Polonia. Ahora
Llueve sobre una mujer que desea pasar desapercibida entre todas las vidas que se amontonan a la puerta de un colegio.
Con una mano sujeta un paraguas con el que intenta ocultar su cuerpo, con la otra sostiene un móvil en el que pretende esconder su rostro. No quiere llamar la atención.
Mira la hora, aún quedan cinco minutos, ha llegado demasiado pronto. Es su primer día en la ciudad —también en el país— y no conoce la zona.
Mañana lo hará mejor, piensa.
Mañana intentará llegar justo a la hora de la salida, para que nadie se fije en ella, para estar el menor tiempo posible expuesta a las miradas. No quiere correr el riesgo de que alguien se acerque a hablarle en un idioma que no conoce. No quiere que nadie se dé cuenta de que es la única madre que espera en la puerta del colegio sin tener ningún hijo al que recoger.
Según le indica el móvil, estará lloviendo durante varios días. Sabe que eso lo va a complicar todo, que la lluvia va a disipar las vidas demasiado rápido, que apenas va a tener tiempo para descubrir nada... La parte positiva es que esa misma lluvia la va a ayudar a mantener el anonimato y, quizás, a detectar uno de esos extraños comportamientos. Mira alrededor, nerviosa, imaginando que alguno de los presentes es un policía que, de pronto, se le va a acercar para preguntarle qué hace ahí, tan lejos de su casa; tan lejos de la realidad.
Suspira, con la esperanza de que esas sospechas solo estén en su mente.
Mientras las gotas continúan golpeando su paraguas revisa de nuevo la foto que tiene de la niña. Un rostro que ahora ocupa toda la pantalla; un rostro que ha memorizado, que podría dibujar incluso con los ojos cerrados.
Mira de nuevo la hora: apenas faltan dos minutos para que suene el timbre. Será justo en ese momento cuando la mujer aprovechará el pequeño caos de vidas para introducirse entre la multitud y acercarse, intentando que nadie lo note, a una niña que no conoce: unos cinco años, con el pelo tan rubio que parece blanco, delgada como un bambú y bastante alta para su edad. Y con los ojos negros, muy negros.
Sabe que esto último, el color de los ojos, no es una prueba suficiente; sabe que, en realidad, no es nada.
Si la verdad que está buscando existe, cualquier coincidencia física no tendrá demasiada importancia; podría sumar, claro, pero nunca sería concluyente. Por eso va a centrar sus esfuerzos en encontrar otro tipo de características, las menos visibles... las únicas que podrían darle sentido a su viaje.
Si es que algo de lo que está haciendo tiene sentido.
* * *
Suena el timbre del colegio.
La mujer guarda nerviosa el móvil. Mira alrededor, parece que de momento nadie se ha fijado en ella.
Cientos de pequeños cuerpos salen corriendo en busca de los familiares que han venido a buscarlos.
La mujer avanza entre ese pequeño caos de vidas intentando aparentar que ha venido a recoger a alguien. Busca con la mirada entre decenas de rostros uno en concreto. Durante unos segundos tiene la sensación de estar perdida en un mar de besos, gritos, risas, abrazos y, sobre todo, palabras que no entiende...
Se mueve indecisa, perdida, pues apenas puede ver nada a través de todos los paraguas que la rodean. Decide cerrar el suyo y ponerse la capucha del abrigo para así moverse con mayor disimulo y menor dificultad.
Se va abriendo paso hacia la puerta principal del colegio, pues de momento no la ha visto pasar. Mira detalladamente a los pequeños que aún quedan por salir y por fin la ve: la niña está justo detrás de la valla, agarrada con fuerza a los barrotes y asomando la cabeza entre ellos, como si estuviera buscando algo, o a alguien.
La mujer sonríe.
Al menos la niña existe, piensa.
Mira a ambos lados y, por un momento, está tentada de entrar corriendo, acercarse a la pequeña y ponerse de rodillas frente a ella para así poder observarla de cerca. Desearía estar a unos pocos centímetros de su cuerpo para detectar cualquier reacción en su rostro, para ver si al ponerse nerviosa le tiembla la mandíbula y, para descubrir lo que hay en el interior de sus ojos. Desearía también quitarle la capucha y dejar que la lluvia moje su pelo, una reacción extraña ahí sería una prueba mucho más contundente. Y, sobre todo, le gustaría observar la expresión con la que dibuja cada una de sus emociones.
