?
—Es horrible, terrible y apocalíptico. Detrás hay otro, pero creo que ese es para los últimos cursos o algo así.
—Eso lo explica todo.
—Es feote, pero ¿y lo bien que lo vamos a pasar?
Mi recién estrenada amiga me cogió del brazo como cualquier hija de vecino y juntos nos adentramos en aquella cueva esculpida en cemento.
La fachada de la facultad dejaba mucho que desear. Había barajado varias opciones y, dado que Hogwarts era inviable, esperaba al menos toparme con la típica edificación majestuosa, rollo Princeton o Columbia. Afortunadamente, lo que descubrí en su interior cumplió con todas y cada una de mis expectativas. Las cinco plantas del edificio se alzaban alrededor de un patio interior acristalado que parecía el Amazonas en miniatura. Era imposible abarcarlo todo con la mirada. Había escaleras y pasadizos en cada rincón y todo tenía un aire noventero que me volvía loco.
Lo mejor era la flora y fauna que se reunía en cada esquina. La mayoría solo estaba de palique, aunque algunos exprimían los últimos minutos del verano para darse el lote mientras otros se dedicaban a manifestarse por cien causas distintas. Acostumbrado a ver siempre a la misma gente, se me hacía rarísimo estar rodeado de tantas personas desconocidas que vestían, pensaban y querían diferente.
—Madre mía del amor hermoso. ¡Qué barbaridad! —dijo María Jiménez.
—Esto es increíble, ¿verdad?
—Mira allí, corre.
Fijé la vista en la dirección que María, sin cortarse un pelo, señalaba con el dedo: dos chicos se daban amor sin que nadie, excepto nosotros, reparara en ello. Eso me puso bastante nervioso y me hizo sentir un poco incómodo porque no sabía exactamente qué esperaba María que respondiese.
—Esto en mi pueblo no se ve todos los días. ¡Me encanta! —exclamó ella loca de alegría.
En el mío tampoco. Era la primera vez en mi vida que veía a dos personas del mismo sexo dándose cariño con la tranquilidad de saber que no iba a aparecer ningún orangután al grito de «¡Maricones!». Les tenía cierta envidia, envidia de la sana, claro, pero eso también me hizo saber que había elegido el sitio correcto para disfrutar del tipo de vida que quería desde hacía tanto tiempo.
—¿Preparada para esta aventura?
—Llevo queriendo ser reportera desde que le quité el micrófono a la alcaldesa de Riolobos con seis años para dar el pregón de las fiestas. Yo nací para esto. ¡Vamos!
María Jiménez, que era casi tan folclórica como la cantante que tanto le gustaba a mi padre, se manejaba como pez en el agua entre los pasillos de la facultad. Me sorprendió lo bien que se orientaba para ser la primera vez que pisaba aquel sitio. Gracias a ella no llegué tarde.
—Benjamín de mi vida, ¿dónde nos sentamos?
La clase era kilométrica y estaba hasta los topes. Observé detenidamente al centenar de personas que teníamos delante y me di cuenta de que en la universidad, como todo en la vida, también había una jerarquía. Las primeras filas, por ejemplo, estaban ocupadas por señoritingos gafapastas que buscaban inventar el periodismo y habían tenido la capacidad casi instintiva de juntarse entre ellos. No lo sabía, pero tampoco tenía dudas. Algo muy parecido pasaba en las últimas hileras de la clase, donde coincidían jóvenes de dieciocho con adultos de treinta y cuarenta años, unidos por dos básicos en la vida: la marihuana y el chándal. El resto de los mortales, los del montón, se concentraban en el centro de la clase.
—Ven pa’ aca. —me animó María, que había tenido la misma intuición que yo.
Mi nueva amiga divisó dos asientos libres en el área bautizada como El montón y corrimos hasta allí como alma que lleva el diablo. A nuestro lado nos esperaban dos compañeros que, a juzgar por sus amplias sonrisas, también estaban ansiosos de hacer nuevas amistades.
—¡Ey! —dijo un chico con los labios exageradamente gruesos—. Soy Alberto, pero mis amigos me llaman el Murciano, y mis mejores amigos, Murci.
—¡Hola! Yo soy Noemí, pero todos me llaman Naomi.
