Skandar y el ladrón del unicornio (Skandar 1)

A.F. Steadman

Fragmento

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Prólogo

El cámara oyó a los unicornios antes de verlos.

Alaridos agudísimos, gruñidos asesinos, el rechinar de dientes ensangrentados.

El cámara olió a los unicornios antes de verlos.

Aliento rancio, carne putrefacta, el hedor de la muerte inmortal.

El cámara presintió a los unicornios también antes de verlos.

En lo más profundo de su ser tronaron sus pútridas pezuñas y el pánico empezó a invadirlo, hasta que todos los nervios, todas las células, le ordenaron que echara a correr. Pero tenía un trabajo que hacer.

El cámara divisó a los unicornios surgir sobre la cima de la colina.

Eran ocho. Gules malignos galopando por la pradera, alas esqueléticas desplegándose y alzando el vuelo.

Como el ojo de un huracán tenebroso, el humo negro se arremolinó alrededor de los temibles unicornios, un estruendo resonó a su paso y, a lo lejos, los rayos golpearon la tierra bajo sus horripilantes patas.

Ocho cuernos fantasmagóricos rasgaron el aire mientras los monstruos bramaban su grito de guerra.

Los aldeanos se pusieron a chillar; algunos intentaron huir corriendo. Pero ya era tarde, demasiado tarde.

El cámara aguardaba de pie en la plaza del pueblo cuando aterrizó el primer unicornio.

Echó chispas al bufar y piafó sembrando el caos y la confusión con cada descomunal resoplido.

El cámara siguió grabando pese al temblor en las manos. Tenía un trabajo que hacer.

El unicornio agachó la gigantesca cabeza, el afiladísimo cuerno apuntó directo a la lente.

Los ojos inyectados en sangre se toparon con los del cámara y en ellos sólo vio destrucción.

Ya no había esperanza para aquel pueblo. Ni para él.

Pero siempre había sabido que no sobreviviría a una estampida de unicornios salvajes.

Sólo esperaba que las imágenes llegaran al Continente.

Porque, en cuanto ves a un unicornio salvaje, ya estás muerto.

El hombre bajó la cámara con la esperanza de haber hecho su trabajo.

Porque los unicornios no habitan los cuentos de hadas, sino las pesadillas.

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El robo

Skandar Smith contemplaba el unicornio del póster colgado enfrente de su cama. Fuera ya había suficiente luz para distinguir las alas del animal extendidas en pleno vuelo: una brillante armadura plateada recubría casi todo su cuerpo y sólo dejaba al descubierto sus ojos rojos enloquecidos, una enorme quijada y un afilado cuerno gris. Escarcha de la Nueva Era había sido el unicornio favorito de Skandar desde que hacía tres años su jinete, Aspen McGrath, se había clasificado para la Copa del Caos. Y el muchacho creía que ese día, en la carrera anual, a lo mejor tenían posibilidades de ganar.

Le habían regalado aquel póster el día en que cumplió trece años, hacía tres meses. Se había quedado mirándolo un buen rato en el escaparate de la librería, imaginando que él era el jinete de Escarcha de la Nueva Era y que estaba allí de pie, junto al marco del póster, listo para competir. Se había sentido muy mal al pedírselo a su padre. Desde que tenía memoria, siempre habían ido justos de dinero y por lo general no pedía nada. Pero Skandar deseaba aquel póster con toda el alma...

Se oyó un gran estruendo en la cocina. Cualquier otro día se habría levantado de la cama de un salto, aterrado por que pudiera haber un desconocido en el piso. Normalmente, él o su hermana, Kenna, que dormía en la cama de enfrente, se encargaban de preparar el desayuno. El padre de Skandar no era un vago, en absoluto, simplemente le costaba muchísimo levantarse, sobre todo cuando no tenía un trabajo al que ir. Y ya llevaba una buena temporada sin trabajar. Sin embargo, aquél no era un día cualquiera. Era el día de la carrera. Y, para su padre, la Copa del Caos era aún mejor que los cumpleaños, era incluso mejor que la Navidad.

— ¿Cuándo vas a dejar de mirar embobado ese estúpido póster? — refunfuñó Kenna.

— Papá está preparando el desayuno — dijo Skandar con la esperanza de que aquello la alegrara.

— No tengo hambre. — Le dio la espalda y se volvió hacia la pared; el pelo moreno le asomaba por debajo del edredón— . Y, por cierto, es imposible que Aspen y Escarcha de la Nueva Era ganen hoy.

— Pensaba que no te interesaba.

— Y no me interesa, pero... — Kenna se dio de nuevo la vuelta y lo miró con los ojos entornados a causa de la luz de la mañana— . No tienes más que fijarte en las estadísticas, Skar. Los aleteos por minuto de Escarcha están más o menos en la media de los veinticinco competidores. Y luego tiene el problema de que su elemento aliado sea el agua.

— ¿Qué problema?

El muchacho estaba loco de contento, aunque Kenna insistiera en que Aspen y Escarcha no ganarían. Su hermana llevaba tanto tiempo sin hablar de unicornios, que Skandar casi había olvidado cómo era. Cuando eran más pequeños se pasaban el día discutiendo sobre cuál sería su elemento si lograban convertirse en jinetes de unicornio. Kenna siempre decía que sería diestra en fuego, pero Skandar nunca se decidía.

— ¿Ya te has olvidado de tus clases de Cría? Aspen y Escarcha están aliados con el agua, ¿no? Y entre los favoritos hay dos jinetes diestros en aire: Ema Templeton y Tom Nazari. ¡Los dos sabemos que el aire tiene ventaja sobre el agua!

La hermana de Skandar estaba apoyada en un codo, la cara delgada y pálida le ardía de la emoción, tenía el pelo castaño revuelto y sus ojos refulgían. Kenna era un año mayor que Skandar, pero se parecían tanto que a menudo los tomaban por gemelos.

— Ya lo verás — dijo él sonriendo— . Aspen ha aprendido de sus anteriores Copas del Caos. No usará sólo el agua, no es tan tonta como para eso. El año pasado combinó los elementos. Si yo fuera el jinete de Escarcha de la Nueva Era, optaría por los rayos y los ataques remolino...

A Kenna le cambió la cara de inmediato. Los ojos se le apagaron; la sonrisa se le borró de la comisura de los labios. El codo se le hundió y ella se volvió de nuevo hacia la pared, arropándose los hombros con el edredón color coral.

— Perdona, Kenn. No quería...

El olor a beicon y a tostadas quemadas se coló por debajo de la puerta. Las tripas de Skandar sonaron en medio del silencio.

— ¿Kenna?

— Déjame en paz, Skar.

— ¿No vas a ver la Copa con papá y conmigo?

