1
Canica
Dicen que la primera vez se siente como unas cosquillas en los dedos. Una sensación que es tan leve que puede incluso parecer producto de la imaginación.
No fue así para mí.
No hubo sutileza.
La primera vez que sentí la magia, la noté como si una fuerza devastadora me arrastrase desde lo más profundo de su estómago, arrollándome por completo y cambiando mi vida en apenas un instante.
Yo no lo sabía, claro. No podía saberlo.
Pero, desde ese momento, nada volvió a ser como antes.
—¡Eh, Canica!
Ya estábamos otra vez. Era la… ¿quinta aquel día? Ah, no. Habían sido seis. Seis si contábamos con la de la fila del desayuno. Sí, cómo olvidarla: Leire había recortado un trozo de su tostada para fabricar una especie de parche pirata y había insistido en que me lo probase, «por mi bien». La verdad es que, al menos, debía reconocerles que esa broma había sido un poco original.
Pero lo de Canica no era nuevo. No sé muy bien cómo, pero es un apodo que termina llegando. A veces es más pronto, a veces les cuesta más, pero siempre hay alguien que recibe la iluminación divina, contiene la risa a duras penas y lo exclama por primera vez. Estaba acostumbrada, vaya, como para no estarlo. Y aun así… ¿seis veces antes de las cuatro de la tarde? Puede que fuera demasiado, incluso para mí.
Los campamentos de verano son una experiencia lo suficientemente intensa para cualquier chica de trece años, pero, si además resulta que eres una chica de trece años que no encaja en ningún sitio, te prometo que puede llegar a ser una pesadilla. Normalmente, en el colegio…, bueno, sí, las bromas, las imitaciones y todo eso empezaban según pasaba por la puerta, a modo de saludo: «ey, Canica», «buenos días, Ojoloco», aunque, si tenía un poco de suerte, me daban un poco de tregua durante las clases. A menos que hubiera algún trabajo de grupo o que tocase clase de gimnasia, evidentemente, pero, en cualquier caso, en el colegio, las clases acababan. Y ya está. Por muy horrible que fuera, siempre llegaban las tres de la tarde y te ibas a casa, un lugar donde los motes y las burlas desaparecían y podías mandar secretamente a todo el mundo a freír espárragos. Pero ¿en un campamento? Ah, no. Nada de eso. ¡Todo un día lleno de actividades y dinámicas! ¡Claro que sí, que no decaiga! Si no era momento de un deporte colectivo (matadme, por favor), entonces tocaba una actividad tremendamente cursi sobre hablar alrededor del fuego y compartir anécdotas, o decir algo bonito de tu compañera de la derecha, o algo así. Para hacer grupo, decían. Sí, solía funcionar fenomenal, especialmente para gente como yo. En realidad, salvo que fueses una de Ellas (ya sabes, de esas chicas prácticamente perfectas en todo, de coleta lisa y plisada, piel maravillosa que no ha visto un granito en su vida, buenas en los deportes y delicadas como una flor), era bastante probable que te llevases una inocente bromita. A mí, por ejemplo, siempre se las apañaban para recordarme lo especial que era, lo diferente que era, lo muchísimo que les gustaban mis ojos.
Ellas apenas podían contener la risa. Y mira que se esforzaban.
¿Y los monitores?
Bueno.
Digamos que no se enteraban de nada. O no querían enterarse, la verdad. O bien sus comentarios les parecían verdaderamente inocentes o decidían que no era su trabajo intervenir en nuestras rencillas. Entre tú y yo: lo primero me parece un poco más difícil de creer, así que tampoco se habían convertido precisamente en mis personas favoritas. No conseguía comprender por qué se empeñaban tantísimo en crear un ambiente lleno de palabras grandes como compañerismo, fraternidad, convivencia… y después estaban demasiado ocupados para ver lo que ocurría, todos los días, delante de sus narices.
Pero ¿por dónde iba? Ah, sí.
—¡Eh, Canica!
Ahí.
En ese preciso instante en que Laura y yo tratábamos de escabullirnos del balón prisionero al que iban a jugar todas en el patio, precedidas por Montse, una monitora que tocaba el silbato insistentemente.
