La lista de la suerte

Rachael Lippincott

Fragmento

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1

He traído la moneda de la suerte.

No sé por qué lo he hecho. He pasado por delante de ella centenares de veces sin inmutarme siquiera, y siempre la había dejado donde estaba, para que se fuera formando una fina capa de polvo alrededor de sus cantos. Sin embargo, hoy ha habido algo que ha hecho que me fije en ella, no sé el qué… Quizá la forma en la que descansaba ahí, en la misma estantería en la que llevaba tres años sin que nadie la tocara.

Hoy juraría que tenía pinta de…

De traer suerte.

Me estremezco cuando esa palabra reaparece en mi mente, seguida de cerca por un par de ojos azules y una melena larga y castaña. La suerte era cosa de mi madre, no mía, pero, de todos modos, me meto la mano en el bolsillo y acaricio el suave metal hasta encontrar con la uña del pulgar una pequeña muesca en el borde, justo encima de la cabeza de George Washington.

—Verás qué divertido —me susurra mi padre, que está delante de mí en la cola para comprar los cartones. Se vuelve para dedicarme una sonrisa deslumbrante, una sonrisa que finge que no hemos pasado los tres años previos a la noche de hoy evitando cualquier cosa que nos recuerde a ella.

Resoplo.

—«Divertido» es la última palabra que se me pasa por la cabeza —respondo también en susurros mientras echo un vistazo a la habitación y contemplo el circo que se ha montado a nuestro alrededor, que no es otro que el bingo mensual para recaudar fondos que organiza el distrito escolar de Huckabee. Aunque ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vine, casi todo sigue igual. Mi mirada se desliza desde las dos viejecitas que luchan cuerpo a cuerpo por un sitio de lujo al lado del locutor hasta Tyler Poland y su colección de rocas, ordenadas cuidadosamente por tamaño encima de sus cinco codiciados cartones de bingo.

«Caótico», quizá. «Caótico» sería la palabra adecuada.

Pero ni este caos protagonizado por ancianos que luchan a brazo partido y preciadas colecciones de rocas puede distraerme de la inquietud que siento por volver a estar aquí, y no solo por lo que este lugar significaba para mi madre y para mí.

Para alguien que hace tres semanas se las arregló para hacer saltar por los aires su vida social en el baile de fin de curso no existe un lugar peor sobre la faz de la tierra. Por desgracia, la completa destrucción de dicha vida social implica, a su vez, que no había absolutamente ninguna excusa que pudiera poner para librarme de venir.

Y no puedo hablar con mi padre sobre lo que ha ocurrido, ni casi sobre nada más, en realidad, así que aquí estoy, paseándome con mi letra escarlata. Mientras tanto, mi padre está tan pancho y vive la velada como un pequeño reencuentro del instituto, porque esta noche es cuando su mejor amigo, Johnny Carter, ha vuelto al pueblo después de haber vivido casi veinte años fuera. Muy oportuno.

Y digo oportuno porque, si quieres volver a sumergirte en las profundidades de la alta sociedad de Huckabee, esta es la forma más espectacular de hacerlo. Al fin y al cabo, es probable que la mitad de las personas con las que se graduaron estén sentadas en esta misma sala.

Una vez al mes, la sala de la escuela primaria que hace las veces de cafetería y auditorio se convierte en una especie de casting grupal para una producción de la Pennsylvania rural que sea una mezcla entre un programa de lucha libre y un reality show de gente con adicciones extrañas. ¿No me crees? Cuando estaba en quinto de primaria, la señorita Long, la profesora de guardería más dulce y angelical que te puedas echar a la cara, le pegó un tortazo a Sue Patterson en los morros porque pensó que no cantaba los números de la columna B a propósito.

Y lo más increíble de todo es que tenía razón.

—Voy a por cartones para Johnny y Blake —dice mi padre mientras se saca la cartera del bolsillo, decidido a ignorar mi escepticismo—. Ya sabes lo que cuesta encontrar aparcamiento.

Se comporta como si yo hubiera venido por última vez la semana pasada en lugar de hace tres años.

Me encojo de hombros tan despreocupadamente como puedo y lo observo mientras compra tres cartones al señor Nelson, el bigotudo director del colegio y la única persona que durante los últimos diez años ha sido considerada lo bastante digna de confianza para repartir los cartones de bingo sin levantar sospechas. Antes de que le dieran el visto bueno, se sucedieron una serie de juntas municipales y seis meses de exhaustivos debates.

—¡Emily! Cómo me alegro de verte por aquí —me saluda el señor Nelson con un brillo de empatía en los ojos que conozco muy bien. Me estremezco porque «cómo me alegro de verte por aquí» se puede traducir automáticamente como «no te veíamos por aquí desde que murió tu madre» o alguna variación de la misma frase. Empieza a rebuscar entre el gigantesco montón de cartones de bingo, saca uno pequeño y gastado y me lo tiende—. ¿Quieres el cartón de tu madre y tuyo? ¡El nú­mero 505! ¡Todavía me acuerdo!