De nuevo ninguna respuesta. Skandar se vistió a media luz con un nudo en la garganta, mezcla de la decepción y la culpa. No tenía que haber dicho «si yo fuera el jinete...». Habían estado charlando como antes, antes de que Kenna se presentara al examen de Cría, antes de que todos sus sueños se rompieran en mil pedazos.

Entró en la cocina con el sonido de los huevos que chisporroteaban y el principio de la retransmisión de la Copa a todo volumen. Su padre tarareaba inclinado sobre la sartén. Al ver a Skandar, le dedicó una enorme sonrisa. El muchacho no recordaba la última vez que lo había visto sonreír.

El rostro de su padre se ensombreció un instante.

— ¿Kenna no viene?

— Sigue dormida — mintió el chico, que no quería estropearle el buen humor.

— Imagino que este año va a resultarle difícil. Es la primera carrera desde que...

No hacía falta que acabara la frase. Era la primera Copa del Caos desde que Kenna había suspendido el examen de Cría el año anterior y hubiera perdido toda posibilidad de convertirse en jinete de unicornios.

El problema era que su padre jamás había actuado como si aprobar el examen de Cría supusiera algo fuera de lo común. Le gustaban tanto los unicornios que se moría de ganas de que uno de sus hijos llegara a ser jinete. Decía que eso lo solucionaría todo: sus problemas de dinero, su futuro, su felicidad, hasta los días en los que era incapaz de salir de la cama. Al fin y al cabo, los unicornios eran mágicos. Así que, desde que Kenna era pequeña, su padre había insistido en que aprobaría el examen y se marcharía a la Isla para abrir la puerta del Criadero, en que su destino era el huevo de unicornio que había encerrado dentro, en que sería el orgullo de su madre. Tampoco había ayudado el hecho de que, en la escuela secundaria Christchurch, Kenna siempre hubiera sido la mejor de su clase de Cría. Si alguien iba a lograr entrar en la Isla, decían sus profesores, era Kenna Smith. Sin embargo, había suspendido.

Y en aquel momento el padre de Skandar llevaba meses repitiéndole a él lo mismo. Que era posible, probable, incluso inevitable que llegara a ser jinete. Y pese a saber lo difícil que era, pese a haber visto la gran decepción de Kenna el año anterior, Skandar deseaba más que nada en el mundo que fuese cierto.

— Pero este año te toca a ti, ¿eh? — Su padre le alborotó el pelo con la mano llena de grasa— . Veamos, la mejor forma de preparar el pan frito...

Mientras su padre le daba órdenes, Skandar asentía cuando había que asentir, fingiendo que aún no sabía hacerlo. A otros chicos aquello les habría parecido un fastidio, pero él no sintió más que alegría cuando su padre le chocó los cinco porque el pan le había quedado crujiente, en su punto óptimo.

Kenna no salió de la habitación para desayunar, aunque, mientras daban buena cuenta de las salchichas, el beicon, los huevos, las judías y el pan frito, a su padre no pareció importarle mucho. Skandar dejó de preguntarse de dónde habría sacado el dinero para aquella comida especial. Era el día de la carrera. Estaba claro que su padre quería olvidarse de todo, y Skandar también. Sólo por un día. Así que agarró el bote de mayonesa recién abierto y lo apretó para repartirla por toda la comida, sonriendo al oír el plaf de la salsa.

— Entonces, ¿tus favoritos siguen siendo Aspen McGrath y Escarcha de la Nueva Era? — preguntó su padre con la boca llena— . Se me olvidó decirte que si quieres invitar a algún amigo para ver la carrera, por mí ningún problema. Es lo que hacen muchos chavales, ¿verdad? No quiero que tú seas menos.

Skandar clavó la vista en el plato. ¿Cómo podía ni tan siquiera empezar a explicarle que no tenía amigos a quienes invitar? ¿Ni, lo que era peor, que en parte era por culpa suya, de su padre?

El problema era que cuidar de él cuando no se sentía bien, o no estaba muy contento, significaba que Skandar se perdía un montón de las cosas «normales» que se suponía que había que hacer para tener amigos. Nunca podía quedarse a hacer el tonto en el parque al salir de clase; no tenía paga semanal para gastársela en los recreativos o escaparse a comer fish and chips en la playa de Margate. Para empezar, Skandar no se había dado cuenta, pero ésos eran los momentos en los que la gente hacía amigos, no en clase de inglés ni comiendo galletas de vainilla rancias durante el recreo. Y cuidar de su padre significaba que a veces Skandar no tenía ropa limpia ni tiempo de lavarse los dientes. Y la gente se fijaba en eso. Siempre se fijaba... y se acordaba.

Por alguna razón, a Kenna no le había ido tan mal. Skandar pensaba que en parte se debía a que ella era más segura que él. Cada vez que él intentaba decir algo inteligente o divertido, el cerebro se le bloqueaba. Acababa ocurriéndosele unos minutos después, pero, cara a cara frente a un compañero de clase, en su cabeza no había lugar más que para un zumbido extraño: se quedaba en blanco. Su hermana no tenía ese problema, una vez la había visto enfrentarse a un grupo de chicas que murmuraban lo raro que era su padre. «Mi padre es asunto mío — les había dicho muy tranquila— . Meteos en vuestras cosas o lo lamentaréis.»

— Cada uno lo verá con su familia, papá — musitó el chico al fin, notando cómo se ruborizaba, algo que le pasaba siempre que no decía toda la verdad.

En cualquier caso, su padre no se dio cuenta: había empezado a apilar los platos, una imagen tan insólita que Skandar tuvo que parpadear dos veces para asegurarse de que era real.

— ¿Y Owen? Sois buenos amigos, ¿verdad?

Owen era el peor. Su padre creía que era su amigo porque una vez había visto cientos de notificaciones suyas en el teléfono de su hijo. Skandar no había mencionado que los mensajes eran de todo menos amables.

— Sí, claro, le encanta la Copa del Caos. — Se levantó para ayudar— . Pero está viéndola con sus abuelos, que viven lejísimos.

Aquello ni siquiera se lo había inventado, había oído de pasada a Owen quejándose de eso con su pandilla, justo antes de que le arrancara tres páginas del libro de matemáticas, las arrugara y se las tirara a la cara.

— ¡Kenna! — gritó de repente su padre— . ¡Está a punto de empezar!

Al no obtener respuesta, se dirigió al dormitorio, y Skandar se sentó en el sofá delante del televisor, donde se emitiría el acontecimiento por todo lo alto.

Un periodista entrevistaba a un antiguo jinete de la Copa del Caos en la pista principal, justo delante de la barra de salida. Subió el volumen.

— ¿... y crees que hoy presenciaremos más de una encarnizada batalla de elementos? — El periodista tenía la cara roja de la emoción.