Ana nos había descubierto. Y no solo Ana, claro, porque nunca iba sola. En realidad, si lo pensaba con frialdad, cosa que me esforzaba en hacer a menudo, podía darme cuenta de que todo ese rollo parecía formar parte de una coreografía. Todos los días ocurría un poco lo mismo. Si lo imaginaba así, me resultaba un poco más fácil encajarlo y dejar que pasase rápido. Era como observar un espectáculo desde fuera.
Primero, se acercaban a mí. Siempre juntas. Siempre en grupo. Si estaban solas, no me miraban, caminaban más deprisa. Pero juntas se envalentonaban. Mantenían la formación, casi idéntica todos los días. Casi hasta juraría que se ponían de acuerdo en cómo caminar: Ana en medio, cabeza erguida, caminar seguro y una mueca burlona que le salía sorprendentemente natural. Paula a su izquierda, Sonia y Leire a su derecha.
A esas alturas, debería haber estado acostumbrada. Al menos, tenía la pose ensayada. Encogerme de hombros, cruzarme de brazos, evitar a toda costa expresar ningún atisbo de emoción y esperar a que se pasase. Porque normalmente se pasaba.
—¿Qué pasa, Canica? —dijo Ana, con una expresión exageradamente triste en la boca—. ¿No te animas a jugar al balón prisionero?
—¿Es por si te damos? No te preocupes, que vamos con cuidado…
Ana asintió con la cabeza y añadió:
—Leire, lo que pasa es que le preocupa que le des un golpe y se le salga el ojo de cristal —dijo, señalándome el ojo izquierdo—. Tú imagínate la canica rodando por ahí, como para encontrarla luego, pobre…
¡Guau, dos insultos seguidos sobre mi ojo!
Qué imaginativas. Qué ingeniosas.
Como si fueran las primeras en haberse dado cuenta. De haber sido un poco más valiente o respondona, me habría encantado hacerles ver su falta de originalidad. Ser capaz de reírme de ello y hacerlas conscientes de que cualquier cosa que me dijeran la había escuchado ya. ¿De verdad creían que hasta ellas nadie, en ninguno de los tres colegios en los que había estado ya, se había dado cuenta de que tenía un ojo de cada color? Si hasta podría hacerles una lista para enriquecer su repertorio: husky, pirata, ojoloco, canica, ojo caca…
A mi lado, Laura miraba al suelo, tan callada como yo, sigilosa, como si quisiera fundirse con el entorno y que no reparasen en ella.
La monitora Montse silbó más fuerte y eso distrajo al grupo de chicas por un instante, un par de segundos en los que Laura aprovechó para cogerme la mano y apretarla en una señal que conocía a la perfección: «Vámonos de aquí».
—No me digas que no lo ves… —dije, un rato después.
La hierba me hacía cosquillas en las orejas. De fondo, muy de fondo, se escuchaban los chillidos del balón prisionero, tan a lo lejos que me resultaba deliciosamente reconfortante. Laura y yo habíamos encontrado un lugar en el que nunca reparaban los monitores, vete a saber por qué, y lo habíamos nombrado nuestro escondite oficial.
El campamento estaba en medio de la sierra, relativamente cerca de un pueblo, lo suficientemente lejos como para necesitar coger la furgoneta para hacer la compra. Sospechaba que en algún momento fue un colegio, o un internado o algo así. Tenía muchas habitaciones grandes, llenas de literas, paredes blancas de gotelé; fuera, un patio exterior con columpios viejos. No había vallas. Nada lo separaba del descampado. Simplemente, el hormigón terminaba fundiéndose con el bosque. Laura y yo habíamos aprendido que, detrás de los balancines amarillos, si nos desviábamos un poco hacia la derecha, nos encontrábamos con un desnivel que nos escondía en el horizonte. Allí, tumbadas en la hierba, resguardadas por la altura de los pinos, no nos encontraba nadie. Nos sentíamos invencibles.
—Que si no veo el qué —murmuró en medio de un bostezo.