Me estremezco un poco al recorrer con la mirada la vieja arruga que hay en el centro del cartón hasta llegar a la mancha roja de la esquina superior derecha, donde se me cayó un poco de zumo cuando tenía seis años. Los momentos como este son los que más odio, esos en los que crees que ya lo tienes superado y algo tan simple como un cartón de bingo hace que te duela hasta el tuétano de los huesos.

El número 505.

Cuando nací, el quinto día del quinto mes, el cerebro supersticioso de mamá se encendió como un árbol de Navidad. Juró y perjuró que el cinco era nuestro número de la suerte. Así pues, el cinco se entremezcló con cada aspecto de nuestras vidas, desde el número de veces que tenía que frotarme detrás de las orejas al número que llevaba en la camiseta la primavera que intenté entrar en el equipo infantil de béisbol o el otoño que lo intenté en el de fútbol, sin olvidar las monedas de la suerte de veinticinco centavos que me deslizaba en la palma de la mano mientras susurraba que eran «superespeciales» porque veinticinco eran cinco al cuadrado.

Monedas de la suerte superespeciales que un día acumularían polvo en una estantería. Hasta esta noche.

Sin embargo, lo miro y niego con la cabeza.

—No, gracias.

Se hace un silencio largo e incómodo. Mi padre me mira de reojo, saca otro billete arrugado de cinco dólares de la cartera y se lo da al señor Nelson.

—Ya me lo quedo yo, Bill. Gracias.

—No deberías haber hecho eso —mascullo mientras nos alejamos y el señor Nelson me dirige una mirada aún más empática.

—Solo es un cartón de bingo, Em —me contesta mientras sorteamos mesas hasta llegar a una vacía. Nos sentamos el uno enfrente del otro—. Si tú no lo quieres, que se lo quede Blake. —Sin embargo, baja la vista hacia los cartones para evitar mi mirada.

Como si no fuese todo lo bastante incómodo, hoy viene Blake, la hija de Johnny. Todavía no sé cómo sentirme al respecto. Nos llevábamos muy bien cuando éramos niñas, pero no la veo desde las Navidades de hace diez años, cuando estuvimos a punto de prenderle fuego a mi casa por ponerle una trampa a Papá Noel, suceso que no es exactamente buen material para romper el hielo teniendo en cuenta que estamos a punto de empezar el último curso del instituto y ya no somos niñas impresionables de siete años. De todos modos, ella no conoce a nadie más en el pueblo.

Aunque es probable que eso le parezca una ventaja después de esta noche, sobre todo si la cosa se pone dramática.

O, conociendo a esta gente como la conozco, cuando la cosa se ponga dramática, porque es lo que pasará.

Oigo una carcajada y miro automáticamente detrás de papá, hacia la mesa de la esquina, donde unos largos dedos que me resultan familiares se peinan una melena enmarañada castaña que también me resulta familiar.

Matt.

Varios pares de ojos me devuelven la mirada y se me encoge el estómago. Jake, Ryan y Olivia, mi antiguo grupo de amigos, me clavan puñales con la mirada desde el otro extremo de la sala. Por sus expresiones de ira, cualquiera diría que soy culpable de asesinato.

Aunque supongo que, después de lo sucedido en el baile, todas las pruebas indican que… es un veredicto bastante justo.

Matt, sin embargo, no me mira. Mantiene la vista fija en la mesa que tiene delante, concentrado y con las cejas oscuras juntas, y se mueve un poco para darme la espalda, lo que es mil veces peor que las miradas fulminantes.

Me sorprende que hayan venido. Normalmente, en verano pasamos el rato en la piscina de Huckabee después de que cierren o jugamos al ping-pong en el enorme sótano de Olivia. Pero, claro, sospecho que lo único que les impedía ir a la noche de bingo era yo. Supongo que así es como pueden ser las noches de verano sin mí.

Aparto la vista justo cuando mi padre desliza el cartón 505 delante de mí.

—Yo no voy a jugar —protesto. Ya tengo bastante con sentir que la situación está fuera de control. Esto sí puedo decidirlo.

—¿Y si juegas por mí? —propone mientras vacía un vaso de poliestireno lleno de fichas. Las observo caer en cascada delante de mí, formando un pequeño montón—. Si ese cartón gana, prometo quedarme con el premio.

Lo miro hastiada. No acierto a entender por qué quiere jugar, aunque supongo que últimamente esto es lo suyo: fingir que cosas que tienen un gran significado no significan nada.

¿Hablar sobre mamá? Cuando las vacas vuelen.

¿Deshacerse de sus cosas? ¡Ahora mismo!

¿Ir a la noche de bingo a la que ella asistía religiosamente cada mes como si no hubiera sido así? Por supuesto.

—La cesta «Fiesta del Fútbol Americano», si puede ser —añade y me guiña un ojo mientras la madre de Olivia, Donna Taylor, presidenta de la asociación de madres y padres y antigua reina del baile (se rumorea que compró los votos para ambas elecciones), por fin se sube a paso ligero al escenario.

¿Sabes qué? Vale. Cuanto antes empecemos a jugar, antes podré salir de aquí.

