Primavera extremeña Apuntes del natural

Julio Llamazares

Fragmento

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El Lagar de los Almendros formó parte de una propiedad mayor integrada por dos o tres lagares más y con centro en un palacete rural cuyo nombre, La Florentina, evoca a la Toscana italiana tanto como su aspecto (rodeado de cipreses y alzado en lo alto de una colina desde la que domina toda la cara sur de la sierra, a un lado, y al otro el pueblo de Herguijuela y el valle que continúa hacia Badajoz), que perteneció a un alemán de apellido Hackenberg, quien, casado con una extremeña, decidió acabar sus días en estos parajes. El alemán murió y sus descendientes fueron vendiendo a trozos la propiedad, entre ellos el Lagar de los Almendros, cuyo origen campesino y subalterno no le hace desmerecer en belleza de la casa matriz, erguido en la ladera de la sierra frente a ella y antecedido por una viña que justifica el nombre de la construcción y por dos palmeras mediterráneas que el alemán quiso regalarle y que son su signo diferencial en un paisaje de olivos y de matorral endémico. Como construcción, la casa, de grandes muros y líneas rudimentarias, tiene esa gracia de los edificios pobres que han sobrevivido al tiempo merced a su solidez y su funcionalidad. Y, aunque reconvertida desde hace mucho en casa de vacaciones, mantiene el espíritu con el que nació, que confirman en su interior el antiguo lagar y la bodega, pese a que ni uno ni otra sirvan ya para lo que los hicieron. En esa casa, vacía gran parte del año, íbamos a pasar el confinamiento que por la noche se confirmaría: el Gobierno ordenaba el encierro de toda la población en sus domicilios durante quince días a partir del siguiente.

Antes de ello habíamos dado un paseo por los alrededores. Pese a que oficialmente la primavera no había empezado aún, el campo la anticipaba ya, como habíamos visto viniendo por la carretera. Varias semanas de sol habían despertado a la tierra y la hierba verde y las flores brotaban de ella como si, en lugar de en marzo, estuviéramos ya en abril o en mayo. La primavera extremeña, tan espléndida como fugaz, se había adelantado al calendario y a nosotros, que llegábamos de un Madrid en el que los jardines y los árboles aún empezaban a desperezarse.

El camino que une la casa con el que comunica todas las de la sierra con Herguijuela y con la carretera que va hacia Trujillo y hacia Guadalupe serpentea al principio entre naranjos y limoneros que, junto con las dos palmeras y algún granado, le dan al sitio un aire mediterráneo, aire que a su alrededor desmiente la vegetación autóctona: olivos, encinas, jaras, madroños, negrillos secos por la grafiosis, alcornoques y acebuches y algún frutal que los propietarios de los lagares (los antiguos campesinos o quienes los compraron luego para pasar en ellos sus vacaciones) plantaron para su consumo. Recorrerlo, pues, es adentrarse en un túnel oloroso y más en el tiempo en el que el azahar despierta llenándolo todo con su dulzor. ¡Qué difícil resultaba recordar las imágenes del Madrid inquietante y plomizo que habíamos abandonado hacía sólo unas horas y pensar en el panorama preapocalíptico que describía la radio del coche mientras devorábamos kilómetros de autovía! A nuestro alrededor, las flores pintaban un mundo feliz que los pájaros subrayaban yendo y viniendo de un árbol a otro y las esquilas de unas ovejas que no veíamos convertían en virgiliano y bucólico. Tityre, tu patulae recubans sub tegmine fagi / silvestrem tenui Musam meditaris avena: / nos patriae finis et dulcia linquimus arva, / nos patriam fugimus: tu, Tityre, lentus in umbra / formosam resonare doces Amaryllida silvas… («Tendido al pie de un haya de ancha sombra, / tú, Títiro, con el leve caramillo ensayas tus tonadas campesinas / Nosotros, de la patria en los linderos, adiós decimos a sus dulces campos / Nosotros de la patria huimos / Tú, Títiro, tendido a la sombra, / en el bosque haces resonar dulces silvas a Amarilis…») recité mentalmente recordando a Virgilio y los días del colegio en el que estudié de niño, felicitándome por haber llegado a un lugar donde creía que estaríamos a salvo de cualquier peligro.