Todo eso es lo que desearía, en cambio lo único que puede hacer es acercarse lentamente a la valla con la intención de poder verla más de cerca sin que nadie se dé cuenta de lo que está haciendo. Asume, además, que la posibilidad de que en un día de lluvia pase por allí un gato es remota. Y lo de la araña ni siquiera se lo ha planteado, al fin y al cabo la mayoría de la gente les tiene miedo, no probaría nada.
Cuando ya está a unos pocos metros de ella es otra mujer la que llega corriendo hasta la niña y, tras saludar rápidamente a la maestra, se la lleva en brazos.
Ambas, niña y madre, se alejan hacia el otro extremo de la calle, sin paraguas, únicamente protegidas por sus chubasqueros.
Allí, casi en la esquina, un coche las está esperando.
Del interior del mismo sale un hombre y coge a la pequeña en brazos. Le da un beso y abre la puerta posterior del vehículo. En ese instante la niña se pone a gritar.
Grita y llora, fuerte, muy fuerte. Y patalea, y continúa gritando como si de pronto se hubiera vuelto loca. Y le pega con los brazos a quien podría ser o no su padre, y le estira del pelo, y le continúa dando patadas.
Sus gritos se pueden escuchar incluso desde el lugar donde la mujer observa la escena con la esperanza de que la lluvia le moje el pelo a la pequeña.
El hombre desiste y es la madre quien coge de nuevo a una niña que tiembla. La abraza y le da mil besos en la mejilla, pero aun así no consigue calmarla: continúa gritando, llorando, pataleando...
Finalmente, a la fuerza, madre e hija se introducen en la parte trasera del vehículo.
El hombre, después de mirar a su alrededor para detectar si alguien ha observado lo ocurrido, también entra.
Arranca.
Y las tres vidas desaparecen entre la lluvia y el tráfico.
La mujer se queda en la acera sin saber qué hacer. Con la tensión del instante se le ha olvidado que lleva en la mano el paraguas cerrado.
Lo abre y un escalofrío le recorre el cuerpo.
Piensa ahora en las razones que la han llevado allí: oficialmente está de vacaciones en una ciudad en el norte de Europa, en Polonia. Pero la realidad es mucho más compleja.
La realidad es que ha venido a buscar respuestas a preguntas que quizás no tengan sentido. Las mismas preguntas que le hizo una niña que vivía en el interior de un sombrero.
Es entonces cuando recuerda aquellas palabras:
¡Me duele, me duele mucho!
¿Pero qué te duele, Luna?
Ese es el problema... que no lo sé.
* * *
La palabra normal siempre me asusta.
TIM BURTON
Cuando conocí a Luna asumí que
no tardaría en irse de mi lado,
lo que no sospeché es que, aun así,
iba a quedarse conmigo toda la vida.
Un 20 de julio, exactamente a las 20.17.39 horas, en la cama de un viejo hospital de una pequeña ciudad, nace un niño que llora justo a los dos segundos de salir del cuerpo de su madre.
Él aún no lo sabe pero de mayor su color preferido será el verde, el del césped recién regado; su olor, la menta; y su sabor, la canela. Le encantará comer gelatina y jugar con ella en la boca, pasándola lentamente entre los espacios de los dientes; y no podrá evitar pisar las hojas secas que han caído al suelo en otoño, disfrutando del ruido que producen al crujir bajo sus pies.
No le gustará, en cambio, escuchar las palabras «no puedo»; mojarse las mangas de las camisas al lavarse las manos en invierno o que la gente se le acerque demasiado cuando le hable.
Nacerá con grandes habilidades para la natación pero por su lugar y familia de origen no verá una piscina hasta cumplidos los treinta años, momento en el que tanto su cuerpo como su mente habrán olvidado que podría haber sido uno de los mejores nadadores del mundo.
Justo en ese mismo segundo, en la cama de otro hospital situado a un continente de distancia, una niña se ha quedado huérfana al nacer. Ha sido un parto complicado: ni el material utilizado ni el país elegido eran los más adecuados; la niña ha conseguido sobrevivir pero la madre no. Quizás ese propio dolor en la salida es lo que hace que la pequeña comience a llorar con una fuerza desmedida. Y, a pesar de la intensidad de sus llantos, nadie encontrará ni una sola lágrima en sus mejillas; como todos los recién nacidos tendrá cerrados los conductos lagrimales. Le encantará el sabor de la miel, el olor de la tierra mojada después de un día de lluvia y su color preferido será el naranja que se queda en el cielo cuando el sol ya se ha ido. Disfrutará también observando cómo el aire mueve las hojas de los árboles o descubriendo cómo cambian de forma las nubes en un día de viento.