— Seguro — contestó el jinete— . Hay una mezcla de habilidades fantástica entre los competidores, Tim. La gente está obsesionada con la fuerza del fuego de Federico Jones y Sangre del Ocaso, pero ¿qué me dices de Ema Templeton y Miedo de la Montaña? Puede que estén aliadas con el aire, pero también tienen muchas otras dotes. La gente se olvida de que los mejores jinetes de la Copa del Caos destacan en los cuatro elementos, no sólo en su aliado.

Los cuatro elementos. Eran el meollo del examen de Cría. Skandar había pasado horas y horas estudiando qué famosos unicornios y jinetes estaban aliados con el fuego, el agua, la tierra o el aire, y qué estrategias de defensa y ataque preferían en las batallas aéreas. Se le hizo un nudo en el estómago por los nervios; no se creía que faltaran tan sólo dos días para el examen.

Cuando su padre regresó, parecía preocupado.

— Ahora viene — dijo sentándose al lado de Skandar en el sofá viejo y maltrecho—.  A vosotros os cuesta comprenderlo, chicos. — Suspiró con la mirada fija en la pantalla— . Hace trece años, cuando mi generación vio la Copa del Caos por primera vez, nos bastaba con saber que la Isla existía. Yo ya era demasiado mayor para ser jinete. Pero la carrera, los unicornios, los elementos... para noso­tros era magia... para mí, para mamá.

El chico se quedó muy quieto, sin atreverse a apartar la mirada de la pantalla mientras los unicornios accedían a la pista. Su padre sólo hablaba de la madre de Skandar y Kenna el día de la Copa del Caos. Antes de cumplir los siete años había dejado de preguntarle por ella en cualquier otro momento tras darse cuenta de que su padre se enfadaba y se disgustaba, de que después pasaba días encerrado en su habitación.

— Nunca vi a vuestra madre tan emocionada como el día de la primera Copa del Caos — prosiguió— . Estaba sentada justo aquí, donde estás tú ahora mismo, sonriendo y llorando, contigo en brazos. Tenías un par de meses, no más.

Skandar ya había oído aquella historia, pero no le importaba lo más mínimo. Él y Kenna siempre se morían de ganas de que alguien les hablara de su madre. La abuela, la madre de su padre, solía contarles cosas sobre ella, pero les gustaban más las historias que les contaba su padre, que era quien más la había querido. Y, a veces, cuando se repetía, se le escapaban detalles nuevos, como que Rosemary Smith siempre lo llamaba «Bertie», nunca «Robert». O cómo le gustaba cantar en el baño, o que sus flores favoritas eran los pensamientos, o que el agua era el elemento con el que más disfrutó en la primera y última Copa del Caos que había visto.

— Siempre recordaré — continuó su padre mirándolo a los ojos—  cómo, cuando esa primera Copa del Caos terminó, tu madre cogió tu diminuta mano, te hizo un dibujo en la palma y susurró en voz baja, como si rezara: «Te prometo que un día tendrás un unicornio, chiquitín.»

Skandar tragó saliva con esfuerzo. Era la primera vez que su padre le contaba aquella historia. Puede que se la hubiera guardado para el año de su examen de Cría. Tal vez ni siquiera fuera cierta. Skandar nunca sabría si Rosemary Smith de verdad le había prometido un unicornio, porque, sin previo aviso, tres días después de que el Continente viera a los unicornios competir por primera vez, su madre había muerto.

Skandar jamás se lo habría confesado a su padre, ni siquiera a Kenna, pero, en parte, la razón por la que le gustaba tanto la Copa del Caos era porque lo hacía sentirse cerca de su madre. Se la imaginaba contemplando a los unicornios con una emoción desbordante, igual que le pasaba a él, y era como si ella estuviera allí a su lado.

Kenna entró ruidosamente en la habitación con un bol de cereales en equilibrio en la palma de la mano.

— ¿En serio, Skar? ¿Mayonesa para desayunar? — Señaló el plato embadurnado que había en lo alto de la pila— . Mira que te lo he dicho veces, hermanito: no vale como comida favorita.

El muchacho se encogió de hombros y ella se echó a reír mientras se apretujaba a su lado en el sofá.

— Hay que ver todo el espacio que ocupáis. ¡El año que viene me toca sentarme en el suelo! — dijo su padre entre risas.

A Skandar se le encogió el corazón. Si el examen iba bien, al año siguiente ya no estaría allí. Asistiría a la Copa del Caos en persona, en la Isla, y tendría su propio unicornio.

— Kenna, ¡las cartas sobre la mesa! ¿Favoritos? — preguntó su padre inclinándose por delante de Skandar.

Ella miró fijamente el televisor masticando con aire taciturno.

— Antes ha dicho que Aspen y Escarcha de la Nueva Era no van a ganar — saltó Skandar para provocarla.

Funcionó.

— Puede que Aspen lo consiga otro año, pero éste la carrera no pinta bien para una jinete diestra en agua.

La chica se recogió un mechón de pelo suelto detrás de la oreja, un gesto tan familiar para Skandar que lo hacía sentirse seguro. Que le decía que su hermana estaría bien aunque él la dejara sola en el sofá con su padre al año siguiente.

El muchacho negó con la cabeza.

— Ya te lo he dicho, Aspen no va a apostar sólo por el elemento agua. Es demasiado inteligente para hacer algo así: seguro que también usa los ataques de aire, fuego y tierra.

— Pero a un jinete siempre se le da mejor su elemento aliado, Skar. Por eso se llama «aliado», ¿lo pillas? Pongamos que usa un ataque de fuego: no tendrá ni punto de comparación con uno de alguien que de verdad sea diestro en fuego, ¿no?

— Vale, pero, entonces, ¿quién crees tú que va a ganar?

El chico se incorporó en el sofá mientras su padre subía el volumen: los comentaristas se exaltaron cuando los competidores, ataviados con sus armaduras, empezaron a disputarse los puestos detrás de la barra de salida.

— Ema Templeton y Miedo de la Montaña — dijo Kenna en voz muy baja— . Décimos el año pasado, gran resistencia, valientes, inteligentes. Yo habría sido una jinete como ella.

Era la primera vez que Skandar oía a su hermana admitir que ya nunca sería jinete. Quiso decir algo, pero no supo qué, y luego ya era tarde. Así que escuchó al comentarista intentar llenar los segundos previos al comienzo de la carrera.

— Para los recién llegados que presencian el espectáculo por primera vez, estamos en directo desde Cuatropuntos, la capital de la Isla. Y dentro de unos instantes estos unicornios saldrán volando de este famoso estadio para iniciar el recorrido de la pista aérea: los dieciséis kilómetros extenuantes de esta prueba de resistencia y de habilidad para combatir en el aire. Si no quieren ser eliminados, los jinetes deben evitar las balizas flotantes durante el recorrido, algo nada fácil cuando otros veinticuatro competidores intentan atacarte con la magia de los elementos y hacerte perder velocidad a cada zancada... ¡Ah! Comienza la cuenta atrás: cinco, cuatro, tres, dos... ¡Y allá van!