—¡Muy bien! ¿Estamos todos listos? —dice por el micrófono, y a continuación deslumbra al público con una ensayada sonrisa digna de un concurso de belleza.

—¡Pues claro, joder! —grita Jim Donovan, que está a dos mesas de distancia de nosotros, y se oyen carcajadas por toda la sala.

—Un par de salidas más como esa y Donna va a apretar tanto los labios que se le va a salir la silicona —me susurra mi padre con una de esas sonrisas burlonas que le arrugan las comisuras de los ojos marrón oscuro.

Niego con la cabeza y, por primera vez en toda la noche, contengo una carcajada sincera.

En Huckabee se produce un fenómeno disociativo extraño y Donna Taylor y Jim Donovan son el ejemplo perfecto de este. Por un lado, tenemos a las Donnas, con sus mansiones prefabricadas o «granjas recién reformadas», como a ellas les gusta llamarlas, cuyos maridos trabajan de nueve a cinco en la ciudad mientras ellas cuidan a los niños y se reúnen con su grupito de mamás en clase de pilates cinco días por semana. Por el otro, tenemos a los Jim Donovans, que viven unos kilómetros más al sur, en granjas que han pasado de generación en generación desde que Betsy Ross empezó a pensar en diseños para la bandera de los Estados Unidos.

Mi padre es un poco menos rural que Jim Donovan. Nació aquí, en Huckabee, y es la quinta generación de Joseph Clarks. Lleva este pueblo en la sangre, tanto que me parece que se convertiría en polvo si saliera del término municipal, así que supongo que es bueno que Johnny haya vuelto, de lo contrario, papá no lo vería nunca.

—¿Te puedes encargar del cartón de Blake? —me pregunta mientas me coloca otro cartón delante.

—¿En serio? —Para no querer jugar al bingo, parece que me voy a hartar.

—No tardarán mucho en llegar —responde distraído mientras mira su teléfono móvil medio roto. La pantalla agrietada muestra un mensaje de Johnny—. Acaban de encontrar sitio.

Estoy a punto de contestarle que preferiría ver al bueno de Jim ganar la competición de tractores por quinto año consecutivo en la feria del condado, pero el sonido de las bolitas amarillas repiqueteando en el bombo me detiene. Miro al escenario y, por unos instantes, el océano de números que esperan a ser cantados me transporta al pasado.

Aprendí a contar en esta misma sala, mientras colocaba fichas rojas sobre los números sentada en el regazo de mi madre y calculaba el número de espacios que teníamos que rellenar para ganar. Desde que tengo memoria, mamá y yo veníamos cada mes y ganábamos casi siempre. Nos regodeábamos en un trono de cestas de mimbre y celofán. Ella siempre decía que todas nuestras victorias eran gracias al cartón número 505 y mi moneda de la suerte.

Las habladurías no tenían fin. Media sala estaba convencida de que hacíamos trampas y la otra mitad estaba igual de segura de que éramos las dos personas más afortunadas del municipio de Huckabee. Pero mamá era tan encantadora que a la gente le costaba pensar mal de ella, aunque las circunstancias llevaran a ello.

Yo no podía poner un pie en la tienda de comestibles sin que me preguntaran por números de lotería. Al parecer, ayudé a que Paul Wilson ganara en el rasca y gana del Cuatro de Julio los diez mil dólares que una semana después se gastó en un espectáculo pirotécnico que le costó un dedo.

Luego, cuando tenía catorce años, mi madre murió y toda la suerte que había tenido hasta entonces estalló en mil pedazos, igual que el dedo de Paul Wilson. Desde entonces, he huido de este lugar como de la peste. No tengo ningún interés por volver a tentar a la suerte, ni siquiera en algo tan simple como jugar al bingo. Sin embargo, al ver a Donna Taylor coger una bola amarilla con sus uñas acrílicas color rosa palo, siento la misma sensación que cuando el señor Nelson me ha tendido el cartón de bingo con la mancha de zumo y la arruga en la mitad.

Una sensación como si el bombo de bingo de mi interior esté a una vuelta de que se le caigan todas las bolas de su in­terior.

—El primer número de la noche —anuncia Donna por el micrófono, y hace una pausa para que un grupo de niños de la escuela primaria hagan un redoble de tambores. Veo a Sue Patterson, sentada en la esquina al lado de los niños, rezando el rosario y salpicando sus cuatro cartones con agua bendita.

—¡12! —anuncia, y se oyen los vítores de algunos y los lamentos de otros.

Alargo la mano para coger una ficha, ya que sé sin necesidad de comprobarlo que ese número está en el cartón 505. Incluso ahora sería capaz de nombrar cada número de cada fila; tengo el cartón grabado a fuego en mi memoria, como la dirección de casa o la letra de mi canción preferida.

Echo un vistazo al cartón de Blake con la mano suspendida sobre el montón de fichas. También está ahí. Mientras coloco las fichas sobre los respectivos doces, miro a un lado y descubro que Jim Donovan me está mirando como si estuviéramos en la línea de salida de los 100 metros lisos de las Olimpiadas y yo hubiera venido dispuesta a ganar el oro. Le devuelvo la mirada; me hace gracia que me considere competencia después de tres años. Un ramalazo de mi olvidada competitividad dibuja una sonrisa en mis labios.