Detestará en cambio ver un pájaro enjaulado, las raíces de los árboles descubiertas o cualquier resto de basura en la arena de una playa.
Sería especialmente buena diseñando y desarrollando edificios: ha venido al mundo con una creatividad innata, pero son habilidades que nunca podrá aprovechar, pues en el país en que ha nacido a las mujeres no se les permite hacer muchas cosas, en realidad no se les permite hacer casi nada.
A tres países al este de distancia, en ese mismo segundo, nacerá un niño. Ha sido cesárea, el médico tenía prisa y ha decidido acabar cuanto antes.
Le encantará el sabor a naranja, el olor a gasolina, el tacto de las superficies totalmente lisas y la sensación de flotar con los ojos cerrados en el mar.
No soportará en cambio ver las puertas abiertas de un armario, abrocharse todos los botones de las camisas o a las personas que lleven demasiado perfume.
Será bueno navegando, de los mejores del mundo si se dedicara a ello desde pequeño, pero durante los primeros años de su vida no tendrá oportunidad de probarlo. Los barcos no entrarán entre los planes de una familia numerosa con una economía demasiado escasa. Quizás si hubiera nacido en otro lugar, en otro hogar...
En el mismo segundo, a diez países al norte de distancia, nacerá una niña justo cuando sus padres han dejado de quererse. Ella iba a ser la excusa para unir una pareja a la que ya no le quedaba nada en común.
Le encantará morder la punta de una barra de pan recién hecho, andar descalza por casa, que le besen lentamente en el cuello y frotar los pies bajo las sábanas cuando los tenga fríos.
Su olor preferido será el de las galletas recién hechas; su sabor, el de las fresas; y su color, el blanco de enero, ese con el que se dibuja la nieve, el frío y el hielo.
Le molestarán los días de viento, irse a dormir a una cama deshecha y, a pesar de que le encantará decorar la casa en Navidad, detestará quitar los adornos del árbol.
Será una niña que tendrá buenas aptitudes para la música y gracias a nacer en el entorno adecuado podrá desarrollarlas durante su crecimiento.
Y así, según las estadísticas, serán trescientos niños los que nacerán en el mismo segundo en el mundo, en distintos lugares, en distintas familias, con distintas oportunidades...
De entre todos ellos vamos a fijar nuestra atención en una niña. Y vamos a fijarnos en ella porque de vez en cuando a la humanidad le llega una ayuda.
Muy de vez en cuando nace alguien como Luna.
* * *
Nace Luna
13 años antes. Nace Luna
Un 20 de julio, exactamente a las 20.17.39 horas, en la cama de un hospital normal, de una ciudad normal, nace un bebé, en principio también normal, con el nombre de Luna. Luna no llorará durante su primer minuto de vida. Algo extraño, pero no imposible. Ocurre en un pequeño porcentaje de casos sin que eso deba significar nada preocupante.
Lo primero que hará nada más llegar al mundo será mirar hacia ambos lados intentando distinguir algo, buscando alguna referencia. Pero sus ojos aún no estarán lo suficientemente desarrollados para poder ver nada y será ahí, justo después de unos largos sesenta y tres segundos, cuando se pondrá a llorar.
A Luna le encantará el sabor a galleta mojada en leche, el color violeta rozando el azul oscuro, como el de algunas uvas, y su olor preferido será ese que dejen las personas que quiere en su ropa.
Será feliz observando a la gente e imaginando sus vidas: disfrutará, por ejemplo, al ver a dos personas mayores paseando cogidas de la mano mientras sonríen; o viendo cómo una pareja se despide y, mientras se separan, ambos giran sus cabezas para volver a mirarse.
Detestará, en cambio, muy pocas cosas. En realidad casi nada, porque tendrá un cerebro tan privilegiado que será capaz de entender prácticamente todo.
* * *
Día 1. Hospital
Cuando entré por primera vez en su habitación ella ya sabía que yo había permanecido durante unos segundos fuera, dudando. Eso explica que, justo al abrir la puerta, me la encontrara de pie, junto a la cama, esperándome.