—El barco.
—Qué va. ¿Dónde ves el barco?
—Allí —insistí, y alcé el brazo para señalar la nube que, inequívocamente, hacía el dibujo de una nave—. Mira ese trozo así más alargado, ¿ves? Es la vela.
—A mí me parece una berenjena.
Aquello me hizo reír. Mucho más de lo que esperaba. Y me di cuenta de que era probablemente la primera risa tranquila, la primera risa de esas de verdad, que te salen solas del estómago y hacen que te duela la tripa, que había tenido en seis días. ¿Que cómo lo sabía? Bueno, era fácil. Llevábamos seis días en ese campamento. Quedaban ocho y seríamos libres. Habíamos encontrado hasta un árbol en el que marcar con palitos cada día que pasaba hasta la meta, como si estuviéramos en la cárcel. «¿Y no lo estamos?», me decía Laura, positiva como era ella siempre.
No, eso distaba mucho de ser una cárcel.
Si no fuera por Ellas, la verdad es que podría llegar a reconocer que no estaba tan mal. A fin de cuentas, nos encontrábamos en medio de la naturaleza, con montañas en el horizonte, verde por todas partes…, y eso me recordaba a casa. Suponía que era uno de los motivos por los que mis padres decidieron apuntarme. Nosotros, prácticamente desde que tengo uso de razón, vivimos en una caravana: mi padre, mi madre, nuestra perra y yo. Nos movemos mucho, no aguantamos demasiado en un mismo lugar, así que el paisaje a menudo cambia, pero siempre hay algo que se mantiene: verde, mucho verde por todas partes, un río cerca, el olor a tierra mojada, olor a montaña. «Somos unos privilegiados», me decían siempre.
Y no podía estar más de acuerdo, aunque, como te imaginarás, además de unos privilegiados, éramos unos bichos raros. A ver cómo le explicarías tú a tus nuevos compañeros de colegio (porque con tanto cambio ya llevas unos cuantos) que tus padres viven en una autocaravana en medio del monte y que ambos tienen un trabajo un poco raro. Mi padre era escritor, así que no necesitaba mucho más que un ordenador portátil y «espacio, mucho espacio», nos decía, y por eso se iba a dar paseos larguísimos con nuestra perra: Chispa. Y mamá, ¡más raro todavía!, era ornitóloga, es decir, que iba de aquí para allá estudiando los pájaros, sus movimientos migratorios… En fin, que ninguno de los dos tenía un trabajo que implicase tener que ir a una oficina precisamente y eso nos había permitido vivir así, como siempre habían querido los dos, cerca del campo, de los animales y «de todo lo importante», según decía mamá.
Esta última vez, hacía un par de meses, nos habíamos mudado más cerca de una ciudad. Todavía en nuestros términos, en una zona un poco apartada en medio de la sierra, pero relativamente cerca de Madrid y de un pueblo en el que yo podría ir al instituto. Empezaban a darse cuenta de que tanto cambio no me estaba ayudando precisamente a hacer amigas. ¡Que no es que yo me quejase! Créeme, yo estaba perfectamente tranquila a mi rollo, paseando a Chispa, escuchando mi música y sin nadie que me molestase, pero mis padres habían empezado a preocuparse un poco por el asunto, muy a mi pesar.
Empiezas a sospecharlo, ¿verdad?
Efectivamente: de ahí su furor por enviarme a un campamento por primera vez en mi vida, a mí, que el máximo tiempo que había pasado rodeada de tantos seres humanos había sido en el colegio, y no había sido una experiencia precisamente satisfactoria. Querían que hiciera amigas por la zona, para que el cambio de instituto me resultase más fácil en septiembre.
Me lo dijeron un día en la cena. Papá preparó una cena inusualmente rica y se sentaron a explicarme El Plan. ¿Y qué era El Plan? Pues bien: que eso de cambiarnos tanto de sitio con la autocaravana iba a parar durante un tiempo, al menos hasta que acabase el instituto, porque era un momento importante para mí y querían que tuviera una vida «lo más normal posible». Y, dentro de El Plan, entraba el campamento, claro, una idea genial, una experiencia… ¿Cómo la llamó mamá? ¿Enriquecedora?