Donna anuncia varios números más: 29, 48, 9, 75, 23 y 87. Los cartones se van llenando poco a poco y la gente va mirando de reojo los de sus vecinos para comparar. El celofán que cubre las cestas de premio al frente de la sala brilla bajo las luces fluorescentes.

Me fijo en una que hay justo en el centro que contiene un cubo de palomitas y una tarjeta de regalo de cien dólares para el antiguo cine del centro del pueblo, al que Matt y yo solíamos ir las noches que quedábamos. Pensar en Matt hace que me ardan las mejillas y he de luchar contra el impulso de mirarlo. Está justo detrás de mi padre, pero una oleada de culpa mantiene mis ojos pegados a la mesa que tengo delante. Voy colocando las fichas en su sitio con cuidado, una detrás de la otra.

—¡Menos mal que he comprado cartones de más! —me dice mi padre, que exhala un largo suspiro mientras niega con la cabeza—. Esto es un desastre.

Miro su cartón y veo que, de algún modo, se las ha arreglado para no colocar más que una única ficha.

—¡Madre mía! —exclamo riéndome—. Pero ¿cómo es posible?

—Vaya, mírate, Clark —dice una voz por encima de mi hombro derecho—. Sigues sin servir para nada.

El rostro de mi padre se ilumina cuando el brazo delgado y moreno de Johnny Carter aparece sobre la mesa para darle un firme apretón de manos. No lo veía tan emocionado desde que Zach Ertz recibió aquel pase de touchdown durante la Super Bowl el invierno anterior a la muerte de mamá, asegurando así la victoria de los Eagles.

Levanto la vista y veo que Johnny está casi igual que cuando vinieron de visita durante la Navidad de hace diez años, excepto por algunas arrugas nuevas: el mismo cuerpo alto y desgarbado y el mismo matojo de pelo rubio oscuro. Lleva una camisa blanca holgada y un collar de conchas que, pese a lucir sin ironía alguna, le queda bien. Aunque supongo que eso es fácil cuando te largas a Hawái seis meses antes de graduarte en el instituto para convertirte en una leyenda del surf.

—Hola, Em —dice una voz a mi lado mientras la persona a la que pertenece se sienta en el banco.

Me vuelvo y veo a Blake.

Esperaba encontrarme con una versión un poco más alta de la niña de siete años desgarbada que llevaba camisetas enormes y parecía no saber lo que era un peine, pero la persona que tengo al lado no tiene absolutamente nada que ver con esa niña. Se podría decir que Blake ha ganado varias veces la lotería de la pubertad.

Tiene la piel morena y resplandeciente, de un color que nadie de Huckabee luce a finales de agosto, así que ni hablemos de principios de julio. Luce una melena larga y ondulada, más oscura que la de su padre pero con los mismos reflejos rubios, como si los hubieran puesto ahí los mismísimos rayos del sol.

Pero lo que más me asombra son sus ojos. Unas pestañas larguísimas dan paso a un color miel cálido y casi líquido. Hace diez años estaban escondidos tras unas gafas más grandes que el estado de Texas, pero ahora están a la vista de todos.

Y no soy la única que se ha dado cuenta: todo el mundo está mirando fijamente hacia nuestra mesa. Pues menos mal que quería pasar desapercibida.

—Tengo tu cartón —le suelto cuando me doy cuenta de que no le he contestado. Ella baja la vista y mira los dos cartones que tengo delante. Le paso el suyo con cuidado de no desperdigar las fichas.

¿Podría ser más obvio que soy una paria social desde hace tres semanas?

—Gracias —responde ella con una sonrisa. El hueco que tiene entre los dientes es la única constante entre la chica que tengo delante y la niña que me convenció de que encender bengalas dentro de casa asustaría a Papá Noel lo justo para que nos trajera un poni a cada una.

—Solo te falta un número para cantar bingo en dos sitios —añado, como si no fuese de lo más evidente.

Oigo que Donna canta otro número, pero su voz no es más que un zumbido en mis oídos. De forma instintiva, aprieto con fuerza la moneda que llevo en el bolsillo.

—¡Mira! ¡Qué suerte has tenido! —Blake abre los ojos, emocionada, y coge una ficha roja que coloca en mi cartón—. Acabas de adelantarme.

Bingo.

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2

En Huckabee, todo el mundo sabe que en verano no puedes asistir al bingo sin ir a tomar un helado después. Sería como ir al cine y no comprar palomitas, o ir a la piscina y olvidarte el bañador.

Sería como ir en vano.

Helados Sam está a una manzana de la Escuela Primaria de Huckabee y la multitud de gente que sale del bingo y se dirige hacia allí ocupa toda la distancia que hay entre ambos edificios.