Skandar observó a los veinticinco unicornios, cuyo tamaño doblaba el de un caballo, salir disparados en el instante en que la barra de salida se alzó por encima de sus cuernos. Las piernas acorazadas de los jinetes chocaron a ambos lados con las de sus rivales mientras animaban a sus monturas a avanzar, a ponerse en cabeza desde el primer momento, agazapados sobre ellas, ganando velocidad. Y entonces llegó la parte favorita de Skandar. Los unicornios empezaron a desplegar las enormes alas con plumas y a alzar el vuelo, dejando bajo ellos, a lo lejos, la arena de la pista. Los micrófonos captaban los gritos de los jinetes dentro del casco. Y también registraban otra cosa: un sonido que a Skandar, pese a oírlo todos los años el día de la carrera, le daba escalofríos: unos bramidos guturales desde lo más hondo del pecho de cada unicornio, más aterradores que el rugido de un león, más arcaicos y primitivos que cualquier otra cosa que hubiera oído en el Continente. Uno de esos sonidos que te hacían querer salir corriendo.

Los unicornios chocaban en el aire unos con otros para alcanzar las mejores posiciones entre el estrépito y el chirriar de las placas metálicas. Las puntas de los cuernos emitían destellos a la luz del sol al tratar de cornear a sus rivales. La espuma se les acumulaba en la boca, rechinaban los dientes y resoplaban encolerizados por la nariz. En el momento en que emprendieron el vuelo, la magia de los elementos iluminó el cielo: bolas de fuego, tormentas de polvo, rayos, paredes de agua. Las encarnizadas batallas aéreas se sucedían ante el telón de fondo de unas nubes blancas y mullidas. La palma derecha de los jinetes resplandecía gracias al poder de los elementos mientras luchaban con desesperación por abrirse paso en la pista.

Y no era nada agradable de ver. Los unicornios se daban coces unos a otros, se arrancaban la carne de las ijadas y arremetían a quemarropa contra sus rivales. Al cabo de tres minutos, la cámara captó a una unicornio y una jinete, con el pelo en llamas y un brazo destrozado colgando, precipitándose en espiral y estrellándose contra el suelo, en una nube de humo que salía del ala de la unicornio y la cabeza rubia de la joven.

— Y así acaba la Copa del Caos de este año para Hilary Winters y Lirio Afilado. Parece que tenemos un brazo roto, unas cuantas quemaduras feas y una herida en el ala de Lirio — lamentó el comentarista.

La cámara regresó al grupo que iba en cabeza. Federico Jones y Sangre del Ocaso estaban enzarzados en una batalla aérea con Aspen McGrath y Escarcha de la Nueva Era. Aspen había hecho aparecer un arco de hielo y disparaba una flecha tras otra a la espalda acorazada de Federico, tratando de hacerle perder velocidad. Éste empuñaba un escudo en llamas para derretir las flechas, pero Aspen tenía buena puntería y su montura estaba alcanzándolos. Aunque Federico no había acabado. Mientras Aspen incitaba a Escarcha a acercarse a ellos, las llamas estallaban en el cielo por encima de la cabeza de McGrath.

— Menudo ataque de fuego arrasador de Federico. — El co­mentarista parecía impresionado— . Muy complicado a esa altura y esa velocidad. Pero... ¡Vaya! ¡No se pierdan esto!

Unos cristales de hielo tejían una red en torno a Escarcha de la Nueva Era, en torno a Aspen, hasta encerrarlos en un capullo de hielo tan grueso que impedía que el fuego arrasador de Federico los tocara; Skandar vio a Federico gritar de decepción al ver cómo él y Sangre del Ocaso retrocedían por el esfuerzo de su ataque de fuego, y Aspen hizo estallar su caparazón de hielo para tomarle la delantera.

— Ahora van en cabeza Tom Nazari y Lágrimas del Diablo, seguidos por Ema Templeton y Miedo de la Montaña. En tercer lugar tenemos a Alodie Birch a lomos de Príncipe Junco y, después de ese extraordinario combo de aire y agua, Escarcha de la Nueva Era y Aspen McGrath se ponen en cuarta posición con... Pero parece que Aspen tiene preparada una nueva jugada — se interrumpió el comentarista alzando la voz— . Está ganando velocidad.

El pelo rojo de Aspen revoloteó a su espalda mientras Escarcha de la Nueva Era preparaba una increíble explosión de velocidad con las alas desdibujándose, abriéndose paso delante de Príncipe Junco y virando bruscamente cuando un rayo estuvo a punto de hacer blanco en la jinete. Luego las grandes alas grises de Escarcha adelantaron a un ritmo vertiginoso a la favorita de Kenna, Miedo de la Montaña, y a continuación al unicornio negro de Tom Nazari, Lágrimas del Diablo. Y Aspen se puso en cabeza.

— ¡Bien! — Skandar lanzó un puñetazo al aire, un gesto nada típico en él, pero lo que acababa de ocurrir era algo extraordinario... increíble.

— ¡Jamás había visto nada parecido! — gritó el comentarista— . ¡Mirad toda la distancia que le saca al resto!

A Kenna se le escapó un grito ahogado, con los ojos fijos en los unicornios, que se acercaban a la meta.

— ¡No me lo puedo creer!

— ¡Va a ganar por cien metros! — exclamó otro comentarista.

Skandar observó boquiabierto cómo las pezuñas de Escarcha de la Nueva Era tocaban la arena de la pista. Aspen lo obligó a avanzar, con una feroz determinación en la mirada al pasar por debajo del arco de la línea de meta.

Skandar dio un salto gritando de la emoción.

— ¡Han ganado! ¡Han ganado! ¿Lo ves, Kenna? ¡Te lo dije! ¡Lo adiviné, lo adiviné!

Kenna se reía, los ojos le brillaban y aquello hacía que la victoria fuera aún mejor.

— Vale, Skar. Qué pasada. Lo reconozco. Esos cristales de hielo, ¡menuda jugada! Nunca había visto nada...

— Esperad. — Su padre observaba la pantalla de cerca— . Pasa algo.

El muchacho se acercó a él por un lado y Kenna por el otro. Skandar oía los gritos de la multitud, pero ya no eran de entusiasmo, sino de miedo. Los unicornios habían dejado de cruzar el arco para acabar la carrera. Los comentaristas se habían quedado mudos, la imagen se había congelado y encuadraba un único punto de la pista, como si los operadores de cámara hubieran abandonado su puesto.