Ella era la viva imagen de Emma Thompson. Podría ser perfectamente la hija de la actriz británica si no fuera por todos los lunares de la cara y una nariz aguileña que era de todo menos discreta.
—Encantada chicos, yo soy María Jiménez, de un pueblo muy chico de Cáceres. Él es Benjamín.
—Mejor Benji. Un placer.
—¿No estáis nerviositos? —preguntó María.
—Pero, hija, esto e’ la vida padre. ¡Yo estoy motivadísimo! —expresé alegremente, y es que tenía ya un buen rollo encima, que necesitaba compartirlo.
—Tú eres manchego —no era una pregunta, sino una afirmación y sin derecho a réplica.
Me dio la sensación de que Naomi era una chica muy echada para adelante, y eso me gustó.
—¿Cómo lo has sabido?
—Es por el deje con el que hablas.
—¿En serio? Pues sí, soy manchego. Exactamente de un pueblo muy pequeño de Albacete.
—¡Albacete, caga y vete! —dijo el Murciano.
El destino había tenido la ocurrencia de unir en el mismo día y en el mismo lugar a un manchego, una extremeña, un murciano y una madrileña. Éramos el chiste hecho realidad, pero solo Naomi y un servidor reparamos en ello.
De pronto, una mujer que rondaba los cincuenta entró al aula con paso firme, casi como el de un militar.
—Corred, chicos, pasadme número de teléfono e Instagram, en ese orden —susurró Naomi—. ¿Habrá que organizar nuestra primera fiesta, no?
Tampoco era una pregunta, era una orden.
—¿No quieres que te pase mi Facebook y mi Twitter, zagala?
—No seas anticuado, Murci.
Odiaba los grupos de WhatsApp, pero si quería encajar iba a tener que pasar por el aro. Obedecí y al cabo de unos segundos tenía el teléfono plagado de notificaciones.
Naomi te ha añadido al grupo “Las Cuatro Españas”
Naomi
Ya tenemos grupo, chicos.
10:02
El Murciano
¡¡¡Vamos gente!!!
10:02
María Jiménez
¡¡¡Qué guay!!!
10:03
Benji
:-) :-) :-)
10:03
—Sentaros y relajaros —dijo entonces la profesora, tajante—. Soy Ambrosia y voy a impartir durante todo el curso la asignatura Teoría y práctica del periodismo. Como bien sospecharéis, mi asignatura es una de las más importantes del curso, si no la más importante.
—Cómo no —dijo Naomi, buscando mi mirada cómplice.
Ambrosia bajó de la tarima que le daba exactamente treinta centímetros de superioridad y fue paseando por el pasillo, intentando memorizar las caras de todos los alumnos.
—Si queréis que os vaya bien aquí debéis tener en cuenta tres cosas —siguió hablando—. Primero: solo el cinco por ciento os vais a dedicar profesionalmente a esto. Y solo la mitad de vosotros terminaréis la carrera. Segundo: no vais a haceros ricos siendo periodistas. Quizá solo uno de vosotros llegue a los informativos nacionales para luego dar el salto a un magacín como chico de los recados de Ana Rosa Quintana. El resto, ese cinco por ciento, se tendrá que conformar con un sueldo mileurista. Y tercero: si habéis aceptado todo lo anterior, os diré que en mi clase pido el máximo de vuestra capacidad. Quien no esté dispuesto a darlo que se vaya a la cafetería a jugar al cinquillo o al césped a tocarse el ombligo.
Se hizo un silencio sepulcral en la sala y Ambrosia sonrió satisfecha.
—Bien, parece que lo habéis entendido. Empecemos.
Aprovechándose de nuestra inocente ilusión del primer día, Ambrosia arrancó Teoría y práctica del periodismo por el principio. Es decir, dando la chapa, aunque tiraba mucho de su propia experiencia. El Murciano se quejaba por lo bajini, mientras María bostezaba una y otra vez. Yo, sin embargo, no podía evitar sentir una especie de fascinación por todo lo que contaba aquella mujer. Empezó trabajando en un diario pequeño de Sevilla, donde se curtió como periodista, hasta que la fichó TVE para ser corresponsal en Roma. Allí conoció a un italiano que la abandonó tras dejarla embarazada. Tuvo que volver a España para sacar adelante a su hija y eso le cerró todas las puertas. Nadie quería contratar a una madre soltera y terminó doctorándose para poder tener un futuro que estuviera ligado de alguna manera al periodismo. La historia no era nada alentadora y sus palabras dejaban un regusto amargo que echaba para atrás, pero no pude evitar sentir lástima por ella, por lo que podía haber sido y no fue. Con Ambrosia estuvimos un par de horas, pero tuvo el detalle de recompensarnos tanta entrega con una docena de trabajos.