Acepté, claro. ¿Cómo no iba a aceptar? Es difícil ver a tus padres así, con esos ojitos de cordero degollado, preocupados por tu vida social (aunque a ti, en realidad, te importe un comino). Pero nadie quiere decepcionar a sus padres, así que me puse mi mejor sonrisa y la espantosa camiseta del campamento y allí estaba.
Pobres mamá y papá. No podían saberlo, pero su experimento estaba fracasando estrepitosamente. Porque es que, a ver, es cierto que lo de cambiarme tantísimo de colegio no ayudaba, pero esa no era la razón principal por la que siempre acababa en el blanco de todas las bromas. Ni de lejos. Pensar eso sería quedarse muy corto o no enterarse de nada.
Mi problema… Mi problema eran mis ojos.
Así de claro.
Aunque mis padres hubieran tenido que viajar de una punta a otra del mundo y me hubieran llevado de Nueva York a Pekín, de alguna forma suponía que no sería tan difícil haber hecho alguna amiga de cuando en cuando. Si fuese una chica como todas las demás, quiero decir. Si pudiera, simplemente, pasar un poquito desapercibida al principio. Si mis ojos tuvieran los dos el mismo color, vaya, como los de todo el mundo. ¿Cómo no iban a fijarse? Si era imposible no verlo. Un ojo era marrón, oscuro, tan poco llamativo como el de la gran mayoría de las personas que puedes ver en cualquier parte. El otro, en cambio, era de un azul claro impactante, con dibujos en un tono más oscuro que dan el aspecto de…, bueno, de una canica. No es que fueran un poquito diferentes, no. Es que parecían la noche y el día.
A esas alturas, lo había intentado todo para ocultarlo. Durante un buen tiempo, preferí cubrir el oscuro con un flequillo un poco más largo de la cuenta hacia el lado derecho de mi cara. Porque al principio mi ojo favorito era el claro, evidentemente. ¿No le gustan a todo el mundo las personas de ojos azules? Yo estaba convencida. Me parecía de algún modo que mis dos ojos estaban destinados a ser así, clarísimos y llamativos, y que el marrón era un error, una marca de nacimiento, un defecto o algo parecido. Además, el azul encajaba con mi color de piel, tan pálida, con las pecas de mi nariz, con el color algo anaranjado de mi cabello.
Error garrafal. No tardé en darme cuenta.
Mi ojo azul, azulísimo, clarísimo y tan raro llamaba poderosamente la atención y acaparaba demasiadas miradas. Y entonces, cuando descubrían el secreto, era mucho mucho peor. ¡Ah!, ¿que el otro ojo, el que no se veía, era FEO? Los abusones se frotaban las manos. Allí fue cuando nació el mote de «ojo caca»: mi ojo marrón, descubierto tras mis intentos de ser escondido, se convertía sin remedio en el protagonista de todos los insultos.
Ahora, mi flequillo pelirrojo se curvaba hacia la izquierda, para tapar ligeramente el ojo azul, con la esperanza de mimetizarme en la supuesta normalidad. Pero tampoco estaba dando mucho resultado. Y mi ojo, un ojo que en otra época me había llegado a parecer bonito, cristalino, enigmático…, ahora había quedado reducido a una triste canica que a mí ya tampoco me gustaba.
Es curioso lo que los comentarios de los demás pueden hacer con nuestra percepción del cuerpo.
—Ingrid.
Me sobresalté. Estaba tan metida en mis pensamientos que tardé unos segundos en recordar que seguía allí, tirada en la hierba, jugando a mirar las nubes con Laura y que ella, tumbada a mi lado, me estaba llamando por mi nombre.
—¿Hum? —murmuré.
—¿Qué es ese anillo que llevas ahí?
—¿Eh? —Miré mi mano. Me estaba tocando inconscientemente el anillo de mi dedo pulgar. Le daba vueltas y vueltas con el dedo corazón. Era un movimiento mecánico que hacía sin darme cuenta—. Ah, era de mi tía abuela.