Un conjunto de huesos se equilibraba de forma imposible, como ese castillo de naipes que uno debe sujetar disimuladamente por debajo para que no se derrumbe al menor movimiento.
Era muy alta para su edad y parecía demasiado alegre para su esperanza. Ese día llevaba una especie de pijama gris claro que se confundía con la propia ropa de cama.
Y sobre todo aquel conjunto destacaba un enorme sombrero que parecía ejercer de ancla en su cuerpo.
Se esforzaba en disimular el temblor de sus piernas apoyándose en la cama y entrecruzando sus brazos en la espalda, como esa pieza trasera de los marcos que sirve para que las fotos puedan mantenerse en pie.
Durante unos instantes nuestras miradas se enredaron en la distancia. Fui yo quien la apartó justo antes de que la niña pudiera reconocer en mí un sentimiento de lástima. Miré hacia la derecha y allí, en un pequeño sillón, permanecía sentada una joven enfermera.
—Hola... —casi le susurré, como si tuviera miedo a hablarle directamente a la niña.
—Hola, bienvenida, soy Ayla —me contestó la enfermera mientras se levantaba para saludarme.
—¡Hola! —me dijo también la niña.
Noté una expresión de sorpresa en el rostro de la enfermera cuando la niña habló.
—¿Tú debes de ser Luna, verdad? —le pregunté.
—Sí —me contestó alargando su mano.
Fue justo al apretarla cuando me di cuenta. Quiero pensar que no modifiqué mi expresión, que no hice absolutamente nada fuera de lo normal que diera a entender mi sorpresa al tocarla.
—Efectos secundarios —me dijo.
—¿Qué? —contesté avergonzada.
—No se pre, preocupe, es normal notarlo, no pa, pa, pasa nada. ¡Ya! A veces nos esforzamos en disimular nuestras reacciones ante lo extraño, cu, cu, cuando lo normal es que, que lo extraño nos extrañe, ¿no cree?
Se rascó la nariz y me mostró los dedos.
—Me falta gran parte del dedo índice, el de ambas manos —me dijo mientras encogía los hombros de forma compulsiva—. Es fácil notarlo al apretarla, nos hemos acostumbrado ta, ta, tanto a sentir cinco dedos que cu, cu, cuando uno de ellos no está nos damos cu, cuenta. En ca, cambio no es ta, tan fácil detectarlo al verlas, sobre todo si las muevo de forma rápida, mire.
En aquel momento, apoyando su cuerpo en la cama comenzó a mover sus manos en el aire.
—Así es imposible ¡Ya! notarlo —dijo sonriendo. A los pocos segundos dejó de moverlas.
Volvió a rascarse la nariz, varias veces.
—Pe, pe, pero ta, tampoco es ta, tan grave.
Me quedé en silencio mientras ella se miraba las manos fijamente. Tuvo un espasmo muscular en el cuello y encogió los hombros. Y otra vez, y otra vez. Aquellos movimientos provocaron que el sombrero se le moviera ligeramente hacia un lado.
—Cuando era pequeña se co, co, complicó el tema y comencé a perder la circulación ¡mierda! de las extremidades. Al final solo pe, perdí dos dedos, bueno medios dedos porque en realidad solo me falta la mitad de ambos —dijo mientras se colocaba disimuladamente el sombrero—. ¿Y sabe lo más gracioso? To, to, todos pensaban que se me darían muy mal las matemáticas...
Se quedó callada, como esperando una respuesta. Pero yo no sabía qué decir. Volvió a mover bruscamente los hombros y se rascó varias veces la nariz.
—¿No lo entiende? —continuó sonriendo—. To, todos empezamos a co, co, contar co, con los dedos de las manos, de ahí viene el sistema decimal, ¡mierda! de hecho por eso a los números les ¡ya! llamamos dígitos...
Silencio.
Se volvió a rascar la nariz, varias veces.
—¡Sí, claro! ¡Dígito viene del latín, significa dedo! Miré de nuevo, disimuladamente, a la enfermera.
—No, ella ta, tampoco lo sabía cuando se lo conté. To, todos decían que solo sería capaz de contar hasta ocho o nueve... —y comenzó a reír.
Le dio otro espasmo muscular en el cuello y encogió los hombros varias veces. Se rascó la nariz.