Un unicornio aterrizó en el centro del estadio. No se parecía a los demás, ni a Sangre del Ocaso ni a Escarcha de la Nueva Era ni a Miedo de la Montaña, cuyo desfile de la victoria había interrumpido. Las alas de este unicornio casi no tenían plumas, parecían las de un murciélago, y estaba esquelético, medio muerto de hambre. Sus ojos eran unas hendiduras rojas y atormentadas. Tenía sangre seca en torno a la quijada y enseñaba los dientes a los participantes, como si los desafiara a atacar.

Skandar no cayó en la cuenta hasta que se fijó en el cuerno transparente.

— Es un unicornio salvaje — musitó— . Como los de aquel antiguo vídeo que la Isla mostró al Continente hace muchos años para convencer a sus habitantes de que los unicornios eran reales. Aquel vídeo en el que atacaban una aldea...

— Pasa algo — repitió su padre.

— No puede ser un unicornio salvaje — susurró Kenna— . Lo monta un jinete.

Skandar no se había fijado en la persona (o en lo que por lo menos él creía que era una persona) que iba encima. El jinete iba envuelto en una mortaja negra que flotaba y ondeaba por la brisa, con la parte de abajo rota y hecha jirones. Una franja ancha pintada de blanco le ocultaba el rostro desde la base del cuello hasta lo alto de la cabeza, adentrándose en el pelo corto y moreno.

El animal se empinó, piafando en el aire con las pezuñas, escupiendo un denso humo negro. Su jinete fantasma dejó escapar un aullido triunfal, el unicornio chilló y el estadio se llenó de humo. Skandar vio al unicornio avanzar hacia los participantes de la Copa del Caos, con chispas revoloteando alrededor de las pezuñas, y un chorro blanco que salía de la palma de su jinete iluminó la pantalla. Justo antes de que la imagen de­sapareciera por completo entre el humo negro, el jinete se dio la vuelta y, lenta y deliberadamente, levantó un dedo largo y huesudo para señalar a la cámara.

Luego sólo les llegó el sonido. Explosiones de magia de los elementos, chillidos de unicornio. Más gritos desde la muchedumbre y el estruendo inconfundible de las pisadas de los isleños intentando huir de sus localidades. Mientras éstos, al pasar, chocaban con la cámara y sus voces, presas del pánico, se entremezclaban, Skandar percibió dos palabras que se repetían una y otra vez.

«El Tejedor.»

Era la primera vez que Skandar oía hablar de él, pero cuanto más susurraba, gritaba y chillaba su nombre la multitud, más miedo sentía.

Se volvió hacia su padre, que seguía con la mirada fija, sin dar crédito, en las volutas de humo negro de la pantalla del televisor. Kenna se adelantó a su hermano al preguntar en voz baja:

— Papá , ¿quién es el Tejedor?

— Chist. — La acalló con un gesto de la mano— . Está pasando algo.

La imagen se volvió más nítida a medida que el humo se disipaba. Medio sollozando, medio gritando, llegaba la voz de una figura arrodillada en la arena. Todavía llevaba puesta la armadura, con la palabra «McGrath» pintada de azul en el dorso, y los demás jinetes la rodeaban.

— Por favor — el gemido de Aspen se oyó por toda la pista— , por favor, ¡que me lo devuelvan!

Federico Jones, olvidando la virulencia de la competición, logró poner de pie a Aspen, que seguía gritando:

—¡Se lo ha llevado el Tejedor! Ya no está. Hemos ganado y el Tejedor... — A Aspen se le atragantó la última palabra, las lágrimas le cayeron rodando por la cara manchada de tierra.

Una voz severa chasqueó como un látigo.

— ¡Fuera esas cámaras! ¡Ahora mismo! El Continente no puede ver esto. ¡Fuera, ahora mismo!

Los unicornios empezaron a chillar y a bramar con un sonido ensordecedor. Los jinetes se subieron a las monturas, tratando de calmarlas mientras éstas se encabritaban y echaban espuma por la boca, con el aspecto más monstruoso que Skandar había visto en su vida.

De los veinticinco jinetes sólo una quedó de pie en la arena: Aspen McGrath, la vencedora y diestra en agua. Pero a su unicornio, Escarcha de la Nueva Era, no se lo veía por ninguna parte.

— ¿Quién es el Tejedor? — preguntó de nuevo Kenna con voz apremiante.

Pero nadie le contestó.

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2

De patitas en la calle

— Señorita Buntress, ¿puede decirnos quién es el Tejedor?

— ¿Por qué se ha llevado el Tejedor a Escarcha de la Nueva Era?

— ¿Cómo es que el Tejedor iba en un unicornio salvaje?

— ¿El Tejedor puede venir al Continente?

— ¡Silencio! — chilló la señorita Buntress masajeándose la frente con la mano.

La clase entera se calló; era la primera vez que Skandar oía gritar a la señorita Buntress.

— Sois mi cuarta clase de Cría de hoy — empezó, apoyándose con el codo en la pizarra blanca— . Y voy a deciros lo mismo que a los demás. No sé quién es el Tejedor. No sé cómo es posible que el Tejedor fuera en un unicornio salvaje. Y, como os imaginaréis, no tengo ni la más remota idea de dónde está Escarcha de la Nueva Era.

La Copa del Caos era el único tema del que podía hablarse aquel día, lo cual no era raro, dado que se trataba del mayor acontecimiento del año. Pero esta vez era distinto: la gente estaba preocupada, sobre todo los chicos de la edad de Skandar de todo el país, que al día siguiente se presentaban al examen de Cría.

— Señorita Buntress — Maria levantó la mano— , mis padres no quieren que me presente al examen. Les preocupa que la Isla no sea segura.

Unos cuantos más asintieron.

La profesora se irguió y los escudriñó desde debajo de su flequillo rubio rojizo.

— Con independencia de que la ley obligue a presentarse al examen, ¿quién puede decirme qué ocurriría si Maria estuviera predestinada a un unicornio del Criadero y no respondiera a la llamada?

Cualquiera de ellos podría haber contestado, pero Sami se adelantó al resto.

— Si Maria no estuviera allí cuando rompiera el cascarón, su unicornio no se vincularía con la jinete que tiene predestinada. Se criaría salvaje.

— Exacto — dijo la señorita Buntress— . Y se parecería a esa criatura espantosa que visteis en la Copa del Caos.

— ¡Yo no he dicho que esté de acuerdo con mis padres! — protestó Maria— . Digan lo que digan...

La profesora no le prestó atención.

— Hace quince años, la Isla nos pidió ayuda porque necesitaban jinetes. Entiendo que todos estéis disgustados por lo que ha ocurrido... Yo también lo estoy. Sin embargo, no voy a permitir que ningún alumno mío eluda su responsabilidad. Y en este momento, con ese... ese Tejedor... suelto, si estáis predestinados a un unicornio, es más importante que nunca que lo criéis. Tenéis una sola oportunidad en la vida. Y éste es vuestro año.