—Es muy grande, ¿no? —Se incorporó—. Pero es bonito. ¿Puedo verlo?
Me lo quité y se lo tendí, aunque inmediatamente me sentí un poco rara. No me lo quitaba nunca. Jamás. Era tan parte de mí como mi pelo, como mi boca. Me duchaba con él, dormía con él, lo llevaba a todas partes.
La verdad es que no me extrañó que le llamara la atención. También a mí me llamó la atención la primera vez que se lo vi a mi tía abuela, y le pedí una y otra vez que me dejase probárselo antes de que finalmente me lo regalase, supongo que por ser un poco pesada. Era de oro, aunque la parte metálica estaba ya un poco ennegrecida por el paso del tiempo, y sujetaba una piedra de color azul verdoso que parecía partida, como si le faltase la otra mitad. A veces, no sé muy bien el motivo, parecía cambiar un poco de color. Era bastante imperfecto, a decir verdad, no solo la piedra parecía rota, sino que además los ribetes dorados que adornaban la piedra estaban torcidos. Pero creo que eso era lo que más me gustaba, porque lo hacía parecer antiquísimo, como si hubiera sido rescatado de un tesoro hundido en el mar.
Laura alzó la mano al cielo y miró el anillo. A ella le quedaba enorme en todos los dedos, incluso en el pulgar.
—Es gigante —dijo.
—¿Verdad? Pues ella lo llevaba en el anular —sonreí—. Siempre me dijo que me acabaría viniendo bien, pero… no sé. Me tienen que crecer mucho las manos para eso.
—Tendrás que hacer ejercicio —se rio y empezó a hacer movimientos enérgicos, abriendo y cerrando la mano—. ¿No hay ninguna rutina por ahí para hacer músculo en los dedos?
—O siempre me lo puedo poner como un collar.
Me lo devolvió y me lo puse muy rápidamente en el pulgar. Ella me miró con curiosidad.
—Ahora en serio —dijo—. ¿Por qué no te lo ajustas? ¿No te da miedo que se te caiga?
Me quedé en silencio un instante, meditando la respuesta y sin saber bien cómo explicarlo. No se me ocurría nada que pudiera decir para hacerle entender que no quería tocar el anillo ni ajustarlo ni hacerle algo que hiciera que dejase de ser exactamente como era la última vez que vi a mi tía abuela con vida, Abu para mí, la misma tarde que me lo regaló.
No quería hablar de ello para nada.
En los últimos años, era bastante posible que Laura fuera lo más parecido que había tenido nunca a una amiga. Al menos, era una persona con la que tenía un escondite secreto, ¿no? Nos escapábamos a adivinar las formas de las nubes o a hablar de cualquier cosa o a simplemente no hacer nada, porque las dos pasábamos por completo del balón prisionero y, en general, de la mayoría de la gente. Además, y esto puede que fuera lo más extraordinario, ella nunca me había preguntado por mis ojos. Jamás. El segundo día del campamento, en medio de una pelea de globos de agua, escuchó que Ellas se inventaban el mote de Canica y se recreaban en repetirlo una y otra vez con pretextos cada vez más absurdos. Recuerdo que yo me alejé para llenar un nuevo globo en la fuente y ella se acercó a mí, me ayudó a cerrarlo (con los nervios por toda la situación, la goma se me resbalaba y no acertaba) y me dijo que no les hiciera ni caso, que eran idiotas. Se me formó un nudo en la garganta tan raro. Un nudo que no habían conseguido provocarme ni Ellas y que se activó ante esa manifestación tan espontánea de empatía, así porque sí. Al día siguiente, me senté a su lado en el desayuno y ya no nos separamos.
Me había costado mucho tener una conexión de ese tipo con alguien. No sabía del todo qué debía hacer para mantenerla y todavía me sentía extraña a su lado, un poco recelosa o alerta, como si en el fondo estuviese esperando el momento en el que yo haría o diría algo lo suficientemente raro como para alejarla a ella también.