La siguiente clase fue Sociología, pero aprovechamos el descanso entre una y otra para conocer el centro neurálgico de la facultad: la cafetería. Allí ejercimos nuestro derecho a ocio, uno muy recurrente entre los universitarios. Y nosotros, porque ya había un nosotros, lo empleamos para conocernos a fondo.
María Jiménez confirmó todas mis sospechas: era más bruta que un arao y su extremeño requería a veces de subtítulos, pero tenía una gracia natural que estaba calando hondo en el grupo. Le gustaba ser el centro de atención y nosotros le dábamos todo el protagonismo que merecía. Del Murciano saqué varias conclusiones. Primero, que se creía más guapo de lo que realmente era. Y segundo, que no tenía muy claras sus prioridades en la vida. Tras una hora con Ambrosia había decidido que el periodismo no era lo suyo. Tampoco necesité mucho más tiempo para conocer en profundidad a Naomi. Tenía la capacidad de conectar y desconectar del mundo que la rodeaba según lo que le interesaba en cada momento. Su nivel de atención en clase duró aproximadamente unos diez minutos, el resto del tiempo lo aprovechó para planear la que sería nuestra primera juerga universitaria.
Entramos a Teoría y práctica del periodismo como conocidos y salimos de Sociología como amigos de toda la vida, porque en la universidad pasa como en Gran Hermano: todo se magnifica. También decidimos no volver más a Sociología, a excepción del Murciano. A mi parecer era una asignatura tediosa e innecesaria, pero él se había reconciliado con el periodismo y eso nos valió a todos.
Estuvimos un buen rato debatiendo sobre esto mientras disfrutábamos de los últimos coletazos del veranillo de San Miguel en el infinito césped de la facultad, la segunda localización más concurrida de la Complutense.
El claxon de un coche puso fin a nuestra conversación en bucle. Frente a nosotros paró un BMW negro espectacular, y a mí se me olvidó cómo respirar cuando vi al misterioso conductor con su cara de «estoy bueno y lo sé». Era el típico chico del que te enamoras porque así lo marcan las leyes del destino: rubio, ojos azules y unos labios sugerentes que necesitaba probar con urgencia. Mientras reposaba uno de sus brazos sobre el volante, lo observé fijamente y liberé uno de esos suspiros que sueltas cuando la vida te pone delante la mejor de las tentaciones y sabes que no la puedes catar. Era el brazo más bonito que había visto nunca, lo que significaba que echaba horas en el gimnasio y que el resto de su anatomía seguiría el mismo patrón. Mi imaginación hizo el resto.
—¡Chicos, me voy! —dijo de pronto Naomi—. Es mi amigo Tito, que ha tenido la gentileza de venir a por mí.
Nuestras miradas se cruzaron y el pulso se me puso a mil por hora. Las palabras de Naomi se diluyeron en el aire. Solo tenía ojos para él y el tal Tito también mantenía el contacto visual. Un cosquilleo que me era familiar se manifestó en mi interior y comprendí que las jodidas mariposas se habían agarrado a las tripas de mi estómago.
—¡Ha sido el mejor primer día de la universidad! —gritó Naomi, que había dejado de ser mi potencial amiga de la universidad para convertirse en la amiga del hombre de mi vida—. ¿Quedamos mañana para desayunar antes de clase? ¿A las ocho y media en la cafetería?
María Jiménez y el Murciano confirmaron su asistencia enseguida, pero mi cabeza estaba demasiado concentrada en aguantarle la mirada al tío macizo y seguramente heterosexual que había llamado la atención de todo el campus.
—¡Adiós, chicos!
Tito me dedicó una brevísima sonrisa antes de salir escopetado en su cochazo, y yo, un provinciano al uso, acababa de terminar casi sin darme cuenta el primer día de la universidad encontrando al tío de mis sueños.