Yo no entendía nada, absolutamente nada. Me sentía como ese boxeador que, después de varios asaltos, aún se mantiene en pie en el cuadrilátero sin saber muy bien qué hace ahí, a la espera de que alguien lance la toalla o sea el contrincante quien, con un golpe, lo tire al suelo.
Pero claro, aquel día aún no sabía que estaba ante la persona más especial que iba a conocer en mi vida.
* * *
Polonia
Una mujer se ha quedado varada en la puerta de un colegio donde ya solo queda ella, el frío y la lluvia.
Y de pronto sonríe, sonríe porque la ha visto; sonríe porque al menos sabe que existe, que es real, que no es solo una imagen sacada de internet junto a unos datos inventados. Por supuesto, eso no prueba nada, absolutamente nada; pero piensa que al menos aquella niña se trabajó la mentira.
Y aun así, aun sabiendo que todo es mentira, he venido, se dice a sí misma.
Quizás ha venido por lo impactada que quedó después de ver el símbolo del infinito dibujado en aquella pizarra; o porque siente que de alguna forma se lo debe. O quizás porque necesita descartar que la realidad tenga anomalías.
Piensa de nuevo en esa niña que acaba de ver en el colegio: ojos negros, alta, rubia, muy rubia... y de pronto se da cuenta de un pequeño detalle en el que no había caído, vuelve a sonreír.
Amarillo, llevaba un chubasquero amarillo. Sabe que es una coincidencia absurda, que a muchos niños les gusta ese color. La explicación racional es que solo ha puesto el foco en ella, seguramente si se hubiera fijado en otros alumnos de ese mismo colegio hubiera detectado más chubasqueros amarillos.
Sonríe.
Mira de nuevo el móvil para consultar una dirección: dos calles más abajo debe de estar el parque.
Si hoy hubiera hecho un buen día, es posible que niña y madre estuvieran allí, junto a otros compañeros del colegio. No es algo complicado de averiguar, pues en la mayoría de las fotos que ha encontrado en internet sobre ese parque, aparecen niños jugando junto a sus carteras.
Se dirige hacia allí sin ser consciente de que en el exterior del colegio, a varios metros de distancia, un hombre la ha estado observando desde que ha llegado. Lleva un gran paraguas, botas militares y una gabardina negra, de esas que casi llegan al suelo. El mismo hombre que ahora ha comenzado a seguirla, a cierta distancia, en dirección al parque.
* * *
—Bueno... si me permiten —dije aprovechando que la habitación se había quedado en silencio.
Me acerqué a una pequeña mesa situada junto a la ventana y comencé a sacar varios documentos.
—Si os parece... —intervino la enfermera—, yo os dejo. ¿Estarás bien, Luna?
—Sí, ¡Ya! claro ¡Ya! —contestó la niña.
—¿Seguro? —insistió la mujer.
La niña dijo que sí con la cabeza sin dejar de sonreír. Se volvió a rascar la nariz, varias veces.
—Es muy raro... —casi me susurró la enfermera.
—¿Qué es raro? —le pregunté.
—Nada, nada... bueno, si necesita cualquier cosa puede pulsar el botón rojo, ese de ahí... Luna ya lo sabe. —Y salió de la habitación dejando la puerta entreabierta.
Miré a Luna y le sonreí. Me devolvió la sonrisa.
Comencé a organizar los papeles.
Tenía ante mí uno de los informes más dolorosos que había leído en mi carrera. Aquella niña había sufrido tantas complicaciones en su vida que el milagro era ella misma. Su nombre era Luna, tenía trece años y según los últimos informes médicos debería haber muerto hace tiempo. Pero vivía.
Más de diez operaciones en apenas seis años le habían dejado tantas secuelas que resultaba imposible distinguir unas de otras.
Aunque en ese momento yo estaba de espaldas organizando los documentos, noté que me observaba. Mi intención era presentarme y repasar con ella algunos aspectos de los mismos. Pero no me dio tiempo.
—Me llamo Luna. Te, tengo tre, tre, trece años y estoy enferma por varios sitios —me dijo.
Me volví sorprendida, sosteniendo varios papeles en mis manos.
—Soy superdotada en algunas cosas y una co, completa inútil en otras. Sé hablar perfectamente diez idiomas pe, pero a veces mi cuerpo ¡vale! no me responde y soy incapaz de decir una frase completa.