Hablarle de Abu sería… No sé. Es que Abu no era una tía abuela normal. No sé si mucha gente tiene tanta relación con su tía abuela, para empezar. Pero es que ella era increíble. No la veíamos mucho, porque viajaba por todo el mundo. Lo había recorrido entero. Entero, en serio. Y, cada vez que volvía a España, encontraba un momento para visitarnos en la caravana, estuviéramos donde estuviésemos, para contármelo todo y traerme regalos de aquellos lugares tan remotos. Abu siempre tuvo una conexión especial con mi madre. Creo que sospechaba que, de toda la familia, era quien más se parecía a ella. Ambas tenían un espíritu muy libre y presumían de haber hecho siempre lo que les había dado la gana. Pero a mí me parecía, o al menos eso quería creer, que sobre todo tenía una conexión especial conmigo. Que había algo entre ella y yo, una complicidad especial que no teníamos con nadie más. Los regalos estaban muy bien, pero a mí lo que más me gustaba era que siempre me contaba cuentos. Después de cenar, cuando mis padres estaban recogiendo, Abu me arropaba y me hablaba de pueblos llenos de misterio, de historias mágicas e increíbles que decía que vivía cuando viajaba, de lugares extrañísimos que visitaba y de los que era mejor que no le hablase a nadie.
Nunca me importó si eran verdad o mentira. Para mí, si ella lo decía, era verdad y punto. Yo la escuchaba fascinada, emocionada, como si compartiésemos un secreto.
Cuando se fue, también se fueron con ella sus historias.
Solo me quedó su anillo.
Claro que me habría gustado hablarle a Laura de Abu, pero creo que, en el fondo, todavía no estaba preparada para hablarle de ella. Además, una parte de mí quería parecerle, no sé, ¿un poco más normal? Tampoco hacía falta que conociese todas mis rarezas de golpe, bastante tenía ya. Si alguien organizase un bingo de bicho raro, cantaría línea demasiado rápido. Lo cumplía todo: pocos amigos, un ojo de cada color, padres hippies, vida en una caravana, tres colegios diferentes, ¡ah!, y una fobia irracional al agua que me obligaba a mentir cada vez que surgía un plan de piscina, ¡que casi me olvidaba de eso! No. Definitivamente no necesitaba que supiera además que me aferraba desesperadamente al anillo de mi tía abuela porque no superaba su muerte. Estaba bien así, gracias.
Un chillido a lo lejos llamó su atención y se apoyó sobre los codos.
—Están llamando a cenar —me dijo.
Por un momento, me alegré de haberme librado de contestar.
Hasta que comprendí lo que me estaba diciendo y lo que significaba. Entonces arrugué la frente.
—¿Ya? —pregunté.
¿Cómo era posible? Si me parecía que solo llevábamos allí cinco minutos. Cerré los ojos con fuerza y emití un gruñido.
—Noquieronoquieronoquiero. —Me estiré en la hierba, sin abrir los ojos—. No quiero ir al comedor, no quiero merluza a la romana otra vez y, por encima de todo, no quiero hacer fuego de campamento.
—Uf. ¿Toca fuego de campamento?
—Lo ponía en el corcho —afirmé—. Hoy, fuego de campamento. Mañana, teatro. Pasado… ¿baile? Creo.
El gruñido esta vez emergió de la boca de Laura. Luego me imitó, se dejó caer sobre la hierba y empezó a rodar a mi lado.
—¿Nos escapamos? —propuso—. Podríamos huir haciendo la croqueta.
—Suena a un plan perfecto.
—¡Sin fisuras!
—Buf, solo con imaginarme la cara de Montse… Yo creo que le daría un infarto, ¿te la imaginas? —agudicé mucho la voz para imitarla—. «¡Me faltan dos niñas! ¡Todo el mundo en fila otra vez! ¡Recuentooo! ¡Me lleváis por el camino de la amargura…! ¡Re-cuen-tooo!».
—«¡Re-cueeen-tooo!» —la imitó también Laura, respirando a duras penas, con la mano en el costado.
Un silbido agudo, y bastante más cerca de lo previsto, nos cortó la risa de golpe.