— Ya, pues yo creo que todo esto no es más que una gran patraña — intervino Owen, arrastrando las palabras, desde el fondo del aula— . Para mí, eso no era ni de lejos un unicornio salvaje... sino sólo alguien haciéndose pasar por uno. Lo he leído en internet, y además...

— Sí, gracias, Owen — lo interrumpió la señorita Buntress— . Es una posibilidad. Pero ahora será mejor que repasemos algunas de las preguntas, ¿de acuerdo?

Skandar frunció el ceño y bajó la vista a su libro de texto de Cría. No podía ser verdad. Si había sido alguien gastándoles una broma, ¿por qué se habían asustado tanto todos los isleños? ¿Cómo se había enfrentado aquel jinete envuelto en un manto negro a todo un tropel de los unicornios más poderosos de la Isla y había robado a Escarcha de la Nueva Era? ¿Y quién, o qué, era el Tejedor?

Skandar deseó tener un amigo o una amiga con quien cuchichear al fondo de la clase, así podría preguntarle qué opinaba de todo aquello. Pero, como no lo tenía, se puso a dibujar al misterioso unicornio salvaje en el margen de su cuaderno de ejercicios. Además de con los unicornios, dibujar era lo único con lo que Skandar disfrutaba de verdad. Era una forma de imaginarse que estaba en la Isla. Su cuaderno de bocetos estaba repleto de dibujos de unicornios luchando o de crías rompiendo el cascarón, aunque a veces también dibujaba marinas o caricaturas ridículas de Kenna, y, en raras ocasiones, a su madre, a la que copiaba de una vieja fotografía.

No era la primera vez que se preguntaba qué pensaría ella de todo aquello.

Después de las clases, Skandar esperó solo a su hermana en la puerta del colegio, como siempre, hojeando y repasando sus apuntes de la clase de Cría. De repente oyó un sonido que reconocería en cualquier parte: la risa de Owen. Siempre intentaba reírse con un tono muy grave para parecer mayor, más adulto. Aunque él pensaba que en realidad lo hacía parecerse más a una vaca estreñida con tos perruna.

— ¡Acabo de conseguirlos! — chillaba una voz de un tono más agudo— . Y tengo que compartirlos con mi hermano pequeño. Por favor, no me los quites...

— ¡Píllalos, Roy! — ordenó Owen a voz en grito.

Roy era uno de los amigotes de Owen.

Habían acorralado a un chico de sexto contra un murete del patio. Tenía la piel clara y pecosa, y era muy pelirrojo; a Skandar le recordaba a Aspen McGrath.

— ¡Eh! — Skandar se acercó corriendo.

Era consciente de que iba a arrepentirse, puede que incluso acabara pagándolo con un puñetazo en la cara, pero no podía dejar que aquel chico se las arreglara con Owen él solo. Además, aquel abusón ya le había pegado a Skandar infinidad de veces, así que estaba más o menos acostumbrado.

Al llegar donde ellos estaban, se fijó en que Roy le había quitado al chico un puñado de cromos del Caos.

— ¿Qué me has dicho? — Owen dio un paso hacia Skandar.

Él le hizo rápidamente un gesto al chico pelirrojo para que se escondiera. La cabeza del muchacho desapareció detrás del muro.

— Esto... Me preguntaba si querrías que te prestara mis apuntes — improvisó Skandar, y toda la valentía se le esfumó en un instante. No podías decirle «eh» a Owen e irte de rositas. ¿En qué pensaba?

Owen se mofó de él, y le arrebató los apuntes de Cría y luego se los pasó a Roy. Con la mano que le quedaba libre, le asestó un puñetazo en el hombro a Skandar, por si acaso.

— Son cosas de Cría — masculló Roy hojeando los apuntes.

— Genial. Pues yo ya me iba — dijo Skandar dando un paso a un lado.

Pero Owen lo agarró de la camiseta blanca. Skandar podía oler el gel fijador que Owen usaba para darle un aire más descuidado a su pelo negro.

— No creerás en serio que vas a aprobar el examen de Cría, ¿verdad? — dijo Owen fingiendo sorpresa— . ¡Ah, ¿que sí?! ¡Oh, qué tierno!

— Sí, sí. Son sus apuntes para repasar — asintió el otro como un bobalicón.

— ¿Cuántas veces te lo he dicho? — Owen se plantó justo delante de la cara de Skandar— . Los de tu calaña jamás llegáis a ser jinetes. Eres demasiado débil, demasiado enclenque, demasiado patético. Serías incapaz de controlar algo tan peligroso como un unicornio; a ti te pega más un caniche. Eso, Skandar, búscate un caniche y vete por ahí a cabalgarlo. ¡Así nos echamos todos unas risas!

Owen estaba cogiendo impulso para propinarle un puñetazo de despedida cuando alguien le agarró el puño por detrás y tiró de él con fuerza. Era obvio que a la fuerza de gravedad Owen le gustaba todavía menos que a Skandar. Empezó a caer, a caer, y... ¡pumba!... directo al asfalto.

Kenna miró a Owen desde arriba.

— Piérdete o acabarás llorando por algo más que un moratón en el trasero.

Sus ojos marrones refulgieron peligrosamente, y Skandar sintió cómo se henchía de orgullo. Su hermana era la mejor del mundo.

Owen se levantó como pudo, dio media vuelta y echó a correr. Roy le pisaba los talones, sin soltar los apuntes. Kenna se dio cuenta.

— ¡Oye, tú! ¿Ésa es la letra de Skandar? ¡Ven aquí! — Y los persiguió mientras se dirigían a la puerta del colegio.

Skandar se asomó por encima del muro, el corazón le latía deprisa.

— Ya puedes salir de ahí.

El niño pelirrojo fue a sentarse junto a Skandar con cara de asustado.

— ¿Cómo te llamas? — le preguntó Skandar con tono amable.

— George Norris — respondió el chico, sorbiéndose la nariz y enjugándose una lágrima— . Ojalá no se hubiera llevado mis cromos.

Cogió impulso para propinar dos patadas de frustración al muro.

— Vale, George Norris, pues hoy estás de suerte, porque... — Skandar metió la mano en su mochila y sacó su propia colección de cromos de unicornios y jinetes— . Estoy dispuesto a dejar que escojas cinco a precio de ganga, te los doy a cambio de... nada.

A George se le iluminó la cara.

Skandar formó un abanico con los cromos.

— Venga, elige los que quieras.

El borde brillante de un ala de unicornio destelló al sol.

George tardó un buen rato en decidirse. Skandar intentó no hacer ninguna mueca cuando parte de su preciada colección desapareció en el bolsillo de aquel niño más pequeño.