»Puedo to, tocar demasiado bien el pi, piano desde pe, pe, pequeña, a pesar de mis dedos, y realizar operaciones matemáticas extremadamente complejas, aunque ninguna de esas dos habilidades es mérito mío, claro. En ca, cambio nunca he sabido co, cómo distribuir ¡mierda! el peso para mantener el equilibrio en una bicicleta, se me dan fatal los deportes y tengo la flexibilidad de una farola.
Le dieron varios espasmos en los hombros, movió la cabeza y se rascó la nariz con tanta fuerza que pensé que se la arrancaba.
—Eso sí, soy ca, capaz de memorizar grandes textos, co, complejas imágenes, determinadas situaciones... tengo una pe, perfecta memoria fotográfica, memorizo al instante to, to, to, todo lo que veo. Si cierro los ojos...
En ese momento tiró del enorme sombrero hacia abajo y su cabeza desapareció dentro de él.
—Por ejemplo, así, sin ver —hablaba desde dentro del sombrero—, podría decir cómo va usted vestida.
Dejó pasar unos segundos.
—Lleva pantalones vaqueros azul oscuro, un cinturón marrón con hebilla en forma de rombo, dorada... abrochado en el tercer agujero. Camisa blanca, de botones blancos, unos ocho. Lleva también una pulsera y dos anillos, los dos en la misma mano, en la izquierda, en los dedos anular y corazón. Y los pendientes... ahí me he perdido, creo que son dos pequeños aros plateados. Y un pelo rizado precioso. Morena, claro.
En ese momento, sin esperar mi respuesta, se levantó el sombrero y me miró.
—Vaya, he fallado en los pe, pe, pendientes, no son pla, plateados, sino dorados.
Me quedé sin saber qué decir, lo había acertado todo. Ya me habían comentado que aquella niña era especial, superdotada. En algunos aspectos un genio.
—Te, tengo dos enfermedades mortales —continuó—, pe, pero mientras ellas luchan entre sí para ver cuál me mata antes, yo continúo viva. La ELA, una enfermedad extremadamente rara en niños, en un principio, pa, parecía que iba ganando. Pe, pero hace unos años un cáncer en mi cabeza le está quitando el pu, puesto. Es una lucha reñida entre ambas, el pro, problema es que los efectos secundarios los sufro yo.
Se detuvo. Se rascó la nariz varias veces.
—Un día me hice una pregunta. Qui, ¡ya! quizás la misma que, que, que se estará haciendo usted ahora mismo: ¿có, cómo es po, posible que en un solo cuerpo quepan tantas enfermedades?
»Esa idea me estuvo destrozando durante mucho tiempo hasta que llegué a la conclusión de que si en el mundo hay chicas ca, ca, ¡ya! casi per, perfectas: altas, guapas, con el cuerpo proporcionado, con sus diez dedos, y sin ninguna enfermedad destacable durante toda su vida... por qué no iba a existir también el extremo co, co, contrario, o sea, alguien co, co, como yo. Estadísticamente po, poco probable, pero no imposible.
Así soy, poco probable, pero al fin y al cabo posible, aquí me ve.
* * *
Polonia
Una mujer camina en dirección a un parque que hasta ahora solo ha visto por internet. Lo hace sorteando los charcos que se han formado sobre una acera irregular e intentando esquivar las salpicaduras de los coches que pasan demasiado rápido a su lado.
Gira a la izquierda dos calles más adelante y lo ve.
Ahora, de cerca, parece más grande que en las fotografías. Observa varios bancos rodeando una zona con columpios, se acerca a ella sin darse cuenta de que sus zapatos se van hundiendo ligeramente en el barro.
Sabe lo que busca, y quizás por eso es lo primero que ve: un tobogán rojo, alto, viejo, de hierro, muy diferente al resto de columpios, que en su mayoría son de madera; y en cambio según ella era el preferido de la niña.
¿Cómo pudo saber algo así? Fue otra de las preguntas que se hizo desde un principio, una de las que le generó más curiosidad. Pero ahora, al verlo de cerca, se da cuenta de que es algo normal, pues de todos los columpios, ese es el que más destaca; en realidad podría ser el preferido de cualquier niño.
Al final, todo en la vida son probabilidades, sonríe.
Mira alrededor y tiene una sensación extraña... Está en un parque que no conoce, en una ciudad que nunca ha visitado... y aun así... Aun así hay momentos en los que parece haber estado allí... Fallos de la mente, piensa.