Por suerte, somos uno de los primeros grupos en salir. Camino a paso ligero por el aparcamiento, unos pasos por detrás de mi padre y Johnny, a los que sigue Blake, haciendo crujir la gravilla a cada paso. Cada pocos segundos tengo que correr un poco para seguirle el ritmo a esta gente, que es más alta que la media.

—¿Te traes a la heladería la cesta que has ganado? —me pregunta, interrumpiendo mi concurso de miradas con un muñeco cabezón de Carson Wentz metido entre una camiseta y una gorra de los Eagles. Disminuye un poco la marcha hasta que las dos caminamos a la misma velocidad—. ¿Estás haciendo una vuelta de honor o algo así?

Intento no reírme ante la imagen: yo, mostrando con orgullo la cesta «Fiesta del Fútbol Americano» de mi padre como si acabase de ganar un Globo de Oro. Aunque, a decir verdad, no sería impropio de algunas personas de este pueblo. Sé de alguien que conservó la ansiada cesta «Vino y queso», todavía envuelta, sobre la repisa de la chimenea durante diez años solo para chinchar a sus suegros. Al queso le salió moho, claro, pero eso no importaba.

Cojo la cesta de mimbre con más fuerza y el plástico que la envuelve cruje con gran estrépito.

—Si voy al coche a dejarla nos tocará hacer cola en la heladería durante dos horas.

Es la verdad. Seguro que el ejército de bingueros que se debe de estar congregando delante de la heladería es suficiente para provocarle a Sam y a sus tres heladeros síndrome del túnel carpiano. Pasar antes por el coche de mi padre nos habría condenado al final de la cola, justo cuando tendrán los brazos a punto de caerse al suelo. Mi madre y yo descubrimos que las bolas eran un veinticinco por ciento más pequeñas y derretidas si llegabas de los últimos.

Y después del día de hoy me merezco una bola bien grande, no me cabe duda.

—Supongo que vienes mucho por aquí —comenta mientras nos acercamos al final de la cola. Hemos conseguido caminar lo bastante rápido para que solo diez personas nos separen de esa delicia helada y azucarada.

—Ya no —contesto.

Menos mal que no me pregunta por qué. Se limita a levantar las cejas.

—Un momento: dime que de verdad se llama EL SAM.

El cartel luminoso con letras rojas que hay encima del pequeño edificio tiene la palabra HELADOS apagada excepto por la E y la L. Me echo a reír al caer en la cuenta de que casi todo el pueblo está tan acostumbrado que ya ni reparamos en ello.

—Más o menos. Hace cinco años que el cartel está roto, así que se ha convertido en el mote no oficial de la heladería.

—¿Qué te sueles pedir? —pregunta, estirando el cuello para echar una ojeada a la carta por encima de la larga hilera de gente. Me pregunto si todavía llevará esas gafas grandes como Texas por la noche, cuando se quite las lentillas.

—Un cucurucho de vainilla y chocolate con virutas de colores —respondo de forma automática mientras me concentro en el escaparate—. Pero hace años que no me pido uno. —Noto que se me hace la boca agua pese a la punzada de tris­teza que siento al darme cuenta de que la última vez que estuve aquí fue con mi madre.

—Vaya, pues si tú crees que no te has tomado un cucurucho de Sam en años… —interviene Johnny mientras cuenta con los dedos—. Clark, debe de hacer dos décadas desde la última vez que vinimos aquí juntos. El verano antes del último año de instituto. ¿Te acuerdas?

Mi padre asiente con una gran sonrisa.

—Pediste un cucurucho de menta con trocitos de chocolate y te lo estampé en la cara cinco minutos después de que lo pagaras. Te la tenía que devolver por haberme bajado los pantalones delante de todas las animadoras.

Los dos se echan a reír mientras niegan con la cabeza. Yo cruzo una mirada con Blake y ambas ponemos los ojos en blanco al pensar en la larga noche de nostalgia que nos espera.

—Tu madre estaba cabreadísima con él —dice Johnny vol­viéndose para mirarme. La luz brillante de la farola me ilumina la cara de lleno. Él deja de reírse y me dirige una mirada larga y un poco incómoda. Sé exactamente lo que va a decir antes de que lo haga—. Uf, es que me cuesta creer lo mucho que te pareces a Jules.

Es una versión de una frase que he oído incontables veces. «Eres clavada a tu madre», «¡Eres igualita que Julie!», «¡Parecéis gemelas!».

Antes me encantaba que la gente me dijera ese tipo de cosas. Ahora parece que no consigo escapar de ello, que su rostro me persigue cada vez que me miro al espejo: melena larga y lisa, cejas prominentes, labios gruesos.

Pero no tengo sus ojos. Los ojos que tanto extraño no son los que me devuelven la mirada desde mi reflejo, por mucho que yo lo desee. En lugar de su azul arándano, tengo el marrón oscuro, oscurísimo, de mi padre. Si no fuera por ese único rasgo, nadie adivinaría que estamos emparentados. Es evidente que el gen que le da la altura pasó de largo en mí.

—¿Verdad que sí? —responde mi padre mientras me dedica una de sus sonrisas tristes.