En el camino principal todo estaba tranquilo también. Entre los muros de piedra, sobre los que crecía la vegetación, a veces atravesándolos con sus raíces, paseamos hasta la carretera disfrutando del paisaje y de la tarde sin cruzarnos más que con un coche (el de Manolo el Sueco, el dueño de las ovejas que escuchábamos, que regresaba a su casa en el pueblo después de atenderlas) y a la dueña de San Juan, la casona solariega que se alza a la mitad del camino, siempre umbría y misteriosa por la vegetación que la oculta casi por completo, quien nos contó que también había llegado de Madrid esa mañana como nosotros huyendo de la amenaza que se cernía sobre la capital. Una amenaza que allí sonaba irreal, pues a nuestro alrededor todo invitaba al disfrute, a la contemplación y el goce de la vida pacífica y tranquila que practicaban las pocas personas que vivían en la sierra y a la que nosotros veníamos a unirnos sin intuir que no éramos bienvenidos. Lo descubriríamos en los siguientes días, cuando Ricardo, el guarda de La Florentina y de Los Almendros (tras la segregación de las dos haciendas lo siguió siendo de ambas), nos avisó de que algunos vecinos habían criticado que paseáramos por el camino y más viniendo de Madrid, que era el foco principal de la pandemia de la que todos hablaban ya y cuyo virus nosotros podíamos haber traído sin saberlo.

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Ricardo vino a saludarnos al día siguiente en el todoterreno con el que se desplaza siempre de un lugar a otro. Venía con prevención (en vez de darnos la mano, nos saludó con un gesto y mantuvo la distancia todo el tiempo), pero su amabilidad y su simpatía eran las habituales en él. De baja estatura y ojos muy expresivos, Ricardo tiene la sabiduría del campo impresa en el rostro y una inteligencia natural que se trasluce en todo lo que dice. Quizá por ello, el alemán lo eligió para cuidar de su casa, cosa que Ricardo hace desde que era muy joven. Hoy, con sesenta años, conoce toda esta sierra como si fuera una extensión de aquélla y no se mueve una hoja que él no controle ni nace un pájaro sin que se entere. Ricardo es la sierra misma y por eso la ama como pocos. No en vano en ella pasa gran parte del tiempo, aunque desde hace ya años viva con su familia en Herguijuela, donde nació.

Hacía mucho que yo no lo veía. En los últimos meses, no había venido por una razón u otra (quizá tampoco me había esforzado en hacerlo, pues Trujillo no está tan lejos de Madrid: apenas a dos horas y media), pero lo encontré igual que siempre, si acaso con un poco más de barriga. Se lo comenté y me dijo que era verdad. Pero que no sería por no trabajar, pues —y de eso doy yo fe— no para en todo el día y no descansa ni siquiera el sábado. Incluso los domingos sube desde Herguijuela a comprobar que todo está en orden con la disculpa de dar de comer a los perros. Siempre he envidiado su tranquilidad y la sabiduría que desprende, de hombre que vive donde le gusta y como le gusta.

Pero ahora Ricardo estaba preocupado, como todos. La pandemia que se extendía por el país y las noticias cada vez más alarmantes que llegaban incluso a estos pueblos remotos hacían que estuviera preocupado y que no las tuviera todas consigo, a pesar de vivir en un sitio aislado y de que, de momento al menos, no había habido ningún contagiado en la zona que se supiera. Sí en Arroyo de la Luz, cerca de Cáceres, donde, según el propio Ricardo, un autobús de turistas madrileños había traído el virus, que contagió a muchos vecinos del pueblo. ¿Vosotros no lo traeréis también?, nos preguntó en broma, pero con una chispa de desconfianza en los ojos.

Los madrileños éramos los apestados de la pandemia, como al principio de ella los chinos. Junto con los de La Rioja y Vitoria, donde se había detectado el primer foco nacional del virus (decían que en una familia de gitanos que se desplazó a la capital vasca a un funeral; a saber si sería verdad), los madrileños éramos los sospechosos de contagiar una enfermedad de la que nada se sabía a fe cierta, pero a la que todo el mundo temía como si fuera una nueva peste. En muchos sitios, al parecer, los madrileños que huían a sus segundas residencias en la costa o en sus pueblos estaban siendo mal recibidos por los vecinos de esos lugares por miedo a que les contagiaran la enfermedad. Por suerte no era nuestro caso, pues la casa a la que habíamos llegado está en mitad del campo y a dos kilómetros del pueblo más próximo, que es Herguijuela, por lo que difícilmente podríamos contagiar a nadie aquélla, siempre en el caso de que la tuviéramos. Y con Ricardo, que era al único que veríamos mientras estuviéramos allí excepto cuando fuéramos a comprar comida al pueblo o a Trujillo, tendríamos buen cuidado. Ricardo no sólo era el guardián de la casa cuando no estábamos allí, sino el nuestro cuando veníamos.

—¿Y la familia?

—Bien. Ahí están, con sus cosas —dijo Ricardo antes de desgranar algunas de las que les habían sucedido últimamente: la hija mayor se había roto una rodilla y el pequeño, que estudia en el instituto de Madroñera, también estaba encerrado en casa, sin poder ir a clase, como todos. El virus, en eso, no conocía fronteras.

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