Continúa revisando el alrededor sin darse cuenta de que un hombre la está observando, disimulado entre los árboles. Un hombre que de momento se mantiene a la espera.
La mujer busca en el móvil la distancia que hay hasta la siguiente dirección. Esa podría ser una prueba más. No significaría que lo que busca es verdad, por supuesto, pero significaría que aquella niña invirtió mucho tiempo investigando. A veces, sonríe, la coherencia entre varias mentiras nos puede hacer dudar de la verdad.
Está a unos treinta y cinco minutos andando. Podría coger un taxi, pero siempre le ha gustado la lluvia, elige ir andando.
El hombre que la ha estado vigilando se alegra de esa decisión, será mucho más fácil seguirla a pie que en coche.
* * *
—Tengo señales por todo el cu, cuerpo, la mayoría son cicatrices de operaciones... pero hay otras marcas extrañas, que son de nacimiento. Por ejemplo, tengo alguna cu, cu, curiosa, co, como esta de aquí... —se levantó ligeramente la camiseta y observé una marca que me recordó a la que yo tengo en la frente, justo sobre la ceja derecha— es bonita, ¿verdad?
Asentí.
—No, no es co, co, como la que tiene usted en la frente —me dijo como si pudiera leer mis pensamientos—, la suya es de un accidente.
Estuve a punto de contradecirla, porque no era cierto, en realidad tenía esa marca desde que nací, no era de ningún accidente, pero preferí no decir nada. Aunque al final, la vida le dio la razón a ella.
—Co, co, como ya se habrá dado cu, cuenta. Ta, también, te, tengo el síndrome de Gilles de la Tourette. Que dicho de otro modo es que de vez en cu, cu, cu, cuando tengo tics nerviosos que no puedo co, co, controlar. Me rasco la nariz, encojo los hombros, muevo la cabeza, me atasco al hablar, ta, ta, ta, tartamudeo con diversos sonidos, y a veces digo palabrotas sin poder evitarlo... Suele acentuarse cu, cu, cuando me pongo nerviosa. Si estoy tranquila no se me nota ta, tan, tanto. Ahora ya lo te, tengo asumido, pero no lo pa, pa, pasé bien en el co, colegio...
Imaginé en ese momento cómo habría sido la infancia de aquella niña.
—Pa, pa, para los encogimientos de hombros involuntarios me viene genial el sombrero —continuó—. Cu, cuando veo que de pronto se ha movido, es po, porque ha ocurrido lo de los tics. A veces ¡mierda! también lo noto por la ca, cara rara que po, pone quien está delante de mí, co, como la que ha puesto usted en algún momento de nuestra co, conversación.
Me sentí avergonzada, ¿pero cómo podía saber tantas cosas? ¿Cómo podía darse cuenta de cada gesto, de cada expresión de mi rostro?
—No se preocupe, sé que no hay mala intención, es algo natural. Estoy acostumbrada a que, que me miren de forma rara, a que piensen que soy re, re, retrasada, a que se rían de mí... Cuando iba a clase, en mis cu, cu, cumpleaños nunca faltó un regalo divertido por pa, parte de mis compañeros: un sonajero, un libro con trabalenguas, un bozal, una camisa de fuerza... Un año entre varios me regalaron una diadema de ca, cascabeles y me obligaron a ponérmela durante la hora del comedor mientras hacían apuestas pa, pa, para intentar adivinar las veces que iba a sonar.
Uno de mis apodos más comunes en el co, colegio y después también en el instituto fue La Franki... po, por Frankenstein, ya me entiende. De alguna forma tenían razón, parece que me hayan hecho a trozos, que no me hayan acabado.
Tragué saliva.
Y de pronto noté algo extraño en su rostro, como quien quiere llorar pero sabe que no es el momento. Como si su cuerpo estuviera buscando un bolsillo donde esconder todo el dolor que sus palabras le estaban generando.
* * *
No sabía qué hacer, no sabía qué decir, no sabía por dónde interrumpir aquel monólogo.
—Co, como supongo que ya le habrán comentado, ¡ya!, ¡mierda!, usted no es la primera psicóloga que, que viene para decirme algo que ya sé: que me voy a morir. Han venido más; po, por lo menos seis que recuerde, la mayoría no duró ni una semana.