Y así, de repente, carraspea y se calla, como siempre que mamá aparece en la conversación. Lo observo apartar sus ojos de los míos.

—¿Te he hablado de esa obra de la que me encargué en la finca de Luke Wilkens? ¿La de la claraboya? —le pregunta a Johnny. De repente hemos vuelto al aburrido parloteo sobre albañilería, el que ya escucho en casa más de la cuenta.

—Bueno —digo mirando a Blake mientras avanzamos en la cola—. ¿Qué te parece Huckabee por ahora?

—Solo llevo aquí dos días y el primero me lo pasé casi entero durmiendo, porque vinimos en un vuelo nocturno —contesta con cierta vacilación—. Pero… ¿puedo ser sincera contigo? Parece casi un universo alternativo.

Resoplo ante la generosidad de su valoración.

—Un universo alternativo con muchas vacas.

Ella asiente; su mirada se pierde un poco en el horizonte.

—Un montón de vacas.

Me pongo tensa al ver que mi antiguo grupo de amigos pasa por nuestro lado con unos cucuruchos enormes, su recompensa por haber venido corriendo. Observo que Jake y Ryan han visto a Blake y reducen la marcha con las bocas me­dio abiertas. Los helados les gotean poco a poco en las manos mientras la contemplan anonadados, como si fuese un dinosaurio que han dejado caer casualmente en el siglo XXI. Olivia, celosa, le da un manotazo a Ryan en el hombro, pero en realidad ella está igual de cautivada con Blake, a la que mira de arriba abajo.

No todos los días hay una chica nueva en el pueblo, sobre todo, no una tan guapa como Blake. Me alivia que eso los distraiga de sus juicios sobre mí.

El único que no la mira es Matt. Me mira a mí durante una fracción de segundo; sus ojos asoman bajo el pelo ondulado marrón chocolate que mamá siempre definía como adorable.

Lo único que percibo es el dolor y la decepción que lleva dibujados en el rostro.

Me lo quedo mirando; me siento fatal, cosa que merezco. Le he roto el corazón al chico más majo de Huckabee.

—¿Qué le has hecho a ese? —pregunta Blake cuando ya no pueden oírnos. Tenía la esperanza de que no se diera cuenta, pero no era una mirada fácil de ignorar.

—Bueno, te lo puedes imaginar —contesto con un largo suspiro, intentando sonar despreocupada—. Lo de siempre. Salimos juntos, rompimos, salimos juntos, rompimos otra vez… —No es mentira, aunque tampoco sea toda la verdad.

Ella silba y enarca las cejas, sorprendida.

—¿Crees que volveréis otra vez?

—No, no creo que esta vez sea posible. —Los tres años de rupturas y reconciliaciones me dan vueltas por la mente. Matt siempre encontraba la forma de arreglar las cosas, pero ahora hay que incluir en el ciclo la noche del baile de fin de curso, que ha marcado un antes y un después. Ni siquiera me dirige la palabra—. Quiero decir, ya has visto cómo me ha mirado. Es obvio que me odiará por toda la eternidad.

—¿De verdad? ¿Odiarte? A mí no me lo ha parecido. —Se muerde el labio, pensativa—. A mí me ha dado la impresión de que sigue pillado por ti. Igual solo está esperando a que le hables.

Por suerte, la hija mayor de Sam, Amber, grita: «¡Siguiente!» desde la ventanilla del medio, así que no he de hacer caso al rayito de esperanza que me ha atravesado el estómago tras las palabras de Blake.

La esperanza de que haya alguna forma de arreglar las cosas.

Unos cucuruchos con las generosas bolas de helado propias de los primeros puestos de la fila llegan a nuestro poder en un abrir y cerrar de ojos. Maniobro con la cesta para coger el mío y le doy un buen lametón antes de que empiece a derre­tirse.

En un instante, vuelvo a estar en esas noches de verano junto a mi madre, después del bingo, o en las paradas aquí como premio de consolación después de algún día duro en el colegio. Tengo que recordarles a mis pies que sigan moviéndose.

Las tres mesas ya están llenas, así que empezamos a caminar de vuelta a la escuela primaria. La gente que sigue en la cola contempla nuestros helados con anhelo.

Blake me mira, hace una mueca y se frota la sien.

—Se me ha subido el frío a la cabeza.

—Ponte la lengua en el paladar —le aconsejo. La voz de mi madre, que me dijo esas mismas palabras cientos de veces, resuena en mi mente. Yo siempre me zampaba mi cucurucho en menos de un minuto y luego, claro, me retorcía de dolor. Doy un lametón lento, concentrada; ya no devoro el helado cubierto de virutas de chocolate como si me fuera la vida en ello. Ni nada más, a decir verdad—. Mano de santo.

Tras unos segundos, asiente, impresionada. El dolor de cabeza se le ha pasado tan rápido como ha venido, así que vuelve a comerse su helado como si no hubiera pasado nada.