— Ah, y la próxima vez que Owen te amenace — Skandar se levantó— , dile que conoces a mi hermana, Kenna Smith.

— ¿Ha sido ella quien lo ha tirado al suelo? — preguntó George con los ojos como platos— . Daba bastante miedo.

— ¡Un miedo espantoso! — bramó Kenna, que apareció por detrás de Skandar, encima del muro.

— ¡¿Aaahporquéhashechoeso?! — Skandar se agarró el pecho.

George se despidió con la mano, contento.

— ¡Adiós, Skandar!

Kenna le devolvió los apuntes a su hermano.

— ¿Owen vuelve a ir por ti? Si las cosas se ponen feas, tienes que contármelo. ¿Está obligándote a hacerle los deberes? ¿Por eso tenía tus apuntes?

A diferencia de su padre, Kenna sabía que Owen llevaba años acosando a Skandar. Pero últimamente él intentaba no darle mucho la lata con aquello. La disgustaba, y ya pasaba mucho tiempo triste.

— No estoy haciéndole los deberes a nadie, no te preocupes.

— Ya, es sólo que, bueno, en casa hay mucho que hacer. Ya sabes que desde la Copa del Caos papá anda muy de capa caída. No para de decir que el Tejedor le ha robado su único día feliz de todo el año. Aunque, bueno, siempre se siente mal después de la Copa, pero esta vez es...

— Peor — Skandar acabó la frase— . Sí, lo sé, Kenn.

Su padre había estado viendo una y otra vez las imágenes grabadas de la Copa del Caos, rebobinándolas, deteniéndolas y obsesionándose. Y luego se acostaba sin cenar ni dirigirle la palabra a ninguno de los dos.

— Y sé que mañana tienes tu... — respiró hondo antes de decirlo—  examen de Cría, pero el mundo no puede pararse por eso, ¿sabes? Porque...

— Lo sé. — Skandar suspiró.

No era capaz de soportar que su hermana le dijera lo improbable que era que lograra entrar en la Isla. No, no era capaz, sobre todo después de lo de Owen y Roy. La esperanza de que las cosas cambiaran, de una vida lejos de allí, era lo único que lo ayudaba a sobrellevar todo aquello. Los unicornios lo eran todo. Kenna los había perdido, pero Skandar no quería dejar escapar aquel sueño, aún no. No hasta que...

— ¿Estás bien, Skar?

Ella lo miraba. Se había quedado parado en medio de la acera y un niño pequeño con una camiseta de unicornios había tenido que rodearlo.

Echó a andar, pero su hermana no le dio tregua:

— ¿Es porque la gente va diciendo que ahora mismo la Isla no es segura?

— Eso no va a impedirme que intente abrir la puerta del Criadero — respondió el muchacho con obstinación.

Kenna le dio un empujoncito.

— Vaya, mira quién se pone ahora en plan guerrero. Cuando te encontraste aquella araña patilarga en la cama no fuiste tan valiente.

— Si consigo criar un unicornio, me aseguraré de que se meriende a todos los bichos asquerosos a los que odio — bromeó Skandar.

Sin embargo, a su hermana se le torció el gesto, como cada vez que se adentraban demasiado en el terreno de los unicornios.

Él aún no podía creer que su hermana no hubiera aprobado. Habían planeado hacerlo todo juntos: Kenna iría primero y luego, un año después, él partiría a la Isla en su busca. Su padre recibiría el dinero que les daban a todas las familias del Continente en compensación por que su hijo o su hija se mudara a la Isla, y además estaría orgulloso de ellos. Gracias a ellos, su padre mejoraría.

— Si quieres, esta noche preparo yo la cena — se ofreció él porque se sentía culpable, mientras Kenna marcaba el código de acceso a su edificio. Subieron las escaleras. El ascensor llevaba varios meses estropeado, pero nadie había ido a arreglarlo, pese a que Kenna se había quejado al menos doce veces.

La décima planta olía a humo rancio y a vinagre, como siempre, y uno de los fluorescentes emitía un zumbido delante del número 207. Kenna metió la llave en la puerta, pero no se abrió.

— ¡Papá ha vuelto a echar el cerrojo!

Kenna lo llamó al móvil. Y lo llamó de nuevo. Nada.

Tocó con los nudillos en la puerta... Y tocó de nuevo. Skandar llamó a su padre a gritos por la rendija de debajo de la puerta, rozando con la mejilla la alfombra de color gris charco del pasillo. Sin respuesta.

— No sirve de nada. — Con la espalda pegada a la puerta, la muchacha se dejó caer hasta el suelo— . Tendremos que esperar a que se despierte y se dé cuenta de que no estamos en casa. Lo deducirá. No es la primera vez que ocurre.

Skandar se apoyó en la puerta junto a ella.

— ¿Repasamos? — propuso Kenna— . Te pregunto.

Él frunció el ceño.

— ¿Seguro que quieres...?

Kenna se recogió un mechón de pelo detrás de la oreja, repitiendo el gesto para asegurarse de que no se le escapaba, y se volvió para mirar a su hermano. Soltó un suspiro.

— A ver, sé que me he portado fatal desde que no me convocaron para ir a la Isla.

— No te has por... — empezó a decir Skandar.

— Sí — insistió Kenna— . Me he portado fatal de los fatales, he sido lo peor, una caca de hermana, de las que apestan, de las que huelen peor que un montón de estiércol caliente, peor que una pocilga de cerdos hediondos.

Skandar se echó a reír.

Ella sonreía.

— Y no es justo, lo cierto es que no lo es. Porque, si fuera al contrario, sé que tú me habrías ayudado con los deberes, que no habrías dejado de hablarme de unicornios. Una vez, papá dijo que mamá tenía un gran corazón... y, si eso es verdad, tú te pareces a ella mucho más que yo. Eres mejor persona que yo, Skar.

— ¡No es cierto!

— Mi corazón, en cambio, huele a perro muerto. Así que, a ver, ¿quieres que te ayude o no?

Le arrancó la mochila y rebuscó en ella hasta dar con su libro de Cría, con los símbolos de los cuatro elementos en la cubierta. Pasó las páginas y se detuvo en una al azar.

— Empecemos con una tanda rápida de preguntas fáciles. ¿Por qué la Isla reveló al Continente que los unicornios eran reales?

— Kenn... ¡venga ya! Ahora en serio.

— Es en serio, Skar. Te crees que lo sabes todo, pero seguro que al final fallas en lo más fácil, ¿qué te apuestas?

El fluorescente que había encima de ellos emitió un fuerte zumbido. Skandar no estaba acostumbrado a que Kenna estuviera de tan buen humor, sobre todo si se trataba de la Isla, así que le siguió la corriente.