La figura inconfundible de Montse se adivinaba en el horizonte y no parecía nada contenta.
Aquella noche no solo nos quedamos sin postre, sino que los monitores tuvieron la excelente idea de nombrarnos líderes de grupo en las actividades de después de la cena, para asegurarse de que nos integrábamos por completo en la cultura del campamento.
Ahora lo recuerdo y me hace hasta un poco de gracia. Porque estaba de tan mal genio, tan cabreada con el mundo, con las actividades y con Montse, que no supe darme cuenta de que aquella iba a ser la última noche tranquila que pasaría en mucho mucho tiempo.
2
En las profundidades
El sol estaba justo en el centro del cielo, bien arriba. Era ese momento del día en que abrasaba el suelo y picaba fuerte en la piel. Mamá me extendía una gran capa de crema sobre los hombros, en la espalda, dejándome pringosa, y después, con lo que le sobraba en las manos, se frotaba sus propios brazos hasta dejarlos casi tan blancos como los míos.
Veía mi reflejo en sus gafas de sol: una niña de siete años llena de pecas, con un bañador verde y rosa que tenía un dibujo bien grande de La sirenita. Mi pelo, más rojo que nunca, estaba lleno de rizos y a duras penas se mantenía sujeto en dos moñitos, uno a cada lado de la cara.
Dejó sus cosas con papá: la bolsa, el bote de crema y su cartera, y me dijo: «¿Vamos al agua?». Yo le tendí la mano, emocionada. Llevaba esperando ese momento todo el día y tiré de ella, correteando con mis cangrejeras entre las piedras, impaciente. Había bastante gente en ese pantano. Era lo normal en esa época del año y más siendo fin de semana. Aquello estaba lleno de familias que, como nosotros, habían cogido su nevera portátil y sus toallas y se habían venido a pasar el día a lo más parecido que había a una playa en Madrid.
—Espera, no vayas tan deprisa, que te vas a caer —dijo mamá.
¿Caerme? A mí eso me daba igual. Yo no me iba a caer. A mi nariz impregnada de crema llegaba el olor inconfundible del agua y eso me confería una seguridad inexplicable, un superpoder, una certeza absoluta de que tenía que llegar hasta ella.
Metí los pies. Estaba fría. Mucho. El contraste con el calor del exterior me puso la piel de gallina. Me miré los pies envueltos en el pantano y me quedé así un rato, observando cómo el agua los deformaba. Había algo en ello que me llamaba poderosamente la atención, que me atraía irremediablemente. Empecé a caminar, un pasito por delante de ella. Primero los tobillos, luego las pantorrillas, los muslos, la cintura.
De pronto, una pelota emergió de la nada, cruzando el cielo a toda velocidad.
La vi pasar a escasos centímetros de mí, pero me libré del golpe.
El impacto sonó a mi lado, muy cerca. Había ido a parar directamente a la cabecita de uno de los niños que estaba chapoteando a escasos metros de nosotros. Todos se giraron hacia él. El chico era más pequeño que yo y el impacto lo había tirado al agua, así que por supuesto que se armó un gran alboroto: su madre, asustada, corría desde la orilla, mientras los que estaban a su alrededor se agolpaban para asegurarse de que estaba bien.
Todo eso ocurría a mi alrededor, sí, pero la realidad es que yo no los miraba.
No podía.
Delante de mí, se extendía el pantano brillante, enorme y enigmático.
Mi corazón empezó a latir con fuerza.
Miré de reojo a mi madre. También ella se había girado para comprobar que, efectivamente, el niño estaba bien y no le había pasado nada. A lo lejos, alguien reprendía a los dueños de la pelota y les decía que eran unos irresponsables. Pero, para mí, el burbujeo que me recorría el cuerpo era tan intenso que creía que se me iba a salir por las orejas. Mamá no me dejaba bañarme donde no hacía pie. Jamás. Era peligroso, decía, pero había algo en esa palabra que hacía que solo me apeteciese intentarlo un poco más.