Echo un vistazo a la cola de gente; todas las miradas están puestas sobre Blake. Es la novedad, una novedad reluciente y atractiva en un pueblo donde casi nunca cambia nada. Quizá ella sienta que Huckabee es como de otro universo, pero está claro que aquí todo el mundo tiene esa misma opinión sobre ella. La observo para ver si se ha dado cuenta de que es el foco de todas las miradas, pero sigue lamiendo su helado alegremente, sin más preocupación que la de que se le suba el frío a la cabeza. No puedo evitar sentir una punzada de celos.

Mi padre me da un codazo y me vuelvo para mirarlo.

—¿Te sigue pareciendo bien empaquetar las cosas mañana? He traído varias cajas del trabajo.

Hago un mohín al recordar el cartel de EN VENTA que hay delante de nuestra casa. Están a punto de arrebatarme el hogar de mi infancia, otra razón más por la que este verano apesta.

—¿Empaquetar? —Johnny se detiene.

—¿No te he dicho que nos mudamos? —pregunta mi padre. Supongo que no se lo comentó durante ninguna de sus llamadas mensuales.

—¡Estarás de broma! —exclama Johnny con unos ojos como platos; está casi tan sorprendido como yo cuando mi padre me dio la noticia. Un pegote de helado se le desprende del cucurucho y se estrella en el suelo, pero, no sé cómo, consigue no mancharse la camiseta. Ah, la suerte de no tener tetas—. O sea, ¿yo pongo un pie en el pueblo y tú te pones a hacer las maletas?

—No nos vamos de Huckabee —lo tranquiliza mi padre señalándolo con la cuchara—. Solo nos trasladamos a un sitio más pequeño.

«Más pequeño» es un eufemismo para «más barato», pero no creo que Johnny esté al corriente.

—Como si fuera capaz de marcharse de Huckabee —le susurro a Johnny mientras mi padre reparte «holas» y «¿Qué hay?» a lo largo de la cola de la heladería. Es nuestro alcalde no oficial.

—No sé en qué estaría yo pensando —responde Johnny con una carcajada, y se vuelve a saludar a un antiguo compañero de clase.

Si Huckabee fuese el Titanic, no me cabe duda de que mi padre sería el capitán, el que saluda con orgullo mientras el barco se hunde irremediablemente en el océano.

—Si quieres, podemos pasarnos mañana a echaros una mano —se ofrece Johnny cuando llegamos al aparcamiento y ya no queda nadie a quien saludar.

—Pero ¿no tenéis que deshacer vuestras cajas? —pregunta papá.

—Aún tardarán de tres a cinco días laborables en llegar —repone Johnny con una ancha sonrisa—. ¿Qué te parece si hacemos un intercambio? Nosotros os ayudamos mañana y, a cambio, vosotros nos ayudáis a finales de semana.

—Hecho —contesta mi padre mientras aplasta la tarrina con una mano y le tiende la otra. Se dan un apretón de lo más varonil, como si fuera un juramento solemne y no un plan como otro cualquiera.

—¿A las tres os va bien? ¿O a las tres y media? —pregunta Johnny, y señala a Blake con la cabeza mientras nos dirigimos a la esquina del otro lado del aparcamiento, donde han conseguido encontrar sitio—. Blake todavía tiene un poco de jet lag.

Ahora me doy cuenta, por las ojeras difuminadas de debajo de sus ojos y la voz ronca que se le pone a veces.

—A las tres es perfecto —dice papá, y asiente—. Los sábados por la mañana, Em trabaja en La Panadería de Nina, en el pueblo.

—¿Nina? —pregunta Johnny—. ¿Nina Levin?

—Ahora se llama Nina Biset —lo corrige papá con una sonrisa—. Pero, sí, la misma Nina. Su hija, Kiera, es la mejor amiga de Emily.

—¿Lo decidiste tú o estaba predeterminado? —me pregunta Johnny guiñándome un ojo.

—Las dos cosas —respondo entre risas. Kiera y yo siempre bromeamos con que nacimos mejores amigas, igual que nuestras madres.

Me termino el helado, pero su sabor dulce permanece en mi lengua mientras caminamos despacio por el aparcamiento. Llegamos a la última hilera de coches, donde están aparcados los dos, entre el ala del quinto curso y el campo de fútbol. El bosque que se extiende tras la portería tiene un aire oscuro y siniestro bajo la luz de la luna.

Hace unos años, después del bingo, varios de nosotros nos retábamos a correr más allá de la portería y tocar uno de los árboles, justo donde empezaba la maleza. Hacían falta veinte minutos de comentarios ofensivos y de arrastrarse por la hierba con los ojos muy abiertos para reunir la valentía necesaria para atreverse.

Nueve de cada diez veces era yo la que cruzaba por la oscuridad como una exhalación hasta tocar la corteza rugosa, todavía en las nubes después de mi suerte y mi victoria en el bingo.

Es una locura pensar lo mucho que han cambiado las cosas desde entonces. Lo mucho que he cambiado yo.

—Bueno, este es el nuestro.

Me quedo mirando un Jeep viejo y oxidado de color verde bosque, pero, para mi sorpresa, las luces que se encienden y parpadean son las del Porsche que hay aparcado al lado. Cruzo una mirada fugaz con mi padre, intentando ocultar mi asombro. Es evidente que él está tan anonadado como yo.