— Vale, vale. No había suficientes isleños de trece años predestinados a criar unicornios, es decir, que lograsen abrir la puerta del Criadero, lo que significaba que esos animales estaban criándose salvajes, sin vínculo, y la Isla corría el riesgo de que se convirtieran en una plaga. Necesitaban que los niños del Continente también probaran suerte con la puerta.

— ¿Cuál fue el obstáculo principal al que se enfrentó la Isla al contárselo al Continente? — preguntó Kenna sin dejar de pasar las páginas del libro.

— El primer ministro y sus asesores pensaron que era una broma, porque en el Continente se tenía la idea de que los unicornios eran criaturas mitológicas, inofensivas, tiernas...

— ¿Y? — lo provocó Kenna.

— Y hacían caca del color del arcoíris.

Se sonrieron. Ellos, igual que todos los niños del Continente, habían oído aquellas historias de la época en que se creía que los unicornios eran una leyenda. La señorita Buntress les había dicho que la gente se habría reído de ellos si hubieran ido por ahí diciendo que los unicornios existían de verdad. Durante su primera clase de Cría, la profesora había repartido algunas muestras de artefactos relacionados con los unicornios: un unicornio de juguete rosa y blando de pestañas rizadas y cara sonriente, una cinta para el pelo centelleante con un cuerno plateado, y una tarjeta de cumpleaños en la que se leía: «Sé siempre tú mismo, a menos que puedas ser un unicornio; en ese caso, sé siempre un unicornio.»

Y de repente, hacía quince años, todo había cambiado. En cuanto las imágenes de los sanguinarios unicornios salvajes empezaron a difundirse por las pantallas del Continente, todos los productos relacionados con esos animales desaparecieron de las tiendas. Su padre contaba que todos estaban aterrorizados ante la posibilidad de que una oscura manada de aquellas bestias salvajes llegara volando al Continente y matara todo lo que se cruzara en su camino, con los dientes, las pezuñas o los cuernos. Debido al miedo, la gente había desterrado a los unicornios de su hogar: los libros ilustrados, los peluches, los llaveros, los adornos para fiestas... y lo había amontonado todo en unas altísimas hogueras que ardían con virulencia en los parques.

Como era de esperar, a los padres no les había hecho demasiada gracia la idea de enviar a sus hijos a un lugar en el que aquellas criaturas vagaban a su antojo. Skandar había visto antiguos artículos de prensa sobre protestas en Londres y debates en el Parlamento. Pero la respuesta a todas las quejas había sido la misma: si no colaboramos, nacerán más unicornios salvajes y nos liquidarán a todos. La población exigió que el Continente declarara la guerra a la Isla y acabara con todos los ejemplares, pero el primer ministro contestó que era imposible matar con armas a un unicornio, ya fuera salvaje o vinculado.

Había mostrado mucho interés en hacer hincapié en que, si el Continente accedía a colaborar, todos saldrían ganando. «Los unicornios vinculados son distintos — había intentado tranquilizar a los escépticos— . Imaginad qué honor. ¿No queréis que vuestros hijos e hijas sean héroes?»

Su padre les había contado que, pasado un tiempo, la gente había ido calmándose. Las familias del Continente echaban de menos a sus hijos, pero éstos no morían ni ningún unicornio salvaje atacaba a nadie. Los padres de los jinetes visitaban la Isla una vez al año para pasar un día con ellos; ningún jinete pidió nunca volver a casa. A los jinetes que se clasificaban para la Copa del Caos los idolatraban niños y mayores; eran más famosos que la realeza. Convertirse en jinete era el deseo que pedían casi todos los niños cuando soplaban las velas. Poco a poco, los unicornios acabaron convirtiéndose en parte de la vida cotidiana y a los ejemplares salvajes rara vez los mencionaba nadie.

Hasta el momento. Hasta que había aparecido el Tejedor.

— ¿Crees que en el examen caerá algo sobre el Tejedor? — le preguntó Skandar a Kenna, que se había puesto a dar vueltas por el pasillo— . ¿Crees que el Tejedor estaba realmente vinculado con ese unicornio salvaje? Es imposible, ¿no? Quiero decir, que la definición completa de «unicornio salvaje» hace referencia al hecho de que perdiera la oportunidad de vincularse con su jinete predestinado y saliera del cascarón solo...

Kenna dejó de dar vueltas y Skandar se quedó mirando sus calcetines grises.

— Deja de preocuparte. Te va a ir bien — lo tranquilizó su hermana.

— ¿De verdad crees que yo podría ser jinete? — preguntó, y su voz fue poco más que un susurro.

No dependía de ella que él aprobara, y mucho menos que, al llegar a la Isla, pudiera abrir la puerta del Criadero, pero para Skandar seguía siendo importante que ella creyera que él podía hacerlo.

— ¡Pues claro! — Kenna le sonrió.

Pero él intuyó las lágrimas que le ardían detrás de los ojos y amenazaban con brotar, y no la creyó.

Skandar posó la vista en su regazo.

— Ya lo sé. No soy especial, ni me parezco a ninguno de los jinetes que salen en la tele. Todos son glamurosos y tienen un aire interesante. En cambio, yo, pues bueno... ¡ni siquiera se sabe de qué color es mi pelo!

— No seas ridículo... Es castaño, como el mío.

— Ah, ¿sí? — suspiró desconsolado— . ¿No lo ves más bien de color fango? Y mis ojos son... turbios; la gente no sabe si son azules, verdes o marrones. Y sí, me dan miedo las arañas patilargas, y las avispas, y a veces hasta la oscuridad... o por lo menos cuando está tan oscuro que no te ves ni las manos. ¿Qué unicornio iba a querer vincularse conmigo?

— Skandar.

Su hermana se arrodilló junto a él, como solía hacer cuando eran pequeños y él se disgustaba. Sólo se llevaban un año, pero Kenna siempre había parecido varios años mayor que él, justo hasta el año anterior, cuando había suspendido el examen. En ese momento él había tenido que ser fuerte mientras ella se había hundido y, durante meses, se había quedado dormida llorando. Algunas noches aún la oía. Era un sonido que a él le daba más miedo que los bramidos de mil unicornios sanguinarios.

— Skandar — repitió ella— , ¡cualquiera puede convertirse en jinete! Eso es lo más increíble de criar a un unicornio. No importa de dónde vengas ni lo negados que sean tus padres ni cuántos amigos tengas ni qué cosas te den miedo. Si la Isla te llama, tienes la posibilidad de responder. Surge una nueva oportunidad. Una nueva vida.

— Pareces la señorita Buntress — murmuró Skandar devolviéndole la sonrisa.

Sin embargo, mientras contemplaban juntos la puesta de sol por la ventana que había al fondo del pasillo, Skandar no pudo evitar pensar que a esa misma hora, al día siguiente, ya habría acabado el examen de Cría y su futuro estaría decidido.