El agua reflejaba el cielo, los dibujos de las montañas. Parecía tan tranquila… Pero no lo estaba. Yo lo sabía. No estaba quieta. Si me fijaba bien, podía descubrir un sutil movimiento en su superficie. Movimientos de arriba abajo, rítmicos, como los latidos de un corazón. Parecía que agua estuviera bailando. Es más: parecía que quisiera invitarme a bailar a mí también. Un cosquilleo me recorrió el cuerpo entero. Empecé a caminar.
El agua me trepaba por la espalda. Por los hombros. Por el cuello. De pronto, tuve que ponerme de puntillas. ¿Cómo era posible? ¿En qué momento había avanzado tanto? Nunca había llegado tan lejos. La excitación me hizo dar un par de brazadas más hacia el fondo y, finalmente, meter la cabeza y sumergirme por completo.
Cuando el agua tocó mi cara, sentí como si algo se expandiese en mi pecho. Una sensación de calma inmensa, un alivio que me recorría el cuerpo y me relajaba las extremidades. Era una sensación extrañísima. Algo inexplicable. Pero era tan poderoso, tan bonito, que sentí ganas de reír.
«Ingrid…».
Mis ganas de reír se esfumaron de golpe.
Aquel susurro, apenas perceptible, parecía haber emergido de lo más profundo del pantano. Me paralizó. ¿Había oído bien? Abrí los ojos con cuidado, pensando que me escocerían, pero me sorprendió la facilidad con la que se acostumbraron al nuevo medio y la claridad con la que vi el interior de ese pantano. El agua era oscura ahí abajo, grisácea, un poco verdosa, dibujaba ondas de colores. Era lo más alucinante y, a la vez, lo más terrorífico que había visto nunca.
«Ingrid...».
Esta vez no había dudas. Algo, alguien, había dicho mi nombre. Esa voz me sacudió por dentro. Sonaba por todas partes, se mezclaba con el agua a mi alrededor y hacía temblar cada milímetro de mi cuerpo. Fuera lo que fuese, esa voz no era humana.
Empecé a mover brazos y piernas. Me había cansado de mi aventura, quería llamar a mamá, quería salir a la superficie, pero no podía. Mis brazos, torpes, no sabían empujarme hacia arriba.
El agua me envolvía, me arrastraba hacia las profundidades, asfixiándome.
—¡Ingrid! —A lo lejos un grito, un grito sordo, esta vez era una voz familiar.
Después, dos brazos que me sacaban del agua por las axilas, con una fuerza que solo da la angustia de una madre.
—¡Ingrid!
Su grito me hizo despertar.
Abrí los ojos.
El somier de la litera superior se encontraba a escasa distancia de mi cara.
Estaba en el campamento.
Estaba bien.
Solo era esa pesadilla otra vez. La misma pesadilla de siempre. Antes, solía pasarme muy de vez en cuando, pero últimamente se repetía casi todas las noches, cada vez con más nitidez, añadiendo aún más nivel de detalle. Había llegado un punto en que era tan real que, cuando me despertaba, casi podía notar el pelo mojado y el olor del pantano en mi piel.
Volví a cerrar los ojos y respiré hondo, como había aprendido a hacer. No estaba en el agua, me dije. No podía ahogarme, no estaba en el agua. Debajo de mí, había una cama y, debajo, tierra firme; estaba a salvo. Mi cuerpo fue calmándose poco a poco, mi respiración encontrando su ritmo natural, pero el terror permaneció dentro de mí unos cuantos minutos más.
No tendría por qué ser tan terrible, ¿no? Si solo fuera una pesadilla. Pero aquello era peor que una pesadilla: era un recuerdo. Un recuerdo vívido y real que había permanecido en mi memoria desde que tenía siete años. Concretamente, el recuerdo del último día que me atreví a meterme en el agua en mi vida. Ojalá hubiese sido solo una pesadilla. El poder de un recuerdo es mucho más difícil de combatir que cualquier producto de tu imaginación.
Alguien me tiró una toalla a la cara y di un respingo. Abrí los ojos para descubrir que casi todas mis compañeras estaban ya vestidas, preparándose para un día más en el campamento.
—¡Canica, que te duermes!