Sin embargo, Johnny no repara en nuestra sorpresa. Me rodea con un solo brazo; el celofán de la cesta cruje con un estruendo cuando se me acerca.

—¡Hasta mañana, Emily! —dice, y le da un apretón de manos a mi padre antes de abrir la puerta del Porsche y subir.

Los abrazos deben de ser la norma en su familia, porque la siguiente en darme uno es Blake. Me envuelve rápidamente con un brazo y con él me asalta una ráfaga de ropa limpia, arena caliente y agua salada del océano, todo mezclado.

Huele como un día en la playa.

—Nos vemos —dice mientras se aparta. Al parecer, estaba tan entretenida oliendo el mar que la he abrazado un segundo de más. ¿Cuál es mi problema? Pero enseguida saluda a mi padre con la mano—. ¡Adiós, señor Clark!

Los observamos alejarse; el motor del coche ruge con suavidad mientras se desliza por entre los pasillos y sale del aparcamiento.

—¿A qué se dedicaba Johnny? —pregunto mientras las luces se van perdiendo en la distancia.

—Algo de tecnología —responde mi padre encogiéndose de hombros.

—¿Tecnología? —pregunto mientras volvemos sobre nuestros pasos en dirección a nuestro coche—. Pero ¿qué? Algo tipo… ¿Google? ¡Ni el padre de Matt tiene un coche como ese!

Él me mira; a ambos nos sorprende el hecho de que haya nombrado a Matt. Papá no sabe los detalles, y no me preguntará a no ser que yo misma se lo cuente, pero tiene que saber que ha pasado algo lo bastante grave como para que Matt no haya aparecido por casa y haga semanas que yo no salga para ver a nadie que no sea Kiera.

—Ya —contesta, cogiéndome la cesta de las manos y dándome un suave codazo—. ¡Y pensar que ninguno de ellos ha ganado una cesta en el bingo! —Le sonrío y le devuelvo el codazo—. Gracias, por cierto —me dice al llegar a su Chevy rojo y ligeramente oxidado. Levanta la cesta y me sonríe desde el otro lado de la caja de la camioneta.

—¡Nada de gracias! —contesto mientras abro la puerta, cuyas bisagras rechinan con fuerza—. Era tu cartón y tu dinero, así que es tu cesta.

—No sé qué decirte. Ese cartón no gana tantos bingos para nadie que no seáis tú y tu… —Se interrumpe antes de terminar la frase. La cesta no es lo único que me oprime el pecho.

Ambos nos quedamos en silencio, pero la palabra muda resuena en mis oídos. Ha sido capaz de ir al bingo, de estar en esa sala y fingir que no significaba nada, pero no es capaz ni de decir su nombre.

—Ponte el cinturón —le recuerdo mientras arranca, echándole un vistazo.

No sé cuántas veces tengo que decirle que casi la mitad de todas las muertes en vehículos de motor podrían evitarse si la persona en cuestión llevara puesto el cinturón. Él asiente, pone el freno de mano y se lo abrocha. Me dirige una sincera mirada de culpabilidad.

—Lo siento, Em.

Asiento y finjo que no hay para tanto, pero ya he perdido a uno de mis padres y preferiría que no fueran dos.

Nos alejamos de la escuela primaria, y veo cómo se desvanece en la distancia, igual que lo vi cientos de veces desde el Toyota Camry plateado de mi madre, aquella tartana. Miro a la gente que espera en Helados Sam, los niños que corretean de un lado a otro mientras sus padres intentan regañarlos y aceptan poco a poco su fracaso, un grupo de preadolescentes que cotillean en una esquina. Intento imaginarme a mí misma participando de la escena si todo fuera diferente.

¿Nos estaríamos yendo ya mamá y yo? ¿O estaríamos metidas en el meollo del asunto, charlando sobre las excentricidades de Jim Donovan, los últimos chismes del colegio o lo fuerte que es que haya niños raritos de siete años que de mayores sean tan guapos como para ser modelos en Instagram? Estoy segura de que en ese universo todo estaría bien entre Matt y mis amigos y yo, que la persona cuyos consejos necesito hoy más que nunca encontraría la manera de arreglar las cosas.

Pero la imagen se desvanece, igual que la escuela en el retrovisor. Siempre percibo ese vacío, ese agujero en el espacio y el tiempo donde mi madre debería estar, pero no está.

Me muevo en mi asiento, apoyo la cabeza en el cristal de la ventanilla, cierro los ojos y me meto la mano en el bolsillo para acariciar la moneda de la suerte con los dedos.

Normalmente aparto estos pensamientos porque jamás consigo imaginármelo, pero por primera vez en mucho tiempo, con la forma conocida de una cesta del bingo bajo el brazo y el sabor de nuestro helado favorito en la lengua, puedo sentirla.

Puedo sentirla de verdad.

Rasco con la uña la hendidura que hay justo encima de la cabeza de George Washington y no puedo evitar pensar que, tal vez, esta noche de bingo no haya estado tan mal.