Se quedó en silencio y ahí, por fin, encontré un lugar para atravesar su propia conversación.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Co, con algunos me negué a hablar desde el principio, te, tenían tan, tantas cosas que decir que no quise interrumpirles... nunca.
Luna comenzó a reír.
—Bueno, con, con uno sí hubo conexión. Los primeros días pareció interesarse de verdad por lo que yo sentía. El pro, problema vino cuando comenzó a hacerme preguntas.
—¿Cuál fue el problema, Luna? Nuestro trabajo también consiste en hacer preguntas...
—El problema fue que no le gustaban mis respuestas. Volvió a mover sus hombros de forma inconsciente.
Noté un gesto de dolor en su rostro. Se rascó la nariz.
—Pero no puede ser por eso, Luna. Los psicólogos estamos acostumbrados a todo tipo de respuestas, a todo tipo de reacciones, es nuestro trabajo: hablar, conversar...
—No todos los psicólogos están preparados pa, para todo tipo de respuestas, se lo aseguro.
Silencio. Se rascó la nariz. Encogió los hombros bruscamente. Y una mueca más de dolor.
Su cuerpo se tambaleó.
—Vaya... —me atreví a intervenir con una sonrisa intentando no darle importancia a lo que estaba viendo— me parece entonces que lo voy a tener difícil.
—No, creo que co, co, con usted será distinto.
—Ah, ¿sí?, y ¿por qué? —le pregunté sorprendida.
—Porque usted y yo compartimos algo.
—¿Qué compartimos? —le pregunté de nuevo, pensando que su respuesta sería inocente. Pero no fue así, fue todo lo contrario. Ahí entendí que debía tener cuidado con las preguntas que le hacía a aquella niña.
—Usted y yo hemos sentido el mismo dolor —me dijo mirándome a los ojos—. Ese que, aunque se esconda durante el día, ca, cada noche viene a visitarnos: el dolor de una pérdida. Un dolor que no desaparece nunca porque en realidad está sustituyendo a la persona que se fue.
Silencio.
Los papeles que aún sostenía en la mano se me cayeron al suelo. Me quedé rígida, observándola fijamente, sin atreverme a cerrar los ojos. Pensé que mientras no parpadeara no llegarían a caer todas esas lágrimas que se me estaban acumulando en el reverso de la mirada.
Silencio.
Me agaché lentamente para recoger los papeles. Y ahí, lejos de su mirada, dejé que lágrimas y dolor se desparramaran por el suelo.
¿Cómo podía saber aquella niña eso de mí?
* * *
Siete años antes
Un coche negro, casi nuevo, de tamaño medio, circula por una carretera donde, de momento, no hay culpables. En su interior madre e hijo regresan a casa, tienen una media hora de trayecto. Mientras la misma música de siempre suena en la misma emisora de siempre, la madre piensa en cómo va a encajar a sus tres pacientes, la natación del niño y la compra en el supermercado en la misma tarde.
El pequeño, ausente de ese rompecabezas de vida, va en el asiento trasero observando el paisaje. Siempre ha disfrutado viendo cómo pasan a toda velocidad árboles y casas a través de la ventanilla. Prefiere hacer ese mismo trayecto cuando llueve porque así puede jugar con sus dedos intentando guiar el camino que recorren las gotas por el cristal. Pero hoy no llueve, hace sol, hay buena visibilidad, así que ni siquiera eso servirá de atenuante.
A treinta kilómetros de distancia y justo en dirección contraria, en el interior de otro coche, rojo, un poco más grande, pero también un poco más antiguo, viajan madre e hija, ambas en los asientos delanteros, ambas a más velocidad de la permitida.
La hija lleva los auriculares puestos desde que entró en el coche. No ha dejado de mirar vídeos en su móvil, ahora mismo está atenta a uno donde una experta de dieciséis años explica cómo disimular los granos con una marca de maquillaje determinada.
La madre conduce con la mano izquierda y sostiene el móvil con la derecha. Su mirada se alterna entre la carretera y un chat del trabajo, ese donde están todos los compañeros a excepción del jefe. Las notificaciones sonoras la ponen nerviosa pero nunca se decide a desactivarlas. La conversación está tomando un rumbo que no le gusta.
Y mientras los minutos avanzan, la distancia entre los dos vehículos se reduce.
Dos coches, dos historias, cuatro vidas. Ya solo diez kilómetros las separan.
* * *